miércoles, 30 de diciembre de 2009

La Streep y el botox de Steve Martin


Admito que el caso de Meryl Streep es único, y que sólo eso tiene cierto mérito. A sus más de sesenta años, es una de las principales estrellas de cine del mundo, y no sólo por lo que se refiere a premios y prestigio: su reinado en la taquilla quizá sea, fríamente considerado, aún más indiscutible que el de una Julia Roberts. Por otra parte, todo el mundo parece adorarla: desde la señora de provincias hasta el más moderno de los jovencitos urbanos. En estas circunstancias, no me queda más remedio que asumir mi rareza: debí quedarme a finales de los años 80, cuando Streep era considerada una pesada casi con la misma unanimidad con que hoy se la venera. Pero no puedo evitar que a mí me siga cayendo un poco gorda. No me impresiona su exhibicionista aplicación interpretativa, la encuentro demasiado transparentemente técnica para resultar una comediante desenvuelta, y en el drama (que hasta hace poco era su especialidad) tiende a la afectación.

El caso es que durante la segunda mitad del año pasado la Streep triunfó con dos estrenos. El primero de ellos, “Julie & Julia”, no lo vi. El segundo, “No es tan sencillo”, lo he padecido hace poco. Comedia rutinaria, burda, demagógica y escasamente divertida, me resultó particularmente fastidiosa por tres motivos. Uno, su enésimo recurso a la gastronomía como elemento decorativo y superficial (¿qué les pasa al público y a los guionistas americanos? ¡Es la comida, eso que parecen acabar de descubrir!), empieza a aburrir. Dos, su realización plana y remilgada, totalmente ineficaz para una comedia, que requiere ritmo y, contrariamente a lo que muchos creen, un particular brío estilístico. Tres, que sus actores están bastante mal. Si Alec Baldwin al menos se salva con ciertos momentos en que se adueña de la escena, la Streep me pareció insoportable, y aún peor parado sale Steve Martin, actor al que siempre he estimado mucho, y que aquí aparece como embalsamado.

Podría pensarse que esto no se debe únicamente a los salvajes efectos del botox sobre el rostro del actor.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Cosecha de 2009


Para que después no me acusen querer mal al cine español, de sentir animadversión gratuita (de gratuita nada, en todo caso: ¡que he pagado religiosamente mis siete euros y pico de entrada para aburrirme como una ostra viendo “Agora”!) hacia la cinematografía nacional, lo diré alto y claro: de todas las películas que se han estrenado este año en nuestro país, la que más me ha gustado era española. ¿Hace falta que diga cuál es? Bueno, pues por si acaso lo diré.

Los abrazos rotos” es para mí, con diferencia, la mejor cinta de 2009. La he visto dos veces, y aún repetiría encantado antes de que llegue el 31 de diciembre. De una riqueza conceptual y una creatividad formal asombrosas, no negaré que también encuentro en ella baches y descompensaciones. “Los abrazos rotos” no es una película perfecta; es algo mucho mejor, una gran obra generosa y sincera, una cinta única que sólo un genio podría ejecutar de la forma en que se nos presenta en su configuración final.

Del mismo modo podría describir las otras dos películas que compartirían mi podio cinematográfico del año. “Tetro” de Coppola y “Malditos bastardos” de Tarantino son, cada una a su manera, empresas megalómanas y autoconscientes, llenas de excesos y carencias, pero también dos muestras puras de la genialidad y el hálito creativo de sus autores, lo que basta a mis ojos para hacerlas apasionantes.

La cosecha de este año ha sido soberbia. Me basta este trío de ases para afirmarlo con rotundidad. Si cada temporada se estrenaran tres películas como éstas, podrían llevarse tranquilamente todos los “El lector”, todos los “Revolutionary Road”, todos los “Agora” del mundo, todos esos guiones tersos y relucientes, correctamente interpretados y filmados con monería y gazmoñosa aplicación, y guardarlos en el baúl más recóndito del desván, bien preservados entre bolitas de alcanfor, porque ése es en realidad el lugar más apropiado para ellos. La sala de cine quedaría así para Almodóvar, para Coppola, para Tarantino, y para otro medio centenar de autores que, afortunadamente, aún pululan por el medio cinematográfico.

NOTA: Otras buenas películas que se han estrenado este año que termina: “Singularidades de una muchacha rubia”, de Manoel de Oliveira; “La clase”, de Laurent Cantet; “Un cuento de Navidad”, de Arnaud Desplechin; “Gran Torino”, de Clint Eastwood; “Si la cosa funciona”, de Woody Allen, y "Still Walking", de Hirozaku Kore-Eda. También nombraré aquí el “Anticristo” de Lars Von Trier, película que encuentro globalmente fallida pero tan valiente, honesta y bien filmada que no puede pasarse por alto.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Nostalgia vanguardista


Texto sobre el último trabajo de Mabi Revuelta que publiqué el pasado mes:

Mabi Revuelta presenta estos días en Bilbo un ambicioso proyecto que se materializa en una exposición, un ballet y una performance. Pródigo en referencias, “Abeceda” resulta sin embargo muy representativo sobre las inquietudes estéticas y conceptuales de la artista bilbaína.

Nostalgia vanguardista

En 1926 se publicaba en Praga la primera edición de un libro titulado “Abeceda” (“Alfabeto”). Ilustrado con veinticinco imágenes en blanco y negro elaboradas bajo la técnica del fotomontaje, incluía sendas poesías dedicadas a cada una de las letras del alfabeto latino. El autor de los textos era el poeta Vítĕstlav Nezval (1900-1958), joven autor influido por las vanguardias artísticas que comenzaban a extenderse por Europa y América. La edición y el diseño del volumen correspondía a su compañero Karel Teige, artista polifacético y dinamizador artístico que colaboró decisivamente en la difusión en Checoslovaquia de la obra de los surrealistas y constructivistas. Nezval y Teige, entre otros, habían fundado años antes un colectivo llamado Devĕtsil, que trasladaba a la realidad checa la imparable corriente de los nuevos aires artísticos. Uno de los productos más relevantes del movimiento fue el poetismo, cuyo manifiesto inaugural (1924) reivindicaba un arte gozoso, erótico y exuberante que restituyera la vitalidad perdida a un mundo que aún se recuperaba de los efectos de la Gran Guerra. La revista DeD (Revue Devĕtsilu), su principal foro de expresión, se hacía eco de las inquietudes de sus miembros, que abarcaban ámbitos como la pintura, la escultura, la poesía o el cine. De manera específica respecto a otras iniciativas similares, Devĕtsil se dedicó además a investigar las posibilidades de engendrar nuevas formas de caligrafía.

Es precisamente de esta inquietud de donde nació el proyecto “Abeceda” original, en el que fue decisiva la colaboración de la bailarina Milca Mayerova, que se encargó de idear una coreografía para cada letra y también colaboró en la edición del libro. El ballet de Mayerova, al mismo tiempo estático y vigoroso, por completo coherente con las semillas surrealistas y futuristas que habían germinado para dar lugar al poetismo, se aliaba con los cuartetos de Nezval para proporcionar una aproximación inédita a algo que hasta entonces se daba por hecho, un ámbito en teoría tan restringido y codificado como la tipografía.

La voluntad de dinamitar los cimientos de lo establecido no era nueva: hace unas semanas nos referíamos en estas páginas a “Un perro andaluz”, el monumento surrealista dirigido por Luis Buñuel, cuya primera secuencia ofrecía precisamente la imagen de una cuchilla que cortaba un ojo, para pasmo y horror del público que lo presenció por primera vez en 1929. Había en esta escena una llamada a gritos, la exigencia de una nueva mirada sobre el arte, y también sobre la vida y el mundo, a la que el grupo de los surrealistas se adhirió con entusiasmo. En esta misma sintonía, Devĕtsil dirigió parte de sus esfuerzos a idear un sistema caligráfico inédito, bajo la pretensión de reinventar la unidad mínima mediante la que se articula el lenguaje escrito, fundiendo para ello poesía, danza, fotografía y collage. Si sus objetivos quizá pecaban por exceso, resulta al mismo tiempo imposible no admirar la grandeza del empeño.

En cierto modo, lo que ocho décadas más tarde lleva a cabo Mabi Revuelta presenta similares logros y limitaciones. Su propuesta se estructura en tres pilares. En primer lugar, está la exposición que presenta la galería Vanguardia, de Bilbo, donde el espectador puede acceder a los principales productos materiales de su labor: unas instantáneas con esqueletos blancos sobre fondo negro que se disponen para formar en caligrafía perfectamente legible la palabra ABECEDA, otra fotografía de mayor formato que representa una sola de estas letras -la A- y en la que intervienen además dos mujeres vestidas de negro, un misterioso esqueleto a tamaño natural encaramado sobre unos zancos de reminiscencias niponas con un hermoso corazón negro pendiendo de su cuello, la ficha que describe parte de una coreografía, un vídeo documentando con pulcritud el proceso de confección del esqueleto. Después, tenemos la coreografía ideada por la propia Revuelta, que fue ejecutada en el teatro Arriaga en la sesión inaugural del festival de teatro y danza contemporánea BAD, y en el que se descubrían además otras referencias manejadas por su autora, como el Teatro Negro de Praga o el “Triadisches Ballett” de Oskar Schlemmer. Por último, una performance basada en dicha coreografía enlazaba los dos puntales anteriores. El resultado corre el riesgo de generar cierto desconcierto en el espectador que no posea información suficiente sobre el contexto histórico del proyecto, pero quizá sea éste el momento de reivindicar el desconcierto como uno de los efectos más legítimos y estimables a los que puede aspirar el arte.

Existen al menos tres razones para admirar este nuevo “Abeceda” de Mabi Revuelta. La primera es el escrupuloso esmero con que todo se ha materializado, esmero que resulta particularmente notorio cuando se contempla el esqueleto exhibido en Vanguardia y el vídeo (cuya estética televisiva rozaría la simpleza, pero que sin embargo resulta extrañamente hipnótico) que muestra su elaboración. La segunda es el riesgo asumido por la bilbaína, que sólo puede proceder del inconformismo y la inquietud por explorar nuevos ámbitos y canales expresivos (recordemos la reciente “A day at the races”, también de Revuelta, y también revisada el año pasado en estas páginas: rigurosamente otro mundo). Y la tercera sería una aproximación más que respetuosa a las vanguardias de principios del siglo XX, plena de genuina añoranza por un universo cuyas posibilidades se demuestran lejos de haberse agotado cada vez que alguien con la sensibilidad y el coraje de Mabi Revuelta se empeña en revisitarlas.

martes, 22 de diciembre de 2009

La singularidad de Oliveira


A quien va por ahí diciendo que Manoel de Oliveira (101 años le contemplan) es un director aburrido, sobrevalorado, que está gagá y no tiene nada que decir pero que lo dice incesantemente –y son muchos los que esto sostienen- ni me molestaría en contestarles. El propio Oliveira se encarga de hacerlo, gracias a películas como “Singularidades de una muchacha rubia”, preciosa obra ahora en cartel y que en su poco más de una hora de metraje condensa mucho más talento, vitalidad y espíritu creativo que toda la carrera de la mayoría de los directores en activo.

En mayor medida incluso que otras películas objetivamente más importantes, entendido esto como dotadas de mayor ambición y resonancia artística (desde “Francisca” hasta “El Valle Abraham”, desde “El pasado y el presente” hasta “La divina comedia”), la última cinta de Oliveira prueba hasta qué punto nos encontramos ante un genio. Nadie podía haber dirigido “Singularidades de una chica rubia” en su lugar; es decir, nadie podía haberlo hecho sin naufragar estrepitosamente. La operación llevada a cabo consiste en ambientar en el tiempo presente (cosa que sabemos por el vestuario de los actores, por los decorados y la intervención de modernos trenes en la trama) una historia de amor escrita en el siglo XIX por el literato portugués Eça de Queiroz, sin apenas cambios. Así, Oliveira revive un mundo en el que los jóvenes piden a las madres de sus amadas permiso para casarse con éstas, en el que esos mismos jóvenes besan la mano de sus venerables tíos a modo de saludo, en el que es posible hacer una fortuna rápida embarcándose a Cabo Verde, y la comunicación entre habitantes de países distantes se realiza por correo postal. Insisto en que dudo mucho que ninguna otra persona salvo Oliveira fuera capaz de contar esto y, lejos de caer en el ridículo, seducir al espectador de manera ininterrumpida. Esto se consigue gracias al estilo inimitable del director, un estilo que nadie tiene ya, que por momentos parece alimentado por los logros de un Dreyer, de un Ophüls, de un Visconti, pero que pertenece a Oliveira y a nadie más.

La poesía lograda mediante la aplicación de este estilo a todo un rosario de anacronismos alcanza su máxima expresión con un plano sublime: cuando el protagonista (Ricardo Trêpa, apuesto nieto del director) besa a su enamorada (Catarina Wallenstein) en el portal de su casa, la cámara no muestra cómo ambos juntan sus labios, sino el modo en que ella dobla, púdica y arrobada, una pierna hacia atrás: un gesto que ya nadie hace, pero que aún está clavado en nuestro imaginario, y que adoramos como un vestigio sutil y encantador de un tiempo pasado.

Nadie más que Oliveira podía haber filmado este plano: menos mal que el director portugués ha decidido seguir vivo y bien activo.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Amos y criados


El director norteamericano Joseph Losey, que desarrolló la mayor parte de su carrera en Europa, lo fue todo en los años 60 y 70, para caer en desgracia inmediatamente después. La primera película suya que vi, “El mensajero” (1970), me gustó bastante: claro que entonces yo tenía unos trece años, y estaba por primera vez en Inglaterra, y todo lo que descubrí en aquel viaje me maravilló por razones obvias. Mucho más tarde me enfrenté a otras obras del mismo director (recuerdo haberme aburrido en particular con “Eva”), y comprendí bastante mejor lo denostado que sería Losey por parte de la comunidad cinéfila a partir de cierto momento.

El otro día acudí con curiosidad a la Filmoteca para ver “El sirviente” (1963), quizá la película más prestigiosa de Losey: un acierto. Estupendamente escrita (por Harold Pinter) e interpretada (por Dirk Bogarde, James Fox, Wendy Craig y Sarah Miles), la cinta presenta una malévola y apasionante reflexión social, sexual y psicológica, pero sobre todo está muy bien puesta en escena por su director.

El argumente es el siguiente: un joven acomodado y algo frívolo (Fox), que mantiene una relación estable con una altiva chica de su entorno (Craig), adquiere un bonito inmueble en un barrio residencial de Londres y contrata a un sirviente (Bogarde, maravilloso en cada plano de la cinta) para que se ocupe de las tareas domésticas. La novia del protagonista siente una instantánea e inexplicable hostilidad hacia el empleado, que a su vez introduce en la casa como doncella a su propia amante (Miles) haciéndola pasar por su hermana, y alentando que ésta y su patrón comiencen también una relación sexual. Pero esto -que ya es bastante- no supone más que el principio de la historia, que evoluciona hacia terrenos tan vidriosos como narrativamente atractivos.

Losey toca en esta película un tema apasionante, que en mi opinión sólo Buñuel ha abordado con tanta riqueza y logro artístico (en “Diario de una camarera” y también, más tangencialmente, en “El ángel exterminador”, entre otras), como es la relación que se establece entre amos y criados. Relación en la que intervienen elementos como la identificación, la envidia, la atracción, la repulsión o el rencor, que transitan en doble sentido y crean un complejo sistema de fuerzas. Jean Genet también contó algo de esto en su obra “Las criadas”, aunque aquí el enfoque era más visceral, más tremendista y también más abstracto.

Conozco alguna que otra persona que ha dedicado parte de su carrera profesional a servir a lo que podríamos llamar las clases privilegiadas, y me sorprende el mimetismo que han logrado con ese estrato a cuyas órdenes se han puesto de manera voluntaria: los empleadores jamás los aceptarán como sus iguales, pero de algún modo estas personas se sienten pertenecientes a la clase que les paga el salario, hasta el punto de adoptar todos sus tics y a menudo superar su desprecio (y su pánico) hacia la clase trabajadora a la que en realidad pertenecen.

El enfoque con que Losey trata todo esto no es en absoluto panfletario. Aunque su estilo no destacara precisamente por la sutileza (incluso en esta película hay pruebas de ello, como la enfática y redundante escena de seducción de Sarah Miles a James Fox), pero tampoco era un patán con ínfulas sociales al estilo de, pongamos por caso, Juan Antonio Bardem (por nombrar un director de su época) o Alejandro G. Inárritu (por mencionar uno actual). “El sirviente” presenta aceptables dosis de misterio, humor y poesía, y por ello se acerca más en sus mejores momentos al mencionado Buñuel que a los otros dos directores. Por otra parte, a quien la historia de dependencia y degradación entre Dirk Bogarde y Edward Fox no le interese en absoluto (raro será este espécimen, de todos modos), podrá regalarse la vista con los estupendos decorados y vestuario de la película, que no sólo son de un gusto exquisito, sino que sobre todo cumplen hasta extremos pocas veces igualados su función de representar las coordenadas sociales y psicológicas de los personajes.

Todo un descubrimiento, esta “El sirviente”.

martes, 15 de diciembre de 2009

El paraíso o nada


Hace meses escribí una entrada sobre mis placeres culpables. En el tintero me dejé uno que ya entonces cultivaba, y que aún mantengo. Agarraos: se trata de “Sin tetas no hay paraíso”, la serie de Tele5 basada en un original colombiano, sobre narcotráfico, policías y prostitución.

Al principio, lo que me fascinaba de la serie eran sus excesos visuales. La realización era tan plana y mediocre como en cualquier otro producto televisivo de su calaña, pero el barroquismo de los decorados y el vestuario (¡esos vestidos de fiesta cortitos a razón de tres por capítulo y actriz! ¡cuánto trabajo para el showroom!), las imágenes recurrentes de billetes de quinientos euros, las joyas y cochazos, los escotes y piscinas mostrados sin pudor ni tacañería, tenían algo de hipnótico. La serie explotaba de manera bastante astuta la fascinación que produce el oropel, la horterada sin tapujos, en la línea de, pongamos por caso, “Scarface” de Brian DePalma. Todo esto se ha rebajado un poco con el tiempo, pero para entonces yo me había dejado enganchar por unos personajes y tramas cada vez más enloquecidos. A pesar de que la mayor parte de los actores y actrices del reparto son pésimos (o, en el mejor de los casos, sólo correctos), hay que alabar la labor de casting, sobre todo en lo que respecta a las chicas: las protagonistas son chicas de barrio ambiciosas, incultas y superficiales, y quienes les dan vida responden con absoluta fidelidad a esa imagen. Aplaudo con particular entusiasmo a las maravillosamente ordinarias Thaïs Blume y Xenia Tostado, en la piel de dos pilinguis que se convierten respectivamente en ex actriz porno esposa de futbolista (¡bravo por los guionistas!) y ex cocainómana pasante en un bufete de abogados. Las protas-protas me gustan bastante menos: Amaia Salamanca tiene la expresividad de un bacalao en salazón, y María Castro está demasiado verde para dar el tipo de super-madame y zorrón sin escrúpulos que se redime por amor. De los chicos puedo decir poca cosa: son todos uniformemente malos.

Lo mejor de la serie es que no se detiene ante nada, que cualquier exceso es bienvenido en ella. La total arbitrariedad en el desarrollo de los personajes, que pueden cambiar completamente de personalidad de un capítulo a otro, añade gasolina al fuego. La Jessy puede conspirar para que los narcos asesinen a la Cata un día, y unos pocos después arriesgar su propia vida para protegerla. Por su parte, la Vane decide emprender una cruzada contra los capos de la droga que tanto mal le han hecho a ella y a su entorno, para dos horas más tarde sentarse a tomar un café con sus amigas e intentar convencerlas de que el mejor modo de poner fin a sus problemas consiste en vender los 20 kilos de cocaína que acaban de llegar a sus manos como caídos del cielo. Por cierto, ¿en qué serie internacional de horario prime time las protagonistas digamos positivas se pondrían a discutir tranquilamente sobre cómo poner en circulación un alijo de farlopa? ¿No es genial?

Con “Sin tetas…” tengo, pues, mi ración semanal de placer culpable. Espero que la serie prosiga por mucho tiempo.

Por debajo del maquillaje


Crítica que publiqué el pasado mes:

Lisette Model
Del 23 de septiembre de 2009 al 10 de enero de 2010
Fundación Mapfre. Madrid.

La sala de exposiciones madrileña de la Fundación Mapfre dedica una muestra a la fotógrafa Lisette Model, maestra entre otros de Diane Arbus, y cuya obra supone una severa crítica contra las diferencias sociales. En colaboración con el Jeu de Paume de París, la Fundación Mapfre se centra en la parte más representativa de la obra de esta artista norteamericano de origen austriaco.

Por debajo del maquillaje

Es importante advertir, antes que nada y para evitar cualquier malentendido, que la exposición que la sala madrileña de la Fundación Mapfre dedica a la fotógrafa norteamericana Lisette Model (1901-1983) no es una retrospectiva. Centrada en una parte amplia pero muy específica de su producción -las piezas están fechadas desde los primeros años 30 hasta 1956-, todo indica que lo que la muestra ha pretendido es reflejar precisamente el núcleo temático y estético de Model, y a través de ello quizá acercarnos a su interesante personalidad.

Nacida en Austria al inicio del siglo XX, Model pertenecía, por la rama paterna, a una acomodada familia de origen judío. Su vocación como fotógrafa fue relativamente tardía: después de dedicar varios años a los estudios musicales y el canto, conoció en París al pintor Evsa Model –artista con fuertes influencias recibidas de Mondrian con el que terminaría casándose- y comenzó a formarse en las artes plásticas, primero en la pintura y después, superada la treintena, en la fotografía. En 1934, durante una visita en la Costa Azul a su madre ya viuda, produciría la que aún hoy es quizá su serie más conocida, “Promenade des Anglais” (título tomado del célebre paseo marítimo de Niza), que reveló a una aguda observadora con una visión –algo cruel, en realidad- sobre las clases pudientes y, más importante aún que eso, a una verdadera artista dueña de un rango expresivo propio. Poco después emigró junto a su marido a los Estados Unidos, que sería su definitivo país de adopción, donde desarrolló una relevante carrera en los ámbitos del fotoperiodismo (trabajando para el mítico Harper’s Bazaar de Carmel Snow) y la enseñanza (en la New School for Social Research, además de como conferenciante en diversas instituciones), mientras proseguía con sus series de carácter más personal. Entre los hitos alcanzados en vida, una de sus fotografías fue incluida en “The Family Of Man”, la ambiciosa exposición que organizó Steichen para el MOMA en 1955. Suele destacarse también el hecho de que una de sus discípulas fuera la archiconocida Diane Arbus, en cuya obra no es difícil rastrear la influencia recibida cuando retrataba a sus modelos como fenómenos de feria.

La selección de fotografías que se presenta en la Fundación Mapfre se centra en la parte más reconocida de la obra de la artista que nos ocupa (está por ejemplo la citada “Promenade des Anglais”, o sus composiciones de reflejos sobre escaparates neoyorquinos, o las piernas a la carrera que serían tan copiadas varias décadas más tarde), mientras se tiende a resaltar de manera no demasiado sutil la crítica social que se deriva de su enfoque creativo. Representativas de esta decisión son las imágenes casi goyescas de ricos veraneantes que no pueden ocultar su propia y desagradable decadencia (en este punto, el sobrepeso parece incorporar para Model connotaciones valorativas de auténtica lacra) entre otras de mendigos durmiendo al raso en las calles de París o miembros de la clase obrera que sobreviven en el neoyorquino Lower East Side. Cuando Model centra su interés en el rostro humano, por otro lado, es a menudo para desvelar las realidades menos amables que se ocultan bajo éste: fotografiados en un ligero y nada favorecedor contrapicado, sus modelos –casi siempre involuntarios- no pueden ocultar una cierta naturaleza monstruosa, y los afeites, el maquillaje plasmado con una blanca y densa cualidad de escayola, únicamente sirven para hacer más obvia esta circunstancia. Hay en la visión de Model sobre ricos y pobres, privilegiados y excluidos, una clara voluntad de denuncia social, pero también un extraño aroma de fondo, una tonalidad cambiante que oscila entre la ironía, el tremendismo y la pura tentación nihilista, que no suscita necesariamente la simpatía del espectador. No resulta extraño que la fotógrafa figurara en su momento en el objetivo del implacable Comité de Actividades Antiamericanas, lo que al parecer domesticó notablemente su pulsión de denuncia, al menos durante una temporada: pero esta parte de su obra ya no está presente en una exposición que, como indicábamos antes, pretende reflejar únicamente la faceta “más libre” de Lisette Model, la que refleja con mayor pureza las claves que le han proporcionado su prestigio.

De entre toda la selección –que es ya per se bastante considerable en cuanto a volumen- destacan las instantáneas tomadas en un local llamado Sammy’s, una especie de night-club cuya clientela estaba al parecer formada por indigentes, y donde eran auténticos artistas quienes actuaban para un público tan inusual. En ellas se mantiene las mejores virtudes de la visión de Model, como su extraordinaria capacidad para desvelar la esencia de las cosas a través de su superficie, pero el enfoque es, por decirlo de algún modo, menos estricto -y la sátira más amable- y resulta por tanto más sencillo empatizar con él.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Una chica tan decente como yo


“Una chica tan decente como yo” parece el título de una película de Concha Velasco y Manolo Escobar: no me digáis que no. Quién pensaría que así es como se tituló en España una película dirigida por uno de los directores más sensibles que ha habido, el francés François Truffaut, y que originalmente se llamaba “Une belle fille comme moi” (1972). Yo no la había visto hasta hace unos días, cuando la encontré por casualidad enterrada en la vídeoteca de un amigo.

La verdad es que el título español no le va del todo mal a la película, la más estrambótica que Truffaut realizó jamás. Cuenta la historia de una putilla asesina que trata de aprovecharse con desiguales resultados de su físico –y de la estupidez masculina- para medrar en la vida, y que no tiene escrúpulos a la hora de cargarse a un marido o un amante que estorban en su camino. Dirigida con una dejadez visual muy típica en la época (pero nada típica en Truffaut), posee sin embargo bastante encanto en su tono de comedia algo bestia, y sobre todo está muy bien interpretada por una tronchante Bernadette Lafont. André Dussolier era el pringado protagonista, en una de sus primeras interpretaciones, mucho antes de convertirse en el galán maduro que es hoy en día. Imagino que con esta película Truffaut ensayaba con un género que tenía mucho éxito de público por aquellos tiempos (quién no recuerda las comedias italianas llenas de tipos feos y chicas macizorras), pero a él el tiro le salió por la culata: la película fue un fracaso absoluto, y aún hoy suele ser considerada la peor de su filmografía. Sin embargo, no se le pueden negar méritos como el trabajo de los mencionados Lafont y Dussolier, y una escena maravillosa en la que interviene un repelente y encantador niño cineasta.

Un regalo


Uno de los regalos que recibí en mi último cumpleaños fue un libro que por pereza no abrí hasta varios meses después. Se trata de la edición española (por Anagrama) de los diarios de Andy Warhol, que ha resultado ser toda una revelación para mí. Las entradas de estos diarios eran dictadas casi cada día por el artista entre 1976 y 1987 (año de su fallecimiento) a una de sus empleadas, Pat Hackett, por vía telefónica. El resultado, escrito en un estilo aparentemente neutro e impersonal por el que sin embargo se filtran en ocasiones sustanciosas vetas de malicia y perspicacia, me ha parecido apasionante. En él no sólo se ofrece un retrato de los medios artísticos y de la farándula en el Nueva York de los años 70-80 (el Studio 54, Liz Taylor, Jackie O, Diana Vreeland, Yoko Ono, Liza Minnelli, John Travolta, Grace Jones, Truman Capote, Mick y Bianca Jagger, Jerry Hall, Basquiat, Keith Haring, Schnabel y demás: la lista es descomunal, interminable), sino sobre todo del propio Warhol. Sus (pequeñas) grandezas y (grandes) miserias, su ojo clínico social, su obsesión por la fama y los famosos, el lujo y el dinero, su apreciable creatividad sometida a la obsesión por el reconocimiento, aparecen de manera transparente a lo largo de las páginas del libro. También su pésimo gusto cinematográfico, por cierto, pero esto es algo habitual: he observado que muchos artistas plásticos poseen unas aficiones fílmicas sorprendentemente vulgares.

Capítulo aparte para la reacción de Warhol ante la terrible irrupción del SIDA en el mundo, y muy especialmente a su alrededor. Patológicamente hipocondriaco, vergonzosamente cobarde, el artista admitía rehuir la mera cercanía física con algunos de sus amigos enfermos por miedo a contagiarse.

En resumen, el autorretrato no es nada favorecedor, de donde quizá haya que deducir que el artista era sincero en sus conversaciones con Hackett. Por eso encontré el libro tan interesante, y por momentos tan conmovedor.

Entre los cientos de personajes secundarios que aparecen alrededor del autor y protagonista, me fascinaron particularmente el modisto Halston y su pareja, un tipo estrambótico, politoxicómano y mentalmente perturbado llamado Victor Hugo (como el escritor, pero nada que ver con él). Soy incapaz de comprender por qué nadie ha dedicado hasta ahora un biopic a estos dos increíbles elementos, en cuya historia se concentra todo -y más de- lo que les gusta a los estudios de cine americanos: triunfo y caída, tormento sentimental, personalidad intensa, sexo, lujo, colorido y enfermedad. ¡Ustedes, los magnates de Hollywood! ¡¡¿¿Es que están dormidos??!!

viernes, 4 de diciembre de 2009

El manantial


El manantial” (“The Fountainhead”, 1949) es una película de King Vidor, protagonizada por Gary Cooper y Patricia Neal. Se basaba en un novelón de la escritora ruso-norteamericana Ayn Rand, que además escribió el guión. Rand transmitía en su literatura todo un concepto filosófico propio, de espíritu objetivista, que defendía ante todo la prevalencia del individuo frente a la masa y la necesidad de estructurar un sistema de valores basado en las verdades inmanentes de la realidad, que la mente humana debía discernir. Al parecer, la autora no quedó satisfecha del resultado de la película que ella misma escribió: sin embargo, tras ver la película el otro día, mi conclusión es que lo único dudoso de ella es precisamente el guión.

Parece bastante claro que la novela y la película se basan en la figura del revolucionario arquitecto americano Frank Lloyd Wright a quien Rand admiraba (la buena mujer tendía a admirar a las grandes personalidades de ego desmesurado), y al que el Guggenheim de Bilbao dedica estos días una exposición sobre la que ya hablé en una entrada anterior. El protagonista del filme, llamado Howard Roark (Gary Cooper), es igualmente un arquitecto que abomina de la mediocridad imperante en su medio, mediocridad que deriva en la construcción de espantosos refritos clasicistas, mientras él sueña con alucinantes composiciones de un racionalismo visionario. Superhombre que prefiere mantenerse fiel a sus principios como artista antes que someterse a lo que se supone que la sociedad (“la masa”) exige de él, encuentra la horma de su zapato en una bella mujer llamada Dominique Francon (Patricia Neal), que lo admira profundamente pero que también posee un carácter ingobernable y que, al no desear atadura alguna en su vida, destruye o se aleja de todo aquello que ama y por tanto puede esclavizarla. Hay también un sibilino crítico de arquitectura que adula a los mediocres y trata de hundir a los genios con el fin de afianzar su poder, un arquitecto del tres al cuarto que basa su éxito comercial en el estilo mimético que Roark detesta, y un magnate de la prensa que descubre que la multitud informe a la que él creía tener bajo su control lo abandonará por otros cantos de sirena igualmente aberrantes pero mejor entonados.

El modo en que la historia nos presenta la interesante pero muy discutible filosofía individualista (también se la puede definir, menos eufemísticamente, como “de extrema derecha”) de Ayn Rand es enfático, pesado y bastante naïf. Todo se verbaliza, desde las motivaciones íntimas de los personajes hasta sus anhelos y temores, e incluso su mismo papel simbólico dentro del sistema de signos que Rand estableció. Esto hace por momentos algo plúmbeo el desarrollo de la película, e incluso movió a la risa al público en varios momentos del pase en la Filmoteca. Particularmente dolorosa es esta secuencia, en la que Gary Cooper enuncia su credo moral e intelectual como defensa en un juicio, en la que el actor parece no comprender muy bien el fondo de su propio discurso, mientras el espectador recibe un sermón sentencioso y simplista.

Sin embargo, prácticamente todos estos defectos quedan redimidos por la soberbia, ultracreativa puesta en escena que Vidor aplicó sobre el viscoso material del que partía. ¡Qué composición de los planos! ¡Qué intensidad en cada minuto de las dos horas de metraje! ¡Qué dirección de actores! ¡Qué extraordinaria iluminación y encuadre! Hay en “El manantial” algunos planos de un lirismo, una capacidad expresiva y una fuerza con los que los mejores directores actuales no se atreverían ni a soñar. Sólo daré un ejemplo, y es el final de la película. En ella, Patricia Neal asciende a velocidad vertiginosa por un montacargas de obra hacia la cúspide del fálico edificio que Roark ha diseñado, su gran sueño como artista: en la cumbre le espera el Genio Solitario, vestido con un mono que remite a los carteles propagandísticos del fascismo italiano, la Alemania nazi o la época estalinista de la URSS (ver foto que ilustra esta entrada). Admito que los referentes son un poco aterradores, pero la belleza de esta película también lo es, y mucho.

Cristina Iglesias en Milán


Crítica publicada hace un par de meses:

Cristina Iglesias. Il senso dello spazio

Del 23 de septiembre de 2009 al 7 de febrero de 2010
Fondazine Arnaldo Pomodoro. Milán.

La escultora donostiarra Cristina Iglesias corría el riesgo de verse ensombrecida por la notoriedad de las exposiciones póstumas consagradas a quien fue su marido, Juan Muñoz. Sin embargo, esta “Il senso dello espacio” que ahora le dedica la fundación Arnaldo Pomodoro de Milán demuestran que la notoriedad propia de la artista es si cabe mayor que nunca.

Cristina Iglesias en Milán

Como es sabido, Iglesias (San Sebastián, 1956) fue la esposa del artista madrileño Juan Muñoz hasta el fin de los días de éste, y después ha estado intensamente involucrada en la organización y difusión de las espléndidas exposiciones a él consagradas por algunos de los más importantes centros de arte contemporáneo del mundo. Mostrando una generosidad y una elegancia que merecen ser destacadas, Iglesias no ha rehuido las declaraciones sobre quien fuera su marido, que han resultado bastante esclarecedoras sobre el particular universo y la personalidad de un autor que ha alcanzado tras fallecer el estatus de figura casi mítica. Parece evidente que Iglesias se muestra bastante segura de su propia relevancia como artista -otra cosa sería impensable a tenor de lo visto-, y ciertamente tiene motivos para ello: no habría en su caso un papel que le casara menos que el de mera difusora del testimonio sobre el genio muerto, tan excluyente e ingrato.

En realidad, Iglesias obtuvo el Premio Nacional de Artes Plásticas antes (exactamente un año) que su ilustre marido, en una edición en que también se decidió premiar nada menos que a Pablo Palazuelo, reconociéndose con ello al binomio formado por una “trayectoria reconocible” y un “valor renovador”. Renovadora o no, para entonces el prestigio de la donostiarra ya se encontraba perfectamente asentado, de modo que las estructuras de celosías y formas orgánicas que centraban gran parte de su producción eran alabadas por la mayor parte de la crítica. Tampoco posee una importancia menor el hecho de que, aún antes de esto, el museo Guggenheim de Nueva York le hubiera dedicado una exposición individual que después se trasladaría a su hermano bilbaíno en la que fue la primera muestra del museo de Gehry consagrada íntegramente a un artista vasco. Desde entonces, y con independencia de las circunstancias externas, el renombre de la obra de Iglesias ha seguido creciendo, en particular dentro de la escena internacional. Por otra parte, la muy notable simbiosis que se produce entre sus esculturas y los grandes espacios abiertos ha derivado en una amplia demanda de encargos públicos, entre los que destacan las impresionantes puertas de bronce para la discutida ampliación del Museo del Prado o, aún en mayor medida, la “Deep Fountain” de la Plaza de Leopold de Wael de Amberes. Como dato también significativo, uno de los “Pasillos suspendidos” de Iglesias está aún presente en la selección de elles@centrepompidou, que el centro parisino dedica a las principales creadoras contemporáneas de todo el mundo (donde quizá no estén todas las que son, pero desde luego son todas las que están), y de la que ya dimos cuenta en estas mismas páginas hace unas semanas.

La nueva y ambiciosa exposición que estos días dedica a Cristina Iglesias la Fondazione Arnaldo Pomodoro de Milán está comisariada por Gloria Moure, y ofrece un total de diecinueve obras, algunas de grandes dimensiones, provenientes de colecciones públicas y privadas (la de la propia artista entre ellas). El objetivo de la empresa es doble. Por un lado, se pretende generar un laberinto sensorial que transita por el agua, la tierra o la luz como reflejo del poderoso aliento telúrico de la obra de Iglesias, de sus imágenes de inmediata y poderosa fuerza plástica. Por otro lado, se busca ampliar el ámbito de la reflexión hacia los artistas surgidos en las décadas de los 80 y los 90 del pasado siglo.

Para ambas vertientes de la propuesta resulta decisiva la interacción entre el espectador las obras, algo de lo que han sido muy conscientes los responsables de la Arnaldo Pomodoro. La profunda esencia barroca del trabajo de Iglesias emerge en todo su esplendor a través de las superficies de terso bronce o alabastro, y los diálogos entre la realidad y su representación falsamente naturalista se ofrecen con transparencia al visitante receptivo. En particular, la gran nave de Via Solari reúne una amplia serie dedicada a los jardines, lo que incluye un bello despliegue de caminos y pérgolas, así como una fuente invadida por la naturaleza.

En algunas de sus declaraciones, Iglesias se ha reconocido su admiración por el escritor británico J.G. Ballard y el cineasta ruso Andrei Tarkovski. En efecto, no es difícil rastrear los vínculos con los visionarios autores de “Rusching to Paradise” y “El espejo” en la obra de Iglesias, referencias explícitas aparte (la escultora ha integrado en algunas de sus piezas textos procedentes de las novelas de Ballard). En la obra de los tres encontramos como constantes una intensa añoranza del paraíso, la importancia de la creación de atmósferas densas e inefables o la fascinación por la energía dimanada por la naturaleza y sus fenómenos. La selección que ha realizado Gloria Moure para el centro lombardo refleja adecuadamente estos rasgos estilísticos, y supone por tanto un magnífico acercamiento al universo de una de las artistas más relevantes surgidas en Europa en el tramo final del siglo XX.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Dos pelis españolas, dos



En los últimos días la cartelera se ha animado con dos auténticas rarezas: nada menos que sendas películas españolas que no producen sopor, pereza y/o vergüenza ajena. Al menos a mí. Hablo de “Celda 211” de Daniel Monzón y “Los condenados”, de Isaki Lacuesta. Una película “de género” (thriller carcelario) y una “de autor”, cada una de las cuales muestra cierta tendencia a escapar de esta premisa original, pero que resultan más interesantes cuanto más se ciñen a ella.

Los condenados” obtuvo valoraciones dispares en el último festival de San Sebastián, donde terminó ganando precisamente el premio de la crítica. Su historia reflexiona con dignidad acerca de la vigencia de lo que eufemísticamente llaman algunos “lucha armada”, sobre la evolución de los paraísos libertarios y el afloramiento de los pasajes más dolorosos de la historia reciente. La principal pega que se le ha puesto es una cierta tendencia discursiva, que en mi opinión no es tal. Es cierto que uno empieza a cansarse de la interminable cháchara de los actores argentinos -¿qué habremos hecho nosotros para merecer los guiones de Adolfo Aristarain?-, y que esta rémora acaba afectando al ánimo del espectador, pero la acusación es algo injusta por dos motivos, a saber: 1) En efecto, los personajes hablan mucho, pero es para establecer parapetos frente a la temida verdad: si uno presta atención se da cuenta de que en realidad los conflictos últimos y sus detonantes no son subrayados verbalmente, sino que el autor se esfuerza por desvelarlos a través de la imagen, y 2) La estupenda planificación visual de la cinta (hay un autor detrás, y esto es innegable) facilita que perdonemos las ocasionales ofensas perpetradas por el guión.

En cuanto a “Celda 211”, cumple religiosamente la mayor parte de los tópicos y mandamientos del género al que pertenece (sólo le falta la escena de violación en las duchas), y por momentos uno teme el desarrollo que va a dispensarse a todos los elementos desplegados. Por fortuna, en su último tercio emplea estos elementos de un modo ligeramente distinto a aquel que nos acostumbra el cine mainstream y, aunque nunca se atreve a desmelenarse del todo, sí resulta interesante en su renuncia al maniqueísmo. El fenómeno terrorista aparece también retratado (esta vez con acidez nada complaciente), mientras parece rendirse un particular homenaje a la mítica “Tasio” (la peli aquella del carbonero dirigida por un Montxo Armendáriz lleno de pretensiones antropológicas), que cumple 25 años, contratando a Patxi Bisquert para ponerlo en la piel de un preso etarra. La película no aburre en ningún momento, aunque finalmente sea bastante poca cosa. Y Luis Tosar realiza una unánimemente alabada interpretación en la línea Cruz-y-Raya, sólo que –admitámoslo- algo más lograda de lo que suele deparar este registro. Ahora, a veces me distraía del argumento al pensar en la operación de pólipos en las cuerdas vocales a la que habrán sometido al pobre hombre después de la claqueta final del rodaje. ¿Contará esto como enfermedad profesional?

Añadiré que ninguna de estas dos cintas me ha dejado el más mínimo poso. Las he olvidado casi inmediatamente después de haberlas visto. Pero, como suele decirse, fue bonito mientras duró.