jueves, 29 de julio de 2010

Coletazos de Truffaut


Gracias a la Filmoteca Española y a Truffaut, el regreso de las vacaciones a un Madrid abrasador ha resultado menos traumático de lo que habría cabido esperar.´

Aún con todo el jet lag del mundo me metí a ver “La piel dura” (1976), hermosísimo retrato de la niñez en una ciudad francesa de provincias, donde todo lo que ocurre es poético y maravilloso, lo que posee una extrema coherencia con el concepto que el propio Truffaut poseía de la infancia. En su opinión, la poesía se deriva de los niños de manera natural, por lo que no es necesario reforzarla con ningún elemento adicional. En la sala del cine Doré, el público se pasó toda la película realizando exclamaciones, riendo y –en un momento dado- sollozando sin complejos. La escena más famosa de la película viene a ser el reverso de la primera secuencia del “Anticristo” de Lars Von Trier: en ella, un niño –apenas un bebé- se juega la vida asomado al balcón de su casa en un piso elevado, con un final chocante e imprevisible. A mí me gustaron sobre todo dos escenas muy sencillas, llenas de jovialidad y asombro: en la primera de ellas, dos hermanos simplemente se preparan y toman el desayuno. En la segunda, una obstinadísima niñita de aspecto inocente embarca a todos sus vecinos en la tarea de prepararle y entregarle a través de la ventana una cesta repleta de víveres porque tiene hambre y se ha negado a acompañar a sus padres al restaurante sin su viejo bolse de peluche. Aquí el público se carcajeaba a mandíbula batiente.

En un tono bastante distinto, “La mujer de al lado” (1981) es una más de las incursiones que realizó Truffaut en el terreno del enamoramiento y la pasión obsesiva, aquí con un extra de melancolía. Se trata de la primera película importante que protagonizó la maravillosa Fanny Ardant, que poco después del rodaje se casaría con el director. Encuentro que a mitad de película el interés decae ligeramente, pero hasta entonces todo lo que ocurre es un puro arrebato. La sencuencia el garaje del supermercado, cuando los amantes se besan y ella cae desmayada, me parece sublime. No creo que haya muchos directores que hayan sido capaces de plasmar la idea misma y las consecuencias del enamoramiento con la precisión y la veracidad con que lo hizo Truffaut. “La mujer de al lado” es, creo, una de las mejores pruebas de ello.

Crónicas mexicanas (2): De comida


Ya que hablamos de tópicos relacionados con México, allá va otro: la comida mexicana es una rutina compuesta de tortillas de maíz, frijoles y aguacate, y además todo sabe igual, porque se presenta enmascarado por litros de salsa picante.

La enésima majadería popular relativa al país de María Félix.

En realidad, la gastronomía mexicana es variadísima y terriblemente delicada. Se consumen toda clase de verduras, carnes y pescados. Puede que estos últimos no tengan el intenso sabor característico de las especies del Cantábrico, pero tal desventaja se suple con preparaciones tan deliciosas como la veracruzana, con tomate, cebolla y aceitunas. El huachinango y el róbalo son dos de las especies locales más habituales en las cartas de los restaurantes. El sabor de los chiles está lleno de matices, y anima fantásticamente los platos del país. Y, aunque no todo son tacos, diré que éstos suelen estar exquisitos: sobre todo si uno los come en El Califa.

Dos descubrimientos de primer nivel. El primero, el nopal, que es como los mexicanos llaman a la chumbera, y que además forma parte del símbolo nacional azteca. Quién iba a decirnos que la carne de lo que no es otra cosa que un cactus iba a resultar tan sutilmente sabrosa. En ensalada o preparada con queso es una auténtcia delicia. Por lo que he podido averiguar, además, el nopal concentra todo tipo de propiedades nutricionales, así que propongo –de manera altruista, porque yo soy así de generoso- una gran idea de negocio para los emprendedores: poneos a vender chumberas para consumo humano ahora mismo. Es el alimento del futuro.

El otro descubrimiento al que os animo a entregaros es el huatlicoche. Se trata de un hongo parasitario de las mazorcas de máiz, de disuasorio color gris negruzco, pero que posee un sabor absolutamente único y maravilloso. Es habitual en tortillas y acompañado de queso, pero recomiendo degustarlo lo más aisladamente posible para apreciar mejor su complejo gusto. Precisamente fue una negra sopa de huatlicoche lo que más me gustó de todo lo que pude probar durante mi estancia en el DF. Pienso en ella y se me hace la boca agua.

Por otro lado, según me pareció apreciar, el mexicano medio come mucho y en cualquier momento. Las calles están plagadas de puestos de comida donde el género se despacha abundantemente y a precios irrisorios, y cuando uno entra en un comercio no resulta extraño encontrarse al dependiente en pleno proceso de degustar un taco o una tapa (allí llamada “antojito”). El resultado es que la tasa de obesidad de la población resulta alarmante a nada que uno sea un poco observador, pese a las campañas institucionales que aconsejan una alimentación equilibrada.

Claro que una de las primeras cosas de las que uno se da cuenta es que México es un país de contrastes. Y esto de la comida no iba a ser una excepción.

miércoles, 28 de julio de 2010

En la cuerda floja


Crítica de arte que publiqué en el último número de Art Notes. Se refiere a la expo de Madrid de Ignacio Goitia de la pasada primavera, pero también podría aplicarse a la posterior en la galería Lumbreras de Bilbao por el mismo artista:

Ignacio Goitia (Bilbao, 1968) vuelve a presentar su obra en la galería Angel Romero de Madrid, y la ocasión tiene algo del regreso de un viejo conocido. En efecto, se mantienen las premisas formales y conceptuales que han caracterizado al bilbaíno desde sus inicios, y que satisfarán a sus muchos admiradores (búsqueda de la perfección técnica, profusión ornamental, querencia por las arquitecturas nobles), aunque en esta ocasión conviene aplicar mayor agudeza de la habitual sobre el título elegido para la exposición. “Escenas de amor y lujo” es una denominación vagamente irónica, cuya literalidad y aptitud descriptiva no excluyen la ambivalencia. En realidad, bajo este epígrafe se podría recoger perfectamente toda la obra de un pintor cuyo universo de palacios, sedas y mármoles encarnaría el sueño de todo ávido consumidor de novelas rosa y folletines ochenteros. Sin embargo, el ojo más avezado detectará también en él lecturas menos textuales: en primer lugar, porque, por muy suntuosos que sean los escenarios en los que Goitia enmarca sus escenas, el elenco de personajes que las habitan, lo que realmente confiere a éstas toda su energía expresiva, está compuesto por una amalgama de visitantes casuales, elegantes iniciados y fuerzas del orden, que no siempre podría esperarse en el género que se está parodiando sutilmente. Lo que nos lleva a otra de las facetas más estimulantes del artefacto, que es su naturaleza amablemente sarcástica, desvelada de nuevo por el título. La visión de Goitia sobre el mundo del boato y el oropel incorpora una buena dosis de fascinación, pero también cierta distancia irónica, sistema de opuestos que constituye una de sus principales virtudes, y que no siempre ha sido suficientemente señalado por la crítica. Los mensajes que inciden en la reivindicación de la libertad individual, en la concepción del tiempo y las clases sociales como un sistema de planos con tendencia a cruzarse, constituyen tan sólo una parte del entramado conceptual de Goitia, cuya complejidad crece gracias al mencionado exponente de la ironía. Lo que no evita, curiosamente, que algunos de los mejores resultados se obtengan potenciando el registro solemne (“Boda en Praga” es quizá el cuadro más destacable de la exposición, como en la anterior cita en Angel Romero lo fue “Aids Memorial al estilo vienés”). En la medida en que Goitia sea capaz de mantener su admirable trayecto por esta cuerda floja, su obra seguirá teniendo personalidad y resonancia, cosa que esperamos ocurra aún por mucho tiempo.

martes, 27 de julio de 2010

El héroe es el espectador


Ya se ha estrenado “Gainsbourg (Vida de un héroe)”, el biopic sobre el compositor y cantante francés. Por mí, podía haberse quedado tranquilamente en su país de origen, o –mejor aun- no haber ni siquiera visto la luz. Menudo aburrimiento.

Resulta evidente en la película el intento por hacer algo original y moderno, pero el director Joann Sfar no consigue otra cosa que una amanerada y superficial fotonovela, muy mal contada, interpretada por autómatas y puesta en escena sin ningún gusto visual. Del actor principal, Eric Elmosnino, se destaca constantemente su parecido físico con el original, pero lo cierto es que yo ni siquiera esto lo veo nada claro: en todo caso, su interpretación me parece completamente desprovista tanto de fuerza como de verosimilitud. Lo mismo ocurre con Laetitia Casta (elección evidente para hacer de B.B.: demasiado) y Lucy Gordon (graciosa imitando el denso acento británico y la vocecilla aguda de Jane Birkin, pero poco más). La bella Anna Mouglalis muestra un poco más de brío como una Juliette Gréco a la que tampoco se parece mucho, pero cuya expresividad clava. Da igual, porque su presencia en pantalla es brevísima.

En fin, esta película que nada cuenta, y que además esa nada la cuenta muy mal, es una triste manera de traernos de nuevo a la mente al personaje de Gainsbourg, cuya sucia elegancia en absoluto ha contagiado a las imágenes de Sfar. Recomiendo, en su lugar, escuchar cualquiera de las canciones del artista. Hay en una sola línea de “Le poinçonneur des lilas” mucha más creatividad y mordiente que en las abusivas dos horas y media que dura esta “Vida heroica”.

domingo, 25 de julio de 2010

Crónicas mexicanas (1)


Quienes seguís este blog, quizá hayáis notado que durante un tiempo no lo he actualizado con la frecuencia habitual. Como quizá también habréis supuesto, esto se debe a que he estado de vacaciones. En México (esto último no teníais por qué notarlo o suponerlo).

¡Qué país tan seductor y tan increíble! Los españoles tendemos a pensar en Latinoamérica como un todo más bien homogéneo y uniforme, y además culturalmente muy similar a nuestro propio país, cegados por la engañosa amalgama de la lengua castellana. No sabemos hasta qué punto nos equivocamos. El principio de la semejanza puede darse en algunos casos (recuerdo también maravillado mi viaje a Buenos Aires hace ya unos añitos), pero se incumple casi siempre. Para un español, viajar a México es como viajar a Marte, con la particularidad de que los marcianos hablan su mismo idioma.

Por otra parte, la capital del país, Ciudad de México, rompe o pone en crisis la mayor parte de los tópicos con ella relacionados. El primero de ellos, que se trata de una población fea y peligrosa. ¡Menuda sandez! En primer lugar, el Centro Histórico de la ciudad está lleno de maravillas arquitectónicas, de preciosos palacios institucionales y casas señoriales procedentes del pasado virreinal. Algunos de los barrios más residenciales, como la Colonia Roma o parte de la Condesa, son también muy bonitos y elegantes, pero, además, hay barrios periféricos (¡Coyoacán!) de una belleza modesta y peculiar, dotados de un encanto irresistible. En el resto impera el eclecticismo más absoluto, lo que también termina conformando una forma particular de belleza. Luego está la tendencia a la desmesura de la escala tan habitual en las grandes ciudades de América latina, esa implacable brutalidad en los rascacielos, las avenidas y los monumentos públicos, que aplastan al paseante, justo después de llevarlo a la asfixia. El conjunto de todo ello me parece, a su manera, tan hermoso como puedan serlo Roma, París o Praga. Insisto: a su manera.

En cuanto a lo del peligro… No dudo que pueda haber en el DF zonas donde uno se juegue la vida sólo con pisarlas –como ocurre en cualquier gran ciudad-, pero desde luego en todas las partes en las que estuve yo me sentí siempre perfectamente a salvo. O yo soy un completo inconsciente, o esa ciudad no es mucho más peligrosa que Madrid o Nueva York.

Otros dos tópicos sobre México, éstos de carácter más idiosincráticos, se cumplen sólo en parte. El nacionalismo: en efecto, es evidente que los mexicanos adoran su país, y que el águila y el nopal (chumbera), símbolo nacional, poseen una presencia abusiva, pero por fortuna a la hora de la verdad todo resulta muy naïf y muy superficial, y nadie se toma la cuestión nacional muy en serio. En resumen, que hablar de la nacionalista México es como hablar de la católica España. Luego está otro tema peliagudo, que es el machismo. Al respecto, debo decir que presencié allí alguna situación que en la España actual habría resultado más bien chocante, pero que en el fondo uno nota que la sociedad mexicana es esencialmente machista en menor medida por el efecto directo que por la reacción por ello suscitada. La mayor parte de las mujeres mexicanas que he conocido poseían una fuerte personalidad, y daban la impresión de hacer todo lo posible para que se notara. Incluso a la hora de prepararse para salir: en cualquier cóctel, cena o evento, los hombres tienden a mantener un look digamos “relajado”, mientras que las mujeres aparecen de punta en blanco, creando un efecto bastante extraño: ellos parece que van a un concierto de rock, mientras que ellas dan la impresión de estar haciendo un alto en su camino hacia la boda de su mejor amiga. Pero ni de lejos se ponen como muñequitas emperifolladas: por el contrario, aparecen ante los ojos de los demás vestidas para matar, encaramadas con decisión sobre sus Louboutins. Casi dan miedo. A su lado, cualquier española, francesa o italiana parecería una niñita desgarbada. Otro dato más revelador de lo que podría pensarse: la cirugía estética facial está sorprendentemente poco extendida tanto entre las jóvenes como entre las mayores. Allí, por algún motivo que convendría analizar, las mujeres no parecen encontrar alicientes para alterar sus rasgos o proporcionar tensados artificiales a su piel. Lo que no deja de ser un alivio.

Por último, eso de que los mexicanos son unos borrachuzos de tomo y lomo es la mayor chorrada de todas. Y os aseguro que no hay mucha gente más apropiada que yo mismo para juzgarlo, ya que desde hace tiempo no bebo una gota de alcohol. Puede que el tequila y el mezcal se consuman con generosidad, pero -ya sea por costumbre fisiológica o por mero civismo- todo el mundo mantiene en todo momento su dignidad y su chispa. No recuerdo haber presenciado ninguna escena de borrachos lenguaraces como las que suelen aparecer en las películas, y en particular me sorprendió el modo en que actuaban los fans futbolísticos el día de la victoria española en el Mundial, que allí se vivió como si fuera propia. Unas multitudes bastante estimuladas abarrotaban la plaza de la Cibeles (sí, en México DF hay otra Cibeles), pero nadie se arrastraba por el suelo, ni daba la impresión de buscar pelea, ni se daba al vandalismo, ni aullaba incongruencias, ni nada por el estilo. Simplemente estaban felices y se divertían. Punto. Ojalá en España ocurriera lo mismo en ese tipo de ocasiones.

En fin, que puedo afirmar que mi viaje a México ha resultado ser, contra mis pronósticos iniciales, el más extraordinario de todos los que he hecho hasta ahora. Lo confieso: he tenido un flechazo.

Seguiré dando cuenta de todo ello en próximas entradas.

lunes, 5 de julio de 2010

Dos películas francesas



Como ya he comentado últimamente, me parece que hasta el momento la cartelera de este año no está siendo precisamente para tirar cohetes.

Aparte de “Vincere” (donde aún pueda verse), lo más apetitoso que tenemos hoy por hoy son dos películas francesas, obras más bien menores de dos de los mejores autores de la post-nouvelle vague, André Téchiné y Benoît Jacquot.

En mi opinión, Téchiné tuvo su mejor momento creativo en los años 90, con las absolutamente maravillosas “Los juncos salvajes” y “Los ladrones”, que si no eran obras maestras se le parecían mucho. También eran muy buenas las anteriores “Hôtel des Ameriques”, “Rendez-vous” o “Mi estación favorita”. Su obra posterior es siempre como mínimo correcta, aunque me parece que se queda al menos medio peldaño por debajo de los ejemplos citados. “La chica del tren”, su último trabajo en cartel, me parece en ocasiones explicativa, narrativamente apresurada y algo inverosímil por momentos, todo lo cual es casi siempre salvado por una ajustadísima puesta en escena, el signo característico de un autor que confía plenamente en sus recursos estilísticos. Esto proporciona al espectador un placer considerable, predisponiéndolo a olvidar otras debilidades que en otros derrumbarían inevitablemente el artilugio. Por cierto, que Émilie Dequenne, la protagonista, está estupenda, y también es un buen motivo para ver la película.

La otra película de la que quiero hablar, “Villa Amalia”, presenta también ciertos probleas de verosimilitud dramática, salvada por un intenso trabajo de dirección y una muy buena interpretación a cargo de Isabelle Huppert (ninguna novedad en este sentido). En este caso, no hay nada explicativo en la narración o la presentación de los hechos, lo cual se agradece. Jacquot pierde un poco el pulso a partir del momento en que la heroína encuentra en la isla de Ischia su particular refugio, pero todo lo que ha ocurrido hasta entonces está tan bien contado que no importa mucho. Destacaría en especial la primera secuencia de la cinta, uno de los comienzos con más fuerza que recuerdo en mucho tiempo.

En fin, menos da una piedra.

Yo, Claudio: el recital de Livia


Ha querido la casualidad que, en pleno zapeo, me encontrara el otro día entre el aburrido panorama de la TDT (vaya gol nos han metido con esto) con una reposición de la añeja teleserie británica “Yo, Claudio”, basada en las novelas de Rober Graves “I, Claudius” y “Claudius the God”.

No es que la serie sea en sí ninguna maravilla, pero en los tiempos que corren destaca como una amapola en un campo de trigo. Está grabada en vídeo con un plano estilo teatral que resulta bastante apropiado al medio televisivo, pero que sin duda le hace perder puntos en el ranking de la creatividad. Sin embargo, sus guiones son magníficos: no ahorran prácticamente nada de la crudeza y el brío de las obras originales. La demencial historia de la familia Claudia, que se instaló durante generaciones en el trono del antiguo imperio romano, se nos presenta a través de los ojos de Tiberio Claudio César Augusto Germánico (o "Claudio", a secas), uno de sus miembros, considerado un estúpido insalvable por todos, y que contra todo pronóstico –bueno, no todo- llegó a ser emperador. Derek Jacobi interpretó memorablemente al susodicho. Pero lo mejor de la serie (y de las novelas originales) era el personaje de su abuela, Livia, un monstruo de apariencia perfectamente serena, capaz de cualquier cosa (y quiero decir cualquier cosa) con tal de que sus planes se cumplieran en los términos establecidos.

El otro día llegué justo a tiempo para ver el mejor momento de toda la serie, que sucede cuando Livia confiesa a Claudio que ha sido ella quien, con sus propias manos expertas en venenos, ha asesinado a la mitad de la familia de ambos, lo que incluye a su propio marido y a alguno de sus vástagos. Le cuenta esto al inútil de Claudio, su nieto despreciado desde que nació, porque conoce algo de él que todos los demás ignoran, y sabe además que necesitará su ayuda llegado el momento. La actriz, un auténtico genio, es la no muy conocida Siân Phillips, sobre la que ya hablé hace poco porque unos años después de participar en esta serie fue contratada para integrar el reparto de “Dune”, de David Lynch.

En un larguísimo primer plano de su rostro, Philips realiza su escalofriante confesión con un tono tan firme y tan lleno de matices que dan ganas de ponerse a aplaudir. Uno llega a olvidarse del lamentable maquillaje destinado a envejecerla, de la redecilla de látex que simula un cráneo alopécico, de la primaria iluminación y la fealdad de la primitiva imagen en vídeo. En unos pocos minutos, la actriz da un recital que debe contarse entre los mejores momentos que ha dado la televisión de todos los tiempos. Al menos así lo viví yo el otro día.

Un consejo. Cuando estéis viendo la tele, haced zapping. Constantemente. Uno nunca sabe lo que se está perdiendo.

Lecturas obligadas


Crítica de arte que publiqué hace unos días:


El Reina Sofía de Madrid ha puesto en práctica un ambicioso proyecto consistente en ofrecer dos miradas distintas, a cargo de sendos comisarios-artistas, basadas en los fondos de su amplísima colección, la mayor parte de la cual no se exhibe habitualmente al público. El resultado incorpora una notable riqueza, en particular por lo que respecta a la exposición sobre el realismo a cargo del artista vasco Juan Luis Moraza.

Lecturas obligadas

Puede decirse sin temor a la hipérbole (temor que tiene más de vértigo ante el ridículo que de prevención antirretórica) que los fondos del Museo Reina Sofía tienden a lo inabarcable. Cuando hablamos de unas 18.000 piezas destiladas de siglo y medio de creación artística, de las cuales muchas jamás han abandonado los almacenes de la institución desde que ésta las adquirió, nos enfrentamos a una auténtica mina tan prolífica como necesariamente dispersa. Por eso conviene comenzar este texto resaltando que toda operación curatorial que desee ponerse en práctica a partir de semejante yacimiento es susceptible de generar resultados de una enorme riqueza, o de enfangarse en el –por desgracia, habitual en el panorama contemporáneo- cenagal de la imprecisión y la vacuidad. Para asegurarse el éxito en la empresa, hacía falta reunir dos requisitos: primero, tener de antemano las ideas muy claras (lo que, en opinión de quien esto escribe, aunque presente todos los síntomas de la afirmación obvia, no siempre constituye un requisito imprescindible en el ámbito de la creación artística); segundo, una considerable capacidad de trabajo. Es justo avanzar antes que nada que si algo queda claro a la vista de los productos obtenidos por estas “Dos lecturas sobre la colección” es la concurrencia de ambas condiciones.

La artista siciliana afincada en Berlín Rosa Barba (1972), en cuya obra posee particular peso el formato vídeo 16mm, ha atribuido a la exposición que comisaría el prolijo título “Una conferencia comisariada. Sobre el futuro de la fuerza colectiva en el contexto de un archivo”. Bajo la premisa no tanto de ofrecer conclusiones definitivas o de ilustrar una tesis establecida a priori como de formular cuestiones que emerjan a la luz del diálogo entre piezas y artistas, reúne hasta medio centenar de trabajos de autores ampliamente reconocidos de los dos últimos siglos, desde Picasso hasta Cindy Sherman. Las obras se presentan sin cartelas identificativas, siendo reconocibles por un esquema de relaciones presentado en la entrada de la sala. Parece razonable pensar que con ello se pretenda favorecer la participación activa del espectador, rebajando los apriorismos inconscientes e incidiendo en el factor de autodescubrimiento. Curiosamente, el resultado más patente es que se potencia el valor icónico de algunas de las piezas al despojarlas de la redundancia explicativa, como ocurre con la Spider de Louise Bourgeois, cuya poderosa presencia y aura brutal dominan el recinto. En última instancia, la exposición termina convirtiéndose en un inesperado homenaje a la artista francesa recientemente fallecida, contra lo que, bien mirado, nada habría que objetar.

Muy distinto es el artefacto que pone en escena el artista gasteiztarra Juan Luis Moraza (1960) como comisario de “El retorno de lo imaginario. Realismos entre XIX y XXI”. La empresa consiste en exponer una compleja concepción sobre la esencia de un movimiento cuyas raíces decimonónicas han generado brotes en los dos siglos siguientes, y que por el momento no parece dispuesto a dejar de florecer. El realismo –Moraza habla más bien de los realismos- sería en realidad un prisma dividido en una multiplicidad de facetas/tendencias, englobando no sólo sus representaciones canónicas y las derivaciones más extremas de éstas (como el naturalismo), sino también gran parte de las fuerzas surgidas como reacción opositora (abstracción, surrealismo). Estaríamos, pues, ante un fenómeno de una dimensión tan generosa –o de tal voracidad depredadora, según la postura de cada uno- que casi todo lo engloba, hasta el punto de integrar limpiamente a sus propios vástagos sediciosos. Moraza diseña una matriz de doble entrada en cuyo eje vertical dispone al plano temporal (los siglos XIX, XX y XXI), y en el horizontal las tres grandes agrupaciones conceptuales (realismo icónico, simbólico e indicial), esquema que traslada con toda fidelidad a los muros y suelos de la sala, sobre los que dispone las piezas. Retomando –y adaptando- un concepto expositivo en apariencia vetusto, las obras ocupan la pared colocadas en tres filas (cada una de ellas representando uno de los siglos del ámbito temporal contemplado), revelando así las asociaciones más insospechadas, que sin embargo en este contexto se revisten con el peso definitivo de la evidencia. Esta decisión podía haber implicado la conjuración del riesgo del revoltijo, que sin embargo ni remotamente llega a cristalizar. La exposición resulta de una inusual riqueza, pero su férrea adhesión a la idea de partida, su renuncia a toda digresión respecto a ella, la dota de una coherencia que soslaya tanto la dispersión como el embarullamiento. La resolución que alcanzan las premisas de partida es admirable, principalmente por la amplitud de planos en los que demuestra su efectividad: los de ejercicio didáctico, intelectual y puramente estético, entre los más destacados. El hecho de que todo esto se haya construido a partir de los fondos del MNCARS, el pensar en el ejercicio de pura arqueología que ha sido necesario para materializarlo, sólo sirve para incrementar el asombro. Dada la abundancia existente de experimentos sobre el papel ambiciosísimos y que finalmente acaban revelando su propia nadería o dispersión, la enjundia y el rigor de la propuesta de Moraza también abruman un poco, desde luego. Al abandonar la sala, las ideas y los interrogantes se agolpan, y el volumen de información recibida bulle furiosamente como paso previo a hallar su ubicación definitiva en la conciencia del espectador.

La sensación resulta -huelga decirlo- extraordinariamente placentera.

sábado, 3 de julio de 2010

Truffaut en el Madrid tropical


Si Madrid resulta en general una ciudad bastante extraña, este fin de semana lo está siendo aún más. El mogollón del Orgullo Gay, la huelga salvaje de los empleados del metro y –sobre todo- la definitiva instalación de un extrañísimo clima tropical que incluye calor húmedo y furiosas tormentas sin pleno aviso, convierten la estancia en la capital de España en lo más parecido a un viaje de ácido. Y todo sin moverse uno de su barrio.

Sin moverme de mi barrio, decidí ayer abstraerme de esta alucinógena realidad metiéndome en la Filmoteca para ver “Jules et Jim”, de François Truffaut. Una película también bastante excéntrica, sobre todo porque se trata de la única que conozco que resulta al mismo tiempo una obra maestra y un experimento fallido. Y no quiero decir que sea alternativamente una cosa y la otra: me refiero a que es ambas cosas a la vez, y durante todo su metraje.

La historia narrada se basa en una buena novela autobiográfica de H.P. Roché: en la Francia de las primeras décadas del siglo XX, dos bohemios se enamoran de la misma mujer, una insatisfecha crónica que los hiere y se hiere a sí misma, y que sin embargo ni por un momento deja de resultar maravillosa. Es, pues, una adaptación, un film de época y una historia sentimental, casi melodramática. Algo que los autores de la nouvelle vague, de la que Truffaut era uno de los sumos sacerdotes, habían criticado por activa y por pasiva en sus escritos y declaraciones. Creo que, como compensación, Truffaut se muestra excesivamente afanoso, casi desesperado por evitar toda sospecha de academicismo, para lo cual acude a recursos formales que fragmentan la imagen, evitan los encuadres ampulosos y la limpieza expositiva, mientras huye de toda explicación psicológica de sus personajes. El resultado, hay que admitirlo, incomoda y fascina. Yo no tengo ningún problema para sentirme incómodo a condición de estar fascinado, de manera que adoro la película.

Aparte, hay que mencionar la banda sonora de Georges Delerue, quizá el mejor trabajo de uno de los más grandes músicos de la historia del cine. El tema de Catherine y Jim es de lo más hermoso que se ha compuesto nunca para una película.

Por cierto, como muchos de vosotros sabréis, en un momento de la película Jeanne Moreau canta la canción que da título a este blog (y que no está compuesta por Delerue, sino por un tal Bassiak, que también interviene como actor en la cinta). Si utilizo la palabra sublime para definir los planos sobre el rostro de la actriz, su voz en la banda sonora y la letra y música de la melodía, me temo que me quedo corto.

jueves, 1 de julio de 2010

Ciencia-ficcion cotidiana


La huelga salvaje de los empleados del metro de Madrid está generando todo tipo de efectos negativos para los usuarios (no seré yo quien diga lo contrario), pero también alguno positivo e inesperado.

El pasado martes, a primera hora de la mañana, las calles de Madrid estaban plagadas de gente que avanzaba en hordas, con expresión desorientada, entre las estaciones de autobuses. La imagen recordaba a esas escenas de caos y desconcierto que suceden a un cataclismo en las películas de ciencia-ficción, o al ambiente en un descomunal campo de refugiados. También pensé en esas escenas de “El discreto encanto de la burguesía”, de Buñuel, en la que los protagonistas caminan penosamente, vestidos de punta en blanco, por una carretera desierta.

La huelga también ha despertado los más básicos instintos de depredación y supervivencia del ser humano. Y no me refiero necesariamente a la actuación de los piquetes. Me explicaré: el martes, mientras me dirigía andando en dirección a mi centro de trabajo, yo iba ojo avizor a la carretera tratando de encontrar un taxi libre. Misión imposible. Cuando, a mitad de camino, avisté una solitaria luz verde y alcé entusiasmado el brazo derecho, una señora de al menos 70 años con un vestido azul marino hasta los pies y el pelo teñido de color zanahoria me dribló, abrió limpiamente la puerta del taxi (¡aún en movimiento!) y se montó en el vehículo delante de mis narices, como una auténtica campeona de Triathlon. Y sin mirar atrás.

Eso sí que fue pura ciencia-ficción.