lunes, 31 de enero de 2011

Más allá de la vida. ¿Tendencia ascendente?


La verdad es que la cosa no empieza muy bien que digamos: un tsunami infográfico más falso que judas -un poco a la Roland Emmerich- arrastra a la bonita actriz belga Cécile de France por los senderos del efectismo. En los siguientes minutos, el nivel no mejora demasiado: una segunda historia se abre con Matt Damon en un registro risiblemente grave teniendo visiones con estética de Expediente X, mientras que la tercera presenta un desconcertante tono neo-Dickensiano que nos hace pensar en un Ken Loach de baratillo.

En suma, “Mas allá de la vida”, la última película de Clint Eastood, tiene un inicio de lo más disuasorio. Y el resto de la película no estaba destinado a ser mucho mejor, por cortesía de Peter Morgan, autor de un guión bastante pueril que daba para muy poco.

Resulta que Eastwood consigue sacar a la luz ese poco para lo que da el libreto, generando, contra todo pronóstico, una obra tersa y bien resuelta, siempre entretenida y de vez en cuando incluso emocionante. Que su dialéctica sobre el Más Allá, la relación entre los vivos y los muertos, el azar y la fortuna resulte banal hasta el puro chiste no hay manera de evitarlo, pero a cambio obtenemos un modélico ejemplo de narración visual y de efectividad expositiva. Por otro lado, los actores (incluido Damon) están muy bien: se disfruta especialmente con la presencia de la encantadora Bryce Dallas Howard, que habría merecido un papel mucho más largo. Otra presencia curiosa es la de Marthe Keller, una de las actrices más bellas del cine europeo de los años 70, y que en 2011 conserva casi intacta la perfección de sus rasgos. (Otra cosa es que su brevísimo personaje, con acento germánico incluido, sea una pura parodia).

Después de "Invictus" (que era insalvable) Clint Eastwood consigue subir notablemente el listón. Esperamos que en el futuro se confirme la tendencia ascendente.

miércoles, 26 de enero de 2011

Oscars 2010: las nominaciones. Sorprenderse o no.



Ya se han hecho públicas las nominaciones a los Oscars 2011. No creo que a estas alturas quede nadie que no sepa que el español Javier Bardem ha sido incluido entre los finalistas en la categoría de mejor actor. La verdad es que en las últimas semanas había desaparecido de las listas de favoritos, perdiendo posiciones frente a otros actores que finalmente han sido descartados, como Ryan Gosling o Mark Wahlberg. Sin embargo, su nominación tampoco puede considerarse una sorpresa. Eso sí, hay que decir que el mérito de Bardem es considerable: son muy pocos los actores que consiguen colarse entre los nominados con interpretaciones en idiomas distintos del inglés, y él lo ha logrado ya en dos ocasiones (aparte del oscar al mejor actor que finalmente se llevó por otro trabajo que sí era en inglés). Si por mí fuera, todos los premios de interpretación del año serían para Lambert Wilson y Michael Lonsdale por “De dioses y hombres”, pero sería injusto negar que Bardem es un gran actor y que se ha ganado a pulso casi todos los honores que tiene. Ahora bien, la película por la que ha sido nominado esta vez, y que también compite como mejor cinta extranjera, me parece horrenda.

Hablando de esta última categoría, ahí sí que (como casi siempre) se han producido algunas sorpresas. Aún me dura la perplejidad por el hecho de que se haya nominado a “Canino”, la película griega. El filme de Yorgos Lanthimos, que está muy bien, era a priori bastante poco oscarizable, por su crudeza temática y su riesgo narrativo y formal. Pero quien concluya que han resucitado los tiempos en que al oscar al mejor filme extranjero optaban Bergman, Buñuel, Fellini o Kurosawa andará bastante desencaminado. Esta categoría suele ser una de las más conservadoras de un certamen ya de por sí bastante conservador, y en las últimas tres décadas la mayoría de lo que ha premiado no supera la irrelevancia. Ha habido excepciones (Almodóvar en 1999, Bergman en 1983), pero son pocas. Por otra parte, hay que recordar que este año se ha excluido, entre otras, a la mencionada “De dioses y hombres” o a “Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas”.

Otra candidatura que también me ha sorprendido en la de la italiana Antonella Cannarozzi, por el vestuario de “Yo soy el amor”. Por lo general, este es coto exclusivo de las películas de época. El espléndido trabajo de Cannarozzi, puesto al servicio de la definición de los personajes tanto como de lo meramente decorativo, es de lo mejor de esta película enfática y amanerada, aunque los modelos de Jil Sander tienen mucho que ver en el impacto causado por tan espléndido guardarropa.

En cambio, lo que no me sorprende nada es la generosidad con que ha sido tratada “El discurso del rey”. Lo extraño sería que le hubieran caído menos de diez candidaturas. Se trata de un producto elaborado desde el inicio con el propósito esencial de arrasar en estos premios, y al frente del invento hay unos señores (y no me refiero a su director, que naturalmente es un mero funcionario que aporta su firma y poco más) que saben bien lo que hacen, porque llevan muchos años haciéndolo. Bueno, pues nuevamente han logrado su propósito. El día que además consigan una gran película, será el delirio.

Por el momento, les damos la enhorabuena.

lunes, 24 de enero de 2011

Haunted


Crítica de arte que publiqué el mes pasado:

Ya vista previamente en Nueva York, la exposición Haunted lleva al Guggenheim de Bilbao su reflexión sobre la función de ciertos medios artísticos para captar y revivir el pasado, proceso que además se retroalimenta. La muestra no carece de interés por mucho que sus cimientos conceptuales resulten discutibles.

Embrujados

“Haunted” es un término que en idioma inglés se aplica para referirse tanto a una persona que se encuentra obsesionada por una idea fija (y, generalmente, angustiosa) como a los dominios embrujados (“a haunted house” sería lo que suele traducirse como “una casa encantada”). El término sugiere, pues, la posesión de una entidad corpórea por parte de otra inmaterial, a menudo proveniente del pasado.

El adjetivo sirve también para titular la última muestra presentada por el museo Guggenheim de Bilbo, que ya pudo verse hace unos meses dentro de su hermano mayor neoyorquino. En esta “Haunted” se hace referencia al teórico factor característico de ciertas disciplinas artísticas (la fotografía, el vídeo y la performance), que además se cuentan entre las de más reciente aparición, consistente en su capacidad para registrar o invocar el pasado, haciendo frente al propio paso el tiempo. Al respecto, quizá habría mucho que hablar: no negaremos tal atributo a estas formas de expresión, pero cabe preguntarse si en el fondo no se trata de un rasgo común a cualquier tipología de arte. No olvidemos que, desde la Antigüedad, los propósitos funerarios y conmemorativos han sido inherentes a la creación artística, y que la obsesión por restituir una cierta forma de materialidad a quienes se han ido para siempre ha reivindicado su peso fundamental entre las motivaciones del arte. Y, por fin, que –remontándonos aún más lejos en el tiempo- una de las interpretaciones del arte rupestre paleolítico ya incide en su componente mágico, de canal intermedio entre la realidad inmediata y el mundo de las ideas o los recuerdos. A partir de aquí, no sería aventurado afirmar que toda la historia del arte ha pivotado sobre las pretensiones básicas de congelar el instante y operar como médium.

En cualquier caso, la muestra que nos ocupa se centra en el muy específico ámbito de la fotografía, el vídeo y la performance –aunque también comparece algún cuadro y alguna escultura- del último medio siglo. Cabe señalar además que la mayor parte de las piezas exhibidas pertenecen a la colección Guggenheim. Por otro lado, pese al plausible esfuerzo por aportar una clasificación temática que sistematice y estructure la selección canalizando el discurso central, el efecto conjunto resulta curiosamente disperso, pese a la sensación cíclica que se pretende transmitir. Así, el espectador es recibido por uno de los característicos combines de Rauschenberg, en el que se hace referencia al recientemente fallecido Merce Cunningham. El coreógrafo aparece de nuevo al final del recorrido en la pieza de Tacita Dean “Stillness”, instalación de vídeo cuyas seis pantallas con sus respectivos proyectores se apropian de una sala completa, creando un predecible y obediente efecto de clímax, cargado de connotaciones de memento mori. El trabajo de Dean opera como payoff de la exposición, que de todos modos no ahorra momentos más interesantes (y, sobre todo, más sutiles). Así, de Christian Boltanski se incluye un pequeño mausoleo representativo de su solemne trabajo sobre la pérdida, el archivo y la memoria ligado al dramático pasado reciente del pueblo judío. Los conceptos de archivo y apropiación proporcionan, en este sentido, algunos de los encuentros más agradables de la exposición, como el que tiene lugar con un Andy Warhol presente con varias piezas. En particular, su Orange Disaster #5 proporciona al apartado una idea interesante, según la cual la repetición de la imagen traumática serviría para exorcizar el horror que ésta produce, del mismo modo que la terapia de exposición sirve como tratamiento contra las fobias. El trauma ante lo indeciblemente espantoso –por supuesto, ligado a la familia, caldo de cultivo de toda neurosis- está presente en otra de las secciones más interesantes de la muestra, gracias a las piezas de Karl Haendel y a la narrativa falsamente periodística de Tracey Moffatt, y sobre todo al vídeo de Gillian Wearing, en la que la violencia presenta una desasosegante ambigüedad.

En otro orden de cosas, las fotografías de gran formato de Jeff Wall ofrecen su enfoque sobre la desolación cotidiana con tintes neorrealistas, mientras en el extremo opuesto las poéticas imágenes de Sally Mann recrean un entorno fantasmal levemente afectado. Entre ambos polos se situaría el trabajo fotográfico de Gregory Crewdson, imágenes sumamente estilizadas que inoculan un componente de surrealismo en el vulgar entorno de la clase media norteamericana, materializando así los demonios inherentes a ella. En referencia más literal al título de la exposición, se explora también la capacidad de los espacios arquitectónicos para atesorar una destilación del tiempo pasado (James Casebere) o directamente para servir como reliquias del mismo (Bernd y Hilla Becher). Asimismo, las piezas de Marina Abramoviç y Ana Mendieta aportan a este contexto la (limitada) reflexión sobre la naturaleza efímera de la performance, y la función auxiliar de la fotografía y el vídeo como medio para su documentación.

Por fin, la nostalgia irrumpe con la escultura “Blazing Saddles” de Rachel Harrison, en la que el lejano oeste es revisitado a través del filtro pop de la catódica Lucille Ball de los años 60 (I love Lucy): convencional, pero efectivo. Esa podría ser, en realidad, la consigna seguida en toda la exposición.

miércoles, 19 de enero de 2011

Lo humano y lo divino


Me costaría hacer una crítica ordenada y racional de “De dioses y hombres”, película francesa dirigida por Xavier Beauvois y estrenada en nuestro país más de medio año después de haberse llevado el Gran Premio del Jurado en Cannes. Así que no la haré.

Pero, para que no exista ninguna posibilidad de error a la hora de interpretar qué me ha parecido, diré que creo que contiene todo aquello a lo que una gran película debería aspirar. Está bien contada, soberbiamente interpretada, es emocionante (a veces, frenéticamente emocionante), tiene unas cualidades estéticas indudables y una significatividad conceptual definitiva. Así que lo que no me cuesta nada es calificarla como obra maestra.

Sus imágenes se me han quedado grabadas en la retina y en las neuronas. Igual que los momentos de emoción que me ha procurado.

No se me escapa de ella que a menudo transita la cuerda floja que media entre lo ridículo y lo sublime, y no me refiero a las (sublimes sin matizaciones) escenas de los monjes cantando sus oraciones, sino a planos que bordean la afectación al emplear de manera explícita referencias pictóricas a Mantegna o Zurbarán. O el momento más comentado de la película, esa especie de última cena con música de Tchaikovski que, muy cerca del exceso glucémico, sin embargo cumple perfectamente su cometido. Semejantes zonas de riesgo son atravesadas limpiamente por la puesta en escena de Beauvois, lo que prueba una vez más que hasta el tópico más manido, hasta la referencia más obvia puede emplearse sin temor cuando se posee el talento suficiente. En esta película tocada por la gracia nada chirría, todo suma, todo tiene su lugar en el marco de una armonía perfecta.

Incluidos, desde luego, los actores: el premio de interpretación masculina en Cannes debió ser para ellos. Me extrañaría mucho que Lambert Wilson, que interpreta al hermano Christian, líder de la congregación, vuelva a estar mejor que aquí. El se encarga de guiar la que es para mí la mejor escena de la película, la que me ganó definitivamente, aquélla en la que los terroristas del GIA visitan el convento en busca de medicinas, generando en el espectador un estado de tensión y desgarro casi imposibles de encontrar en el cine contemporáneo. Allí está todo: la dignidad, el miedo, el horror, la convicción y la duda, concentrados en el gesto y la entonación del actor, que la cámara recoge con perfecta transparencia. En cuanto a Michael Lonsdale (el hermano Luc, el médico del grupo), al que el guión regala sentencias como “Soy un hombre libre; no temo a la muerte”, creo que directamente no hay palabras para alabar su trabajo. Olivier Rabourdin también deja una impresión particularmente honda como el dubitativo y atormentado hermano Christophe, igual que Jacques Herlin, el más anciano del grupo.

Se ha hablado de Dreyer o de Bergman al establecer las comparaciones de rigor. No estoy muy de acuerdo. Me parece que aquí Beauvois está más cerca de un Rossellini. También he leído en una crítica francesa cómo se acusaba a la película de no ahondar en el misterio de la Gracia divina, limitándose a mostrar, con cierta banalidad, la vida y los rezos de los monjes. Es obvio que “De dioses y hombres” no es obra de un creyente, sino, casi con toda seguridad, de un agnóstico. Y eso es precisamente lo que encuentro más fantástico de ella: que habla sobre todo de hombres, mientras que lo divino… es la película en sí.

domingo, 16 de enero de 2011

También la lluvia


En mi anterior entrada afirmaba no haber visto “También la lluvia”, de Icíar Bollaín. Bien, esto ya se ha corregido.

La película recoge el testigo de una larga tradición de cine sobre el cine o, de manera más precisa, de cine sobre los rodajes, de la que uno de los mejores ejemplares es “La noche americana” de François Truffaut. En esta ocasión, el rodaje sirve a Bollaín (en realidad, a su guionista, Paul Laverty) para trazar un paralelismo entre la conquista de América y la consiguiente explotación y aplastamiento de la población indígena en el siglo XV (tema central de la película que se rueda) y su equivalente en el mundo globalizado regido por las multinacionales (escenario real que se encuentra el equipo de rodaje en Cochabamba, Bolivia). Este paralelismo es constantemente subrayado por un guión aplicado pero algo tosco, en el que a cada secuencia situada en el plano de la historia reconstruida le sigue su equivalente en el año 2000. Esta decisión resulta óptima para que el espectador comprenda el mensaje que se le lanza, pero semejante didactismo termina resultando tan monótono como fastidioso. Por su parte, Bollaín parece centrar todos sus esfuerzos en evitar que su película se desvíe lo más mínimo del esquema impuesto por su guión: su trabajo es funcional y correcto pero algo primario. La fugaz visión de una cruz que sobrevuela la selva boliviana nos remite por un momento al Fellini de “La dolce vita”, pero se trata de un espejismo momentáneo. Aparte de esto, no hay un solo gramo de locura o de ambigüedad en su trabajo: nos encontramos en las antípodas del Fitzcarraldo o el Lope de Aguirre de Werner Herzog.

Los actores están dirigidos con el tono naturalista habitualmente impuesto por Bollaín, con resultados en mi opinión bastante deslucidos. El personaje de Luis Tosar parece pasar ideológicamente de un extremo a otro de manera abrupta y arbitraria, aunque lo cierto es que el actor gallego nunca está mal, y ésta no es una excepción. Por el contrario, Gael García Bernal es un flagrante error de casting: jamás da la impresión de ser un director de cine obsesionado por terminar su película sino, como mucho, un niño que juega a los rodajes y agarra alguna moderada pataleta. Juan Carlos Aduviri, actor indio no profesional, nunca transmite el magnetismo que se supone a su revolucionario doble personaje, el de ficción y el real. Sólo Karra Elejalde deja una cierta impresión, desarrollando el tópico del actor alcohólico (y un áspero Cristóbal Colón) con bastante aptitud.

Como último apunte, destaca en el extraño y poco realista tratamiento que se concede a las escenas de ficción, es decir, al material que se supone está rodado por los protagonistas y que forma parte de la película dentro de la película. Nos movemos aquí en un inestable limbo entre la escena de rodaje y el material ya filmado y montado, es decir, la película definitiva. Por motivos incomprensibles, no se saca ningún provecho de la potencial poesía del artificio cinematográfico o de la coexistencia de los planos temporales, y la transición entre la “ficción histórica” y la “realidad material” se resuelve de la manera más abrupta y desconcertante que quepa imaginar. Por ejemplo, cuando el indio Hatuey y sus compañeros de rebelión son quemados vivos en el siglo XVI, se llega a un teórico clímax emocional mientras las llamas comienzan a devorar a los ajusticiados… hasta que de pronto se escucha el clásico “corten”, y sin más los actores indígenas se bajan de sus piras humeantes (pero ya sin rastro de llamas) como si tal cosa. ¿El fuego era un efecto de postproducción? ¿Una ilusión fruto del montaje? ¿O un truco mecánico presente en el rodaje? No se sabe. Los entresijos de este tipo se hurtan constantemente al espectador, que queda desubicado. Pero, sobre todo, se desaprovecha la tensión que podría producirse entre los elementos técnicos del rodaje y las pesadas masas simétricas que se enfrentan en paralelo. Sencillamente, nada de eso interesaba a Bollaín ni a Laverty: ¿Qué es la poesía frente al peso aplastante de la Historia?, parecen preguntarse. Es una opción, por supuesto. Sólo que no sería la mía.

jueves, 13 de enero de 2011

Los Goya


Acaban de darse a conocer las nominaciones a los premios Goya. De la lamentable performance ejecutada por Jorge Sanz y Marta Etura (con Alex de la Iglesia como artista invitado) en la lectura de las candidaturas, mejor no hablar demasiado. Una vez más, el cine español ha dado a su público una imagen de colegueo y endogamia bastante cutre. Con la posible excepción de los controladores aéreos, no se me ocurre un gremio con tanta tendencia al autoboicot y tanta habilidad para ganarse la antipatía de la sociedad.

Pero, en fin, lo cierto es que las candidaturas en sí tampoco merecen mucho comentario. La lluvia que ha caído sobre “Balada triste de trompeta” roza lo grotesco; bueno, en el caso de la nominación de Carolina Bang como mejor actriz revelación, no es que lo roce. La única nominación justa que en mi opinión ha tenido la película de de la Iglesia ha sido, curiosamente, la más criticada: una grandiosa Terele Pávez, que consigue en su brevísima intervención comerse con patatas todo lo que la ha precedido y la sucederá.

Pa Negre”, la segunda agraciada, es por el contrario una buena película, pero nada que vaya a pasar a la historia. Muy bien interpretada y aceptablemente dirigida (pero sin ninguna brillantez), presenta por desgracia serios desajustes de guión. No he visto “También la lluvia”, de Icíar Bollaín. La protagonista de "El Sur" ha dirigido hasta el momento unas películas bastante correctas, tónica a la que este último esfuerzo imagino que no escapará.

Mi principal sorpresa proviene del hecho de que la extraordinaria, sorprendente interpretación de Juan Diego Botto en “Todo lo que tú quieras” haya sido pasada por alto, como toda la (muy correcta) película, en realidad. El trabajo de Botto es uno de las mejores ejecuciones realizadas por un actor que he visto en todo el año. Bardem sale airoso de la quema de “Biutiful”, pero lo que hace Botto lo encuentro más conmovedor, además de infinitamente más complejo. Pero, sobre todo, ¿era necesario que en la terna final estuviera el pasadísimo Antonio de la Torre por la película de de la Iglesia? Aquí el asunto toma el cariz de un auténtico agravio.

No estoy seguro de si “La isla interior” de Sabroso y Ayaso fue presentada a los premios de 2010 o a los de 2009. Lo que sí es seguro es que en una y otra edición ha sido absurdamente relegada, cuando se trataba de una de las mejores películas españolas vistas en mucho tiempo (bueno, no tanto: desde “Los abrazos rotos” de Almodóvar). Una auténtica lástima.

Pero, bueno, así son los Goya.

miércoles, 12 de enero de 2011

Rutina


No sé a qué se debe que de todas las vacaciones del año, las de navidad terminen convirtiéndose en la fractura más profunda en la vida cotidiana. La gente viaja menos que en verano o semana santa (aunque esto es cada vez menos cierto), y lo que supone que uno hace es pasar estas fechas en compañía de los suyos (“¿cuántos os juntáis?”), a pesar de lo cual el asueto navideño termina dejándonos una sensación intermedia entre la de haber corrido una maratón y haber ido de viaje a la luna.

También está, naturalmente, el efecto-resaca-de-elefante, tras prácticamente tres semanas de celebraciones, comidas, cenas y aperitivos bien regados: la acidez de estómago y los kilos de más son dos efectos característicos de estas fechas. A mí me afecta más lo primero que lo segundo, pero siempre conviene no descuidarse.

Lo que necesito ante todo es volver a la rutina. Madrid, la Filmoteca, tomar un té en la compañía habitual, comer cosas sin exceso de grasas o azúcares, etcétera. Una base de rutina permite que permanezcamos debidamente anclados en el mundo y, paradójicamente, nos sirve como punto de referencia para emprender todo aquello que nos permita elevarnos sobre ella. Sé que de mí no sería nada sin la rutina. Bienvenida sea.

viernes, 7 de enero de 2011

Casting


La tarde de Reyes, el primer canal de Televisión Española emitió las cuatro horas de "Lo que el viento se llevó". Lo que prueba, en primer lugar, que la obra dirigida en 1939 por (entre otros) Victor Fleming conserva intacto su estatus de película-acontecimiento. En realidad, por conservar conserva milagrosamente todas sus cualidades, de la primera a la última. Setenta años después de su estreno, y contra todo pronóstico (superproducción basada en una novela coyuntural, pesado producto del sistema de estudios, sucesión de directores a los mandos de la nave, representación idealizada del sur esclavista, desmelene pasional, etcétera), LQEVSL sigue atrapando al espectador como el cepo al ratón. Y, lo más sorprendente de todo, no hay apenas nada de vetusto en ella (como no sea el cursi doblaje español de los años 50): la magnificencia de los decorados, el vestuario y los movimientos de cámara, la grandiosidad de la banda sonora, y sobre todo las interpretaciones de los actores protagonistas no ahogan la película, sino que contribuyen a dotarla de vida y emoción, que en ella fluyen a raudales. Con esta película se inauguró todo un concepto de obra cinematográfica, del que posiblemente sea el mejor espécimen jamás creado. Ni las mejores de entre sus seguidoras dirigidas diez, veinte, treinta años más tarde por estupendos autores (desde la "Cleopatra" de Mankiewicz a "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" de Minnelli) pueden de ninguna manera competir con ella. "Lo que el viento se llevó" llega un paso más que todas, está más viva y resulta por ello muchísimo más vigente.

Entre los motivos de su triunfo, no creo que uno de los menores sea su prodigioso casting. Clark Gable, Olivia de Havilland, Leslie Howard, Hattie McDaniel y todos los demás están sencillamente perfectos en sus papeles, para los que resulta imposible imaginar intérpretes más adecuados. Pero esta premisa se lleva al extremo en el caso de la Scarlett O'Hara de Vivien Leigh, un personaje muy complejo que resulta al mismo tiempo odioso y encantador, algo verdaderamente raro si uno se para a pensar en ello. Ese equilibrio en el que se mueve Leigh durante toda la película es una pura filigrana, y cuesta entender cómo fue posible cuando hubo al menos cuatro directores que fueron sucediéndose para posibilitarlo. Ni siquiera Bette Davis fue nunca capaz de algo así: a sus heroínas uno podía amarlas u odiarlas durante toda la película, o pasar de un sentimiento a otro alternativamente dentro de la misma, pero nunca ambas cosas a la vez. El día de Reyes decidí que lo que hace Leigh en su interpretación más conocida es por lo menos tan espectacular y meritorio como la hipnosis de Falconetti en "La pasión de Juana de Arco". Y el hecho de que ella -actriz casi desconocida en aquel momento- terminara adjudicándose un papel que había pasado por las manos de Paulette Godard o Katharine Hepburn, el mayor triunfo conocido en la historia del casting. Así de claro.