miércoles, 30 de marzo de 2011

Flesh, de Morrisey / Warhol


El Círculo de Bellas Artes está programando las películas que dirigió en los años 60 y 70 Paul Morrissey con el sello de Andy Warhol (que en realidad sólo las producía a través de su Factory), y que protagonizó un chico llamado Joe Dallessandro. El otro día fui a ver “Flesh” (1968), la primera de todas ellas.

Es curioso cómo esta película, producto inequívoco de su época, perjudicada por unas lamentables condiciones de iluminación y montaje, mantiene su vigencia, o incluso ésta se ha ampliado con el tiempo. La anécdota argumental tiende a la nada: cuenta la historia (por decir algo) de un jovencito de buen ver, padre adolescente y no especialmente dotado intelectualmente, que vende su cuerpo en las calles de Nueva York y que a lo largo de un día tiene diferentes encuentros con gente tan superficial y colgada como él mismo, lo que incluye a su bobalicona esposa, un viejo verde artista aficionado que lo hace posar desnudo mientras desbarra sobre Práxiteles y la escultura clásica griega en general, una bailarina de top-less y dos amigas travestis, más chaperos adolescentes, algún que otro cliente, un amigo con derecho a roce y, por fin, la amiga embarazada de su mujer, que termina montándoselo con ésta mientras él las contempla indolente.

Amoral y sexualmente muy explícita (el protagonista muestra sin reparos su estado de erección en la primera secuencia), la película debió resultar bastante escandalosa en su momento. Hoy quizá podrá aburrir a muchos, pero no se le puede negar una cierta belleza que va mucho más allá de lo coyuntural o del deseo de epatar al burgués. Esta belleza radica básicamente en el tratamiento al que es sometido su actor protagonista. Dallessandro es un ejemplar humano de una asombrosa hermosura física, y desde los primeros planos de la cinta, que lo muestran durmiendo desnudo, boca abajo (composición que de alguna manera recuerda al cuadro de Courbet “El origen del mundo”, inviertiendo posición y sexo), es tratado como un mero objeto sexual, lo que hasta entonces era muy habitual para las mujeres, pero no para los hombres. Subrayando esta idea, su esposa utiliza el foulard de seda que lleva en el cuello para envolver el pene de él haciendo un paquetito como de regalo: es difícil ser más explícito dentro de lo simbólico. Y, en la secuencia final, las dos chicas se acariciarán mutuamente dejándolo a él a un lado, de nuevo desnudo, pero tan inútil y decorativo como un florero. A lo largo de la cinta, varias personas le piden que se desnude, y él lo hace sin esperar a que le insistan, como si tal requerimiento fuera perfectamente natural, asumiendo (el personaje y el actor) que al fin y al cabo eso, y no otra cosa, es lo único que se espera de él.

Por cierto, que Joe Dallessandro quizá no tenía el talento interpretativo de Spencer Tracy, pero a su peculiar manera era un gran actor: en esta película al menos está magnífico, lleno de verdad y en ocasiones hasta conmovedor, como cuando expone su precaria filosofía vital ante sus colegas buscavidas o cuando retoza con el amigo que quiere darle un revolcón. La burda cámara de 16mm se enamora de su rostro –que recorre sin manierismos todo el rango expresivo que media entre la confusión y la abulia- y registra cada milímetro de su piel con el regocijo de quien exhibe un pequeño y bellísimo tesoro oculto.

A menudo consideradas desfasadas o artísticamente dudosas, opino que conviene darse un paseo por el Circulo y redescubrir estas pequeñas e imperfectas películas de Morrisey, que tienen mucha más vida que la mayor parte de lo que hoy en día la crítica considera "buen cine".

martes, 29 de marzo de 2011

Un texto más sobre Elizabeth Taylor



Como todo el mundo sabe, la semana pasada murió Elizabeth Taylor. No, no voy a mencionar yo también lo del color de sus ojos, historia que por otra parte es más bien absurda. Ni siquiera me dedicaré a alabar la belleza de la diva, que tampoco me parecía para tanto. Hasta la primera mitad de los años 60, Taylor ofrecía el aspecto de un bibelot de porcelana, y tenía el mismo tipo de lindura algo kitsch, atemporal e intrínsecamente antimoderna. Después ya fue otra cosa: su físico cedió a la tendencia expansiva, mientras la vulgaridad de sus rasgos emergían sobre la fina superficie vidriada, acompañando este fenómeno con algunas admirables (y barrocas) decisiones cosméticas, desde el denso maquillaje ocular hasta el cardado con forma de nimbo negro ala de cuervo. Brazo grueso, pierna corta, gran cabeza: en lugar de disimular lo que en principio debían ser defectos, a partir de cierto momento supo hacer de la necesidad virtud, para componer una imagen icónica y radical.

Pero, se diga lo que se diga, lo mejor de Elizabeth Taylor es que era una gran actriz. Desde el principio, lo fue: maravillosa en “Un lugar en el sol” (junto al también maravilloso Montgomery Clift), en “Gigante”, en la por otra parte soporífera “El árbol de la vida” y en la ridícula (hasta tal punto que por ello es a veces también sublime) “De repente… el último verano”. Volvió a estarlo, aunque ya de otra manera, gracias a “¿Quién teme a Virginia Woolf?”. Y en “La gata sobre el tejado de zinc” su presencia beneficiaba al dudoso texto de Tennessee Williams (conseguía que su personaje, escrito como una histérica, resultase en cambio adorable y luminoso), y hoy todo el mundo recuerda a Maggie La Gata como el colmo de lo deseable y lo erótico. Bien por ella.

Taylor era una estrella de verdad, y las estrellas de verdad siempre resultan creíble, incluso en las circunstancias más adversas (dirigida por Zeffirelli, por ejemplo, o incluso peor, en telefilmes de medio pelo). Si hacía falta que la credibilidad se compusiera a su imagen y semejanza, pues se hacía. Como Sophia Loren, como Catherine Deneuve, como Julia Roberts, de esa misma naturaleza era. Nunca hizo una película completamente mala, porque cualquier película tenía ya algo de bueno si ella la protagonizaba. Imposible pedir más a una actriz.

martes, 22 de marzo de 2011

Nunca de abandones


Hace un año y medio publicaba en este blog una entrada sobre la novela de Kazuo Ishiguro “Nunca de abandones”, publicada en España por Anagrama. El libro está en mi opinión lleno de buenas ideas (conceptuales, ambientales, estilísticas), pero su vuelo es lastrado por algunas irritantes opciones narrativas. Su adaptación cinematográfica, a cargo de Mark Romanek, prescinde de estos lastres… pero sólo para asumir otros nuevos que vuelven a frustrar su alcance.

Recordémoslo: la historia se desarrolla entre los años 70 y 90 del pasado siglo, presentados en un plano paralelo al real. La ucronía se basa en la posibilidad de que, a partir de cierto momento, la sociedad hubiera aceptado la creación y utilización de clones humanos con el fin de emplear sus órganos para transplantes a pacientes enfermos, posibilitando la curación de graves enfermedades y alargando sustancialmente la esperanza de vida de la población. Los protagonistas son tres de estos clones, educados junto con otros compañeros en un extraño internado campestre, al principio ignorantes de su condición y destino, y después aceptantes sumisos del mismo. El horror ante la premisa de partida se diluye (en la novela y en la película) ante un tratamiento realista que hace hincapié en los ambientes cotidianos y la vulgaridad de la vida diaria, mientras que la sensación de drama también termina por perder intensidad (más en la película que en la novela) debido a cierta indefinición en el punto de vista, que no queda muy claro si es consecuencia de la inexperiencia, el pudor, la confusión, las pretensiones de objetividad o de un poco de todo esto. En cualquier caso, Romanek no consigue implicar al espectador en el espantoso drama que viven los protagonistas. La interpretación de los actores (Carey Mulligan, Andrew Garfield y Keira Knightley) es más que aceptable, así que no creo que se les pueda culpar a ellos de la inanidad dramática de la película. Es, simplemente, que no les han dado la oportunidad de transportar sus personajes más allá del estado de criaturas de laboratorio.

Y, ante eso, no hay crescendos musicales ni dorados atardeceres que puedan salvar la situación.

Manu Arregui en Toledo


Crítica de arte que debió publicarse hace unas semanas:

Del 24 de febrero al 10 de abril de 2011

ECAT (Toledo)

El Espacio Contemporáneo Archivo de Toledo exhibe estos días “Con gesto afeminado”, el último vídeo del artista cántabro formado en Bilbo Manu Arregui. La pieza, que ya pudo verse en la última edición de ARCO, supone un paso adelante en la carrera de un creador sin miedo (aparente) a los retos, que en el pasado había utilizado sobre todo las técnicas infográficas para realizar sus vídeos.

Realidad, virtualidad y amaneramiento

2011 comienza bien para Manu Arregui (Santander, 1970). Hace apenas unos días se ha sabido que su nombre figuraba en reducida la lista de seleccionados del programa Eremuak, iniciativa del Gobierno vasco para la consolidación y difusión del arte contemporáneo. Y el jueves 24 de febrero se inauguró en el Espacio Contemporáneo Archivo de Toledo (ECAT) “Con gesto afeminado”, exposición cuya pieza central es su vídeo del mismo nombre, rodado el año pasado. Este último trabajo ya pudo contemplarse en la última edición de ARCO, como parte de la selección de la galería Espacio Mínimo, complementado por una escultura que posee un peso estético y narrativo fundamental dentro del vídeo. La propuesta era sin duda una de las más afortunadas que planteaba un autor joven en toda la feria madrileña.

Hasta ahora, el trabajo en vídeo de Arregui (y también sus recientes esculturas) se ha dedicado esencialmente a ofrecer variaciones sobre la relación entre lo real / orgánico y lo virtual. Es cierto que, últimamente, su obra ya había hecho ceder algo de espacio a la animación infográfica frente a la imagen real, tendencia iniciada con “Irresistiblemente bonito” (2007), en el que dos alternativas de una misma imagen/contenido, la virtual y la real, se enfrentaban para hacer explícita la tensión entre ambos planos, y confirmada con “Streaming” (2009), en el que la presencia de lo digital adoptaba las trazas de una auténtica contaminación de la realidad, por onírica que ésta fuera. La progresión parece imparable en este “Con gesto afeminado” (2011), vídeo realizado enteramente en imagen real, con una nítida voluntad narrativa y un tratamiento plástico y caligráfico más cercano a las fantasías visuales del Hollywood de los años 30 que a cualquier producto ordinario de los tiempos de la Web 2.0. De hecho, lo que hace Arregui es rescatar un bizarro cortometraje musical (lo que los anglosajones llamarían “una stravaganza”) llamado “Spring Night” y dirigido en 1935 por Tatiana Tuttle, para trasponerlo con ciertas alteraciones sustanciales. Así, en la historia –enteramente musicada, y con los actores-bailarines interactuando a través de una delicada coreografía clásica- de una muchacha de clase trabajadora asaltada por una ensoñación en la que la estatua de un esbelto fauno revive fugazmente para enamorarse de ella, Arregui altera el sexo de la protagonista convirtiéndola en un efebo cuyo amaneramiento gestual sólo puede competir con el de su mitológico partenaire. El lenguaje de la danza clásica (facción Les ballets Russes de Diaghilev) sirve así para canalizar, en primer término, una reflexión sobre lo que coloquialmente se denomina “pluma”, y que sigue siendo –aún hoy- un rasgo no siempre asimilado socialmente: resulta sintomático que los canales de televisión integren en las tramas de sus series infinidad de personajes homosexuales, pero siempre a condición de que minimicen su amaneramiento… a no ser, claro está, que pretenda hacerse de éste un recurso cómico. La apuesta de Arregui subvierte este principio no sólo para reivindicar la legitimidad de la pluma, sino sobre todo con el fin de resaltar la teatralidad del artefacto puesto en marcha. El recurso al ballet y la música, la iluminación poética y antinaturalista, el palmario y recargado maquillaje del fauno o incluso la cursilería misma de la historia narrada son elementos complementarios que el creador cántabro utiliza para regresar una vez más a su discurso sobre la realidad y la virtualidad, sólo que sin tener que emplear para ello una sola imagen infográfica.

En lugar de esto, Arregui opta por someter a las imágenes al tratamiento más familiar para la mayoría de los espectadores cuyo ojo ha sido educado en este siglo XXI: las congela, superpone a ellas comentarios en formato chat, introduce una ventana de youtube con la cinta original de Tatiana Tuttle. Conviene no llamarse a engaño: tales intrusiones no sirven para explicar los fundamentos conceptuales del vídeo (tampoco era necesario, y por tanto es de esperar que no lo pretendan), sino para integrar el mismo en un determinado contexto, y por tanto para inocular un sesgo en la mirada del espectador. En realidad, el vídeo resulta muy elocuente acerca de sus propias intenciones y, aún más allá de éstas, ofrece unos resultados de una admirable consistencia conceptual y tersura formal. Al mismo tiempo muy literal y muy irónico, a su manera falso pero muy real, el trabajo sería capaz de sostenerse perfectamente sin tales ayudas metalingüísticas y sin necesidad de ser encuadrado en el marco de un espacio virtual, porque lo cierto es que la virtualidad ya está inevitable y gozosamente integrada en su propia naturaleza. Ese es el gran triunfo de “Con gesto afeminado”, triunfo que permite hablar con propiedad de una auténtica evolución en la carrera de Arregui. Que su campo de reflexión siga siendo el mismo, y que los medios que emplea para explotarlo no hayan cambiado tanto, mientras ofrece la impresión de hacer algo totalmente nuevo. ¿No es esa, al fin y al cabo, una de las aspiraciones que debería albergar cualquier artista?

domingo, 20 de marzo de 2011

Raúl Ruiz: Misterios y maravillas


Del mismo modo que todavía hay clases, aún hay maneras y maneras de pasarse al mainstream. Y la que ha elegido el cineasta chileno Raúl Ruiz al adaptar el folletín de Camilo Castelo Branco “Misterios de Lisboa” en formato de miniserie televisiva es, sin duda, una de las mejores posibles.

De manera global y algo simplista, podríamos ubicar a Ruiz (autor inverosímilmente prolífico, lo que hace muy complicado reunir su filmografía completa) en un punto equidistante entre Orson Welles y Luis Buñuel, a lo que se añaden múltiples influencias literarias que van desde Borges hasta Robert Louis Stevenson, la novela gótica británica y los surrealistas franceses. A él se debe la mejor (y, sobre todo, la más fiel en espíritu) adaptación de Proust de la que hay noticia (“El tiempo recobrado”, de 1999), así como una serie de películas basadas en guiones originales llenas de ironía, complejidad narrativa y una barroca y enormemente inventiva panoplia visual (desde “Las tres coronas del marinero” hasta “Genealogías de un crimen”).

Con “Misterios de Lisboa” se mantiene este barroquismo formal -aunque algo atenuado-, que proviene directamente de la influencia de Orson Welles, mientras que el componente buñueliano se abandona casi por completo, en beneficio de una aproximación a lo decorativo cercana a la de un Visconti, lo que tampoco está nada mal.

Con sus cuatro horas y media de duración, resultado de un montaje para salas de cine de la miniserie original de seis, “Misterios de Lisboa” es una de esas raras y gozosas películas tras cuya finalización el espectador se siente como si hubiera sido transportado en un viaje intenso y lleno de vicisitudes. Respetando la estructura original del folletín decimonónico, en la que las anécdotas sobre secretos familiares, diferencias de clase, hijos bastardos, dobles y triples personalidades, enriquecimientos y empobrecimientos fortuitos, duelos a espada o a pistola, seducciones, pasiones y venganzas, se ensamblan en un sistema narrativo de historias dentro de las historias (dentro de las historias, dentro de…), Ruiz consigue ser al mismo tiempo un verdadero clásico y un completo innovador. Como ocurría en el modelo literario original que se adapta, curiosamente el espectador no se pierde entre la compleja telaraña de relaciones, generaciones y niveles narrativos, por cortesía de un excelente guión. Y Ruiz, a años luz de todo academicismo, despliega un imaginativo recurso a los fuera de campo, a los efectos visuales más sencillos, pero que conservan toda la poesía de un cine que parecía ya en desuso. Es cierto que sus trabajos de los ochenta y los noventa eran mucho más osados en lo formal, pero esta “entrada en razón” para adaptarse a los requerimientos de un formato algo más convencional no tiene ninguna traza de concesión oportunista. El comedimiento estilístico algo por encima de lo habitual en él sólo sirve para reforzar el intenso amor por la narración que habita en su película, que nos recuerda lo hermoso de imaginar y contar historias, y el enorme placer de escucharlas (o leerlas, o verlas).

Quisiera destacar otro aspecto que nos devuelve la referencia a Visconti que hacía al inicio, y es que en esta “Misterios de Lisboa” los aspectos decorativos están inusualmente bien tratados. En la mayor parte de las películas de época, los lujosos decorados y vestuario constituyen para el director un simple marco, del que sólo interesa que sea lo más espectacular y vistoso posible, o que resulte medianamente verosímil. Para Ruiz (como para Visconti) el decorado y los ropajes están llenos de valores expresivos, y se presentan ante el espectador cargados de una energía que procede de la mirada que sobre ellos posa un director con un gusto exquisito y un auténtico sentido del ambiente. Ruiz, para entendernos, sería en este sentido el anti-Amenábar: ver “Agora”, y la incapacidad del director español para aportar una mínima densidad atmosférica, una mínima fascinación por el entorno histórico-geográfico retratado. Por otro lado, la fantástica música de Jaime Arriagada envuelve “Misterios de Lisboa” como el más primoroso papel de seda.

Qué maravilla que aún sigan haciéndose películas como ésta.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Rohmer en la Filmoteca española


La Filmoteca, una vez más, ha acertado: estos días programa un ciclo sobre el director francés recientemente fallecido Eric Rohmer, uno de los ovnis más interesantes surgidos en el toda la historia del cine. Sus películas no se parecen a las de nadie, aunque ha tenido muchos imitadores. Al mismo tiempo radicalmente conservador e inesperadamente subversivo, Rohmer era un exquisito y un malévolo, y uno de los directores más franceses que quedaban en el siglo XXI. Yo identifico Francia con lo mejor que la burguesía (tan denostada en general) es capaz de dar, que es una cierta forma de refinamiento en lo cotidiano, una manera de entender lo social y lo mundano que tiene algo de amablemente elitista, pero que me parece mucho más honesto que otras variaciones identitarias de las elites sociales europeas, desde las pretensiones de hidalguía españolas al crudo clasismo británico (tan intrínsecamente ridículos ambos).

Al igual que su compatriota (también fallecido hace muy poco) Claude Chabrol, Rohmer hacía en sus películas un amplio hueco para la burla dirigida a las clases burguesas, pero bajo una modalidad mucho menos hiriente, y también menos directa que la del autor de “La ceremonia”. Rohmer se limitaba a retratar un determinado entorno social a través del retrato de los personajes que lo habitan, que quedaba tan lejos de la idealización como de la caricatura. Una vez leí unas declaraciones de Vicente Aranda en una entrevista, en las que afirmaba que le gustaba Rohmer entre otras cosas porque sus personajes eran bastante idiotas, lo que daba mucho juego a sus historias. Aranda tenía razón: en todos los personajes de Rohmer habita un tonto que miente a los demás porque en primer lugar se miente a sí mismo, un ser ridículo que es incapaz de asumir sus propias deficiencias y las de la realidad misma, un pelele sobrepasado por las circunstancias. Detrás de los largos parlamentos de sus películas, de los característicamente rohmerianos diálogos sobre el amor, la trascendencia, el azar o la responsabilidad en que se embarcan sus criaturas, lo que hay es un terror al vacío vital que se pretende llenar a toda costa. Por eso son todos tan contradictorios, por eso están tan perdidos y por eso uno se divierte tanto contemplándolos como se contempla las hormigas de un terrario.

El otro día, viendo de nuevo la maravillosa “Pauline en la playa”, cuyo guión tiene el encanto de las comedias ligeras shakespirianas y en términos de puesta se acerca por momentos a un Renoir, pensaba todo esto y también algunas cosas más. Quien no conozca el cine de Rohmer, ahora tiene una oportunidad de oro para acercarse a él. Aprenderá mucho de la vida en general, y sin duda también del cine en particular.

lunes, 14 de marzo de 2011

En Roma


Pasar unos pocos días en Roma hace que uno se olvide completamente de la terrorífica crisis social y moral que asola Italia. Da la impresión de que es imposible que un país que reúne y conserva tanta belleza pueda hundirse del todo en el fango: la experiencia histórica nos asegura que esta impresión es errónea, pero siempre resulta más agradable soñar lo contrario.

En efecto, estuve en Roma la semana pasada, y aproveché para soñar todo lo que pude, y aún un poco más. Era mi segunda visita a la capital del Lacio, pero durante la primera –hace ya unos cuantos años-, demasiado corta, pude ver muy pocas de sus maravillas. Cuatro días tampoco son gran cosa para una ciudad en la que en cada esquina espera una prometedora iglesia, y el interior de cada una de éstas es más bonito y apabullante que el de la anterior, pero menos da una piedra. De todo lo visto, quedé especialmente impresionado por el Panteón, la basílica de Santa María de los Ángeles y los Mártires (construida en el interior de las antiguas termas de Diocleciano), el baptisterio de San Juan de Letrán o la iglesia de Santa María en Trastévere, con sus maravillosos mosaicos y el icono de una virgen Theotokos iluminado tenuemente por velas que creo que es la imagen más impresionante que me he llevado del viaje. Estando en Roma, uno hasta siente la tentación de hacerse cristiano.

Las esculturas de Bernini en Villa Borghese o las maravillas grecolatinas de los Museos Vaticanos tampoco tienen desperdicio. Otra cosa es la visita a la Capilla Sixtina, donde me resultó imposible prestar la menor atención a los frescos de Miguel Angel en medio de un extrañísimo ambiente mitad zoco, mitad campo de refugiados, que constituía en sí mismo y a su manera otra obra de arte (malgré elle, eso sí).

Otra cosa que sorprende de Roma (bueno, de Italia en general) es lo elegantes que son los señores de cierta edad. Cualquier abuelito italiano que uno se encuentra tomando su espresso en la barra de formica de una degustación popular concentra más clase que todos los mocetones que se pasean por esas calles llevando sus ostentosos complementos llenos de logotipos de Gucci, D&G, Cavalli y en ese plan. ¿Degeneración de la raza? Bueno, no estoy seguro de eso: reparé en que muchos adolescentes también tenían muy buena facha. Confiemos en que las nuevas generaciones devuelvan a Italia su proverbial refinamiento estético. Una vez se hayan deshecho de la siniestra gentuza que compone su clase política dirigente, el objetivo puede estar chupado.

miércoles, 9 de marzo de 2011

De mujeres, hombres y tejidos


Crítica de arte que publiqué el pasado mes:

Con “Habitando desiertos”, de Verónica Eguaras, Bastero Kulturgunuea nos ofrece una reflexión sobre lo femenino, la educación sentimental y social y su configuración a través del factor determinante del entorno. Un paso más en la interesante programación del centro de arte de Andoain.

De mujeres, hombres y tejidos

Verónica Eguaras (Iruña, 1979) es joven, pero de ningún modo puede considerársela una recién llegada. Licenciada en Bellas Artes en la UPV hace nueve años, ha recibido algunas de las becas y premios más prestigiosos a nivel estatal para artistas emergentes (incluido el premio INJUVE en 2008), y su obra estuvo presente en el LOOP de Barcelona hace un par de años. Especialmente centrada en la creación audiovisual, hasta el momento ha desarrollado su actividad en diversas disciplinas, y ha colaborado en varios proyectos de artes escénicas mediante la elaboración de vestuario, decorados o vídeos (en una reciente “Luces de bohemia” por la Compañís la Ortiga TDS firmaba la escenografía y unas creaciones audiovisuales ad hoc). También participaba en “Quid pro quo-Tecnología y humanidad”, exposición de 2010 en la Sala Amarika de Gasteiz, con su trabajo “In-Habiting”, ya presentada dos años antes en el Centro Huarte de Navarra.

Es precisamente la obra “In-Habiting” (compuesta por una serie de fotografías y una escultura), además del vídeo “Inodo”, lo que constituye el contenido de la exposición que se presenta estos días en el centro Bastero Kulturgunuea de Andoain, de cuyo comisariado se ocupa Itxaso Mendiluze. Pero vayamos por partes.

El visitante a la sala de exposiciones (espacio que resulta, como hemos señalado ya en alguna ocasión anterior, tan pleno de posibilidades como estructuralmente complejo) se encuentra en primer término con la escultura colgante “In-habiting”, figura a medio camino entre el palio, el totem y el estandarte que poco menos que ofece el derramamiento de sus inquietantes entrañas textiles. Después, detrás del muro, la visión se complementa con una decena de instantáneas de la serie del mismo nombre. En ellas, otra criatura hecha de tela, muñeca de trapo de aspecto antropomórfico con el rostro vacío y sin manos ni pies (pero dotada de un lenguaje corporal sorprendentemente humano y naturalista) habita diversos espacios de naturaleza industrial (desiertos, al fin y al cabo) como quien se desenvuelve en la intimidad de su propio hogar. Eguaras parece aquí aludir a las estrategias de construcción de la identidad, con toda su carga de retroalimentación con el proceso de configuración del propio cuerpo. La mujer de sus imágenes es al mismo tiempo un objeto y un sujeto, y el sujeto se construye a sí mismo (física, intelectual y emocionalmente) bajo el condicionamiento inevitable de las expectativas sociales. Convertida, pues, en el producto estandarizado, inindiviualizado, de los mecanismos sociales, está condenada a deambular como un espectro o ente incorpóreo (mujer invisible despojada de la careta que reemplazaría unos rasgos faciales ausentes) por unos espacios igualmente fantasmales. Al menos, la mujer de la escultura, que ofrece, abierta en canal, la visión casi obscena de sus órganos internos, posee una materialidad que mostrar, más allá de la mera carcasa con la que ha sido revestida y que debe construir ella misma como medio para desenvolverse en el ámbito que le ha sido reservado.

La utilización de lo textil como representación de lo femenino no es nueva: recordemos, en estas mismas páginas, las recientes “Rag dolls” de Txaro Arrazala vistas en la galería donostiarra Arteko. Pero, aún mucho antes de todo esto, en la Grecia clásica era el telar el instrumento con el que se aludía a la mujer, el ama de casa ideal para una sociedad profundamente obsesionada con la reproducción y la perpetuación de la especie, en la que las esposas estaban confinadas dentro del espacio doméstico (el oikós). La Penélope de la Odisea, con su labor de tapiz que cada noche deshacía todo cuanto durante el día se había tejido, es sólo una representación literaria de esta identificación. Salvo por unas pocas alternativas (el sacerdocio y la prostitución, y pare usted de contar), la participación de la mujer en la economía y la sociedad helenas se limitaba a la gestión del hogar, la producción textil y el alumbramiento de vástagos legítimos. Pero no olvidemos que el tejido –trama y urdimbre- se relaciona también con la actividad narrativa, con la capacidad de fabulación y de reconstrucción novelada de la realidad. Lo que nos llevaría a la segunda vertiente de la exposición de Bastero.

Así, en el vídeo “Ínodo” se utiliza la técnica de la pixiliación (una variante del stop-motion que hace interactuar participantes humanos e inanimados con resultados de sorprendente potencial poético, como nos han demostrado en particular los animadores surrealistas checos) para desarrollar algo así como una educación sentimental en un entorno desértico. En esta ocasión el protagonista es un hombre, pero la mujer vuelve a adquirir un papel determinante en el artefacto narrativo y conceptual. Configurado como un trayecto vital en el que los simbolismos –por lo general, bastante reconocibles- van encadenándose de manera ágil, el trabajo está construido para resultar lo más transparente posible, y lo limitado de su alcance se ve compensado con la homestidad con la que está planteado.

En conjunto, la exposición supone un nuevo acierto para la programación con que Mendiluze ha dotado al centro andoaindarra. Merece la pena acercarse a ella, como sin duda convendrá seguir con atención las propuestas futuras que nos dirija Bastero.

lunes, 7 de marzo de 2011

Amantes


El sábado pasado volví de un agotador y estupendo viaje, y sólo me apetecía pasar la noche tranquilamente en casa. Encendí la televisión, y me encontré con el habitual basurero televisivo español: sólo se salvaba, en la primera de Televisión Española, un “Versión española” dedicado a Maribel Verdú. Buena actriz que en ocasiones ha alcanzado la excelencia (“La buena estrella” y “Tetro” son los trabajos suyos que más me gustan), Verdú resulta casi siempre una presencia agradable: otra cosa era su temible tête-à-tête con la intensa Cayetana Guillén-Cuervo, del que convenía huir. Pero eso no llegaba hasta después de la película.

Y la película era “Amantes”, dirigida en 1991 por Vicente Aranda. La peli la vi en su momento, y lo cierto es que me gustó, aunque entonces yo era un adolescente con el criterio quizá algo sesgado por el exceso hormonal. Y Vicente Aranda no es precisamente santo de mi devoción. Así que me enfrenté a este nuevo visionado con bastante escepticismo, pensando que en cualquier momento apagaría la tele para hacer algo más interesante, como por ejemplo irme a dormir.

Curiosamente, me la tragué enterita, e incluso se me hizo corta. “Amantes” no es sólo (de largo) la mejor película que Aranda ha rodado nunca, sino una de las mejores del cine español de los años 90. Entre sus principales valores, los más evidentes son los trabajos de Verdú y una descomunal Victoria Abril, que consiguió en esta época sus mejores prestaciones interpretativas. Luego está la fotografía de José Luis Alcaine, de una falsa frialdad, que contribuye enormemente al denso clima de la película. Y un guión muy preciso, en cuyos diálogos se filtra un admirable conocimiento de la naturaleza humana, así como un sentido del humor bastante corrosivo. Pero, de verdad, creo que lo mejor es el trabajo de puesta en escena de Vicente Aranda: siendo malvado diré que es tan bueno que hace que “Amantes” no parezca una película suya.

En fin, esto último es una “boutade” y además una verdad sólo a medias, porque lo cierto es que en la película están presentes muchos de los rasgos de estilo habituales en el director catalán (que se resumen en la combinación entre un cierto sensacionalismo visual y una innegable aptitud narrativa), sólo que aquí no chirrían en absoluto, cumpliendo perfectamente su cometido. En especial, destaca el nítido retrato, apuntado en pinceladas muy breves y nada enfáticas, de la sociedad española de los años cincuenta, de un mundo triste y más bien putrefacto que es caldo de cultivo de todo tipo de mezquindades. Los personajes de Abril y Sanz no son retratados como monstruos, sino como productos de las circunstancias que los rodean, que son bastante adversas. Así que, en la magnífica escena final de la estación de trenes, Aranda consigue transmitir una rara y perturbadora emoción.

Por supuesto, la película tiene sus fallos: Jorge Sanz no está a la altura de sus partenaires femeninas, y su propio personaje es el más tenuemente dibujado de los tres. Pero se trata de una pega menor para esta buenísima película que hay que reivindicar.