Por fin ha llegado a España “La clase”, película francesa dirigida el año pasado por Laurent Cantet, y cuyo título original es “Entre les murs” (entre las paredes). La última Palma de Oro del festival de Cannes, y la primera francesa desde 1987, cuando Maurice Pialat subió al escenario entre pitadas y pronunció su mítica frase: “Si yo no os gusto a vosotros, tampoco vosotros me gustáis a mí” (ver mi reciente texto en este blog).
“La clase” llegó al festival en la última jornada del concurso, cuando la suerte parecía echada y los pronósticos sobre la Palma de Oro se dividían entre “Gomorra” de Matteo Garrone (finalmente, Gran Premio del Jurado) y “Un conte de Noël” de Arnaud Desplechin (que se iría de vacío). Al día siguiente, el jurado que presidía Sean Penn, y que también formaban entre otros Olivier Assayas, Natalie Portman, Sergio Castellito y Hou Hsiao-hsien, concedía por unanimidad el primer premio a la última en llegar. La crítica quedó algo desconcertada, pero en general no puso objeciones: parecía que el último trabajo de Cantet había gustado a todo el mundo, y que su calidad justificaba el envite. Además, el tema tratado parecía aportar un plus de respetabilidad a la película: el día a día en una escuela de las afueras de París, foco de convivencia multirracial y potencial polvorín de conflictos sociales.
Aunque no está bien que un crítico admita sus prejuicios, debo decir que acudí algo escamado a verla en los cines Verdi de Madrid: no suelo apreciar especialmente los ejercicios supuestamente hiperrealistas que se engloban en el género de “documental ficcionalizado”, género que considero en esencia falso y tramposo, y que me ha producido olvidables sesiones de aburrimiento (en el mejor de los casos) e irritación (en los peores). Por otra parte, la última película de Cantet que había visto, “Vers le sud“, historia sobre damas blancas de mediana edad que viajan por turismo sexual a la castigada Haití, no me estimuló demasiado, pese a algunos de sus méritos (magnífica dirección de actores, presencia de Charlotte Rampling en el reparto). No esperaba gran cosa de la nueva experiencia. Afortunadamente, antes de que terminase el primer plano de “La clase”, supe que las dos horas siguientes iban a merecer la pena. Esta certeza no se disolvió en ningún momento de la proyección.
De un nervio, un dinamismo y una transparencia notables, “La clase” pasa por encima de tus potenciales lastres como una apisonadora para remontar el vuelo desde su inicio, y a toda velocidad. Laurent Cantet realiza un prodigio de puesta en escena, que privilegia la claridad expositiva -lo que nada tiene que ver con la obviedad o la simpleza, aunque muchos tiendan a confundir los conceptos- y el brío formal. La energía contenida en cada plano es de máxima intensidad. La cámara se mueve constantemente, pero la sensación de mareo es nula. La mayor parte del metraje transcurre entre las cuatro paredes de un aula (en ocasiones se visitan los pasillos, las salas de profesores, el patio escolar, y poco más), pero el espectador tiene la sensación de haberse asomado a un vasto universo, lo que en realidad ocurre. Se invoca con éxito una auténtica fascinación por lo que la cámara muestra y sugiere, por los rostros de los adolescentes que se sientan en los pupitres, por cada una de las reacciones de éstos y de su profesor, por los ritos y costumbres que se desarrollan en esta escuela francesa. Los elementos narrativos, centrados en un expediente de expulsión abierto a un alumno considerado particularmente conflictivo por haber tuteado al profe (¿hablábamos de diferencias entre España y Francia?), se ensamblan para formar un esqueleto delgadísimo pero robusto, capaz de sostener los muchos kilos de carne generados por la cinta.
Me sorprende que no se haya hablado apenas del intérprete principal, François Bégaudeau, que en realidad fue profesor y escribió el libro en el que se inspiró Cantet para su guión. Pocas veces he encontrado semejante verosimilitud en un actor no profesional: cada una de sus expresiones, cada una de las frases que pronuncia, fluye como iluminada por el resplandor de lo genuino, de lo que de verdad está ocurriendo aquí y ahora. Ninguna impostación, ningún esfuerzo perceptible. Tampoco autojustificación o tendencia a idealizarse, principal riesgo cuando uno interpreta lo que se supone su propio papel: a menudo el profesor parece algo sobrepasado por los acontecimientos, patéticamente desvalido ante la doble marea creada por la furia adolescente y la inflexibilidad institucional, y reacciona con hostilidad desproporcionada o sonrojante pasmo. Parece como si, lejos de verse contaminado por la imagen que tiene de sí mismo, el actor-guionista-personaje real se hubiera vaciado por completo, como un muñeco de trapo, para volver a rellenarse con lo que Laurence Cantet ha depositado en él, un contenido que procede sin duda del relleno original, pero que ha sido cuidadosamente procesado por la mirada externa.
Me niego a definir “La clase” con tópicos como “un documento” o “radiografía social”. En mi opinión, estamos sobre todo ante un espléndido ejercicio de puesta en escena, que no consiente el aburrimiento del espectador y le depara (atención a la reunión final con Souleymane y su madre) algunas secuencias memorables. O lo que es lo mismo, una película apasionante.
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