viernes, 29 de agosto de 2008

El cine español

"La prima Angélica". ¿Qué fue de Carlos Saura?

La Coixet no da crédito


Como cada fin de agosto, acaba de comenzar el festival de cine de Venecia, el más antiguo de todos los que existen. La película encargada de inaugurarlo ha sido “Burn After Reading”, de los Coen, autores que, más listos que el hambre, han tenido el sentido común de volver con una comedia tras la seria y muy premiada “No es país para viejos”, respetando así la ley de la alternancia que suelen aplicarse y evitando todo riesgo de comparación, que les habría llevado a un fracaso asegurado. Hay que decir que un vistazo rápido a los títulos de la sección oficial no invita este año al entusiasmo, aunque aparecen unos pocos nombres prometedores como Jonathan Demme (estaría bien que volviera a su mejor forma después de tantos años de irrelevancia absoluta), Kitano, Miyazaki, Barbet Schroeder o Werner Schroeter. Hay películas de Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania, China, Japón, Rusia y Turquía. Hasta de Etiopía, hay películas. De donde no se ha seleccionado nada es de España, lo que no supone ninguna novedad.
Tampoco en el concurso del último Cannes hubo ninguna película de un director español, y nadie con memoria se sorprendió por ello. Remontándonos a Berlín, “Elegy” sí estaba dirigida por una española, Isabel Coixet, pero se trataba de una producción estadounidense. Esto ya es más preocupante, porque tradicionalmente la Berlinale había contado de manera sistemática con España en su sección oficial. Pues bien: entre 2004 (con “La vida que te espera”, de Manuel Gutiérrez-Aragón) y 2008, ningún director español había concursado en el certamen alemán. “Siempre nos quedará Donostia”, dirán algunos. “Pues menudo consuelo”, se les puede responder. Aunque sea sólo por evitar las protestas del presidente de turno de la Academia, el grito en el cielo de la prensa especializada y el coscorrón del Ministerio de Cultura, dudo mucho que llegue el día en que no se vea cine español en el Zinemaldia. Si los directores españoles embarcaran en un mismo trasatlántico, y éste se hundiera sin supervivientes, y Mariano Ozores fuera el único que se hubiera quedado en tierra, que nadie dude que ese año habría una de Ozores concursando en San Sebastián.

No son pocos los que realizan afirmaciones del estilo de “en Cannes no nos quieren; ¡los gabachos nos tienen manía!“. Eso lo he leído o escuchado yo de manera más o menos literal docenas de veces. Aún no se ha comentado nada de un contubernio de todos los directores de festivales del mundo contra España en venganza por, no sé, el último triunfo en la Eurocopa, pero todo se andará.
En mi opinión, la dura realidad es que el cine español es por lo general malo con ganas. Ya está, ya lo he dicho. El estómago acaba de darme un vuelco, y ya siento la incomparable emoción de haber verbalizado una blasfemia. Por mucho que todo actor bien instruido diga exactamente lo contrario en cualquier entrevista que se le haga, por mucho que las entregas de los Goya se conviertan en odas a la maestría y la creatividad de nuestros cineastas (¡mientras se premia “Las trece rosas”, de Emilio Martínez-Lázaro, o “La niña de tus ojos”, de Fernando Trueba!), no hay manera de pensar otra cosa. Cuando voy a ver una película española, a veces animado por las buenas críticas, es rarísimo que no salga de mala hostia, tras haberme aburrido soberanamente durante al menos una hora y media. Encuentro en la mayor parte del cine español actual tanto talento, singularidad estilística y nervio como en el departamento de administración de un ministerio. A veces se producen espejismos: Medem y León de Aranoa realizaron allá por los 90 sendas estupendas primeras películas, justo antes de emprender una escalada de banalidad hasta acabar convertidos en parodias de sí mismos. Por lo demás, los veteranos hacen más de lo mismo (malo), y los jóvenes quieren hacer, con poco éxito, el Berlanga, el Ken Loach o el Wes Craven. El Carlos Saura no, al Carlos Saura no lo hace nadie; ni Saura quiere ya hacer el Saura, puesto que hace mucho que no se detecta en su cine nada de “La prima Angélica” o “La caza”.

Si trato de identificar las películas españolas que de verdad me han gustado en los últimos años, una vez excluido de la lista Pedro Almodóvar me sobran los dedos de una mano: un par de Jaime Rosales, una de José Luis Guerín, una de Alejandro Amenábar (¡pero no la última estrenada, desde luego!). Puede que haya más, aunque ahora mismo no se me ocurren. Volviendo a Almodóvar, no me extraña que a sus colegas les cueste tantísimo disimular la tirria que le tienen: el nombre del genio manchego va a perdurar en la historia del cine mundial, mientras que los de la mayoría de ellos queremos olvidarlos en cuanto abandonamos la sala.

Me gustaría conocer los motivos de semejante páramo cinematográfico en una cultura tan rica y compleja como la española. Sería reconfortante pensar que se trata de una situación coyuntural, porque la esperanza es lo último que debe perderse y hay que mirar al futuro con optimismo. Hablando de futuro, mientras esperamos que se revele el próximo Erice o el próximo Buñuel, nos queda el consuelo de esperar el estreno de “Los abrazos rotos”, de Almodóvar, para lo que aún falta demasiado tiempo. Admito apuestas sobre si desde hoy hasta entonces se estrena eso tan marciano que es una gran película española.

jueves, 28 de agosto de 2008

Medianoche en el Guggenheim Bilbao

Bilbao ofrece de vez en cuando (de acuerdo, muy de vez en cuando) opciones de ocio inesperadas e interesantes. Durante la última Aste Nagusia, fiestas que personalmente no me entusiasman, el Guggenheim organizaba conciertos nocturnos de jazz en su espléndido atrio. Supe esto por Itxaso / Toyoka (pues de las dos formas se la puede y se la debe llamar), que tuvo además la generosidad de cedernos a mi acompañante y a mí sendas invitaciones. Sospecho, por cierto, que Elssie también tuvo algo que ver en que yo acabara acudiendo al evento.

La cuestión es que el concierto no estuvo nada mal: cualquier actividad que tenga lugar en el atrio del Guggenheim resulta mejor simplemente por este motivo. El ambiente era tranquilo y acogedor, uno podía hacerse con gin-tonics en una barra aceptablemente atendida, y el grupo que tocaba (Listen!, se llamaban) resultaba simpático y hacía un jazz-fusión blandito pero eficaz. Y, lo mejor de todo, al término del espectáculo se permitió al público acceder a las exposiciones del museo. Considero que visitar un museo a medianoche y con poca gente es un lujo rara vez a nuestro alcance. Para mi sorpresa, y a tenor de la desbandada que se produjo después de los bises, pocos allí debían de compartir mi opinión.

Sobre la exposición del surrealismo, originalmente ideada por el Victoria & Albert Museum, ya me explayé en una crítica que se publicó en Mugalari el 29 de marzo. Sin embargo, aún no había visto la de Juan Muñoz, que me impresionó en varios modos distintos. El montaje de la muestra es soberbio: por una vez se concede a las piezas todo el espacio que necesitan, o al menos esa fue mi impresión. El trabajo de Muñoz, básico y complejo al mismo tiempo, de un lirismo y una sensibilidad que se imponen de manera inmediata, habla de un talento absolutamente original pese a los referentes que se declaran en el propio espacio expositivo. Inevitablemente, la emoción se multiplica debido a que el espectador conoce el hecho de que Muñoz falleció hace pocos años, cuando aún era muy joven.

Me alegré de estar tan bien acompañado en mi visita. Cuando voy solo a ver una exposición, o si quien viene conmigo no cuenta demasiado en mi vida, tiendo a concentrarme demasiado y puedo volverme más permeable a los sentimientos. No estaba seguro de querer que eso me ocurriera aquella noche.

martes, 26 de agosto de 2008

The Dark Knight, Heath Ledger, la crítica y la decadencia

Anoche acudí a ver la última película de superhéroes del momento, "El caballero oscuro", de Christopher Nolan, animado por dos factores: a) El calor del verano madrileño, que me arrastra al cine en cuanto tengo un par de horas libres, y b) Las excelentes críticas que mereció la película en su estreno americano. No soy completamente estúpido: a estas alturas ya sé que, cuando toca decidirse por una película de las muchas que hay en cartel, fiarse de las críticas es lo más parecido a jugar a la ruleta rusa, y más si estas críticas son americanas (españolas también). Pero tenía el día un poco tonto y decidí ser indulgente. Con catastróficos resultados, lamento decir.

La película, que ha recaudado ya una barbaridad de dinero y bien podría acabar convirtiéndose en la más taquillera de la historia del cine internacional, ha sido tranquilamente calificada de obra maestra por algunos de esos críticos que son capaces de identificar otras diez ó doce cada año. Para la galería de la vergüenza: "An ambitious, full-bodied crime epic of gratifying scope and moral complexity, this is seriously brainy pop entertainment that satisfies every expectation" (Variety), "Christopher Nolan's The Dark Knight is a haunted film that leaps beyond its origins and becomes an engrossing tragedy" (Roger Ebert, de Chicago Sun-Times). Y en ese plan. Si uno leyera las críticas y no viera la película, podría vivir en la ilusión de que Shakespeare ha resucitado para dedicarse a hacer películas de superhéroes (alguno ha afirmado esto casi literalmente), y de que asistir a este "Caballero Oscuro" supone someterse a una experiencia vital única y entrar en un complejo torbellino de emociones.

Hablando de emociones, por lo que a mí respecta, la película sólo me ha producido tres; a saber, sucesivamente: indiferencia, tedio, irritación. Una vez más me vi ante un frío, soporífero producto hipertecnificado donde la prodigalidad presupuestaria se hace evidente en cada rincón de cada plano, construido a partir de lo que suele llamarse “un guión de hierro” que en realidad es más bien un metrónomo que establece el ritmo de la función bajo criterios cartesianos. Las diferencias con respecto a otros mamotretos de este tipo a cuya taquilla he tenido la ingenuidad de contribuir me parecen mínimas: los mismos planos que no son más que una mimética ilustración de un detallado story-board, la misma inexistente creatividad en la puesta en escena, la misma desvinculación emocional con respecto a las supuestas emociones de los personajes, la misma dirección de actores gritona y efectista de costumbre. Y las mismas risibles líneas de diálogo sobre la justicia, el bien, el mal, el orden y el caos. Si acaso, esta película parece aún un poco más cara, más histérica y más pretenciosa que otras de su especie. En la última media hora de las dos largas que dura, cuando después de haberme aburrido de lo lindo sólo deseaba que todo aquello terminara de una vez, me vi transportado a un nivel de exasperación hasta entonces desconocido al tener que escuchar esas sentencias banales, espantosamente escritas, que salen sin cesar de las bocas de los actores, y que por pudor me niego a reproducir en este espacio.

Imagino que los intérpretes no eran conscientes de las engoladas simplezas que el guión los obligaba a decir, o que si lo eran les daba igual, porque en general aparecen en pantalla esforzados y graves, sin aspecto de estar conteniendo la risa o el bochorno. Gary Oldman y (obviamente) Michael Caine son lo mejor que habita en este apartado. En cuanto a Heath Ledger, todo el mundo le ha dedicado su propio capítulo al hablar de la película, así que procederé a hacer lo mismo.

La interpretación del excelente actor australiano, que por desgracia ya no podrá resarcirnos con un buen trabajo como los que ejecutó en casi todas sus películas anteriores, representa con implacable fidelidad todo lo que me saca de quicio del estilo actoral definible como la “Gran Interpretación Masculina Americana”. Hace poco tuvimos una buena ración de él en “Antes que el diablo sepa que has muerto”, de Sidney Lumet, donde Ethan Hawke y Philip Seymour Hoffman (un actor que me resulta particularmente insufrible) competían en tics, boicoteando con su exhibicionismo y su vergonzosa autoconsciencia una película que podría haber estado muy bien. En “El caballero oscuro”, Ledger compone su personaje apoyándose en un doble maquillaje, el evidentemente falso (la cara pintada de blanco, negro y rojo) y el falso que se hace pasar por rostro verdadero (la cicatriz que curva la boca del Joker), junto con un cierto dominio de las cuerdas vocales y una lengua hiperactiva. Así, recita sus líneas pasando por todas las inflexiones de voz que le permite su amplio rango, mientras realiza atacantes ruiditos de succión como si estuviera saboreando un caramelo de menta y deja ver la lengua imitando el gesto de los reptiles al probar el aire. Francamente, no veo en este festival de muecas nada tan extraordinario como insisten en repetir incluso los pocos que no han apreciado demasiado la película. En ese mismo registro, Jim Carrey me causaría menos hartazgo.

Por su fealdad visual, por su rutinario desarrollo, por todo su chirriante esquematismo y sus infinitas pretensiones de trascendencia, la película de Nolan me resultó insoportable. Y me hizo reflexionar sobre la posibilidad de que quizá el cine, que es un medio de expresión tan joven en realidad, se haya instalado en su decadencia cuando un petardo (mojado) de tal magnitud es alabado por la crítica como si fuera poco menos que una obra de arte definitiva.