lunes, 30 de noviembre de 2009

La fe en Burdeos


Fue un placer reencontarme con Burdeos la semana pasada. Magnífica ciudad, impresionante arquitectura, lujosa gastronomía, amigos cálidos y hospitalarios. ¿Se puede pedir más? Pues sí se puede: si además uno va allí para asistir a la materialización de un sueño (aunque se trate de un sueño ajeno), se obtiene muchísimo más de lo razonable.

Lo más emocionante de mi pasado fin de semana en la capital de Aquitania fue comprobar in situ cómo toda una concepción del mundo y un sistema de valores estéticos se hacían materiales y tangibles ante los ojos de los presentes, que además participábamos decisivamente en la ejecución del fenómeno. El artista Ignacio Goitia, cuyos cuadros y dibujos constituían una parte (fundamental, pero sólo una parte) del mismo, ejercía como maestro de ceremonias, anfitrión e ideólogo globalmente aceptado. Por lo demás, espectadores, cuarteto de cuerda, velas, escaleras, lámparas de araña, paredes blancas, estancias señoriales, terciopelos, sedas, pajaritas, capas, tangos, Händel, rosas y champagne participaban de una armonía total, haciendo posible el éxito de la empresa.

Como todos los milagros, reales o no, el del pasado viernes fue al fin y al cabo una cuestión de fe. Wikipedia asegura que la fe es la convicción firme y absoluta de que algo es verdad. Imposible definir mejor la obra y la vida del artista en cuestión.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Persona: la obra de arte perfecta


Persona” (1966) es no sólo la película de Bergman que más me gusta, sino una de mis películas favoritas de todos los tiempos y directores. Viéndola de nuevo el otro día en la Filmoteca, volví a maravillarme con ella. La considero un ejemplo perfecto, canónico, de mi idea de la pieza de arte.

La anécdota argumental de “Persona” es muy sencilla: Elisabet Vogler (Liv Ullmann) es una actriz de éxito que un buen día, durante una representación teatral de Electra que protagoniza, se queda muda. La joven enfermera Alma (Bibi Andersson) es enviada entonces para cuidarla en su retiro físico y emocional. Alma se revela llena de carencias profundas, y atormentada por un turbio asunto de su adolescencia que termina contándole a su paciente silenciosa. El proceso de identificación entre ambas mujeres adopta formas cercanas al vampirismo, mientras entran en juego una enorme batería de resortes psicológicos con consecuencias extremas y aterradoras.

Me gustaría ahora retomar la idea inicial, según la cual "Persona" representaría idealmente mi concepto de la obra artística. La película ofrece todo tipo de ideas y mensajes, y es susceptible de ser interpretada dentro de múltiples planos que operan de manera solapada. Psicológico, sociológico, filosófico, artístico y teológico, por lo menos. Es tan fecunda en su alcance que uno podría reflexionar sobre ella y escribir acerca del resultado de estas reflexiones de forma casi ilimitada. Y, sin embargo, lo que hace de “Persona” una obra genial es que el mensaje más rico y profundo de todos no es uno de los que la película contiene, sino lo que la película es. Lejos de tratarse de una película críptica, resulta de una generosidad y una transparencia conceptual admirable: otra cosa es que no sea obvia (no lo es, ni de lejos). Por otro lado, la radicalidad de su forma lo deja a uno sin habla, y sin embargo no se deduce de ella ninguna voluntad aparente de experimentalismo (gran alivio), porque fueran cuales fueran los objetivos formales que Bergman se planteó con ella, de lo que no cabe duda de que se alcanzaron al cien por cien. De nuevo, si uno quiere puede pasarse horas tratando de explicarla, pero cualquier explicación resultará irrelevante, porque no tiene sentido explicar la poesía, y lo más importante de todo en cualquier obra maestra es en última instancia algo inefable.

No me hace falta comprender “Persona” para amarla. Espero que se me entienda: lo mismo me ocurre con los seres a los que de verdad quiero en la vida. Comprenderlos de verdad me parece una pretensión absurda y desmesurada, pero eso no evita (quizá incluso, al contrario, facilita) que los ame.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Stromboli y la pesca del atún


Aunque sea un sacrilegio decirlo, tenía un mal concepto del cine del muy prestigioso Roberto Rossellini. Su película más conocida, “Roma, ciudad abierta”, que vi en la Filmoteca el año pasado, la encontré ridículamente maniquea y, lo peor, muy vieja. De ella sólo me gustó la interpretación de Anna Magnani, que de todos modos se muere a mitad de película, dejándonos en manos de personajes como la-decadente-actriz-drogadicta-y-la-nazi-lesbiana. Un horror, vamos.

Te querré siempre” sí me había gustado cuando la vi por televisión, pero de esto hacía como dos décadas, así que ya no me acordaba demasiado. Menos mal que la Filmoteca siempre pone las cosas en su sitio: el otro día nos ofreció “Stromboli” (1950), que encontré bellísima, y creo que bastaría para justificar la fama del director italiano, borrando cualquier torpeza que hubiera podido cometer antes o después.

“Stromboli” fue la primera película que Ingrid Bergman (entonces una de las mayores estrellas de Hollywood) protagonizó a las órdenes del director italiano, a quien se ofreció por simple admiración, y con quien se liaría de inmediato, para escándalo general (ambos estaban casados con otars personas). Cuenta la historia de una mujer lituana de orígenes burgueses y pasado turbio, que para escapar del campo de refugiados en el que terminó tras la II Guerra Mundial se casa con un joven pescador italiano que se la lleva a su tierra natal, la isla volcánica que da título a la película. El pescador en cuestión, además de ser un chulazo -pero chulazo tipo modelo de Dolce & Gabbana-, tiene muy pocas luces y es muy celoso. Ingrid se siente atrapada en el paraje hostil de la isla, y todos sus intentos por mejorar su situación fracasan hasta que, al saberse embarazada, decide seducir a otro chulazo local (esta vez un farero) para conseguir dinero y poner pies en polvorosa. Esta historia está contada bajo una forma al mismo tiempo cruda y poética, sin una concesión al espectador que espere caramelitos: fotografía en un blanco y negro tan contrastado que expulsa los grises, sobrio empleo de la cámara, piedra y arena por todo decorado, actores hipernaturalistas. Ingrid Bergman adopta también este registro, pero curiosamente no renuncia (seguramente no podía) a su glamour hollywoodiense, y lo cierto es que la extraña combinación funciona perfectamente.

Pero lo mejor de todo es un breve documental sobre la pesca del atún que Rossellini incrusta en la narración. ¿Alguien imaginaría que contemplar a un grupo de pescadores recogiendo atunes con red puede resultar apasionante? Hay que ver “Stromboli” para obtener la prueba de que, en efecto, así es. ¡Y hasta qué punto!

lunes, 23 de noviembre de 2009

Las aves carroñeras


Crítica que publiqué el mes pasado:

Greta Alfaro, joven artista visual navarra que ya acumula las distinciones, presenta en Andoain “In ictu oculi”, exposición conformada por una serie de fotografías y un vídeo que en un primer término parece formular una advertencia sobre la futilidad de los goces mundanos, pero en la que una mirada analítica desvela significados más estimulantes, ligados a ciertos autores surrealistas y naturalistas.

Las aves carroñeras

Cabe esperar mucho de la joven artista Greta Alfaro (Pamplona, 1977) en el futuro, si prosigue la tendencia del camino recorrido hasta ahora. Seleccionada en 2007 en el concurso de fotografía Purificación García, alcanzó algo así como una consagración al ganar el año pasado con “In Ictu Oculi” el IX Premio El Cultural. Es precisamente esta última serie de fotografías, junto con un vídeo que las complementa, lo que se presenta en la última exposición comisariada por Itxaso Mendiluze para el centro cultural andoaindarra Bastero.

“In ictu oculi” es también el nombre de un lienzo pintado por el barroco Juan de Valdés Leal en el siglo XVII, transparente alegoría sobre la brevedad de la vida (el título latino podría traducirse como “en un abrir y cerrar de ojo”) que muestra la clásica representación de la muerte como un esqueleto empuñando una guadaña, triunfante y amenazadora junto a un desordenado revoltijo de glorias mundanas. La idea central, la advertencia de que los placeres y honores en los que –superados unos mínimos imprescindibles- cimentamos nuestra existencia son siempre fugaces es en parte retomada por Alfaro con el trabajo que puede verse en Andoain, pero en este caso se añaden otras connotaciones que aportan un interés suplementario a la empresa. Una serie de fotografías nos presentan una mesa dispuesta para un banquete campestre, que una fuerza desconocida para el espectador (¿los propios comensales? ¿un fenómeno natural? ¿un tercero inesperado?) ha arrasado, destrozando platos y botellas, y esparciendo las sillas y la comida por el suelo. El vídeo se encarga de proporcionar la clave del misterio: a lo largo de un único plano fijo, la mesa con las viandas parece esperar plácidamente a que los invitados aparezcan en cualquier momento, mientras la amenaza se hace patente con el graznido cada vez más cercano de unas aves –una bandada de buitres- que terminan irrumpiendo para ensañarse con el festín y después marcharse con la misma indolencia con la que aparecieron. Atrás dejan una perfecta imagen de la desolación, una metáfora de los reveses que puede sufrir la fortuna humana y, en un magnífico giro de tuerca, de la precariedad de nuestra existencia misma.

A diferencia de Valdés Leal y otros autores de inspiración religiosa, la aproximación de Alfaro no resulta moralista o didáctica, sino que posee una sequedad estética y conceptual, además de una energía subconsciente, que acercaría más bien a la autora navarra a los códigos del surrealismo. Alfaro cita a Buñuel como uno de sus referentes, y hay que admitir que, en más de un sentido, esta “In ictu oculi” no quedaría muy lejos del imaginario buñueliano. Referencias difícilmente cuestionables podrían ser “El discreto encanto de la burguesía”, donde un grupo de amigos de clase alta no consigue cumplir el sencillo objetivo de reunirse para comer juntos, o sobre todo “Viridiana”, cuya secuencia más conocida presenta a unos indigentes que se dan una comilona en una casa señorial y, después de emular “La última cena” de da Vinci, dejan todo el comedor patas arriba (más o menos como hacen los buitres del vídeo con la mesa al aire libre) y terminan violando a la ex novicia que los acoge y da título a la película. Pero pueden encontrarse dentro del universo de Buñuel correlaciones aún más robustas, como “La edad de oro”, gloriosa y exaltada apología del amor y el deseo como fuerza temible que la sociedad y sus poderes fácticos tratan de aniquilar, o “El ángel exterminador”, en la que la situación central (los burgueses que inexplicablemente no pueden abandonar el comedor donde han celebrado una cena, lo que da lugar a toda clase de escenas de decadencia y destrucción) incide también en destapar las tensiones existentes entre la naturaleza humana y las férulas sociales. Por otro lado, el riguroso tratamiento visual que Alfaro aplica a sus materiales de partida (el plano fijo, la naturaleza no idealizada, la renuncia a todo énfasis esteticista) hace de nuevo pensar en el austero estilo buñuelesco, pero también, por ejemplo, en ciertos representantes del naturalismo en la pintura, como Albert Charpin o Lucien Simon. Sea como sea, por sus elecciones éticas y estéticas, Greta Alfaro parece quedar algo más lejos del arte religioso barroco, pese a su sibilina referencia explícita.

Dejando aparte las cuestiones técnicas (aunque hay que mencionarlas: la factura del vídeo es impecable, desde luego), destaca en el trabajo de Alfaro una intensa seguridad expresiva, el modo firme y certero con que hace uso de las herramientas a su alcance con el fin de transmitir los conceptos descritos. En “In ictu oculi” vemos, a través de su mirada, cómo el festín de la vida es devorado por las aves carroñeras: cuesta imaginar mayor lucidez que la que contiene tal imagen, pero también mayor exquisitez a la hora de plasmarla.

domingo, 22 de noviembre de 2009

La gran Cayetana


Hace poco volví a ver “Versión Española” en Televisión Idem. Lo mejor de este programa no es ni de lejos la película (de cine español, ese gran género) que le sirve como pretexto, sino lo que viene después. Es decir, la tertulia con el director, los protagonistas y, desde luego, la gran Cayetana Guillén-Cuervo, que demuestra aquí que es una actriz de la escuela de Meryl Streep, sólo que muchísimo más valiente en los retos que asume. El arrebato y el éxtasis que refleja su voz trémula, la emoción que asoma a sus ojos y sus expresiones faciales, podrían llevarnos a pensar que está hablando, yo qué sé, de “Centauros del desierto” de John Ford o de “Fresas salvajes” de Bergman.

Pues no: está hablando, por ejemplo, de “Amanece que no es poco”, de José Luis Cuerda.

Decidme si ese ejercicio no deja a Stanislavsky y al Actor’s Studio a la altura del betún.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Viaje en el tiempo


Una Nochebuena, a principios de los años 80. Después de ponerse las botas en una cena desproporcionada –como aún se entiende que debe ser-, tres niños permanecen como hipnotizados frente al televisor. Televisión Española emite “My Fair Lady”.

Huelga decir que uno de aquellos tres niños era yo.

El otro día estuve viendo la versión restaurada de “My Fair Lady” (1964), de George Cukor, y en cierto modo reviví la sensación de empacho y espeso confort familiar de hace veinticinco años. Todo en la película es de un buen gusto maravilloso, y al mismo tiempo irremediablemente kitsch. La primera mitad de sus más de tres horas pasa como un soplo; la segunda, repetitiva y de limitado interés dramático, no tanto.

Tan inteligente como cursi, la improbable historia de Eliza, la florista cockney que es convertida en una dama de dicción aristocrática por el experto lingüista Henry Higgins desfila (nunca mejor dicho) ante nuestros ojos en un torbellino de colores, grandiosos decorados y alucinante vestuario de Cecil Beaton. Audrey Hepburn está tan fantástica como siempre, aunque no resulte muy verosímil cuando es una fierecilla zafia, y aunque su voz en las canciones fuera doblada por la relamida Marni Nixon (en realidad, Hepburn le “robó” el papel a Julie Andrews, que había triunfado antes en Broadway con la obra y era la principal candidata a ser la Eliza cinematográfica, pero los productores decidieron que necesitaban una actriz más conocida): de todos modos, ¿quién en su sano juicio pensaría que los modelos de Beaton podrían sentar mejor a ninguna otra persona en el mundo? En cambio a Rex Harrison, que ganó el oscar por este papel, lo encuentro más bien chillón e irritante. A él no lo doblaron, pero ciertamente lo habría merecido, ya que en lugar de cantar aúlla a voz en grito las estrofas del profesor Higgins. De todos modos, el mejor intérprete de la película es un señor llamado Stanley Holloway, que hace del padre de Hepburn y protagoniza dos magníficos números (“With a Little Bit of Luck” y “Get me to the Church on Time”): un showstopper.

Ambos momentos son lo mejor del tinglado, junto con toda la secuencia de Ascot -desde la espectacular coreografía que explota al máximo las posibilidades de decorados, vestuario, maquillaje y peluquería hasta el grito de Audrey Hepburn animando a su caballo- y la canción “Wouldn’t It Be Loverly?”, que concentra perfectamente la esencia de toda la película y el musical en el que ésta se basa. Se trata de un objeto lujoso y afectado, que remite a los tiempos cálidos y un poco pegajosos de infancia navideña en familia.

martes, 17 de noviembre de 2009

Alberto Albor en BilboArte


El viernes pasado asistí a la inauguración de una exposición en BilboArte, centro que evidentemente está en Bilbao. El artista en cuestión era el joven pintor Alberto Albor, y el nombre de la expo “El miedo acaba con el sueño”. Conozco la obra de Albor desde hace tiempo, y desde entonces me ha interesado mucho. Por eso me encantó que sugiriera que fuera yo quien se hiciera cargo de escribir el texto del catálogo. Me pareció una responsabilidad tremenda, pero la idea me resultaba al mismo tiempo muy atractiva, así que entre eso y que para algunas cosas soy bastante inconsciente, decidí aceptar. El resultado puede verse aquí, aunque lo mejor es, sin duda, ir a BilboArte antes de que sea demasiado tarde para disfrutar de los cuadros del artista, que son lo que de verdad importa.

Como digo, el texto que aparece en el catálogo lo escribí yo, de manera que un minúsculo papel sí que he desempeñado en todo el tinglado de esta exposición. Asumí dicho papel con despreocupación, pero ahora me doy cuenta de que todo tiene sus contrapartidas. Porque, como no se puede ser juez y parte, no estaría nada bien que yo hiciera ahora algo que por otro lado me apetece muchísimo, que es afirmar que la exposición de Alberto Albor es magnífica, y que evidencia un autor lleno de sensibilidad y talento. Así que no diré nada de esto, ni tampoco mencionaré que sus cuadros son de lo más auténticamente misterioso que he visto últimamente en un pintor tan joven como él, ni menos aún que promete tantas sorpresas agradables en el futuro que no me extrañaría que pronto haya tortas para quedarse con sus piezas.

Lo que sí diré es que os recomiendo verlo por vosotros mismos. La exposición está en BilboArte hasta el 5 de diciembre.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Amor loco


El otro día vi en la Filmoteca “Los amantes crucificados”, película dirigida en 1954 por Mizoguchi: no es ni de lejos de las mejores películas del gran director japonés. Cuenta la historia de una pasión adúltera en el Japón del siglo XVII, con un lirismo que en ocasiones puede resultar excesivo. Parte del público se puso a reír en la que a mí me pareció la mejor escena, un momento de una crudeza y un realismo admirables aunque pueda parecer todo lo contrario: es cuando la madre de la protagonista intenta convencer al amante de ésta, que acaba de escapar de su cautiverio por las fuerzas públicas, de que deje en paz a su hija (que aún puede evitar el oprobio gracias a que el marido renuncia a denunciarla y desea pasar página), y la respuesta de él es abrazar a su amada apasionadamente, pasión y abrazo a los que ella responde aún con más intensidad. Esta conducta, la de precipitarse a sabiendas en las garras de la desgracia cuando aún existía una posibilidad de salvación, sólo puede adoptarla un completo idiota o alguien enamorado. La secuencia era su manera ridícula, pero también completamente verosímil: sabemos que esto ocurre todo el tiempo en la vida real.

El fenómeno del amor loco me ha interesado siempre, incluso cuando era incapaz de comprenderlo demasiado bien. Para alguien con ciertas pretensiones racionales como es mi caso, el abandono de toda racionalidad como consecuencia de un sentimiento sobrevenido es una idea espeluznante y extraordinaria al mismo tiempo. Como material narrativo resulta apasionante, dadas sus infinitas posibilidades: cualquier espectador o lector comprenderá inmediatamente que el protagonista de una novela o película cometa las mayores estupideces del mundo, las temeridades más insensatas, si el motivo de todo ello es que está locamente enamorado. Porque sabemos que la vida es así, y que el enamoramiento todo lo justifica y todo lo explica, porque arrasa con todo como una apisonadora. Entre los cineastas que más y mejor han tratado sobre el “amour fou” destacaría a Luis Buñuel y Pedro Almodóvar, a los que no puedo evitar referirme por enésima vez. Prácticamente tratan el tema en todas sus películas, y siempre de un modo único y original. François Truffaut ha hecho también grandes películas sobre la cuestión: la que más me impactó, cuando la vi de adolescente, fue “La sirena del Mississippi”. En ella, una hija de puta interpretada por Catherine Deneuve destruye a un Jean-Paul Belmondo que no puede (ni quiere) evitar caer en la trampa una y otra vez. La secuencia final, en la que él la sigue a ella por la nieve, es escalofriante. Recomiendo la revisión de esta película que el propio Truffaut consideraba fallida, y que actualmente no se difunde demasiado, pero que a mí me encanta.

Una birria de imaginario


Nunca me ha gustado mucho Terry Gilliam. “Brazil” y “Doce monos” las soporto un poco (pero sólo un poco) más que las demás, eso es todo. Pero lo que acaba de hacer con esa cosa llamada “El imaginario del doctor Parnassus” no tiene nombre.

Es muy posible que la película que hemos visto haya sufrido inevitables alteraciones respecto a lo que Gilliam tenía en mente, debido a que el actor protagonista (Heath Ledger) murió a mitad de rodaje, lo que obligó a contratar a tres actores más para que desempeñaran su personaje y, sobre todo, a reescribir a toda prisa el guión. Sospecho que las reasignaciones de última hora dieron más peso en la historia al personaje de Christopher Plummer, mientras hacían la narración más confusa y rebajaban el interés dramático. La cuestión es que, como resultado de todo esto, el sencillo hilo argumental sobre dos hombres que vendieron su alma al diablo de distinto modo y desean huir de la responsabilidad del pago de la deuda se convierte en una chapuza ininteligible. De todos modos, lo peor no reside ni de lejos en la cuestión narrativa. Lo peor de todo es que Gilliam demuestra una sorprendente ineptitud para la puesta en escena, que parece boicotear los mayores activos con los que cuenta (intérpretes competentes, fabulosa dirección artística) con una horrenda dirección actoral basada en el tic y una composición visual y montaje aún más insufribles. Por otro lado, cuando nos adentramos en el mundo digital se alcanza unas cumbres de fealdad y mal gusto que no quedan muy lejos de la trilogía de “El señor de los anillos” de Peter Jackson.

Hay que esperar más de dos horas de metraje para obtener una magra recompensa: los títulos de crédito finales son estupendos. Muy poca cosa a cambio de todo lo que uno ha tenido que soportar antes, la verdad.

martes, 10 de noviembre de 2009

Bienvenidos a la hiperrealidad


Los hermanos Roscubas presentan en Vitoria una exposición que toma el erotismo como pretexto para emitir una advertencia sobre la sustitución de la realidad por su representación. Baudrillard y Canetti son algunas de las referencias empleadas por estos genuinos representantes del pop en el arte vasco.

Bienvenidos a la hiperrealidad


Fernando y Vicente Roscubas (Palma de Mallorca, 1953), residentes en Bilbao desde su infancia, constituyen un caso original dentro de la escena artística vasca. Hermanos gemelos, han firmado juntos la mayor parte de su producción como artistas plásticos, que se mueve en unos parámetros cercanos al pop. Sin renunciar a las reflexiones de cierta profundidad (más bien al contrario), su obra presenta evidentes virtudes superficiales. Es precisamente esta cualidad de ligereza aparente, esta rutilante corteza bajo la cual palpitan las ideas e inquietudes, lo que ha constituido el aspecto diferencial de los Roscubas respecto a otros artistas de su mismo entorno y generación, y donde reside gran parte de su interés. Cuando aún se recuerda su excelente “Al principio hace reír y más tarde hace llorar”, en la bilbaína Galería Lumbreras, aterrizan ahora en Gasteiz gracias a esta “Punto ciego (secret sex)”, título que por sí solo logra encapsular un amplio abanico de referencias y significados.

La exposición ha sido concebida y desarrollada en torno al erotismo, pero éste termina convirtiéndose, más que en un eje central, en un simple pretexto amalgamador. Lo que de verdad habita en el trasfondo de “Punto ciego” es otra cosa, una reflexión nada epidérmica de orden filosófico y sociológico. En primer lugar, el concepto erótico se desvía (¿se amplía?) hacia los derroteros de su primo hermano y ocasional sustitutivo, el deleite gastronómico. ¿Qué buen vasco no se dejaría seducir por una descomunal y lustrosa tortilla antes que por una burda colección de imágenes pornográficas?, preguntarán los más maliciosos. La cuestión es que la citada tortilla, realizada en poliuretano, parece tan apetitosa como una real, apuntando el que es el gran tema de la muestra. Por otra parte, la cuestión identitaria y otras tonalidades de la gama política son invocadas cuando nos situamos frente a una ikurriña en la que el color verde ha sido sustituido por el amarillo. Pero no es tampoco la tecla política la mejor afinada de las que tocan los Roscubas.

Lo cierto es que todas las imágenes que nos presentan poseen un carácter híbrido entre la realidad y su simulacro, haciéndose indistinguible cada una de estas dos partes de la otra, mientras se refuerza la tensión existente entre ambas. Particularmente representativo de este fenómeno resulta un muñeco de Michelín (Pichelín) en notorio estado de erección, en el que una ligera alteración del icono publicitario pop (restitución del órgano reproductivo) destapa su naturaleza de artificio, de falacia inserta en una realidad a la que aspira -y, según algunos, logra- suplantar.

Lo que nos devuelve al título elegido por los artistas para su exposición. El punto ciego sería aquella parte de la retina ocular de la que surge el nervio óptico y que, al carecer de fotorreceptores, no permite la visión. Elias Canetti se apropió de este término para referirse al punto a partir del cual la historia del hombre deja de ser real, donde nada es cierto y todo queda fuera del alcance del pensamiento crítico. Y sería el filósofo Jean Baudrillard quien, retomando esta idea, hablaría de la suplantación de la realidad por su simulacro, aterrador fenómeno característico de la sociedad postmoderna (y que, de un modo más folklórico, emplearían por ejemplo los hermanos Wachowski en su saga “The Matrix”).

Se pierde así toda referencia, los valores se confunden y trastocan, e incluso el concepto mismo de arte se pone en entredicho. Este asesinato de lo real nos llevaría a la muerte de Dios proclamada por Nietzsche, si no fuera porque ésta tenía un carácter simbólico, mientras que ahora hablamos del auténtico exterminio de una realidad que se ve reemplazada por su representación virtual. Uno de los ejemplos más cristalinos de esta hiperrealidad radicaría en las imágenes de inspiración pornográfica que se incluyen en la exposición (el porno, que aspira a ser más sexual que el verdadero sexo, sería el exponente perfecto del fenómeno hiperreal), o las más irónicas de un hombre que, sin más atrezzo que un vestido y una peluca (o incluso sin ésta última) se hace pasar por una novia el día de su boda, por una pin-up o por una alegre joven de la época yeyé. Prosiguiendo con esta línea mordaz, nos encontramos con un mullido felpudo rosa marcado en grandes letras con la palabra “chocho”. La literalidad y grosería del chiste remiten al sentido del humor dadaísta, mientras se ejecuta limpiamente la traslación visual de una imagen (símbolo) de común empleada en el argot lingüístico. En una vertiente más poética, unos espejos con besos de carmín frente a unas barras de labios nos devuelven a la idea de la identificación entre el objeto real y su reflejo.

En todos estos registros, el burdo y el sutil, el directo y el rebuscado, se desenvuelven con similar comodidad los Roscubas, que logran así dar forma a sus inquietudes de manera certera y eficaz.

martes, 3 de noviembre de 2009

Un misterio


¿Cuál es el misterio de “Grease”? ¿Qué es lo que hace de ella un gozo interminable, al que siempre tiene uno ganas de regresar, aunque se la conozca de memoria, aunque su argumento sea simple como un tiesto vacío, aunque sus canciones sean empalagosas y esté discretamente interpretada por unos actores que tienen como mínimo diez años más que la edad que pretenden representar? ¿Aunque Olivia Newton-John sea un palo cursi y sosete, aunque John Travolta parezca más preocupado por quedar bien en los primeros planos que por construir un personaje creíble, aunque Stockard Channing tenga enormes patas de gallo y voz de señorona? La verdad, no tengo ni idea.

Sólo sé que el pasado domingo pusieron “Grease” por televisión por enésima vez, y que la disfruté como el primer día.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Una película llena de cosas que me gustan


Buñuel dirigió en 1977 “Ese oscuro objeto del deseo”, su última película. Basada en una novelita erótica de Pierre Loüys, “La mujer y el pelele” (otro libro de Loüys ya me sirvió de pretexto para una entrada anterior en este blog), cuenta la historia de un francés maduro y rico (Fernando Rey) que se enamora perdidamente de una joven española de clase baja que lo vuelve loco, negándose repetidamente a acostarse con él bajo el pretexto de que aún es “mocita” (léase virgen). La película ha pasado a la historia, entre otros motivos, porque el personaje de la chica está interpretado por dos actrices distintas, unas principantes Carole Bouquet y Angela Molina. El modo en que ambas mujeres se alternan para encarnar a la misteriosa Conchita es totalmente arbitrario, y a medida que avanza la película los cambios son más frecuentes. Decisión desconcertante de Buñuel que, sin embargo, el espectador acepta con toda naturalidad gracias al genio del director.

Viendo el otro día la película en la Filmoteca me asombró este fenómeno, la capacidad de Buñuel para hacernos asumir algo tan extraño como que dos personas que no pueden ser más distintas interpreten el mismo papel de manera alterna. Carole Bouquet era una mujer sofisticada, con cuerpo y porte de modelo y una gestualidad que remitía inequívocamente a la burguesía francesa. Angela Molina, en cambio, estaba por aquel entonces más bien rellenita, se movía como una bailaora de flamenco y poseía una magnífica vitalidad populachera. Incluso los modelazos de Chloé del vestuario están adaptados de manera distinta a las fisonomías de cada una de ellas: una misma blusa de seda se cortó recta y ceñida para Bouquet, y mucho amplia y con vuelo para Molina. Todo indica que Buñuel no pidió a las actrices que interpretaran su personaje como si fueran el mismo, sino dos diferentes: aunque no hablamos ni de lejos de una película psicológica (una de las cualidades más maravillosas que posee es que el personaje de Conchita es un absoluto enigma, nunca sabremos con certeza sus auténticas motivaciones: ¿deseo de libertad? ¿terror al sexo? ¿sadismo? ¿exigencia de respeto? ¿simple interés o codicia?), diría que incluso psicológicamente se trata de dos mujeres distintas… Y, sin embargo, una vez más, las aceptamos como una sola.

Pero este no es el único motivo por el que “Ese oscuro objeto del deseo” es un auténtico prodigio. Entre otros aspectos admiro en ella la brutal sinceridad que desprende: Buñuel nos confiesa en su último filme que no comprende a las mujeres, pero que le atraen y las necesita, y eso hace que le produzcan un terror demencial. Hablar de misoginia sería una simplificación, pero sí es cierto que el mensaje políticamente incorrectísimo de “ESODD” incorpora esta visión fatalista y terrible de la relación entre hombres y mujeres. Entre las otras obsesiones de Buñuel que también aparecen retratadas no faltan el terrorismo (toda la historia transcurre en un extraño clima de inseguridad en el que varios grupos terroristas cometen sus crímenes sembrando el caos), la vejez, la muerte y, evidentemente, el sexo. Hay en esta película tantas cosas de las que me gustan, de las que me han gustado desde que era niño, que aburriría a las moscas si me pusiera a enumerarlas. En la sesión de la Filmoteca, llegué en varias ocasiones a retorcerme de risa y vibrar de entusiasmo. Tenía “Ese oscuro objeto del deseo” un poco relegada dentro de la estupenda filmografía de Buñuel, pero hoy sólo podría decir de ella que integra el puñado de mis películas favoritas de verdad.