miércoles, 28 de octubre de 2009

Frank Lloyd Wright en el Guggenheim


Aproveché que iba a Bilbao el fin de semana pasado para ver la exposición sobre el arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright en el museo Guggenheim. Lloyd Wright es uno de los grandes arquitectos del siglo XX, famoso por obras icónicas y visionarias como la casa de la cascada o las prairie houses, que pretendían establecer las bases de un estilo específicamente americano, emancipado del clasicismo grecorromano predominante en su país. A pesar de sus sensatas teorías estéticas, que propugnaban sobre todo la búsqueda del equilibrio con la naturaleza, también fue un personaje complicado y tormentoso: su vida privada estuvo plagada de escándalos (entre los que no faltó un horrendo crimen cometido en Taliesin, su mansión campestre), se casó en tres ocasiones y fue un buen ejemplo de padre-Saturno devorador de sus propios hijos. Sobre todo esto trata el artículo que he publicado en la edición española de Vanity Fair (pp. 112 y 113) cuya lectura, cómo no, recomiendo vivamente. Todos al kiosco a comprar VF, que este mes viene cargadito.

El caso es que la exposición del Guggenheim está bastante bien. Resulta pulcra, instructiva y muy correctamente montada. Hay maquetas, planos y fotografías de las principales obras del arquitecto, además de unos cuantos vídeos. El mejor de ellos es un maravilloso reportaje sobre la inauguración del Guggenheim de Nueva York (hoy en día quizá la creación más conocida de Lloyd Wright) en el que se ofrece un festival sobre el concepto del estilismo y la sofisticación en los años 50 del pasado siglo. Los colores saturados de la película hacen perfecta justicia a la tonalidad rabiosa de las telas y los maquillajes de los asistentes al evento.

Sólo se me ocurre un pero a la exposición, aunque no carece de importancia. Hay tanta documentación de proyectos finalmente no materializados, tantos planos, dibujos, montajes y maquetas de unas obras tan raras y creativas que jamás se construyeron (una casa familiar dividida en módulos sobre un pináculo, un centro lúdico compuesto por enormes boles recubiertos por caparazones semiesféricos de cristal, imágenes que remiten a los tebeos de Los Supersónicos) que uno sale del museo sin poder evitar una cierta frustración. Un efecto parecido al de la estafa, aunque sería inexacto y poco justo afirmar que el museo bilbaíno o el comisario de la exposición (nada menos que Thomas Krens) nos están estafando. Pero quienes leéis esto seguramente me entenderéis: el espectador necesita su final feliz después de las promesas, y en arquitectura el final feliz consiste en un flamante edificio que se yergue despreciando a todos los que insinuaban que aquella excentricidad no era posible.

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