jueves, 15 de octubre de 2009
¡Es la elipse, imbécil!
Es difícil no encontrar simpática una película actual cuyo eje temático se centra en la figura de la científica Hipatia de Alejandría. Puedo imaginar las caras de los tiburones de Hollywood cuando, buscando financiación, Amenábar les contaba que “ésta es una película que transcurre en el siglo IV, y está protagonizado por una científica asexual que estudia las curvas cónicas mientras cristianos, judíos y paganos se enfrentan entre sí, y necesito al menos 80 millones de dólares para realizarla”: finalmente, fue la española Telecinco quien asumió la mayor parte del presupuesto de la cinta. Que semejante marcianada exista es ya una noticia maravillosa. Y Alejandro Amenábar tiene todas mis simpatías y mi admiración.
Aunque la noticia sería aún más maravillosa, y Amenábar todavía más admirable, si además nos encontráramos ante una buena película.
Que los personajes de "Ágora" (Hipatia incluida) no posean ninguna profundidad y estén bastante mal dibujados, que la metodología de investigación de la protagonista -basada en monologar frente a sus esclavos y amigos y dibujar círculos sobre la arena- resulte naïf y pedestre (hubo varios momentos en los que me sentí tentado de ponerme a gritar: ¡¡¡¡Es la elipse, imbécil, la E-LIP-SE!!!!"), o que la reflexión sobre la intolerancia y el fanatismo resulte igualmente epidérmica, no sería nada grave si Amenábar hubiera tenido el talento suficiente para transmitir una mínima fascinación por el mundo que retrata, una civilización ya desparecida emplazada en la mítica ciudad de Alejandría. Pero esta civilización se presenta de un modo plano y grisáceo, resultado de filmar sosamente unos enormes y plúmbeos decorados por los que deambulan unos extras que tienen aspecto de aburrirse bastante.
Amenábar, lo sabemos, es un narrador eficaz que ha aprendido bien la lección de todos los directores a los que copia, pero también un pésimo creador de atmósferas. El motivo de ello no es sólo que le falte aliento creativo, sino que tampoco posee un impulso fetichista, esto es, no puede, no sabe sentir ninguna fascinación por los objetos que muestra, y por tanto es imposible que contagie esa fascinación al público. En el cine de Visconti, por ejemplo, cada candelabro que aparece en el plano, cada columna, cortina y jarrón, está cargado con una energía que procede directamente de la mirada del director, y es eso lo que crea el hechizo de sus imágenes y lo que atrapa al espectador.
Aquí no hay nada de eso: Amenábar trata de insuflar algo de vida a sus imágenes a base de meter música a todo trapo y repetir las panorámicas y los movimientos verticales de grúa, y consigue algún plano interesante, como los del inicio y el fin de de la rebelión de los cristianos, filmadas desde una posición cenital, como si observáramos a las hormigas en un terrario, pero lo esencial se le escapa de las manos. En este plomizo panorama es imposible sentir ningún interés por los hallazgos científicos de Hipatia, por su lucha contra el fanatismo o por la fallida historia de amor de su joven e ideológicamente confuso esclavo. Los paralelismos entre ciencia y religión (Hipatia y el resto de sus colegas, cegados por el dogma del círculo; los creyentes, cegados por el dogma del dios excluyente), o los rutinarios esfuerzos por proporcionar una visión “equilibrada” del cristianismo (horrible escena en la que los cristianos dan pan a unos indigentes que parecen hippies ibicencos) terminan contribuyendo a la confusión general.
Por otra parte, casi ninguno de los actores está bien: Weisz realiza un trabajo correcto y algo insípido, mientras que el mejor actor del reparto, Michael Lonsdale (Teón, eminente astrónomo y padre de la protagonista) tiene una presencia demasiado escasa. El guión, demostrativo hasta lo grotesco, quizá habría podido redimirse mediante una puesta en escena más imaginativa: pero pedirle eso a Amenábar sería como esperar drama existencial de los hermanos Marx.
Lo mejor de la película, sin duda alguna, es el fabuloso vestuario de Gabriella Pescucci: un exquisito festín de pliegues y fruncidos, linos y algodones. Llegado cierto punto, era lo único de la pantalla en captar mi atención.
Para ver una gran obra cinematográfica sobre el fanatismo, la sed de poder y sus consecuencias, rodada con enorme creatividad, recomiendo vivamente “La reina Margot” (1994), de Patrice Chéreau.
Y para ver una buena película que transcurre en el Antiguo Egipto y también reflexiona sobre las relaciones entre política y religión, recomiendo “Faraón” (1966), de Kawalerowicz, en la que Amenábar ha admitido (con la boca pequeña) haberse inspirado, y que incluía memorables secuencias de masas, batallas y procesiones. Este clip de la película es bastante elocuente sobre las diferencias de enfoque y talento plástico entre Amenábar y Kawalerowicz.
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2 comentarios:
acabo de descubrir el blog y me he enganchado hasta llegar a amanecer! una de mis favoritas. buenísimas críticas, felicidades por el blog.
saludos!
Vaya, muchas gracias, Joan! Me alegro de que te guste el blog, y espero que sigas visitándolo.
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