martes, 29 de junio de 2010

Amor al cine


Este verano hay dos ciclos estrella en la Filmoteca. El primero, integrado en PhotoEspaña, se llama “La fotografía en el cine”, e incluye obras tan fantásticas como “La ventana indiscreta” de Hitchcock, “La jetée” de Chris. Marker o “Peeping Tom” de Michael Powell. A seguir absolutamente.

El otro es el dedicado a François Truffaut: todas sus películas, desde la primera a la última. La semana pasada me di un atracón, para ver sucesivamente “Besos robados”, “Fahrenheit 451” y “La sirena del Mississippi”. Casi me da pena irme de vacaciones y perderme el resto.

Lo que adoro del cine de Truffaut, incluso en sus obras menos logradas (“La novia vestía de negro” o “Una chica tan decente como yo”), es que cada plano, cada réplica de un intérprete, está cargada de amor. Por la vida y por el cine. El ojo y el alma –si es que esto último existe- del director nunca abandonan la pantalla, y el espectador los vislumbra con tal vigor y nitidez que resulta imposible no emocionarse. Los momentos más sencillo combinan a menudo una delicadeza y una intensidad soberbias: mientras veía “Besos robados”, la primera aparición del personaje interpretado por la actriz Claude Jade, vista a través de la puerta de vidrio de un hotel, me produjo un inesperado subidón de adrenalina. También me encantó una escena bastante excéntrica en la que el protagonista, ante el espejo, repite dramáticamente el nombre de cada una de las dos mujeres entre las que se encuentra atrapado, junto con el suyo propio.

Truffaut es muy lúcido respecto al amor y sus consecuencias, pero no renuncia al romanticismo. Creo que en gran medida es la combinación de estos dos rasgos aparentemente opuestos lo que constituye la belleza de su obra. Si un extraterrestre llegara a la tierra y hubiera que explicarle en qué consiste el enamoramiento y el amor, bastaría con un maratón de Truffaut para no tener que darle una explicación más sobre el complejo e incomprensible fenómeno. En ese maratón no deberían faltar "La piel suave", "Besos robados", "Las dos inglesas y el continente", "La habitación verde", "La historia de Adèle H", "La mujer de al lado" y "La sirena del Mississippi".

Respecto a ésta última, debo decir que “La sirena...” fue la primera vez en que la ficción me enfrentó de manera verosímil a una concepción del enamoramiento que he ido germinando y puliendo con posterioridad. Esa secuencia final, en la que Jean-Paul Belmondo sigue las huellas de Catherine Deneuve a través de la nieve, precipitándose hacia una destrucción de la que es consciente pero que no puede evitar, nunca he podido sacármela de la cabeza.

Truffaut sabía mucho, incluso aunque podamos encontrar que ese conocimiento era, a efectos prácticos, más bien inservible.

viernes, 25 de junio de 2010

Opera y cine



Hace unos días asistí al estreno de un montaje de la zarzuela “Mirentxu”, de Guridi, en el teatro Arriaga de Bilbao. La obra posee un argumento banal hasta la caricatura, y su trasfondo es de un rancio nacionalismo mezclado con el melodrama más cheap, pero musicalmente posee momentos maravillosos, situándose muy por encima de lo habitual en el género. El director del montaje había ideado una escenografía al mismo tiempo minimalista y recargada con abundancia de tonos dorados, paneles pintados móviles y complicados efectos de iluminación. Mientras estaba sentado en mi butaca, no podía dejar de soñar en una adaptación cinematográfica radical que se cargara las infumables partes habladas conservando únicamente las canciones y melodías y que empleara visualmente el estilo riguroso y denso de Dreyer. Todo muy en serio, para crear tanta atracción como desconcierto. Estoy convencido de que algo así sería necesariamente una obra maestra.

Me pregunté también por qué sería que la ópera ha tenido tan mala suerte en sus adaptaciones cinematográficas. Pienso por ejemplo en los mohosos intentos del tándem Franco Zeffirelli-Plácido Domingo y el bostezo llega con toda puntualidad. La razón de esto, creo yo, es que el cine se basa en el principio de la hipnosis –y por tanto induce a la somnolencia- mientras que la ópera es, en los mejores casos, un poderoso euforizante*. La combinación, sencillamente, no funciona. La partitura ligera y agradable de un musical de Broadway está bien como complemento de los fotogramas, ¿pero “Las bodas de Fígaro” completa? No, eso es demasiado, no puede ser.

Luchino Visconti, en “Senso”, adaptó al cine los códigos estéticos de la ópera italiana, consiguiendo una obra maestra. Pero no se trataba de una ópera filmada, sino, como digo, de una apropiación de ciertas premisas de estilo.

Sólo recuerdo una excepción a la norma, y es una estupenda “La flauta mágica” creada por Ingmar Bergman para la televisión en los años 70. El maestro sueco optó por lo contrario a lo habitual, es decir, una adaptación que reforzara el componente teatral renunciando a la espectacularidad, consiguiendo con ello un exquisito artefacto creativo.

Pero para eso hace falta ser el mejor director del mundo.



*NOTA: Cuando digo que la ópera euforiza, soy consciente de que para muchos es un somnífero tan poderoso como el Rohipnol. No es incompatible: a mí el fútbol me amuerma horrores, lo que no evita que, cada domingo, haya hordas que abandonan los estadios con la adrenalina por las nubes. Cuestión de gustos, nada más.

miércoles, 23 de junio de 2010

La ley del más fuerte: sólo para valientes


Como ha ocurrido con casi todos los flechazos cinematográficos de mi vida, accedí a la obra de Fassbinder gracias a uno de los (ya inexistentes) ciclos de madrugada de La 2. En este caso el encuentro fue bastante tardío: yo ya estudiaba en la universidad. Después del pasmo inicial (creo que fue con “Las amargas lágrimas de Petra Von Kant”), seguí apasionadamente cada entrega del ciclo. Fassbinder me pareció un autor rasposo y desigual, alguien en cuya filmografía cuesta encontrar la pieza perfectamente pulida que todo genio ha engendrado en un momento u otro, pero esto importa poco porque el conjunto de su obra es lo que en sí mismo resulta una obra maestra. Creo que Fassbinder fue uno de los más grandes autores de su época, un creador auténticamente valiente, comprometido con su arte y con la vida, lo más opuesto a un farsante que puede existir. Admiro su trabajo hasta cuando no termina de gustarme.

De todas sus películas, la que como pieza individual más me impactó en su momento fue “La ley del más fuerte” (1975), cinta que volví a ver el otro día en DVD. Hay en ella elementos esenciales que han envejecido bastante mal (todo lo relativo a la lucha de clases, la algo maniquea plasmación del mezquino deprecio de los burgueses hacia la clase obrera a la que explotan), pero esto poco importa ante otros que se mantienen intactos, y aún diría que se han visto reforzados por el paso del tiempo. El retrato de la historia de amor, de la desesperanza del protagonista al que interpretó (muy bien) el propio Fassbinder, es una de las representaciones del enamoramiento más verosímiles y precisas que se han visto en la pantalla. Todos los aspectos del fenómeno están contenidos con una exactitud escalofriante: la cristalización de la imagen idealizada del otro sobre la vulgar carcasa de éste, la renuncia al yo ante la descabellada pretensión de integrarse en el ser amado, la indefensión frente a un sentimiento que arrasa con toda barrera práctica y todo sentido de la propia superviviencia… Por otro lado puede, como decía, que la dialéctica vagamente marxista de las clases burguesas aprovechándose de las obreras aparezcan representadas de manera algo demostrativa, pero la narración y la puesta en escena jamás lo son. Fassbinder inicia su historia con el tópico encuentro entre un homosexual acomodado y maduro y un joven buscavidas, haciéndonos imaginar de inmediato los derroteros por los que va a seguir la historia. El espectador piensa: “Bien, estoy ante una historia conocida: el señor se enamorará del chapero, que utilizará su posición dominante para hundir al otro y quedarse con su fortuna. Nada que no haya visto ya mil veces. ¡Espero que al menos me la cuenten de manera interesante!”. Pronto cambiamos de opinión al encontrar que nada de lo que pensábamos está ocurriendo, pero en realidad lo que hace el astuto Fassbinder es engañarnos con toda limpieza: ante nuestros ojos parece aniquilarse el clásico esquema de melodrama, cuando en realidad éste se está cumpliendo a rajatabla, sólo que bajo un desarrollo fuera de toda norma que se basa en el intercambio de papeles. Así, la película es al mismo tiempo suprepticia y frontal, tópica e inesperada, tosca y sofisticada, y estos opuestos la convierten en una obra única, una experiencia apasionante desde la primera escena hasta su –tremendo- final.

Un repaso a la obra de Reiner Werner Fassbinder no puede dejar de lado “La ley del más fuerte”. Otras cumbres serían “Todos nos llamamos Alí”, “Effi Briest” y “El año de las trece lunas”, para mí lo mejor de su filmografía. Vivamente recomendado a todos los valientes del mundo, que los hay.

martes, 22 de junio de 2010

De calcos e inspiraciones


Hace poco caí en la cuenta de lo mucho que tiene en común “Io sono l’amore” –película de Luca Guadagnino de la que trataba una entrada reciente en este blog- con “La edad de la inocencia”, de Martin Scorsese. En ambos casos tenemos un argumento que se centra en explorar el enfrentamiento entre la naturaleza –a través de las fuerzas del amor y el deseo- y la sociedad -la institución familiar, las normas de clase-, todo ello tratado con un estilo visual tirando a ampuloso. El paralelismo se hace aún más claro cuando pensamos que en ambos casos los referentes estilísticos son los mismos, esto es, Luchino Visconti y Max Ophüls. La diferencia entre ambas obras es, sin embargo, aún más sustancial que lo que las asemeja: mientras Guadagnino ejecuta una agradable y algo tosca reproducción de lo que ya han hecho otros, Scorsese consiguió una obra personal y viva, dotada de absoluta entidad propia. Opino que “La edad de la inocencia” no es sólo una de las mejores películas de los años 90, sino una de las piezas mayores de la carrera de Scorsese. Al mismo tiempo cerebral y apasionada, clásica e innovadora, representa perfectamente las energías subterráneas pero imparables que las convenciones sociales aspiran a reprimir, y lo hace con una soberbia creatividad formal en la que es fácil identificar las fuentes de inspiración, pero donde difícilmente se rastrea el olorcillo naftalinoso del calco. Nos ofrece, pues, la medida de la distancia entre un creador que asume la influencia de sus maestros y un simple copista más o menos aplicado.

Esto nos lleva a una cuestión importante, y es la diferencia entre la copia y la inspiración. Quizá sea caer en el tópico decirlo, pero no existe la creación "ex nihilo": cualquier autor refleja, consciente o inconscientemente, el bagaje aportado por todos los que le precedieron. Las herencias son múltiples, complejas y entremezcladas: sin Leone y Kurosawa no habría sido posible Tarantino, ni sin Kurosawa habríamos tenido a Leone, como no habría Wong Kar-wai sin Antonioni y Sirk, ni Almodóvar sin Sirk y Bergman, ni Kieslowski sin Bergman, ni Bergman sin Dreyer, ni Lars Von Trier sin Dreyer, ni Dreyer sin Eisenstein. Este principio, al igual que se aplica en el cine, vale para todas las disciplinas, naturalmente. Lo interesante, lo que diferencia al autor del copista, es que se logre revestir con el barniz de lo nuevo, de lo inédito, aquéllo que en realidad no lo es ni puede serlo.

Volviendo al caso de Scorsese, después “La edad de la inocencia” el director norteamericano ya no volvió a ser el mismo. Su última gran película, “Casino”, ya incorporaba ciertas señales de agotamiento formulaico, y nada de lo que ha hecho más tarde ha tenido la energía de la primera mitad de su carrera. Cuesta admitir que los tristes y pomposos fotogramas de “The Aviator” o “Shutter Island” bien podía haberlos firmado un Luca Guadagnino…

jueves, 17 de junio de 2010

Muerte y utopía


Crítica de arte que publiqué el pasado mes:

El Colectivo Democracia lleva a Espacio Marzana, en Bilbo, su reflexión en clave política sobre cuestiones como la evolución de las utopías y su papel en el contexto actual, la memoria histórica y la búsqueda de la libertad individual y colectiva.

De la muerte y la utopía

El Colectivo Democracia –los artistas Iván López y Pablo España, afincados en Madrid- se constituyó en 2006, aunque sus dos miembros ya habían fundado y formado parte (junto con Ramón Mateos) de “El Perro”, en activo desde finales de los años 80. De su precedente, Democracia hereda la inquietud por acometer proyectos de naturaleza diversa, así como un marcado sesgo político y social. Artistas y comisarios, mantienen una página web de diseño y contenido particularmente atractivos, mientras editan la revista especializada Nolens Volens. Por otra parte, la naturaleza cooperativa de su apuesta se vincula con –y deriva directamente de- sus posturas ideológicas. La violencia, la dinámica del poder, las desigualdades sociales, forman parte de su repertorio temático habitual, abordado bajo un enfoque de cierta complejidad conceptual. En este registro, la escultura “Memorial al terrorista suicida” resultaba tan magnética como aterradora. Cuando aún continúa en la Fundación Pilar y Joan Miró de Palma de Mallorca su exposición “Contra el público”, el bilbaíno Espacio Marzana nos ofrece una ración de lo más carácterístico de la dupla de artistas con una intensa “Libertad para los muertos”.

La exposición se compone de media docena de fotografías en blanco y negro, sobriamente dispuestas en las blancas paredes del adusto local frente a la ría bilbaína. Imágenes de lápidas, captadas según encuadres sencillos y cuidados, de una depurada capacidad expresiva, en las que la palabra escrita posee un peso fundamental, aunque en ocasiones se roza sutilmente el terreno de la abstracción (el relieve de una estrella sobre fondo grisáceo de granito). Todas estas instantáneas están tomadas en el recinto civil del cementerio de la Almudena (llamado, en realidad, Cementerio Civil de Madrid), donde desde la publicación de una Real Orden allá por 1883, yacen los difuntos no católicos en la ciudad del Manzanares. Como anécdota, puede interesar a alguien saber que, entre otros, la nómina de inquilinos ilustres incluye a Dolores Ibárruri, Pablo Iglesias, Xavier Zubiri o Pío Baroja. Sin embargo, las lapidas que han decidido retratar los artistas madrileños corresponden a las tumbas de ciudadanos menos notables, y es precisamente este anonimato de sus protagonistas lo que en gran medida otorga su fuerza a la propuesta.

Inevitablemente, el espectador se pregunta por las circunstancias específicas que sirven de trasfondo a cada una de las imágenes, y que a sus ojos constituyen un misterio. ¿Quién es el ciudadano judío –dados los caracteres hebreos de la lápida- que yace bajo la afirmación de que son las cosas que no conocemos las que cambiarán nuestras vidas? ¿Qué significa el número 188 sobre el símbolo del movimiento anarquista y las siglas de la Confederación Nacional del Trabajo? ¿Por qué los restos de alguien que nació en 1873 y murió luchando “por un mundo mejor” en Checoslovaquia reposarían bajo tierra madrileña? Sin embargo, más allá de los pequeños o grandes enigmas individuales, la exposición ofrece un bello y desolador mosaico sobre una experiencia colectiva, que atraviesa las generaciones y posiblemente acompañará y servirá de motor a una parte sustancial de la especia humana mientras ésta exista. La búsqueda de la utopía, la irresistible propensión a la libertad y la divergencia, flotan densa y conmovedoramente sobre todas estas fotografías.

Otra referencia insoslayable, aunque de carácter más coyuntural, es la de la memoria histórica, cuestión presente hoy en día por motivos que aparecen cada día en los medios de comunicación. Los muertos del colectivo Democracia yacen en tumbas conocidas, y no es por tanto necesario rastrear el destino de sus restos, pero de su destino final emergen ciertas enseñanzas que conviene no olvidar. De algún modo, Democracia logra así mantener su habitual inquietud política aportando a ésta una interesante pátina emocional. La despojada solemnidad de su visión, su inusual falta de cinismo, resultan tan refrescantes como abrumadoras. La combinación basta para convertir la muestra en una experiencia altamente recomendable.

En una de las fotografías, puede observarse con nitidez la inscripción más brutal que pueda concebirse en una lápida: es la que nos advierte de que nada –y ese “nada” produce un vértigo inmediato- hay después de esta vida. Imposible sentir mayor admiración que la que despiertan los arrestos y la coherencia de quien decidió que semejantes palabras ilustraran su propia tumba. Incluso aunque esta admiración se vea acompañada de un incómodo escalofrío.

Horror!


El año pasado se estrenó en nuestro país una película difícil de superar en cuanto a horror, y que pese a ello consiguió hacerse con un sustancioso cargamento de Oscars. Este año, podemos decir que tenemos otro especimen que está casi a su altura. Me refiero a la versión de “El retrato de Dorian Gray” dirigida por Oliver Parker.

La película es tan mala que sobre todo produce incredulidad. Actores falsos que no creen una palabra de lo que están diciendo, enfoque de subproducto de terror de cuarta categoría, efectos digitales de vídeoconsola, narración esquemática y absurda… Prácticamente todos los factores que pueden hundir una película confluyen milagrosamente en este caso, convirtiendo la cinta en todo un fenómeno que no estaría de más estudiar.

Auguro para ella un futuro de objeto de culto camp nada despreciable.

miércoles, 16 de junio de 2010

Balenciaga en Bilbao



Vaya por delante que la exposición dedicada por el Museo de Bellas Artes de Bilbao al modisto Cristóbal Balenciaga era una excelente idea. En vista de los retrasos sufridos por el museo de Guetaria –qué lamentable todo lo relacionado con el cutre affaire y sus cutres protagonistas-, aprovechar los fondos de la Fundación para ofrecer al público un breve vistazo sobre el mundo creativo de uno de los pocos genios de la moda con los que de verdad puede emplearse tal denominación, resulta justo y oportuno. Así que, después de haber presenciado la muestra, mi única pregunta es: ¿por qué se ha boicoteado la obra del creador guipuzcoano con un montaje tan inmoderadamente atroz? ¿Qué sentido tienen esas aparatosas burbujas y tubos de metacrilato que distorsionan su contenido y reflejan las luces dificultando la visión de las piezas, de esos absurdos aros de neón colocados a la altura justa para maximizar la molestia visual, de esos paneles luminosos que proyectan su mortecina iluminación azulada sobre las telas, haciéndolas indistinguibles? De verdad que todo es una aberración conceptual y un sinsentido estético. Esperemos por tanto que el futuro museo Balenciaga no se base en su suicida precedente bilbaíno.

Como contraste, propongo una visita a la exposición sobre Fortuny en el madrileño Museo del Traje. Una auténtica maravilla que sí nos enseña algo sobre el otro gran modisto español de la historia. Visita obligada.

lunes, 14 de junio de 2010

Vincere!



El estreno (con retraso) de “Vincere”, de Marco Bellocchio, anima un poco un panorama más bien desolador, y es que la cosecha cinematográfica de este año destá dejando bastante que desear, francamente.

“Vincere” no me parece ninguna obra maestra, pero contiene momentos de una fuerza arrasadora que me hizo creerlo ocasionalmente. Es, además, una película compleja y muy rica en lecturas y planos analíticos. La reflexión sobre los fascismos, la tensión entre la realidad y la imagen de ésta, la posición de la mujer en las sociedades patriarcales, la capacidad del ser humano para mantenerse fiel a sus principios, los mecanismos piscológicos de identificación y repulsa del padre, se muestran con intensidad y transparencia en una obra narrativamente atropellada pero conceptualmente muy nítida, contradicción que en sus mejores momentos termina constituyendo una virtud. El estilo ampuloso y algo gritón de Bellocchio resulta perfecto para transmitir el estado de ánimo de todo un país -¿un continente?- en una época determinada, y sobre todo para retratar la ética y la estética del fascismo. El uso de las imágenes documentales, además, lo encontré de una extraordinaria efectividad. En un momento dado, el protagonista masculino –que no es otro que Benito Mussolini- deja de ser interpretado por el actor Filippo Timi (que asume entonces el papel de su hijo bastardo), para aparecer únicamente en fotografías y películas reales de la época, que a nuestros ojos lo retratan como un fantoche histriónico y borracho de poder. Esta elección establece el paso de la persona al icono (entonces un semidiós, y hoy convertido casi en un objeto kitsch: Berlusconi nunca ha necesitado del primer estadio para acomodarse en el segundo), del marido al Padre renegado, de una manera tan original como robusta, y me parece una de las mejores ideas de la película.

Por otra parte, me gustaría destacar el muy buen trabajo de Giovanna Mezzogiorno como la monomaniaca, orgullosa Ida Dalser, mujer cuyas firmes convicciones –movidas desde luego por un prejuicio de clase y por una concepción más bien desquiciada del papel femenino- terminan abocándola a su propia destrucción. En su mirada voraz, en su ronca voz de santa lunática, se concentra la esencia de toda una raza de mujeres que son capaces de cualquier cosa por lograr sus objetivos, incluso a sabiendas de que éstos son totalmente inalcanzables. Cuánto empuje desperdiciado a lo largo de los siglos, cuánta energía anulada por su fascista equivalente masculino.

jueves, 10 de junio de 2010

Lo peor del mejor


La Filmoteca Española ha programado un ciclo de películas europeas recientemente restauradas, lo que es una excusa como cualquier otra para reunir una selección de obras heterogéneas de autores tan estupendos como Buñuel, Godard o Bergman. Precisamente de éste último se ha proyectado “La carcoma” (1971), que pasa por ser la peor película de todas las dirigidas por el genio sueco. Incluso él mismo la ventilaba en sus escritos como una película fallida, el niño feo de su filmografía. Puede que eso explique el otro día la sala del cine Doré estuviera medio vacía, y que los espectadores no hiciéramos mucho caso del amable discurso que dio un representante del Instiututo de Cine Sueco, allí presente.

“La carcoma” la dirigió Bergman justo antes de una de sus grandes obras maestras (“Gritos y susurros”, sobre la que ya trató este blog en su momento: una película cuyo visionado provocó en mí un impacto que trasciende con mucho lo artístico), y cuando era –junto con Fellini- la mayor estrella autoral del cine en el mundo. Se trataba de una coproducción con los Estados Unidos, mayoritariamente dialogada en inglés, y protagonziado por el entonces popular Elliot Gould, junto a sus habituales Bibi Andersson y Max Von Sydow. Desarrolla una historia de alienación, amor, adulterio y angst existencial, bastante típica de su autor. Es cierto que se detecta en ella el recurso a algunos simbolismos bastante pesados –la propia carcoma del título, que roe desde dentro una imagen religiosa de madera-, que aparecen imágenes tan tópicas que rozan el autoplagio cuando no la autoparodia (la partida de ajedrez con fondo de chimenea encendida), y que algunas raras veleidades pop en la banda sonora deslustran el conjunto, pero a fin de cuentas, qué más da todo eso. El peor Bergman sigue siendo mejor que casi todo el resto. No me aburrí un sólo segundo viendo esta película que retrata modélicamente un proceso de enamoramiento. Además, está Bibi Andersson, maravillosa actriz hoy un poco olvidada, que reunía –gran rareza- lo mejor de dos tipos de actrices muy distintas, la ingenua y la psicológica, todo ello envuelto en una admirable fotogenia. Hoy en día tenemos un especimen similar, Juliette Binoche, que también me gusta bastante. Pero, como suelen decir, es bueno remitirse a las fuentes originales.

Cine y 3-D


Desde que se estrenó “Avatar”, se extiende la idea de que el 3-D es un filón. Y lo es casi literalmente, desde el momento en que, al cobrarse un mayor precio unitario, a igual número de entradas vendidas la recaudación total aumenta notablemente. Se habla de que en un futuro todas las películas se realizarán en este formato. Incluso he leído que el 3-D es una esperanza para la “salvación del cine”, al parecer amenazado por la piratería y las descargas por vía digital. ¿Perdón?

En los años 50 del pasado siglo, la irrupción masiva de la televisión en los hogares del mundo desarrollado también fue percibida como una amenaza para la industria cinematográfica, que contraatacó mediante una oleada de carísimas superproducciones apoyadas en muletas técnicas como el technicolor o el cinemascope. Poco después, el cinemascope se convertía en una opción más, entre muchas otras que podían tomarse a la hora de definir el contexto visual de una película. A nadie se le ocurre hoy en día decir que le apetece ir a ver una peli determinada porque está rodada en scope. Se producen y exhiben películas en todo tipo de formatos, incluído el vídeo digital. El caso es que el cine sobrevivió a la televisión por motivos muy distintos a la batería técnica empleada. Esos motivos, como siempre, radican en la esencia del fenómeno: lo que el cine es, y no lo que lo rodea.

Quiero decir que la experiencia del cine posee otros atributos mucho más relevantes que el formato de la cinta. La oscuridad de la sala, la presencia de personas desconocidas a nuestro alrededor que procesan las mismas imágenes que nosotros, el hecho de que estas imágenes sean proyectadas y no surjan del magma digital, incluso me atrevería a decir que el hecho de que la entrada tenga un precio, sí son determinantes, en mi opinión. Todo ello contribuye a crear una experiencia única y distinta, que las pantallas domésticas jamás podrán igualar. Ir al cine consiste, en los mejores casos, en ser transportados –la utilización de este verbo no es casual: de hecho, uno siente cómo las grandes películas lo arrastran consigo-, en un proceso cercano a la hipnosis. Por eso, en la sala de cine, las obras maestras se ven amplificadas, resultan mucho mejores de lo que resultan en el salón de nuestra casa, mientras que las malas películas sencillamente no hay quien las soporte.

A menudo decimos que tal o cual película “hay que verla en pantalla grande”. Por lo general, el criterio para nutrir esta categoría consiste en un cierto esplendor meramente visual de la obra: escenas de masas, grandiosos paisajes, fotografía exquisita, y demás. Pero, en mi opinión, lo que determina que una cinta haya de ser vista en el cine es única y exclusivamente su calidad: no puede apreciarse la grandeza de una obra maestra fuera de la sala oscura. Y esto vale tanto para la opulencia de “El Gatopardo” como para la seca austeridad de “Ordet”. Es más, me atrevería a decir sin miedo a exagerar que quien únicamente haya visto las obras de Visconti o de Dreyer (o de Hitchcock, o de Buñuel, o de Bergman, o de Cukor, o de John Ford) en televisión, sencillamente no las ha visto. Y esto no hay 3-D que lo pueda cambiar.

lunes, 7 de junio de 2010

Un plano de menos lo hace todo



Los críticos del suplemento cultural de “El Mundo” han decidido realizar una aportación más al fecundo panorama de las listas, alumbrándonos con la elección de las mejores películas de los últimos veinte años. La ganadora se pasó el otro día en la Filmoteca Española, tras una breve presentación a cargo del director de la revista. Y debo reconocer que la elección no me pareció nada descabellada: no sé si se trata de la mejor película de las dos últimas décadas (en las que, entre otros, han dado grandes obras autores como David Lynch, Lars Von Trier, Pedro Almodóvar, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Hou Hsiao Hsien, Krzysztof Kieslowski, André Téchiné, Patrice Chéreau, Víctor Erice, Nanni Moretti, Clint Eastwood, Manoel de Oliveira, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Maurice Pialat o incluso Ingmar Bergman), pero como la mayoría de los que estábamos allí, disfruté locamente volviendo a ver “Deseando amar”, de Wong Kar-wai.

Toda la película está tocada por un estado de gracia que se contagia a un espectador que la percibe, de principio a fin, como algo importante. Tiene, por tanto, el halo orgánico e inefable de las obras maestras, ese raro sello de certificación que es señal distintiva de todo lo que accede a la posteridad. Como ocurre siempre en estos casos, sus cualidades superficiales han sido copiadas hasta la náusea, por lo general con resultados tirando a espantosos (¿Isabel Coixet, anyone? ¿Tom Ford, anyone?), porque sin el armazón de un auténtico genio creador, sus extremas y arriesgadas apuestas estilísticas están abocadas al derrumbamiento. El gusto de Wong Kar-wai no es tan exquisito como parece –en realidad, si uno lo piensa, todos esos ralentíes con música de cuerda, esos idénticos cheongsam en sedas estampadas de distintos colores, esos planos de cortinas rojas en el pasillo de un hotel, se acercan bastante a lo relamido y lo kitsch-, pero hay un toque maestro que los redime convirtiéndolos en otra cosa. Y esa cosa resulta sublime.

La mayor parte de las veces, el genio del director de Hong-Kong no se manifiesta tanto en lo que muestra como en lo que decide ocultar. El mejor ejemplo de esto radica, precisamente, en el final de “Deseando amar”, que transcurre en las ruinas del antiquísimo templo hinduista de Angkor Wat, en Camboya. El protagonista recita su secreto amoroso en un agujero de la piedra, con la intención de sepultarlo allí. Ampulosos giros de cámara, juegos de luz, música abrumadora. Nos encontramos alarmantemente cerca del código visual de la mística de una película de Jean-Claude Van Damme, côté orientalista. La alarma aumenta cuando descubrimos que la escena está siendo presenciada por un joven monje, que causalmente estaba encaramado al techo del templo. Durante los pocos segundos que dura el plano en que la cámara se sitúa detrás de la cabeza desenfocada del monje, estamos con el alma en vilo, temiendo lo peor: el contraplano que muestre el rostro inexpresivo pero lleno de significado del testigo mudo. Y, sin embargo, este contraplano que esperábamos –que temíamos- nunca tiene lugar, al ser sustituido por la imagen del protagonista saliendo con decisión del templo, que queda desierto en una impresionante sucesión de travellings. Se dinamita de este modo la dinámica en la que parecía haberse instalado esta coda final de la película, que no sólo es salvada, sino que se convierte en uno de los momentos más bellos y emotivos de su metraje. Y todo gracias a un plano, un simple plano de menos. Qué grande, Wong Kar-wai.

domingo, 6 de junio de 2010

Diferencias insalvables


El domingo pasado me quedé perplejo ante un artículo publicado en El País Semanal, ingeniosamente titulado “Cerebros… y cerebras”; y redactado por alguien llamado Luis M. Ariza. Su tesis era, más o menos, que sí existen diferencias psicológicas esenciales entre hombres y mujeres, y que éstas son determinadas por la morfología cerebral. ¿El hombre y la mujer nacen o se hacen?¿Hasta qué punto influye la cultura en la asunción de los roles masculino y femenino, y hasta qué punto esto deriva de condicionantes biológicos? ¿La mayor voluntad de promiscuidad masculina y la tendencia al compromiso femenina se explican por cuestiones educacionales, o responden a motivos de eficiencia natural? En fin, estas son cuestiones sobre las que no creo que se haya llegado a conclusiones definitivas. Lo único que parece claro que todos los rasgos de nuestro carácter están modelados por el entorno a partir de una materia prima genéticamente constituida, pero determinar hasta qué punto exacto influye cada elemento –lo congénito y lo adquirido- me parece terriblemente aventurado.

El artículo en cuestión parecía –aunque con cierta pacata ambigüedad- defender la idea de que las diferencias entre hombres y mujeres proceden a su vez de las diferencias innatas en sus cerebros, y para ello esgrimía argumentos como el siguiente: en los años 60, y cuando contaba algo más de un año de edad, a un niño al que por un error médico le habían dañado gravemente el pene, lo sometieron a una operación de cirugía para convertirlo en niña, y como tal fue educado en lo sucesivo. Ya adulto, y aduciendo que jamás había dejado de sentirse otra cosa que un hombre, volvió a cambiarse de sexo y se casó con una mujer. Su crónica infelicidad lo llevó a un temprano suicidio. La verdad, no creo que esto pueda ser ejemplo de nada, y menos aún de la tesis sostenida (aunque ya digo que con hipocresía y vaguedad) por el artículo. De hecho, su utilización a tal fin resulta sonrojantemente ingenua (mejor pensar esto). Entre otros motivos, porque no se tiene en cuenta lo mucho que sucede en la mente humana en su primer año de existencia –vamos, todo sucede en ese tiempo, según muchos- como consecuencia de las vivencias experimentadas, y porque la educación es un concepto que engloba bastante más que el modo en que nuestros padres y nuestro entorno inmediato nos tratan de manera consciente, sin negar que esto sea muy importante. En las tres ó cuatro páginas que siguen a continuación, se invocan –de manera notablemente confusa e inconexa- cuestiones como diferencias en los tamaños de los lóbulos y amígdalas cerebrales, densidades neuronales, inteligencia espacial y emocional, etc, etc.

Aunque lo mejor de todo es cuando se afirma que el motivo de que en el mundo del arte no haya “equivalentes femeninos a Dalí o Picasso” es que “el hombre nace con mayor capacidad espacial”.

Pffffff….

miércoles, 2 de junio de 2010

Ute Lemper, Mario Gas, Bukowski y Brel


El otro día fui a los Teatros del Canal de Madrid para ver a Ute Lemper. Esa era mi idea original, lo que pasa es que una vez allí me encontré que en realidad la diva alemana estaba acompañada en el escenario por el actor y director teatral catalán Mario Gas. “The Bukowski Project” es un espectáculo bastante marciano en el que Lemper canta y Gas recita varios poemas del escritor normeamericano en un escenario tópicamente decorado con bolas de papel de periódico, botellas de whisky y cerveza y mobiliario desvencijado. Nihilismo del tres al cuarto, realismo sucio de salón y existencialismo de mesa camilla. Además, no entiendo muy bien que en pleno siglo XXI tengamos que escuchar traducida al español la poesía original de Bukowski, mientras que las letras de las canciones –en el original inglés- actúan a modo de interpretación simultánea. El efecto resulta rarísimo e impone una distancia emocional insalvable.

El resultado global del "proyecto", francamente, producía sobre todo sopor y aburrimiento. Una lástima, porque siempre he apreciado mucho el talento de Lemper. Tras un breve descanso, la cantante volvía a la carga con una muestra de su repertorio reciente más conocido, arbitrariamente pegada a todo lo anterior, pero sin ninguna relación con ello. Buscando, imagino, una ilusoria continuidad, se mantenía el –por llamarlo de algún modo- decorado, pero nada más. Por desgracia, para entonces yo estaba tan frío que el “Bilbao Song” de Kurt Weill y Bertolt Brecht, uno de los fuertes de Lemper, no me conmovió especialmente. Cuando la artista acometió algunas hermosas canciones de Jacques Brel, el resultado fue peor: en mi opinión, el estilo crispado del cabaret berlinés no favorece en absoluto a “La chanson de Jacky” o “Amsterdam”. Más aún: nunca, hasta el momento, he escuchado una versión de Brel que mejore el original, esto es, el que cuenta con el propio Brel como intérprete. La fabulosa expresividad, la riqueza de matices, la ironía y el aplomo emocional del cantante y compositor belga arropaban sus canciones y las elevaban por encima de sí mismas, convirtiéndolas en experiencias únicas. Como muestra, un botón: http://www.youtube.com/watch?v=sV4EVJMRKfc&feature=related