martes, 22 de diciembre de 2009
La singularidad de Oliveira
A quien va por ahí diciendo que Manoel de Oliveira (101 años le contemplan) es un director aburrido, sobrevalorado, que está gagá y no tiene nada que decir pero que lo dice incesantemente –y son muchos los que esto sostienen- ni me molestaría en contestarles. El propio Oliveira se encarga de hacerlo, gracias a películas como “Singularidades de una muchacha rubia”, preciosa obra ahora en cartel y que en su poco más de una hora de metraje condensa mucho más talento, vitalidad y espíritu creativo que toda la carrera de la mayoría de los directores en activo.
En mayor medida incluso que otras películas objetivamente más importantes, entendido esto como dotadas de mayor ambición y resonancia artística (desde “Francisca” hasta “El Valle Abraham”, desde “El pasado y el presente” hasta “La divina comedia”), la última cinta de Oliveira prueba hasta qué punto nos encontramos ante un genio. Nadie podía haber dirigido “Singularidades de una chica rubia” en su lugar; es decir, nadie podía haberlo hecho sin naufragar estrepitosamente. La operación llevada a cabo consiste en ambientar en el tiempo presente (cosa que sabemos por el vestuario de los actores, por los decorados y la intervención de modernos trenes en la trama) una historia de amor escrita en el siglo XIX por el literato portugués Eça de Queiroz, sin apenas cambios. Así, Oliveira revive un mundo en el que los jóvenes piden a las madres de sus amadas permiso para casarse con éstas, en el que esos mismos jóvenes besan la mano de sus venerables tíos a modo de saludo, en el que es posible hacer una fortuna rápida embarcándose a Cabo Verde, y la comunicación entre habitantes de países distantes se realiza por correo postal. Insisto en que dudo mucho que ninguna otra persona salvo Oliveira fuera capaz de contar esto y, lejos de caer en el ridículo, seducir al espectador de manera ininterrumpida. Esto se consigue gracias al estilo inimitable del director, un estilo que nadie tiene ya, que por momentos parece alimentado por los logros de un Dreyer, de un Ophüls, de un Visconti, pero que pertenece a Oliveira y a nadie más.
La poesía lograda mediante la aplicación de este estilo a todo un rosario de anacronismos alcanza su máxima expresión con un plano sublime: cuando el protagonista (Ricardo Trêpa, apuesto nieto del director) besa a su enamorada (Catarina Wallenstein) en el portal de su casa, la cámara no muestra cómo ambos juntan sus labios, sino el modo en que ella dobla, púdica y arrobada, una pierna hacia atrás: un gesto que ya nadie hace, pero que aún está clavado en nuestro imaginario, y que adoramos como un vestigio sutil y encantador de un tiempo pasado.
Nadie más que Oliveira podía haber filmado este plano: menos mal que el director portugués ha decidido seguir vivo y bien activo.
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