domingo, 28 de febrero de 2010

Un Profeta: dos películas en una


La película del año, con permiso de “La cinta blanca” de Michael Haneke. Galardonada en Cannes 2009 y en los premios europeos de cine, arrasando en los César, niña mimada de la crítica francesa. “Un profeta”, de Jacques Audiard, podría haberle correspondido en el cine francés el mismo papel salvador que un año antes desempeñaba “Gomorra” para el italiano si no fuera porque, el contrario de lo que ocurre en Italia, la cinematografía gala goza de una estupenda salud y no le hace falta ningún mesías.

Mientras veía esta crónica carcelaria que narra en realidad el viaje hacia la madurez de un hombre en circunstancias hostiles, no me sentí precisamente arrebatado. Su casi permanente grandilocuencia, sus maneras scorsesianas que se sumaban a las filas de un neo-acedimicismo de cámara hipermóvil, colores mortecinos y supuesta intensidad dramática, me sonaban a historia conocida y no particularmente apreciada. Posiblemente, si hubiera escrito esta breve crónica inmediatamente después de haber visto la película, sería bastante duro con ella. Y, sin embargo, un par de días después no sería honesto si no admitiera que la cinta de Audiard mantiene su lugar en los compartimentos mi mente, y que intuyo que algún poso dejará en ellos una vez se haya desvanecido.

Entre los factores que pueden explicar este hecho, supongo que uno de los principales es lo sumamente bien interpretada que está la película. Todos los actores que aparecen en ella están perfectos, por mucho que, según los casos, se acerquen peligrosamente a dos registros que no suelen gustarme demasiado, el seudo-naturalismo y el numerito del Gran Actor de Método. En el primer rango, un actor hasta ahora desconocido llamado Tahar Rahim está asombroso: prácticamente nunca abandona el plano, y carga con todo el peso de la película sin un solo momento de desfallecimiento, en un caso típico de lo que solía llamarse “enamorar a la cámara”. En el segundo, Niels Arestrup hace lo que un Al Pacino o un Robert deNiro se empeñan pero hace mucho tiempo que no está a su alcance: engendrar una auténtica figura bigger than life, un monstruo borracho de poder que con cada entrada en escena aterra a un espectador que intuye que algo horrible va a suceder en cualquier momento. El tópico e inevitable momento del “asesinato del padre”, que uno esperaba con aprensión desde que se presenta la relación entre ambos personajes, por supuesto sucede con la carga enfática también esperable, pero gracias al buen hacer de los protagonistas ni siquiera esto se sumerge del todo en el desastre.

Otra cosa que me gustó de esta “Un profeta” es el modo en que esquiva la tentación del realismo más mezquino, con las incursiones de un fantasma que, si bien posee un peso psicoanalítico cuya obviedad podría resultar algo molesta, contribuye a una sugestiva atmósfera alucinante que me parece decisiva en el triunfo final de la cinta. En última instancia, el rutinario recuento de la vida en la cárcel y el deseo freudiano de hallar la propia libertad prevaleciendo sobre la figura paterna se disuelven como sendos azucarillos en el mucho más sabroso aguardiente de una historia de espectros, demonios interiores y exteriores y horror existencial. Esa es la película que prefiero pensar que vi, la que recuerdo en ráfagas bastante intensas, y no la otra, la que en tantas ocasiones nos han contado ya (a veces bastante mejor) y que atisbé demasiado a menudo sentado en la oscuridad de la sala.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Shutter island


Lo siento mucho, pero Martin Scorsese dejó de interesarme después de “Casino”. Considero en general su cine ligeramente sobrevalorado, aunque es cierto que hay películas suyas que me gustan mucho (las típicas, vamos: no soy muy original en esto), y una en concreto (“La edad de la inocencia”) que adoro. Su cine más reciente tiende a aburrirme, por acomodaticio, manierista e inútilmente fanfárrico. De todos modos, de todas las películas suyas que he visto, la que menos me ha gustado es la última en estrenarse, llamada “Shutter island”.

Basada en un guión de saldo, que habría dado para cualquiera de los thrillers con sorpresa final que llevan superpoblando la cartelera desde hace más de una década, la película no carece sin embargo de alicientes. Sobre cualquier otro destaca la banda sonora: la música no es original, sino que posee procedencias muy diversas (¡desde Mahler o Ligeti hasta Nam June Paik!), y su utilización es lo más creativo y estimulante de la cinta, con enorme diferencia. Luego está la caracterización de Ben Kingsley como psiquiatra maquiavélico, tan de comic, tan estereotipada que uno sólo puede pensar que hay algo de voluntariamente paródico en ella. El trabajo del actor británico mueve más a la risa que al miedo durante todo el (larguísimo) metraje de la cinta. A su lado, se agradece la presencia del siempre maravilloso Max Von Sydow, actor al que amo incluso cuando hace el ridículo (aquí mismo, sin ir más lejos). Del resto del reparto, diCaprio incluido, no hay mucho que decir: todos se esfuerzan como cabía esperar en hacer su numerito, y en general lo consiguen.

Por lo demás, el tratamiento deparado a la enfermedad mental es tan sensacionalista y folklórico como en las películas de los años 50 (hace poco hablaba en este blog de “De repente… el último verano”), y los efectismos visuales y narrativos son de una tosquedad que resultaría ofensiva si no fuera porque es posible disfrutarlos tomando un poco de distancia y tirando de sentido del humor. Algo peor se puede uno tomar los flashes de la liberación de Dachau en la Segunda Guerra Mundial, en los que se juega extrañamente a la banalización del horror. Pero lo peor de todo es la falta de ambigüedad del argumento: renunciando a ella en los minutos finales, director y guionista equiparan definitivamente su trabajo al de cualquier otro de sus cientos de congéneres.

Nada de esto es lo que uno esperaría de todo un Martin Scorsese, supuesto genio contemporáneo, pero como producto hollywoodiense estándar hay que admitir que no funciona peor que la mayoría. Algo es algo.

martes, 23 de febrero de 2010

Del apocalipsis


Vi “The Road”, de John Hillcoat, con relativa indiferencia. A día de hoy, no he leído la alabada novela de Cormac McCarthy en que se basa, así que no estaba condicionado por ella. De todos modos, lo que sí he leído de este novelista, al que muchos consieran uno de los grandes autores contemporáneos, no me entusiasma ni de lejos. Que soy un bicho raro hace mucho tiempo que lo asumí, e incluso lo llevo casi con orgullo.

La premisa argumental: un padre y un hijo (la madre se suicidó hace tiempo) recorren un mundo desvastado por un desastre ecológico indefinido, donde no hay más que muerte y tierra baldía, los hombres devoran literalmente a los hombres y todos los valores, toda la esperanza, parecen haber sido borrados del mapa. Lo mejor de “The Road” –la película- es el trabajo de su pareja protagonista, un padre y un hijo interpretados por Viggo Mortensen y el niño Jodi Smit-McPhee, así como la impresionante fotografía del gran Javier Aguirresarobe. Este último es responsable de un gélido, deprimente look visual que hace que en sus mejores momentos la película recuerde vagamente a la obra de Andrei Tarkovsky. Por desgracia, las similitudes con el director ruso son superficiales: no hay en el aparato formal de “The Road” nada de la auténtica poesía tarkovskiana, que se ve reemplazada por un convencional sentido de la eficiencia narrativa y el melodrama. Queda, eso sí, la oportuna y aterradora advertencia sobre el futuro de la Tierra y la humanidad (¿es el visible cambio climático que vivimos aquello a lo que el personaje de Robert Duvall llama “señales”? ¿Son Rajoy y el bocazas de su primo unos irresponsables que merecerán ser devorados vivos por los caníbales post-apocalipsis?), así como unas extrañas sugerencias religiosas que a mis ojos hicieron la película un poco más antipática por momentos. Pero esto último es una percepción totalmente personal, claro.

domingo, 21 de febrero de 2010

Fragmentado mundo de sombras



Crítica que publiqué el mes pasado:

Hace unas semanas revisitábamos en estas mismas páginas a Beaudrillard y su concepto de la hiperrealidad con motivo de la magnífica exposición de los hermanos Roscubas en la galería Trayecto de Gasteiz. La operación llevada a cabo en aquella ocasión por la pareja de artistas mallorquines (o, al menos, una de las operaciones que allí se ejecutaron) consistía en crear objetos e imágenes en los que la voluntad de suplantación de la realidad era tan palmaria como su falsedad intrínseca, destapándose así las abundante estrategias que surgen en nuestro entorno con el fin de lograr la aceptación del simulacro, a fuerza de reproducir los síntomas propios de la realidad aún con mayor verosimilitud de lo que se encuentran en ésta. Las implicaciones de tal idea han adoptado formas más o menos insustanciales (la saga Matrix, dirigida por los hermanos Wachowski), pero constituyen en todo caso una fecunda parcela para el cultivo del arte y el pensamiento.

De algún modo, el catalán Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955) se sitúa en unas coordenadas similares con sus Googlegramas, que se presentan estos días en la bilbaína galería Vanguardia. Para elaborar estas imágenes se ha empleado la técnica del fotomosaico, que ha estado decididamente de moda en las últimas dos décadas y que resulta bien conocida entre otros por los adictos a la publicidad y los lectores habituales de suplementos dominicales. Así, una imagen (por lo general fácilmente reconocible) se crea mediante la yuxtaposición de muchas otras de menor tamaño en las que, a modo de mosaico, los distintos tonos cromáticos y texturas dan lugar a un nivel superior de representación que el ojo percibe como una globalidad. Es posible por tanto aproximarse al resultado en sus dos planos “micro” y “macro”, advirtiéndose en el resultado una apariencia de admirable prolijidad. Sin embargo, lo cierto es que existen programas informáticos que permiten realizar este trabajo en apariencia sumamente arduo con limitado consumo de recursos.

La sola posibilidad de que una miscelánea de fotografías se alíe para dar lugar a otra de mayor tamaño constituye per se una idea de innegable riqueza, plena de posibilidades. Fontcuberta construye bajo tal técnica -a estas alturas, ya un tópico en sí misma, por lo manida y divulgada- unas imágenes que son a su vez clichés de nuestra cultura popular, con una multitud de vertientes (cultural, sociológica o psicológica, entre otras) que en ocasiones se presentan imbricadas. Para completar el marco conceptual, se añade la circunstancia de que Fontcuberta ha construido sus cromos mediante hallazgos procedentes a su vez de internet, como resultado de búsquedas específicas a través de Google. La red, teórico paradigma de libertad, el cosmos donde todo puede encontrarse y donde el individuo depositaría e intercambiaría información sin sesgos ni restricciones, sirve como instrumento para componer una realidad simulada que se nos presenta en forma de iconos hiperexpuestos de una banalidad flagrante.

Fontcuberta echa mano por ejemplo de la llamada Gran Cultura a través de un detalle de la Última Cena de Da Vinci, pero también de las cataratas del Niágara, la Gran Muralla China, el agujero de la capa de ozono, las celdas de Guantánamo o el hundimiento del Prestige. Elementos todos ellos a los que se dispensa un tratamiento de una distancia y una ironía casi dadaístas, que posiblemente un Duchamp habría aprobado sin ambages. Esto nos devuelve a la idea inicial de la hiperrealidad, que esta vez surge como construcción y resultado de los millones de elementos que circulan por internet. El fenómeno hiperreal, que se desarrolla en todos los ámbitos de la vida, encontraría en la red un caldo de cultivo particularmente prolífico, por no decir un exponente paradigmático. El fenómeno resulta tanto más peligroso en la medida en que en ocasiones se relaja la capacidad crítica del individuo que, seducido por el potencial hipnótico y las múltiples posibilidades prácticas que se atribuyen a este nuevo medio ya cotidiano, tiende a asumir los frutos de su exploración sin cuestionarlos. Como se ha podido comprobar, Internet simplificaría la puesta en práctica de toda táctica de engaño colectivo, una vez que la efectividad de la radio o la televisión para tal fin parece haberse rebajado en los últimos tiempos (recordemos la famosa emisión radiofónica de “La guerra de los mundos” por Orson Welles en 1938). Destaca en este sentido la elocuencia de una de las fotografías presentadas por Fontcuberta, en la que unos ovnis sobrevuelan un plácido entorno rural. El fenómeno ufológico, un clásico de la charlatanería, la explotación de la credulidad y la paranoia, constituye uno de las coartadas aludidas por Fontcuberta con más acierto e inspiración.

Como complemento a la propia exposición, Joan Fontcuberta compareció en la biblioteca de Bidebarrieta de la capital de Bizkaia para ofrecer una breve conferencia y presentar “Era rusa y se llamaba Laika”, falso documental paródico que incidía asimismo en algunas de las cuestiones planteadas anteriormente. El artista catalán parece decidido, pues, a ponernos en guardia sobre los peligros que acechan a quien renuncia a mantener a toda costa el espíritu crítico, prefiriendo moverse en un mundo de sombras que, aunque se nos presente con su brillante superficie de paraíso digital, no se distingue en su esencia de la oscura caverna platónica.

martes, 16 de febrero de 2010

Coincidencias



Casualmente, el mismo fin de semana que he presenciado la nadería estética y conceptual de “Un hombre soltero” de Tom Ford, he podido revisar en vídeo otras dos películas, “El año pasado en Marienbad”, de Alain Resnais, y “Confidencias”, de Luchino Visconti, con las que la primera guarda ciertas similitudes, así como algunas diferencias insalvables.

Centrémonos primero en los parecidos. En las tres películas el elemento plástico resulta primordial, en particular por lo que se refiere al peso que poseen en el plano los decorados y elementos ornamentales. Los pasillos y salones del hotel por el que pasean como sonámbulos los personajes de Resnais, las abigarradas salas del piso señorial que comparten Burt Lancaster y la decadente familia viscontiana, las confortables estancias sesenteras que nos muestra Ford, adquieren una presencia determinante y constituyen, cada uno a su manera, elementos centrales incluso a nivel narrativo. Por otro lado, en todos los casos la hiperestilización por la que optan formalmente los directores se desarrolla sin complejos: en especial, existe una tendencia a tratar de representar los mecanismos de la memoria y la sensación subjetiva del tiempo mediante laboriosos recursos visuales (ralentí, complejas iluminaciones) y narrativos (repeticiones y saltos temporales). En un tercer nivel de similitudes, todas estas películas tienden irremediablemente a transitar la delgada línea que separa lo sublime de lo ridículo.

Las diferencias vienen curiosamente por este último lado. “El año pasado en Marienbad”, película que revolucionó en el año de su estreno (1961) la concepción misma de la puesta en escena, generando apasionadas defensas y rabiosas descalificaciones, se ha consolidado hoy en día como una obra maestra, una película misteriosa y rica en significados, y sobre todo como un puro ejercicio de hipnosis. En cuanto a “Confidencias”, encuentro que está muy lejos de ser de las mejores películas de Visconti, pero posee algunas virtudes que la hacen por momentos apasionante, y me resulta imposible no admirar el modo en que su director consigue una vez más que lo decorativo, que por lo general no suele atraer la atención de mi ojo y que más bien acostumbra a generarme empalago visual, cuando es él quien lo emplea me sorprenda y me apasione. A ambas cosas (la capacidad hipnótica, la fascinación por el ornamento) recurre Tom Ford en su primera cinta, y fracasa estrepitosamente en el intento. Su trabajo me resulta vulgar y superficial, no me interesa en ningún plano narrativo, estético o de significado. Ridícula, en efecto, es una palabra que considero que la define bien, pero hay otra aún más apropiada: soporífera.

Podría pensarse que ha sido cruel acudir a Resnais y Viconsti después de haberme dado una vuelta por la propuesta de Tom Ford, pero juro que se ha tratado de una casualidad. Uno tiene sus escrúpulos, aunque a veces no lo parezca.

domingo, 14 de febrero de 2010

Mr. Ford


Difícil describir hasta qué punto "Un hombre soltero", la primera película del diseñador de moda Tom Ford, me resultó soporífera. Basándose en la novela del mismo título de Christopher Isherwood (escritor al que he apreciado mucho, salvo precisamente en ese libro, un fallido pastiche que ya copiaba mediocremente el original e inimitable estilo de Virginia Woolf), Ford ha puesto en imágenes un mortuorio desfile de cromos sorprendentemente vulgar. Se intenta alimentar el interés por la levísima historia narrada -las últimas horas de un hombre que ha perdido al amor de su vida y no encuentra alicientes para mantener ésta- mediante algunos truquillos de guión bastante primarios en los que interviene una pistola que no estaba en el libro original, y sobre todo mediante una puesta en escena que es en realidad una mímesis del trabajo de otros directores contemporáneos (Wong Kar-Wai y Almodóvar sobre todo, aunque Todd Haynes quizá también asome la patita), pero sin la centésima parte del talento de éstos.

En fin, lo lamento, pero una película tan burda e insignificante como ésta no me inspira para seguir escribiendo mucho más sobre ella. Sólo destacaré mi sorpresa ante el hecho de que una persona a la que se supone (dada su actividad profesional anterior, en la que por cierto le ha ido tan bien) un universo plástico personal, un cierto donaire estético, cuando se pone detrás de la cámara demuestre un buen gusto pequeñoburgués tan mediocre, tan poco creativo. Encuentro que ni siquiera a un nivel puramente estético la película propone nada interesante, embalsamada en una imaginería que hemos visto cientos de veces en cualquier revista de tendencias media. Como diría una persona que conozco: parece estar usted todavía "en primero de marica", Mr. Ford. ¡Esmérese más!

jueves, 11 de febrero de 2010

La lúcida y alucinante Maruja Mallo


La exposición sobre Maruja Mallo en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, es una de las joyas de la temporada. De verdad que hacía tiempo que no me emocionaba tanto viendo una exposición de arte. No sólo por descubrir la obra de esta artista inclasificable (que también), sino por el breve acceso al personaje en sí mismo que se nos ofrece.

Maruja Mallo (1902-1995) era una pintora generalmente definida como surrealista, aunque encuentro que el raro espíritu su obra se adapta mal a esta etiqueta. En todo caso, fue amiga de Lorca, Alberti y Buñuel en la época de la Residencia de Estudiantes, y después sería admirada por los popes del movimiento en París, como Breton o Éluard. Pese a su gusto por la imagen rica en sugerencias inconscientes, me parece identificar en Mallo poco del romanticismo propio de los surrealistas: su visión del entorno natural, por ejemplo, es de un racionalismo absoluto, que se refleja no sólo en sus naturalezas vivas (maravilloso racimo de uvas), sino en unos retratos amablemente antropológicos (las vírgenes paganas de las cosechas, o las cabezas de mujeres negras). Lo que más me gustó, de todos modos, fueron unos cuadros de estética expresionista, donde la muerte y la oscuridad aparecen con tanta belleza como severidad y sin rastro de sensacionalismo, y sus irresistibles puestas en escena fotográficas.

Como remate, en una pequeña sala se proyecta un documental (muy pobremente montado) que deduca la mayor parte de su duración a recoger las intervenciones de Mallo en la televisión española de los 80, a la vuelta de su exilio americano. Exageradamente maquillada, vestida con todo tipo de brillos y colores rabiosos, ofecía al ojo conservador y perezoso la imagen clásica de una vieja chiflada. Sin embargo, basta con escucharla para comprobar su sensatez y su inteligencia, su alucinante vitalidad que, junto con el esmero de su retórica lingüística, generan un efecto hipnótico y momentos de enorme emoción. A su lado, Paloma Chamorro desaparece completamente del campo auditivo y visual. Nada de lo que dice tiene desperdicio, aunque una de sus frases me parece directamente de antología: algo así como que en el mundo sólo hay arte, ciencia o guerras. De una lucidez que asusta, la Mallo.

Enfermos


La Filmoteca Española dedica a la obra de David Lynch un ciclo que incluye todas sus películas (¡también los episodios de Twin Peaks, la mejor serie televisiva de todos los tiempos!), y una ocasión así no hay que desaprovecharla. Corrí a ver “Terciopelo azul”, película que me encantó y me aterró la única vez que la había visto antes, en un pase por televisión cuando yo no debía tener más de doce años.

En fin, que considero que “Terciopelo azul” sigue siendo una obra maestra. Dos décadas más tarde, ya no me aterró tanto, porque la comprendí mejor, pero me encantó por igual. Como “Ese oscuro objeto del deseo” de Buñuel (recordad un texto que escribí al respecto) es una película que incorpora tantas cosas que me gustan, y de tal magnitud, que era imposible que no volviera a enamorarme de ella. Sus temas principales, la confrontación entre las fuerzas de la irracionalidad y la cordura y el influjo de ambas sobre el individuo, y la atracción que inevitablemente provoca el misterio, aparecen aquí con perfecta nitidez, y bajo una grandiosa significatividad estética. En este sentido, “Terciopelo azul” es emocionante y sincera, como debe ser la obra de todo aquel que se considere un artista, y en su oscuridad formal y conceptual está toda la luz que irradia el verdadero talento. Hay en ella planos –el descubrimiento de la oreja cortada en la hierba, la primera aparición de Laura Dern emergiendo de las sombras, un perplejo y fascinado Kyle MacLachlan escondido en el armario, Isabella Rossellini cantando en el escenario, Dennis Hopper y la Rossellini desarrollando sus ritos sexuales- de una fuerza visual y un impacto subliminal que rara vez se han repetido, como no sea en algunos de los mejores momentos del propio Lynch (en la citada Twin Peaks, o en Mulholland Drive). Salí del cine con estas imágenes firmemente asidas a mi mente, y creo que aún no me he librado de ellas.

Quisiera aprovechar la ocasión para recordar que cuando se estrenó, allá por 1986, “Terciopelo azul” fue en general bien recibida por la crítica, pero hubo voces escandalizadas que calificaron la película de insana, y a su director poco menos que de enfermo mental. Algo no muy distinto de lo que ocurrió el año pasado (¡en pleno siglo XXI!) con “Anticristo”, de Lars Von Trier. La verdad, cada vez que escucho a alguien calificar de “enfermo mental” a un autor basándose en lo que cree percibir de su obra, no sé muy bien si partirme de risa o enrojecer de indignación: según el grado de mala baba de quien pronuncie este tipo de juicios, termino decidiéndome por una opción o la otra. Hace poco intervine en una situación de este tipo, y por desgracia me dio por lo segundo. Pero esa es otra historia (muy poco agradable) que no estoy seguro de querer contar.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Las demi-mondaines


Uno de mis últimos descubrimientos literarios ha sido la escritora francesa Colette (1873-1954), con cuyas maravillosas novelitas me topé revisando la librería de la casa de verano de mis padres. Las historias que narra la autora francesa son más bien ligeras, pequeños cuentos sentimentales en su mayoría, pero lo hace tan bien, con una ironía y una sensualidad, y una ausencia de cursilería tal, que resultan irresistibles.

Cuando supe que Stephen Frears iba a adaptar al cine “Chéri” y “El fin de Chéri”, dos de las obras más conocidas de Colette, no di dos duros por la empresa: imaginaba que al perderse en la traslación a imágenes lo mejor de la fuente literaria, su delicioso lenguaje, la mera anécdota argumental se convertiría en un esqueleto demasiado endeble para una película. Sin embargo, debo decir que el resultado me ha sorprendido positivamente.

En primer lugar, “Chéri” está muy bien rodada, lo que ya es mucho. Los planos duran lo que deben durar y poseen una cualidad expresiva, y revelan una determinada visión personal del director sobre el mundo que retrata. Frears filma a la perfección una época en la que lo decorativo alcanzó una presencia descomunal, casi monstruosa, hasta el punto de que incluso cuando los personajes se encuentran en exteriores (un jardín, la terraza de un hotel) están tan asfixiados por el ambiente como si se desenvolvieran en el más recargado de los salones. Los detalles de muebles y vestuario son presentados con una fantástica mezcla de fascinación e ironía, la misma que se depara a las cortesanas protagonistas. Una crispada Michelle Pfeiffer no interpreta a Léa de Lonval como uno se la imaginaba, al hacerla parecer por momentos antes una heroína de Tennessee Williams que una démi-mondaine en el fin de sus grandes días, pero su belleza y su magnífica presencia ocupan fantásticamente el plano. Kathy Bates, en mi opinión, está estupenda como Madame Peloux: cada vez que suelta una carcajada, el espectador desea también reír, aunque no sabe si hacerlo con ella o de ella. Las escenas que comparten, así como todas aquéllas en las que interviene el resto de sus compañeras de profesión (más o menos inspiradas en las auténticas Emilienne d’Alençon, Liane de Pougy o Carolina Otero, aunque éstas eran algo más jóvenes en la época) son posiblemente lo mejor de la cinta.

Es cierto que, finalmente, la historia sobre la decadencia de los cuerpos y la insatisfacción amorosa termina sabiendo a poco cuando se encienden las luces de la sala, pero hasta entonces uno ha disfrutado bastante con esta versión honesta y curiosamente fiel en espíritu al original del universo de Colette.

Una última recomendación para todo aquel a quien le interese el tema de las grandes prostitutas de lujo. El escritor naturalista Emile Zola publicó en 1880 una obra maestra titulada "Nana", que de algún modo incorporaría un reverso más denso y oscuro de los personajes retratados por Colette. "Nana" es la que prefiero de todas las novelas de Zola que he leído, porque en ella se relaja un poco el tremendismo habitual en este autor, y porque pese a algunos detalles que a priori podrían resultar antipáticos (la mujer fatal recibe su castigo de enfermedad y muerte, y la tesis sobre la decadencia social en el Segundo Imperio es demasiado transparente) el genio del escritor nunca brilló tanto a la hora de retratar personajes y ambientes.

martes, 2 de febrero de 2010

Tennessee Williams y lo pasado de moda


Cuando yo era niño, mostraba una preocupante afición por lo truculento. Preocupante sobre todo para mi madre, que me miraba como temiéndose lo peor. El caso es que entre mis preferencias había un hueco especial para todas las películas basadas en obras de teatro de Tennessee Williams. Calor sureño, sexualidades restallantes, histeria y frustración. ¿Cómo no iba a fascinarme aquello? Si al cóctel le añadíamos incesto, canibalismo y lobotomía (ése era el caso de “De repente… el último verano”) ya era la felicidad absoluta. Adoré esa absurda pieza, y su descabellada adaptación cinematográfica con Katharine Hepburn, Liz Taylor y Montgomery Clift, hasta bien entrada la adolescencia.

El mito Williams no se me cayó hasta que tuve veinte años, o así. Fue cuando presencié una adaptación de “La gata sobre el tejado de zinc caliente” protagonizada por Aitana Sánchez-Gijón y Toni Cantó. Lo pasé fatal: no sólo porque el montaje fuera infumable (lo era), sino sobre todo porque me di cuenta de lo mal que había envejecido el teatro de Williams. Ya estaba pasadísimo cuando a mí me gustaba, pero si ante un renacuajo sabihondillo aún podía ejercer un intenso poder de fascinación, la cosa se pone más difícil cuando entra en juego un espectador adulto y con cierta visión del mundo. Los floridos diálogos de Williams, la oscura naturaleza de los conflictos que expone, sus damas sureñas al parecer basadas en la madre y la hermana del propio escritor (las dos, locas de atar) siguen conservando cierto encanto, pero se trata de un encanto irremediablemente kitsch. Teniendo plena consciencia de ello, uno aún se lo puede pasar pipa con todo ello, pero difícilmente se lamentaría porque al dramaturgo jamás lo propusieran para el premio Nobel.

Bueno, cuento todo esto porque en el mes pasado compré en una librería de Nueva York un viejo ejemplar de las “Memorias” publicadas por Williams en los años 70. Esperaba algo revelador, o al menos algo escrito con cierto garbo estilístico, pero no fue así. A cambio, el libro tuvo la virtud de descolocarme por completo. Superficial, ligerito de tono, pasaba completamente de cuestiones como la génesis artística de las obras del escritor, su visión de la disciplina teatral o la literatura, para centrarse en narrar una serie de anécdotas más o menos escabrosas, donde el sexo ganaba claramente la partida. Es decir, que se trataba precisamente del tipo de libro que por lo general lleva la suculenta etiqueta de “biografía no autorizada”… ¡Sólo que estaba escrita por el propio biografiado! Además, le ocurría justo lo mismo que al grueso de la obra de Williams: en pleno siglo XXI, se le ha pasado el arroz. Puede que hace treinta y tantos años sus recuerdos de chaperos romanos, sexo en playas iluminadas por la luna y violentos marineros encontrados en Times Square suscitaran escándalo y morbillo, pero hoy en día estamos muy lejos de llevarnos las manos a la cabeza por cosas así. No sé si se debe a que la sociedad occidental ha madurado lo suficiente o a todo lo contrario (¿efectos colaterales de la telerrealidad y demás?) : me limito a constatar que me parece difícil que, si se publicaran hoy en día, las memorias de Tennessee Williams levantaran mucha polvareda, ni muchas cejas tampoco.

He encontrado en el libro, sin embargo, algunos bonitos pasajes. Lo relativo a su pobre hermana Rose (internada en varias clínicas psiquiátricas y sometida a una espantosa lobotomía, como los malos de la función querían hacer con la Catherine de “De repente… el último verano”), así como su breve recuento de las noches en Roma junto a la actriz Anna Magnani, sí genera cierta empatía en el lector. Esto, junto con una rara y aparente falta de autocomplacencia, me pareció lo mejor del libro.

Entre muñecos de cera


Estas dos últimas semanas han programado en Antena 3TV una miniserie sobre Adolfo Suárez, antiguo presidente del gobierno español. Movido por la curiosidad, vi una buena porción del primer episodio. Todo muy poco interesante: guión inverosímil y lleno de tópicos, fealdad visual netamente televisiva e interpretaciones acartonadas, típicas de este tipo de trabajos con vocación histórica. Parece como si la conciencia de estar interpretando a personajes reales cuya existencia ha marcado el devenir político de un país intimidase a los actores (o a quienes los dirigen), resultando en esos ridículos parlamentos declamativos en que acaban convirtiéndose todos los diálogos. No encontré un miligramo de verdad en el trabajo del reparto… hasta que apareció en pantalla el personaje de Carmen Díez de Rivera.

Díez de Rivera, apodada “la musa de la Transición”, fue una estrecha colaboradora de Suárez durante la política de éste, para luego sumarse a las listas del PSOE. Falleció joven, hace una década. Pero lo más apasionante (y, lo admito, sensacionalista) de su biografía sucedió mucho antes de los hechos narrados en la miniserie. Hija de la marquesa de Llanzol (que durante el franquismo era considerada la mujer más elegante de España, la mujer más bella de España, amiga e inspiradora de Balenciaga, y blablablá), siendo apenas adolescente se fugó con uno de los vástagos de Serrano-Suñer (cuñado de Franco y miembro de su gobierno): la hicieron volver a casa revelándole que el chico del que se había enamorado era en realidad su hermano, puesto que la marquesa y el político de la dictadura la habían engendrado como consecuencia de su relación adúltera. Traumatizada, la pobre mujer quiso hacerse monja, luego se fue de cooperante a Africa, y terminó como política de izquierdas. Se ha dicho también que fue amante de Suárez, aunque esto último nadie lo ha podido confirmar. Un historión: no me extraña que haya quien reclame una miniserie para ella solita, como he podido leer últimamente.

El caso es que la actriz que interpretaba a la dama en cuestión es la colombiana Juana Acosta, a la que hasta ahora no había seguido en absoluto: claro que su filmografía no es, precisamente, para tirar cohetes. Pues bien, me bastaron apenas diez minutos de su trabajo en esta mediocre serie televisiva para darme cuenta de que me encontraba ante una actriz de primera categoría. La verosimilitud que aporta al personaje es extraordinaria: habla con el mismo timbre de voz, con el mismo tono e inflexiones, y emplea el mismo lenguaje corporal que uno atribuiría al personaje real (que, por cierto, no tengo la menor idea de cómo hablaba, ni me importa en absoluto). Pero no porque lo imite –no tiene ninguna pinta de ello-, sino porque lo crea y le insufla vida ante los ojos del espectador. Para quien ve la serie, Carmen Díez de Rivera era así, y punto. Y no encontré ningún manierismo, ninguna afectación o autoconsciencia en el resultado visible, que es lo que importa. La puesta en práctica de este proceso, justo el inverso al habitual, me sorprendió muy gratamente. Por desgracia, la actriz estaba trabajando entre muñecos de cera, y además sus diálogos eran tan idiotas como los del resto, así que poco podía hacer por mejorar las cosas.

Espero seguir viendo cómo Juana Acosta realiza otras piruetas por el estilo: creo que puede depararnos grandes momentos en el futuro.

lunes, 1 de febrero de 2010

Una persona adorable


Entre el arte y la vida, tengo clarísimo que elijo la vida. Por eso, aunque ame el arte (o, al menos, algunas de sus modalidades) admiro y valoro infinitamente más a una buena persona que a un buen artista.

No creáis que no me doy cuenta de que dedico la mayor parte del espacio de este blog a explicar por qué tal o cuál película, exposición o libro me ha parecido maravilloso, o un espanto, o me ha dejado indiferente, y que en ocasiones afronto la cuestión como si se tratara de un asunto vital. Pero eso se debe sobre todo a que por lo general no conozco en persona al creador en cuestión. Si, por ejemplo, mañana me presentaran a José Luis Garci, y después tuviera ocasión de tratarlo con cierta frecuencia, y como consecuencia de ello yo me convenciera de encontrarme ante un hombre generoso y lleno de bondad, la ínfima calidad de sus películas me parecería un asunto tan irrelevante que ya no sería capaz de escribir valorativamente sobre ellas. Inversamente, si yo hubiera tenido trato con Pedro Almodóvar y hubiera visto en él una sabandija, el hecho de que “Los abrazos rotos” sea una película maravillosa (firme realidad a la que he dedicado varias entradas) me parecería de pronto tan banal que me resistiría a redactar una sola línea más al respecto.

Toda esta introducción para referirme al hecho de que la semana pasada asistí a la inauguración en el museo Artium de Vitoria de “Deals, Shapes and Void”, la última exposición de Miguel Angel Gaüeca.

Gaüeca es un artista vizcaíno al que tengo la suerte de conocer personalmente. Cuando nos encontramos por primera vez, experimenté hacia él una simpatía instantánea y de una extraña cualidad. Algo así como el cariño tierno y acrítico que muchas personas dirigen a los niños. No creo que yo sea muy tierno, y menos aún acrítico, y por lo general los niños no suelen gustarme demasiado: de ahí que hable de lo extraño del fenómeno. Por otra parte, el artista en cuestión y yo somos muy distintos en muchos aspectos (también nos parecemos en otros esenciales, pero creo que son menos), y eso podía haber resultado decisivo para distanciarnos: pues bien, no es así. Por el contrario, encuentro que Gaüeca es una persona adorable, y uno de las relaciones personales más afortunadas que he tenido en los últimos años. Me gusta su ingenio raro y nada resabiado, su alegría no expansiva pero contagiosa, su urbanidad y cordura un poco antiguas, un poco campesinas. Me gusta porque encarna la demostración de que aún posible el sarcasmo sin cinismo, la peculiaridad sin esnobismo. Me gusta como me gusta casi todo lo que es real, lo que no necesita proceder a la adulación o el artificio para reivindicar su lugar en el mundo, lo que se limita a ser como es sin estridencias ni subterfugios.

Secundariamente, considero que es también un gran artista, y que la exposición de Vitoria es una muestra nítida de ello. Id a verla: es muy probable que os interese y os sorprenda en más de un sentido. Por desgracia vuestro conocimiento de la persona será limitado, pero al menos tendréis acceso a su talento creativo. Lo que tampoco está mal.