viernes, 31 de octubre de 2008

La insondable estupidez contemporánea

Frances y George se ríen como locos. El espectador, un poco menos.




La semana pasada volví al cine para ver “Quemar después de leer”, última película estrenada de los hermanos Coen, la primera tras el gran éxito de su oscarizada y excelente “No es país para viejos”.

Bien narrada, moderadamente entretenida, menos graciosa de lo que a sus autores les habría gustado, “Quemar antes de leer” se ve con agrado. Los actores están bastante bien, en particular aquéllos que realizan papeles secundarios o episódicos: un empleado de gimnasio maduro y enamorado, un repulsivo abogado matrimonial, un par de mandos de la CIA. En cuanto al quinteto protagonista, se instala en un registro de farsa casi siempre crispado: George Clooney, John Malkovich y Tilda Swinton salen más o menos airosos del empeño, pero los excesos gestuales de Frances McDormand y Brad Pitt me resultaron algo cargantes.

Lo que más me gustó de la película fue su severo diagnóstico social, camuflado bajo la forma de una comedia de espionaje. La presente sociedad occidental y algunas de sus principales obsesiones aparecen representadas con notable mordacidad. Así, no faltan referencias a la cirugía estética y el culto al cuerpo, la instrumentación de las relaciones de pareja, la sed de dinero, la soledad, la paranoia y demás neurosis urbanas, la absurda positividad americana, el exceso de información, el control del individuo por parte de los poderes públicos o la adicción al ciberespacio. En última instancia, el tema sobre el que parece tratar la película es la insondable estupidez de nuestros días -palabras casi textuales pronunciadas hacia el final de la cinta por el personaje de Malkovich-, cuestión mucho más delicada y peligrosa de lo que pueda parecer a simple vista, debido al fatal poder de seducción que ejerce sobre quienes se aproximan a ella. Sólo por haberla tenido entre las manos sin haberse dejado contaminar, los Coen tienen todo mi respeto, incluso aunque “Quemar antes de leer” esté lejos de ser una obra maestra.

Nota adicional: antes de la proyección, los cines Verdi de Madrid nos ofrecieron un tráiler de la nueva versión de “Retorno a Brideshead” que acaba de estrenarse en España. Tenía ganas de ver lo que el tal Julian Jarrold había hecho con la soberbia novela de Evelyn Waugh (cuyas mejores virtudes, de todos modos, me parece prácticamente imposible trasladar al lenguaje cinematográfico), más de un cuarto de siglo después de la plana, académica miniserie televisiva que aún recuerdan como un evento mítico los espectadores con edad y memoria suficiente. Pues bien, contraviniendo su función natural, el estridente tráiler en cuestión operó en mí un drástico efecto disuasorio. Creo que me limitaré a releer la novela, y sin duda saldré ganando.

jueves, 30 de octubre de 2008

Gran Serge


Cuando yo era niño, conocía bien la melodía de “Je t’aime, moi non plus” porque la televisión española recurría a ella invariablemente cuando quería sugerir intercambio carnal. No tenía ni idea de que había sido compuesta por Serge Gainsbourg, ni desde luego sabía qué era lo que susurraban en francés sus intérpretes, un chico y una chica, entre gemido y gemido. Más tarde, ya adolescente, vi en uno de esos ciclos de La 2 que ya no se estilan una mediocre película de Claude Berri, “Je vous aime”, cuya banda sonora incluía varias canciones de Gainsbourg que él mismo cantaba a dúo con una Catherine Deneuve a la que la naturaleza ha dotado de todas las virtudes imaginables salvo la capacidad de afinar. Para un chaval en edad difícil y que acababa de quedar deslumbrado con la chanson gracias al desgarro de Jacques Brel y el lirismo de Brassens, aquel tal Gainsbourg era poco más que un frívolo y un rijoso.


Ha sido hace poco cuando he vuelto sobre el músico franco-ruso, y sólo lamento haber vivido tanto tiempo en el error de creer que no me estaba perdiendo nada del otro jueves. Cuanto más lo escucho, más admiración me causa su genio peculiar y desviado. Se ha convertido ya sin duda en mi autor pop preferido, y me río cuando hablan de la profundidad de Bob Dylan (profundidad de pacotilla) o del talento melódico de Paul McCartney (sin comentarios). Las canciones de S.G. me divierten (a veces hasta la carcajada), me emocionan, me sorprenden, me erotizan y hasta pueden darme un poquito de repelús, y todo eso es mucho más de lo que ha conseguido ninguno de sus semejantes. Además, me fascina su físico, la única combinación verdaderamente lograda que conozco entre lo grotesco y lo exquisito. Sus ojos de batracio en viaje de LSD, sus labios hinchados y un poco húmedos, sus orejas despegadas y el histrionismo desplegado al acercarse un cigarrillo a la boca se combinaban para crear verdadera magia. Y su manera de resultar realmente trasgresor sin perder la elegancia es en sí misma un talento que nadie podrá negarle jamás.


Fijémonos, por ejemplo, en “Les sucettes”, compuesta allá por 1966. France Gall, una jovencita que no llegaba a los 20 años y de aspecto tan delicioso e inocente como un pastelito de limón, fue la encargada de interpretar este tema cuya letra explicaba el caso de una tal Annie, quien adoraba chupar los pirulíes que compraba por unos “pennies”, y que se encontraba en el paraíso cuando el azúcar con gusto a anís de los pirulíes se deslizaba por su garganta. El subtexto estaba tan claro que no creo que haga falta explicarlo, pero por si acaso no tiene desperdicio el vídeo-clip que se rodó para la televisión francesa (insisto: ¡en 1966!), en el que Gall es flanqueada por unas fálicas golosinas de tamaño natural ejecutando su delirante coreografía, con insertos de primeros planos de muchachas dándole al chupeteo. A pesar de todo, mademoiselle Gall pronto excluyó la canción de su repertorio, según se dijo enfadadísima al enterarse de la sucia verdad. Cuesta mucho trabajo creer que no se hubiera dado cuenta antes por muy joven e inexperta que fuera, y más aún que nadie la hubiera advertido de ello, pero en fin. Lo mejor de todo es que, cuando a la susodicha le preguntaron en una entrevista por qué había dejado de cantar “Les sucettes”, uno de los mayores éxitos de su carrera, su respuesta fue: “Ya no es propia de mi edad”. Remarco en esta frase la palabra “ya”.


Recordemos también que Brigitte Bardot grabó la primera versión del mencionado “Je t’aime, moi non plus”, de lo que se arrepintió de inmediato, y fue entonces cuando Jane Birkin tomó su testigo como partenaire artística y sentimental del autor. Tanto mejor: las delirantes “Bonnie & Clyde” e “Initials B.B.”, cantadas a dúo con la actriz de “…y Dios creó a la mujer”, son lo que menos me interesa de su obra. Birkin era la musa e intérprete perfecta para S.G.: no tenía (ni tiene) ninguna voz, por lo que convertía los tonos agudos en afónicos estertores, y su rostro era absolutamente inexpresivo, pero poseía un sex-appeal fresco, natural y desvergonzado y una generosa vitalidad. Las imágenes en las que ambos bailan “La décadanse” son inolvidables: él arrima su pelvis al culo de ella, quien, sin dejar de sonreír, aparta una y otra vez esa mano que se posa en su pecho obstinadamente.


No tuvo reparos en asumir sucesivamente las claves de modas musicales como el rock, el ye-ye, la psicodelia, el disco, el funky e incluso (horror) el reggae, con una distancia irónica que lo ha mantenido a salvo de las fechas de caducidad. Sus letras, retorcidas, coquines, pródigas en unos juegos de palabras al mismo tiempo burdos y refinados, son puro dadaísmo (ver mi entrada sobre Duchamp, Man Ray y Picabia en este mismo blog). Entre los trabajos de S.G. que más me gustan, citaría las evocadoras “La javanaise” y “L’eau à la bouche”, junto con “Elaeudanla teïteïa”, “Le poinçonneur des Lilas”, “Comic strip”, “L’anamour”, “La chanson de Prévert”, “Dieu est un fumeur de havanes” (atención, por favor, al vídeo: a cómo su brazo atenaza e intenta atraer a una rígida, incomodísima Deneuve), “Je suis venu te dire que je m’en vais” o “Lemon incest”. Cada una de ellas es a su manera una lección de saber vivir. Todas están espléndidamente escritas y contienen toneladas de originalidad, malicia y bravura. Pero, sobre todo, son para mí modernidad en estado puro.


No es posible ser más moderno ni más sofisticado que Serge Gainsbourg. Esta afirmación es algo que un adolescente jamás podrá comprender: hace falta llegar al menos a los treinta años para asumir todo su alcance.

viernes, 24 de octubre de 2008

Colección de tesoros



Crítica de arte que puliqué el 17 de octubre de 2008:




El Museo Guggenheim de Bilbao organiza con cierta frecuencia exposiciones de vocación decididamente clásica. Es el caso de esta “Todas las historias del arte”, bonito compendio pródigo en piezas de importancia indiscutible, gracias al cual el Kunsthistoriches Museum de Viena ofrece con orgullo su mejor perfil.

Colección de tesoros

Para nadie es un secreto que no se trata de la primera vez que el Guggenheim acoge una exposición cuyo contenido desafía la función que se supone a esta suerte de catedral moderna del arte, y de seguro que los réditos proporcionados por esta astuta flexibilidad estratégica nos asegurarán nuevos ejemplos en el futuro. Ni siquiera es una novedad que se exhiba una selección de fondos otros museos, esta vez clásicos, como ocurrió con las exposiciones dedicadas al Ermitage de San Petersburgo o a la Graphische Sammlung Albertina. Del mismo modo que se ha discutido sobre si el Guggenheim era el lugar apropiado para una muestra de motocicletas o de diseños de un modisto italiano que ni siquiera está muerto (¡ni aún retirado!), es legítimo discutir el sentido de que Rubens comparta espacio con el pop-art o los jóvenes valores de la escena artística vasca. Legítimo y quizá hasta oportuno, aunque por mi parte al plantearme estas cuestiones siempre acabo sumergido de lleno en la culpabilidad, ya que por lo general cuando me asaltan tales dudas ocurre que acabo de estar disfrutando sin complejos de una de esas exposiciones de ubicación tan “dudosa”. Así que, puesto que prefiero resultar transparentemente contradictorio que hipócrita, comenzaré estas líneas expresando mi admiración hacia quienes tienen el valor de trasladar al foro público controversias tan espinosas, y también admitiendo mi deseo íntimo de que en el Guggenheim, o donde sea, podamos seguir recreándonos con trabajos tan primorosos como “Todas las historias del arte”.


La exposición reúne dos centenares de piezas (pinturas sobre todo, pero también esculturas, y objetos diversos) procedentes del Kunsthistorisches Museum de Viena. Dicho museo fue inaugurado a finales del siglo XIX con el fin de divulgar la calidad y grandeza del patrimonio artístico reunido por la dinastía de los Habsburgo, en especial por el archiduque Fernando II del Tirol, el archiduque Leopoldo Guillermo, Rodolfo II y Carlos VI. El arte europeo del renacimiento y el barroco constituyen la espina dorsal de la colección, que también incluye una extensa selección de piezas medievales, griegas, romanas y egipcias. Además de la pinacoteca, los fondos del Kunsthistorisches Museum incluyen una colección de antigüedades clásicas, armaduras, carruajes, tesoros reales, numismática o instrumentos musicales. De casi todo ello hay adecuada representación en la muestra que nos ocupa, que ha contado además con la labor curatorial de Carmen Jiménez y Francisco Calvo Serraller.



En coherencia con la naturaleza del material exhibido, la exposición se estructura convencionalmente en seis bloques que representan los principales géneros artísticos de la Historia del arte. Así, en el Retrato se muestra, junto a varias hermosísimas esculturas clásicas y de la antigüedad egipcia, pinturas de Velázquez, Tintoretto, Michel Sittow, Sofonisba Anguissola (sutil autorretrato) o Holbein (impresionante Jane Seymour). Historia, Religión y Mitología reúne entre a otros a Tiziano, Cranach el Viejo, Rubens, Gentileschi o Durero, casi siempre en torno a escenas del Viejo y el Nuevo Testamento. En Desnudo tenemos de nuevo a Tiziano, junto a Veronés o Palma el Viejo, con unas soberbias Ninfas bañándose. En Naturaleza Muerta destaca un Arcimboldo poco visto, Fuego, de la serie de cuadros sobre los cuatro elementos, de los que hoy en día sólo se conoce el paradero de tres. Por fin, en Paisaje encontramos trabajos muy representativos de autores como Patinir, Van Goyen o Gainsborough.



Como se ve, la exposición se encuentra bien surtida de grandes nombres -y buenos trabajos de los mismos, hay que añadir- aunque el nulo riesgo conceptual asumido presentaría el riesgo de desalentar pronto a los más sedientos de estímulos novedosos, si no fuera por la selección de objetos que adereza con gran efectividad cada una de estas secciones. Entre ellos comparece algún yelmo más bien sobrio, alguna coraza de armadura, varias monedas de diferentes épocas y procedencias, que aparecen algo deslucidos entre la brillante selección pictórica, pero también ciertas reliquias más raras y sugestivas: pequeños arcones y bandejas lujosamente ornamentadas, y botellas, y vasos tallados en cristal de roca u obtenidos a partir de un gran cuerno, y relojes de sol, y estatuillas decorativas de animales, y lo mejor, unos irresistibles paisajes elaborados por Castrucci a modo de mosaico con delicadas piezas de ágata y jaspe.
El efecto final que percibe el espectador es el de haber tenido acceso a una rutilante colección de tesoros personales, aunque el propietario de la misma no se muestre por ninguna parte para desempeñar su papel de anfitrión y no quede otro remedio que sustituirlo por la socorrida audioguía. Sumamente abarcable por su discreta extensión, la muestra se contempla siempre con agrado, y a menudo con deleite de elevada intensidad. Sospecho que disfrutarán especialmente de ella los amantes de los objetos, ámbito en el que, como he explicado, se asiste a algunas de las principales sorpresas. Quienes estén particularmente interesados en el arte renacentista y barroco también encontrarán motivos adicionales de satisfacción.



No está tampoco de más destacar que el Guggenheim Bilbao organizó a principios de octubre, como complemento de la exposición, sendas conferencias de Francisco Calvo Serraller y el director del Kunsthistorisches Museum, Wilfreid Seipel, que versaban respectivamente sobre los géneros en la Historia del arte y los fondos y colecciones del museo vienés. Una magnífica iniciativa de divulgación que por sí sola podría bastar a los menos exigentes (entre los que imagino que me cuento) para disculpar la elasticidad con la que el Guggenheim asume el rango cronológico del arte inscrito en su radio de acción.

jueves, 23 de octubre de 2008

Más Buñuel


Creo haber deslizado ya en alguna ocasión que Buñuel es uno de mis directores de cine favoritos. Durante bastantes años, prácticamente desde que comenzó mi adolescencia hasta hace relativamente poco (eso es la mitad de mi vida), si me hubieran preguntado quién me parecía el mejor director de la historia, habría respondido sin dudarlo un segundo: “¡Luis Buñuel!”. Ahora ocurre sencillamente que no tendría una respuesta para esa pregunta, que encuentro sin más pueril y arbitraria.

En todo caso, cualquier cosa que tenga relación con Buñuel, su obra y su vida sigue interesándome de manera sistemática. Por eso, cuando descubrí en la biblioteca de un amigo el libro que sobre él escribió un tipo llamado Carlos Barbáchano, me apresuré a tomarlo prestado. Después me lo ventilé en los dos trayectos de un viaje Madrid-Bilbao-Madrid, a pesar de que desde sus primeras páginas quedaba claro que se trataba de una estafa. Mediocremente escrito, no ofrecía otra cosa que unos superficiales análisis de algunas de las películas del genio aragonés, mal cosidos a diversos retazos de otros libros escritos con anterioridad sobre el mismo tema. La tercera parte del texto procedía directamente de “Mi último suspiro”, las memorias de Buñuel redactadas por Jean-Claude Carrière a partir de sus largas conversaciones con el director. Tras decirme –una vez más- que nada de lo que hasta ahora se ha escrito sobre Buñuel resulta más profundo, más hermoso, más revelador y elocuente que su propia autobiografía, la rescaté para releerla por cuarta ó quinta vez. Más me habría valido empezar directamente por ahí.

“Mi último suspiro” (buscadlo en DeBolsillo, por un módico precio acorde con la edición) no sólo resulta un documento valiosísimo para todos los que se llaman a sí mismos amantes del cine, sino que funciona maravillosamente en otros dos planos esenciales. En primer lugar, se trata de un libro de una calidad literaria fuera de lo común. Combinando la ironía seca con un intenso poder evocador, Buñuel habla en primera persona a través de los recursos de Carrière, que se las arregló admirablemente para reproducir la esencia del personaje mediante un afortunado parti pris formal. Lo cual nos lleva a la segunda gran virtud del volumen: como retrato de un ser humano real resulta insuperable, tan vívido y complejo que el lector no deja de maravillarse incluso cuando pueda encontrar desquiciadas algunas de las reflexiones o comportamientos descritos por Buñuel.

Con Tristana descubrí el cine de Buñuel cuando yo aún era un niño, y de inmediato me sentí cercano a aquel mundo temático y estilístico, como si hubiera algo en él que me representaba. La sensación fue aumentando a medida que descubría otras de sus películas (Viridiana, Los Olvidados o Nazarín, entre las primeras; o Belle de jour, que me pareció el colmo de la elegancia visual y que vi recién llegado de unos ejercicios espirituales del colegio), y alcanzó el paroxismo cuando al fin cayó en mis manos el libro que nos ocupa. Lo cual es, en realidad, bastante extraño, porque bajo casi todos los puntos de vista Buñuel y yo tenemos poquísimas cosas en común. No puedo reconocerme en su obsesión religiosa, ni en su odio por la ciencia y la información. De su relación con el sexo, ni hablamos. Y, sin embargo, no hay ningún director de cine con el que haya sentido tal grado de empatía. Comparto con él, además, sus estrictos criterios para valorar el arte y muchos de sus gustos personales (los bares, los aperitivos, el dry-martini, el misterio, Toledo, la regularidad, el psicoanálisis), y sobre todo una de sus principales paradojas, la basada en compatibilizar una aversión digamos racional y moral contra los pilares de la burguesía con una tendencia innata al orden y el confort inequívocamente derivados del estilo de vida burgués. Pero sospecho que todo esto no son más que detalles mínimos, y que algún día llegaré a desarrollar el suficiente grado de autoconocimiento para descubrir cuál es exactamente el núcleo de lo que me vincula tan íntimamente con el universo buñuelesco. Como pista (para mí mismo, y también para los demás), nunca puedo dejar de asombrarme cuando en “Mi último suspiro” se cuenta cómo, invitado en una lujosa fiesta de Navidad en el Hollywood de los años 30, Buñuel reaccionó ante la declamación por parte de un actor español de unos versos patrióticos destrozando a la vista de todos el árbol navideño de sus anfitriones, con todos sus regalos colgando. No creo que yo fuera capaz de semejante gesto, que me causa una admiración ilimitada… y también bastante envidia. Hay otras anécdotas similares en el libro, que a algunos podrán producir incomprensión, divertirán a muchos y horrorizarán a otros, pero que yo sobre todo desearía haber vivido. Entre los mejores capítulos, destacan los dedicados a la medieval infancia aragonesa, al surrealismo, o a la guerra civil española, tan rico este último que hay encapsuladas en él no menos de diez gérmenes de otras tantas novelas.

También se infiltran en el texto como la grasa en un buen entrecot, a menudo casi imperceptibles, carentes de todo exhibicionismo, una serie de sutiles reflexiones sobre cuestiones como el amor, el deseo, la amistad, la estética, las clases sociales, el trabajo, la propia existencia humana, que acaban por conformar toda una concepción del mundo, mucho más consistente, y por descontado mejor transmitida, de lo que pueden soñar algunos filósofos.

Leed “Mi último suspiro”, y muy posiblemente encontraréis vuestra razón para admirar a Buñuel, y para sentiros al mismo tiempo cercanos a su mundo, y a años luz de él.

lunes, 20 de octubre de 2008

El coco, otra vez

Estilismo tropical en uno de los momentos cumbre del show

La semana pasada acudí el Teatro Compac Gran Vía de Madrid para ver la reposición de “Cómeme el coco, negro”, de La Cubana. Si no me equivoco, la obra se estrenó por primera vez hace casi veinte años. Desde entonces ha llovido mucho en nuestro país, y en este tiempo se han sucedido los puntos de inflexión, juegos olímpicos de Barcelona incluidos. Ni siquiera La Cubana es ya lo que era: sospecho que no queda en la compañía uno solo de los actores del reparto original. Es muy probable que esto afecte negativamente al resultado final: por muy buenos que sean los nuevos cómicos, sería imposible reproducir la frescura de una gente que estuvo implicada en el proyecto desde su misma génesis.

Pero, de algún modo, me parece que el show también ha ganado en otro sentido: quedando más lejos los tiempos dorados del music-hall y la cutrez entrañable de la revista tipo Paralelo, la pieza adquiere un carácter testimonial que antes quedaba más diluido y, por comparación con su entorno actual, la comicidad tierna y vulgar del texto, escenografía e interpretaciones destaca de un modo más evidente.

Por ir directo a la cuestión: lo pasé muy bien sentado en mi butaca. Me reí y aplaudí unas cuantas veces, habiéndome prestado sin reparos al juego que se me proponía. Ni un segundo de aburrimiento en todo el espectáculo, parece haber sido el propósito que se establecieron sus creadores, y que se ha respetado escrupulosamente en este reestreno. Se grita constantemente, se abusa de lo chabacano, hay también instantes fugaces de ternurismo, eso es verdad. Pero el tedio no aparece por ninguna parte, y en cambio sí lo hacen la imaginación y la perspicacia, que son realmente la espina dorsal del montaje. Algunos de los actores son verdaderamente estupendos, clavando sus tipos con notable inventiva. Es fácil augurarles un porvenir tan luminoso como el que tuvieron algunos de sus predecesores.

En fin, que hay que ver este nuevo-viejo “Cómeme el coco, negro”. Un reencuentro de ésos que dan gusto.

jueves, 16 de octubre de 2008

El actor y la máscara


¿A quiénes pertenecen los rostros enterrados bajo el látex y la pintura?


Hace cinco años, Nicole Kidman ganaba el Oscar a la mejor actriz por una interpretación relativamente secundaria en una enfática peliculita en la que encarnaba a Virginia Woolf ayudada por una chirriante prótesis nasal que ni siquiera la hacía parecerse más al personaje. En la siguiente edición, Charlize Theron se hacía con el mismo premio por retratar a una psicópata real con un potingue que emborronaba su cutis de modelo y una dentadura postiza que parecía tener vida propia (y querer utilizarla para escapar a toda costa de la boca donde la habían encerrado).


Ya en 2008, la actriz francesa Marion Cotillard ha reincidido gracias a una imitación de Edith Piaf consistente en afectar la voz que tendría un bebé cazallero si tal cosa existiera y enterrar completamente su bonito rostro en una máscara de goma. La tradición de trabajos actorales que deben en gran medida al maquillaje las alabanzas y los premios obtenidos es larga, aunque, como en todo, en esto también existen los hitos: imposible olvidar a Jon Voight, sencillamente grotesco en “Pearl Harbor”. En teoría interpretaba al presidente Franklin D. Roosevelt, pero en la práctica parecía un atracador de bancos enmascarado (ver “Le llamaban Bodhi”) a punto de ejecutar su próximo golpe.
En realidad, esto de las interpretaciones-látex no es otra cosa que la manifestación específica de un fenómeno más amplio, el de las interpretaciones-Cruz-y-raya. En este tipo de trabajos, el actor y su director asumen la tarea de representar a un personaje real y, a sabiendas de que existen alternativas más vistosas y sencillas de abordar que la construcción de un ser humano reconocible, mimetizan los gestos del referente en cuestión, tratan de reproducir su timbre de voz y su acento, y para todo lo demás se solicita la intervención del departamento de maquillaje. Por lo general, no aprecio en el resultado más mérito que el de una imitación de las que llevan a cabo los muchos dúos cómicos de este nuestro país (de ahí el nombre aplicado a tal escuela interpretativa), pero en términos de galardones resulta decididamente rentable. Ahí tenemos a Javier Bardem en “Mar adentro”, a Jamie Foxx en “Ray”, a Cate Blanchett como Katharine Hepburn en “El aviador”, a Anthony Hopkins en “Nixon”, a Philip Seymour Hoffman (¡qué actor tan repelente!) en “Capote”... El reciente Fidel Castro según Demián Bichir visto en “Che. El argentino” es la última incorporación a la lista que recuerdo. El cine americano es donde más abundan las interpretaciones-Cruz-y-raya en general y su modalidad látex en particular, aunque, como hemos visto, no es ése su único hábitat. Por desgracia, Europa participa cada vez más del fenómeno. Según tengo entendido, los franceses nos amenazan ahora con un biopic de la escritora Françoise Sagan de la que las reseñas afirman que la joven actriz Sylvie Testud “lo borda”. Me asaltan sudores fríos.
Contra esto se argumentará que toda actuación viene reforzada por una labor caracterizadora, y que al fin y al cabo estamos hablando de una cuestión de grado, pero yo identifico perfectamente el salto cualitativo que se produce entre un tinte capilar y una cara de caucho, entre un determinado tono vocal y una voz de falsete y, más sustancialmente, el abismo que separa la interpretación de la imitación.

Más aún que las carencias de talento -que también-, lo que la careta esconde es la vulgaridad personal del intérprete. Los actores de verdad, los que poseen personalidad y carisma, son aquéllos que dominan el oficio de ser otros sin dejar al mismo tiempo de ser ellos mismos. Saben bien que no deben caer en la tentación del látex, porque lo que el público desea por encima de todo es verlos a ellos, así que cuanto más reconocible aparezca el actor más se deleitará a la platea. ¿Alguien se imagina a Carmen Maura, a Michael Caine, a Julia Roberts con sus rasgos cubiertos por prótesis, forzando las cuerdas vocales, impostando gestitos? Más aún: ¿existe alguien que quiera asistir a eso? Cuando la Roberts protagonizó “Erin Brockovich” (película que, por otra parte, no aprecio especialmente) interpretaba a una mujer extraída de la vida real manteniendo su propia y luminosa esencia, sin tratar ni por un momento de engañarnos con malabarismos de tercera, y la credibilidad que aportaba al personaje era indiscutible. A Helen Mirren le bastaba una discreta peluca, el vestuario y su talento para que nos creyéramos ante Isabel II de Inglaterra, a la que físicamente no se asemeja demasiado. Por desgracia, este tipo de ejemplos resultan cada vez más excepcionales; por eso se agradece tanto cuando un director y unos productores con coraje eligen los actores adecuados en lugar de embutir a la estrella disponible en una férula gomosa, de manera que podamos seguir creyendo que la interpretación es ante todo el arte de representar la vida.

lunes, 13 de octubre de 2008

Como una imagen


Crítica de arte que publiqué el 10 de octubre de 2008:



La galería madrileña Distrito Cu4tro dedica uno de sus dos espacios a exhibir diversas piezas de Iñaki Gracenea, uno de los artistas vascos más notables de su generación. Reflexión sobre la imagen y los códigos a través de los cuales ésta se construye y adquiere significado.




Hace tiempo que Iñaki Gracenea (Hondarribia, 1972) se ha consolidado como uno de los artistas vascos contemporáneos que cuentan. Es habitual su presencia en certámenes y exposiciones colectivas, como la recién finalizada en Barcelona Eppur si mouve, Existencias (MUSAC, 2007) o la cartografía del arte vasco Incógnitas (Museo Guggenheim de Bilbao, 2007). Asimismo, entre los museos que han adquirido su obra destacan el mencionado MUSAC y el gasteiztarra ARTIUM.

Tiempo, espacio e imagen conforman la tríada temática sobre la que parecen pivotar sus inquietudes, al menos de manera más reciente. Así, en Package Room (2005) presentaba una instalación que recreaba una estancia de paredes serigrafiadas con una abigarrada trama oscura que ofrecía múltiples connotaciones y significados. Desde un punto de vista denominativo, se hacía referencia a las casas prefabricadas que ideó Walter Gropius, arquitecto fundador de la Bauhaus, aunque sus ambiciones conceptuales parecían ir algo más allá, sugiriendo ciertas inquietudes sobre la posibilidad de sustraerse del tiempo a través de la construcción y ocupación de los espacios interiores. La dialéctica de los mundos paralelos que residía en el núcleo de este trabajo agudo y complejo era retomada poco después en Rambling space (2005), que partía de similares premisas para llegar aún más lejos, ya que el medio elegido por Gracenea adoptaba la forma de un vídeojuego tridimensional de plataformas. El espacio definido era en esta ocasión íntegramente virtual, y el espectador lo habitaba poniéndose a los mandos electrónicos para convertirse en jugador. La apuesta tenía algo de chocante y movía al alzamiento de ceja, pero también constituía el siguiente paso lógico a tomar en la progresión iniciada por el artista hacia una mayor depuración del espacio abstracto.

El trabajo que ahora se presenta en el madrileño Espacio Distrito Cu4tro no abandona la mayor parte de las inquietudes que dieron lugar a tales precedentes, aunque las elecciones formales de Gracenea poseen un sesgo más convencional, mientras su campo de reflexión parece desplazarse ligeramente, o al menos ensanchar sus contornos. Con P/M/P nos situamos ante un vídeo y una decena de cuadros realizados mediante el empleo de distintas técnicas. El recurso común a todas estas piezas consiste en la representación de imágenes tomadas en locales anónimos por supuestas cámaras de seguridad. Así, los cuadros parecen meras ampliaciones de frames obtenidos de dichas cámaras, mientras que el vídeo se resuelve a través de un breve montaje de secuencias que parecen directamente robadas a los monitores de vigilancia. En todos los casos está presente el grano sucio, la deficiente calidad que asociamos ineludiblemente con este tipo de soportes. Los instantes captados podrían ser banales o todo lo contrario, según la interpretación del espectador. En particular, destaca el ingenioso artefacto contenido en el vídeo, donde una serie de actos simples pero de algún modo furtivos, y por tanto sospechosos, se repiten una y otra vez sin que el espectador pueda librarse de la frustración de no haber logrado descodificar por completo un significado que intuye revelador.

Si en Package Room un enorme letrero (No time) pretendía sugerir la disolución de la dimensión temporal, o sencillamente advertía que el tiempo concedido se había terminado, en esta ocasión la fecha y la hora del momento en cuestión se superponen a las imágenes digitales formando parte indisociable de ellas. Y la imagen no es ya una creación virtual, sino que procede de la realidad misma, filtrada por el sistema de signos derivados del contexto seleccionado por el artista. Este tránsito de la abstracción atemporal a la inmediatez del aquí y el ahora llevado a cabo por Gracenea supone también una manera de llegar más lejos en la cualidad desasosegante de su análisis. La imagen que se interpreta como aséptica remite de inmediato al concepto información, que se ha convertido ya en uno de los pilares básicos de las sociedades modernas. En sus años finales de anciano pesimista y extrañamente visionario, Luis Buñuel no dudaba en considerar a la Información como uno de los orígenes de los males que aguardaban a la humanidad, junto con la Superpoblación y el Terrorismo. Lo que hace treinta años sonaba a obsesión senil, hoy en día adquiere plena vigencia cuando comprobamos hasta qué punto se entrecruzan los tentáculos de estas tres hidras, y cómo han cambiado las cosas (y cuánto pueden cambiar aún) desde que se produjo ese salto cualitativo llamado internet. Las fantasías distópicas que surgen de vez en cuando en el campo de la ficción literaria o cinematográfica acostumbran a tener muy en cuenta la sed de información, y en ellas cada mínimo pormenor de la actividad humana es registrado por cámaras y contemplado inquisitivamente por un ojo que pretende apropiarse de nuestros pensamientos como se apropia de nuestra imagen.

Sobre todo ello, y seguramente sobre algunas cuestiones más, parece meditar Gracenea con la exposición que nos ocupa. Interesante propuesta cuya principal virtud consiste en reflexionar sobre las imágenes y la sociedad de la información basándose precisamente en aquello que se nos está escamoteando, es decir, lo que las imágenes no logran aprehender y se mantiene al margen de toda representación informativa.

viernes, 10 de octubre de 2008

La aventura es la aventura

Volver a la casa de mis padres es una experiencia que suele generarme sentimientos variados y a menudo contradictorios. En algún momento me gustaría emitir unas pocas impresiones sobre la familia (no necesariamente sobre la mía, sino sobre la institución en general), que es un tema que siempre me ha fascinado. En algún momento que no sea este, desde luego.

En fin, lo que ahora procede es explicar que he aprovechado unos días de las últimas vacaciones, entre viaje y viaje, para visitar a mis padres en su casa de veraneo, en Plentzia. Plentzia es un pueblo de la costa cantábrica donde abundan las segundas residencias de bilbaínos (jubilados y matrimonios jóvenes con niños es lo que más se ve últimamente), y cuyos principales activos son una playa aceptable, una práctica conexión con Bilbao vía metro y una notable abundancia de fiestas populares en los meses de verano. Cuando hace mal tiempo, lo que sucede muy a menudo, nadie en su sano juicio va a la playa (los vizcaínos, como todo el mundo sabe, son de costumbres fijas, además de fieles seguidores de las leyes de la lógica) y dada la ausencia de alternativas el aburrimiento se adueña del lugar. Los veraneantes deambulan de una a otra de las escasas cafeterías que hay en el pueblo para ser horriblemente atendidos por camareros aún más hastiados que ellos, y se quejan del tiempo que les está tocando como si fuera la primera vez en su vida que se enfrentaran a una semana de nubes y chaparrones en pleno agosto, como si estuvieran en Tenerife y hubieran escogido este emplazamiento precisamente por su clima privilegiado. Hay algo conmovedor y muy representativo del carácter local en esta procesión de zombies gruñones que debería ser rescatada como atracción turística. Sobre todo, ilustra a la perfección el motivo de que la mitad de los vascos emigren a Benidorm en cuanto tienen edad de hacer lo que realmente les apetece.
Mi visita coincidió precisamente con una de estas crisis climáticas, así que decidí buscar algún recurso con el que entretenerme en el Pueblo de los Malditos, evitando así contagiarme de la mala hostia generalizada. Entre los variados sentimientos que mencionaba en las primeras líneas de este texto ocupan un lugar importante la nostalgia y la curiosidad, a las que me entregué con entusiasmo. Rebuscando entre los trastos que me pertenecían cuando yo era niño, y que mis padres todavía guardan dentro, encima y debajo de diversos armarios, encontré la colección completa de álbumes de Tintín, que no releía desde los años 80. Perfectamente ordenados como era mi antigua costumbre (con el tiempo he ido descubriendo en mí una creciente tendencia a la anarquía que antes ignoraba), y en excelente estado de conservación. Esto último se debe sobre todo, imagino, a que mis sobrinos no parecen demasiado interesados en los libros, así que no se han molestado en investigar qué contenían aquellos cuadernos de lomos amarillos.
Devoré los tintines como si fueran palomitas de maíz. Aprecié especialmente la calidad de los dibujos, de un gusto y una inventiva fuera de lo común. El castillo de Moulinsart, el cohete con destino a la luna, los barcos, aviones y hoteles ideados por Hergé a partir de modelos reales merecen por derecho propio un puesto entre las obras maestras de la iconografía del siglo XX. La narración es impecable y, pese a la absoluta ausencia de elementos novelescos, psicológicos o sentimentales, atrapa al lector. Pero, sobre todo, reencontré aquello que me cautivaba de niño, y es la pasión por la aventura, la aventura gozosa y gratuita. Las coartadas de Tintín, Milou y Haddock para zambullirse en ella son tan leves e irrelevantes que se esbozan en las primeras viñetas y después se olvidan rápidamente, así que basta la satisfacción que generan las propias peripecias, el ansia por saber cuál será la siguiente que nos espera, para que el interés no decaiga ni un instante. Como la aventura va inseparablemente unida a los viajes, para un niño que apenas había llegado más allá de donde el coche familiar era capaz de transportarlo la oportunidad de seguir al reportero del tupé por China, Egipto, Centroamérica o el Congo constituía un regalo impagable, además de sembrar la sospecha de que allá fuera existe un mundo vastísimo que debe ser explorado a toda costa. Por ello creo firmemente que Tintín contribuyó a modelar todo lo que ahora soy a partir de la inestable materia infantil mucho más que los Escolapios o los payasos de la tele (menos mal).
Algo he escuchado acerca del proyecto de Steven Spielberg de adaptar los comics de Hergé al cine, aliado con Peter Jackson. Proyecto que, según noticias de última hora, se ha paralizado por problemas de financiación. Encuentro que el interés de Spielberg por el personaje de Hergé era una obviedad que caía por su propio peso. En realidad, S.S. ya ha realizado su adaptación con las cuatro entregas de Indiana Jones: el arqueólogo americano no es más que un Tintín al que se ha añadido sexualidad, familia y, ay, vulnerabilidad frente al paso del tiempo. Me di cuenta de ello hace unos meses, viendo “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal” cuando Indy es acechado por un par de ojos que surgen de entre las sombras de una construcción funeraria maya. Descubrí que aquel breve plano estaba ya en mi subconsciente, pues Hergé lo había dibujado mucho antes que los story-boarders de Spielberg.
Se ha criticado en Hergé un racismo palmario y colonialista, y he de admitir que cuesta rebatir esta acusación sin prescindir de la honestidad. No encuentro nada de xenófobo en sus comics, si por xenofobia entendemos miedo o rechazo a los extranjeros, como establece la etimología. Pero sí es cierto que ya se trate de negros (Tintín en el Congo), gitanos (Las joyas de la Castafiore) u orientales (El loto azul), entre otros grupos étnicos, el tratamiento otorgado a los comparsas es de un paternalismo sonrojante. En mi opinión, esto se debe a que Hergé no podía evitar (ni lo deseaba, seguramente) que su obra fuera en el fondo un producto netamente burgués, fiel reflejo de sí mismo. Del mismo modo que Moulinsart encarna el paraíso habitacional soñado por las clases medias occidentales, todos los perjuicios de las mismas aparecen representados en las páginas de Tintín, aunque sea en parte domesticados por el sentido común y (de nuevo) el buen gusto del creador belga. Creo que, por fortuna, esta faceta de la obra de Hergé ha dejado en mí menos poso que las otras.
Cuando cerré el último álbum me sentí afortunado por haber disfrutado de una alterativa a la playa mucho más sugestiva que la limitada ruta de bares de Plentzia. Y también ansioso por comenzar el próximo viaje, la próxima aventura, que es siempre la más importante.
Una curiosidad: secuencias de las dos únicas películas sobre Tintín rodadas en imagen real hasta el momento. El estilismo no tiene desperdicio:

http://www.youtube.com/watch?v=GgBp5eh06J0

http://www.youtube.com/watch?v=csc4jRSGKhg&feature=related

lunes, 6 de octubre de 2008

Garci y el nacionalismo

"Agustina de Aragón". Gracias a Garci, vuelve Cifesa

Con motivo del estreno de "Sangre de Mayo", se escucha en la región madrileña (en otras partes, no sé) abundantes protestas por el hecho de que el elevado coste de la producción haya sido sufragado por la institución pública que realizó el encargo, la propia Comunidad de Madrid. Al parecer, la película dirigida por José Luis Garci –que no he visto y admito no sentirme tentado de ver- añade tintes épicos a los Episodios Nacionales de Galdós para rememorar los hechos sucedidos en la capital española en el mes de mayo de 1808, cuando el pueblo se sublevó contra el ocupador francés empleando consignas tan edificantes como “¡Vivan las caenas!”. Daoíz, Velarde, Manuela Malasaña, sus tijeritas de costura y demás.

Curioso, el caso de Garci: cuando uno lo escucha hablar, deduce que los modelos de su cine se sitúan entre los grandes maestros del Hollywood clásico –Ford y Hawks sobre todo, y también Cecil B. de Mille-, pero a lo que en realidad se parecen sus películas es a lo que habría hecho un Luis César Amadori (director de “¿Dónde vas, Alfonso XII?”) que tratara de copiar a Dreyer. Cualquiera que haya visto marcianadas como “Canción de cuna”, ““El abuelo” o “Historia de un beso” sabrá de lo que hablo: con la posible excepción de Quentin Tarantino, no se me ocurre ningún director que asuma con tanto desparpajo sus referencias y que al mismo tiempo realice una obra de apariencia personal e inaudita, e ineludiblemente identificable con su creador. Muchas son, por otra parte, las diferencias entre Tarantino y Garci: una de ellas, que a Tarantino lo copian a su vez medio centenar de directores cada año, mientras que al segundo nadie muestra interés en copiarlo. Lo cual no sirve sino para volverlo más radical en su postura, y de algún modo también más entrañable.

Como parte de la promoción de “Sangre de Mayo”, el diario ABC publicaba el pasado 1 de octubre una entrevista a doble página con Garci, en la que el director aprovechaba para emitir unas confusas reflexiones acerca del carácter español (que es, por supuesto, envidioso; y específicamente siente envidia de él) y una de sus grandes tragedias, y es que “hay una especie como de ir a la contra” (sic). Pero antes el periodista, al que le va la marcha, le dirige, como quien con toda intención vierte un chorrito de gasolina sobre una hoguera, el siguiente comentario: “Le lloverán cuchillazos como de “nacionalista español…””. Y aquí es donde viene la parte más jugosa de la entrevista, cuando Garci se empantana en un extraño monólogo del que, a falta de espacio para transcribirlo íntegramente, reproduciré unos fragmentos representativos: “Ojo, si eres un nacionalista de otro lugar que no sea de tu país, si eres un nacionalista gallego, vasco, catalán, mallorquín o no sé qué… eso está bien visto. Que te envuelvas en esa bandera está bien visto, pero si a ti te gusta la tuya y tu país está mal”. “Es como si tú tienes dos hijos y te dicen: “Oye, la mitad de la casa es mía y la otra es mía, y la nevera la quiero llena. ¿Vais a trabajar? “No, trabajas tú para los dos””.

Ya he advertido que las declaraciones eran más bien farragosas. ¿Quiere Garci decir, por ejemplo, que los nacionalistas gallegos o vascos no son nacionalistas de su propio país? Ciertamente extraño, aunque habrá que reflexionar sobre el fenómeno. De todos modos, lo que a mí me resulta más interesante de todo esto es que con relativamente pocas palabras el director se las ha arreglado para ilustrar con modélica fidelidad las esencias del pensamiento nacionalista.

Como bilbaíno que soy, y por tanto vasco y español, llevo desde mi más tierna infancia asistiendo con pasmo al desquiciado pero en el fondo simplicísimo artefacto discursivo de los nacionalismos. Creo conocerlo bastante bien, porque he crecido envuelto en él como en un manto mullido y un poco resbaladizo. Personas infinitamente más inteligentes e instruidas que yo han escrito libros enteros sobre este tema, así que creo que poco puedo aportar al respecto y por tanto seré breve al exponer mi visión.

En primer lugar, ya que se basa en creencias y sentimientos antes que en hechos o en demostraciones empíricas, considero que el nacionalismo es una fe y no otra cosa. Al igual que ocurre con las religiones, para un nacionalismo no hay peor enemigo que otro nacionalismo, lo que conduce directamente a algo que llamaría la paranoia nacionalista esencial, materializada en la idea de que todo el mundo es nacionalista. En España, los nacionalistas periféricos consideran que cualquiera que manifieste oposición a sus axiomas es un nacionalista español, y al revés. Una mente nacionalista sencillamente no concibe que existan personas que encuentran poco deseable toda forma de nacionalismo y todo ámbito geográfico o cultural sobre el que ésta pretenda aplicarse, así que para defenderse de posibilidad tan inasumible prefieren vivir en la certidumbre de que quien discute con ellos es en el fondo uno de los suyos, sólo que ha desviado trágicamente el objeto natural de su afecto. Desde luego, esta estrategia posee también una finalidad práctica: puesto que entre creyentes el uso de la razón carece de sentido y toda discusión se resuelve mediante un torneo de dogmas, la forma más sencilla de evitarse el engorro de configurar un discurso racional consiste en asumir que el contrincante también se ubica en el espacio de lo esotérico.

Cuando llega el momento de defender su postura, Garci no encuentra mejor recurso que afirmar que ser nacionalista catalán “está bien visto” (¿por quién, salvo por los propios nacionalistas catalanes y quizá por sus equivalentes en otras regiones, me pregunto?), y que lo que a él le gusta, que es su bandera y su país, en cambio cae fatal (tampoco precisa entre quiénes). El elemento que falta en el puzzle, sin embargo, se identifica con facilidad recurriendo a criterios lógicos: puesto que es de esperar que a un no nacionalista (si tal cosa existiera) le parecería igual de mal el nacionalismo catalán que el español, sólo puede deducirse que para Garci todos los que encuentran su nacionalista discurso ridículo y apolillado son también nacionalistas (o filonacionalistas), esta vez de los periféricos. Nada nuevo bajo el sol.

Centrándonos en la efeméride en cuestión, el bicentenario del 2 de mayo, por lo que a mí respecta tanta conmemoración y tanto outfit goyesco me ha hecho fantasear sobre la hipótesis de que la Guerra de la Independencia nunca hubiera tenido lugar, o que en su defecto hubiera sido perdida por los españoles. ¿Significará eso que, como pensaría Garci, lo que me gusta es envolverme en una bandera de un país que no es el mío como a un travesti le va ponerse prendas del sexo opuesto?

O lo que es lo mismo, ¿no será que lo que soy realmente es un nacionalista francés?

¡Viva Oliveira!


Una vez más, la Filmoteca Nacional nos reserva uno de sus imprescindibles estímulos para enfrentarnos con coraje y optimismo al otoño que se nos ha venido encima. En esta ocasión se trata del ciclo dedicado a Manoel de Oliveira, director portugués casi centenario, el único que queda vivo de todos los que trabajaron en los tiempos del cine mudo. Su avanzada edad no le impide estrenar prácticamente una película por año, ni tampoco provocar auténticas pasiones tanto entre sus admiradores (grupo al que me adscribo) como entre sus muchos detractores, que lo tildan de estático y aburrido. No veo el momento de revisar algunas de las películas suyas que he visto y que más me han gustado (“El valle Abraham”, “No o la vana gloria de mandar”, “El principio de incertidumbre”), ni el de descubrir otras de las que espero lo mejor (“Francisca”, “Amor de perdición”). Por el momento, ya he tenido mi primera inyección de euforia con “O Passado e o Presente”.

Esta película, rodada en 1971, adaptaba al parecer una obra del dramaturgo Vicente Sanches que reúne a varios miembros de la burguesía lisboeta en torno a una extrañísima fábula de necrofilia, frustración sexual y juegos de dobles. Reflexión metafísica, sátira social, drama de costumbres, comedia sarcástica, un poco de todo esto hay en la pieza original, y también (brutalmente aumentado) en la adaptación acometida por Oliveira. Los temas y su tratamiento recuerdan a Buñuel (en especial, “El ángel exterminador”, “El discreto encanto de la burguesía” y “Belle de jour”), aunque Oliveira se encuentra más cómodo asumiendo su propia condición burguesa y, al no poseer las incendiarias intenciones del director aragonés, retrata a la burguesía y su medio con cierta malicia, pero también con un buen gusto formal asombroso. De hecho, los exquisitos actores de Oliveira encarnarían el reparto del que a Buñuel habría gustado disponer para “El ángel exterminador” en lugar de aquellos comediantes mexicanos, más bien forzados al ponerse en la piel de miembros de la clase patricia.

En una de mis entradas anteriores aprovechaba la reseña sobre “Che. El argentino” para emitir un par de reflexiones sobre la puesta en escena, lo único que puede conseguir que una película se convierta en algo verdaderamente memorable. Pues bien, encuentro que esta “O Passado e o Presente” es posiblemente uno de los mejores ejemplos que se hayan materializado jamás de cómo una puesta en escena genial logra triunfar sobre todos los lastres del mundo hasta convertir en igualmente genial, genial sin matizaciones, el resultado de su aplicación. La historia que se cuenta no tienes ni pies ni cabeza, está escrita respetando todas las convenciones teatrales y la acción pocas veces sobrepasa los límites de un mismo inmueble, pero el despliegue formal de Oliveira efectúa la transustanciación del teatro mediocre al gran cine gracias a una inventiva tan rica que ni por un momento deja de provocar asombro y deleite. Existe una conciencia absoluta en el empleo de todas y cada una de los piezas que están bajo el control del director, que las pone al servicio de la obra en conjunto: cada movimiento de cámara, cada desplazamiento de los actores dentro de cuadro, cada interludio musical, cada elemento de iluminación, escenografía y vestuario, que por cierto son soberbios (además de todo, la película es un regalo para la vista y el oído), poseen una finalidad expresiva perfectamente delimitada. Resulta materialmente imposible que el espectador se aburra con esta película, porque la intensidad de sus imágenes es extrema y las sorpresas no cesan de sucederse. Truffaut dijo que se debe proporcionar una idea por plano: no sé si hay una idea en cada plano de “O Passado e o Presente”, pero lo que tengo clarísimo es que en todos ellos habita un nuevo motivo de regocijo, una forma distinta y sorprendente en que cristaliza el talento de Oliveira. Hablando de planos, aquel –justamente destacado por Joâo César Monteiro en un artículo que reproduce el programa de la Filmoteca- en que el personaje de Noémia (Manuela de Freitas) se observa un instante en el espejo y sonríe a la imagen que éste devuelve, no refleja en realidad otra cosa que la sonrisa con que el espectador lo está recibiendo. Se trata del uso más bello y original de los espejos que se dan en la película, pero no el único, ya que la dualidad realidad-representación es un recurso constante, casi siempre tratado con una sorna deliciosa.

El próximo miércoles 8 de octubre, a las 20.00h, tendrá lugar el segundo y último pase de “O Passado e o presente” en la Filmoteca Española. Animo a todos los que puedan a que acudan a la convocatoria para asistir como yo a este prodigioso festival de la puesta en escena. Dudo mucho que entre quienes que sigan mi consejo haya uno solo que llegue a arrepentirse.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Sensacionalismo rebajado

Fotograma de "La desconocida". No, quien se oculta tras la máscara no es Marta Sánchez

Todavía no he asimilado del todo la experiencia de haber ido a ver “La desconocida”, película italiana dirigida por Giuseppe Tornatore. De este director sabíamos que la sutileza y el pudor no son su fuerte (desde “Cinema Paradiso”, lo sabíamos), pero con su último trabajo ha conseguido superarse a sí mismo… y no necesariamente para mal. Como acumulación de excesos e insensateces, la película resulta entretenida: cuando falla y termina derrumbándose es al pretender hacerse pasar por otra cosa.

El gran problema de “La desconocida” es que se trata de una película que nunca termina de tener muy claro, ni de dejar claro al espectador, qué es realmente. Hasta tres planos pueden diferenciarse en ella: la denuncia social, el melodrama blando made in italy y el giallo más sangriento y efectista. La predominancia de cada uno de estos elementos va alternándose a lo largo del metraje, dando lugar a tres películas distintas que conviven muy mal y se boicotean mutuamente. De las tres, donde con gran diferencia se intuyen más visos de haber podido dar lugar a algo interesante es en la última. Visualmente estridente, narrativamente hiperbólica, llena de sonrojantes trampas argumentales y de momentos de desmelene sensacionalista (un parto infernal, violaciones con luz ambarina, una paliza propinada bajo la nieve a una mujer por dos Papás Noël… y la mejor, un baño de sangre rojo bermellón a golpe de tijera) esta tercera película se compone íntegramente de materiales de derribo, como sus referentes de los 70 filmados por Lucio Fulci (o Eloy de la Iglesia), pero al menos es algo. Las otras dos, sencillamente se quedan en una nada vulgar y soporífera.

Atención al reparto, donde cada uno va por libre para realizar su show particular. La protagonista, Kseniya Rappoport, parece una buena actriz y muestra un interesante parecido con Marisa Berenson. Michele Placido da bastante risa en su descabellada caracterización como una escoria humana del tamaño de Groenlandia. Claudia Gerini aparece adecuadamente neurótica y crispada, mientras Pierfrancesco Favino y Alessandro Haber cumplen con dignidad. El director ha conseguido convencer a dos actrices de primera línea como Margherita Buy y Angela Molina para hacerse cargo de sendas colaboraciones más bien irrelevantes. La segunda, como es habitual, está doblada por otra actriz con el fin de eliminar su acento español.