domingo, 29 de agosto de 2010

¡Bien por Allen!


Voy a empezar esta entrada con una afirmación que hace alarde de mi falta de originalidad: aún en los peores casos, la ración anual de Woody Allen siempre tiene interés. Es cierto que en la última década sus películas rara vez ofrecen un conjunto tan redondo como el de sus mejores esfuerzos de los 80 y los 90, pero hasta ahora jamás he salido de ver una de sus películas con la sensación de haber perdido el tiempo. Y en algunos casos -como en la anterior "Si la cosa funciona"- más bien tendiendo al entusiasmo. Por otra parte, resulta curioso el modo en que ha evolucionado el estilo de su puesta en escena: mejor o peor, creo que ahora Allen es más auténtico y más personal que nunca, y que ha conseguido un dominio de sus recursos que lo lleva a obtener ocasionales flashes de una inaudita intensidad plástica y dramática, que antes -aunque se tratara de películas globalmente más logradas que las que hace ahora- no aparecían por ningún lado. En "Match Point", por ejemplo, había al menos dos ejemplos representativos de ello: el primer encuentro sexual entre los dos protagonistas, y una compleja escena rodada en un museo. Hay, por otra parte, algo en este último tramo de la carrera de Allen, una densidad, un aplomo y un despojamiento en la dirección, que sólo está presente en los autores de cierta edad y dilatada carrera previa, y que resulta conmovedor aún en los peores casos.

"Conocerás al hombre de tus sueños", su última película, también incluye algunos de estos sutiles pero intensos momentos de gracia -una escena intrascendente, en flash-back, en la que unos enamorados Naomi Watts y Josh Brolin beben sendas cervezas tumbados en un parque, o la misma Watts, mucho después, asistiendo a una representación de ópera junto a Antonio Banderas-, aunque el conjunto me pareció que se encontraba ligeramente por debajo de lo habitual en el director neoyorquino. He dicho "ligeramente". Por desgracia, el desarrollo narrativo de su idea central sobre la edificiación de la existencia humana sobre las mentiras y la irracionalidad, sobre la no aceptación de la realidad como estrategia de supervivencia, no termina de prender adecuadamente, pese a estos momentos de inspiración que aparecen desperdigados aquí y allá. Por otro lado, los actores, como suele ocurrir con Allen, están maravillosamente elegidos y ajustados en sus papeles; quizá los dos "misteriorosos extranjeros" a los que hace referencia el título original (Banderas y Freida Pinto) den menos la talla que sus compañeros de reparto, pero ésta es una pega menor. A cambio, vuelve a sorprendernos la capacidad de Allen para dotar en cada ocasión de nuevos matices al arquetipo de la tía buena vulgar y descerebrada, que en el pasado ha proporcionado momentos de gloria a actrices como Mira Sorvino, Jennifer Tilly, Debra Messing o Evan Rachel Wood. En esta ocasión, el papel corre a cargo de Lucy Punch, que está fantástica como la versión brit de la bimbo alleniana. También Josh Brolin, Naomi Watts y Gemma Jones hacen un buen trabajo.

¡Ah! Además de todo lo anterior, Allen tiene el suficiente buen gusto como para utilizar a modo de leitmotiv de la banda sonora al gran Luigi Boccherini, músico infrautilizado en el cine, y cuya obra de espíritu exquisito, de una belleza tan sofisticada como poco pretenciosa (¿se nota que es uno de mis músicos favoritos?), casa de maravilla con el tono que últimamente aporta a su trabajo el cineasta norteamericano.

jueves, 26 de agosto de 2010

Mi refugio, de François Ozon


De acuerdo en que François Ozon no es ni de lejos un buen director, y en que la mayor parte de su trabajo no supera la mediocridad. Pero hay que decir que cuando ha tenido la suerte de contar con buenos guiones (“Bajo la arena”, “5x2”, “El tiempo que queda”) los resultados no han estado del todo mal, y que ha sido en esos casos capaz de intrigar y conmover.

Por desgracia, no es esto último lo que ocurre con “Mi refugio”, una película tan aburrida y arbitraria que ni la fotogenia de los actores protagonistas, ni los coquetos escenarios naturales del país vasco-francés, consiguen animarla en ningún momento. Como dato curioso, encuentro que el peculiar género de su cursilería casi termina haciéndola parecer una película española: el asunto comienza como un Fernando León de Aranoa, para continuar recordando vagamente a Julio Medem.

En efecto: todo resulta tan horrible como suena.

Otra vuelta de tuerca: Marta Serna en Espacio Marzana


Crítica de arte que publiqué el pasado mes:

Otra vuelta de tuerca

Nunca deben perderse de vista los movimientos de la galería Espacio Marzana. Su programación, rigurosa pero escasamente conservadora, combina los autores noveles con otros más asentados, y sus elecciones son representativas de una determinada mirada, e incluso de una manera de concebir el arte y la creación, mientras se opta por un decidido eclecticismo formal y temático. Así, después de la poesía lúgubre, de la nostalgia de la utopía contenida en las fotografías del Colectivo Democracia, se nos enfrenta al trabajo –menos sombrío, contra lo que pudiera pensarse a primera vista- de la artista Marta Serna.

Marta Serna puede aún considerarse una artista emergente, aunque desde luego no es una recién llegada. Hace muy poco tiempo, su instalación “Black Wings” (2010) no pasaba por alto en el Domus Artium de Salamanca, destacando también algunos de sus proyectos anteriores como “Cruel But Fair” en la Galería Rosa Santos de Valencia, o “Blood Breath” en la londinense NO-ID Gallery. Asimismo, el pasado año estuvo presente con “Dark Delicate” en la pequeña galería Cubo Azul de León, que coopera con Espacio Marzana a través de una serie de intercambios de artistas. Después de una (breve) carrera centrada especialmente en la fotografía, Serna retomó el dibujo como medio expresivo, ensayando además con las posibilidades de la animación en vídeo (“Bloody Boots”, “Cat Power” y la mencionada “Black Wings”), así como de los murales compuestos por planchas de vinilo troqueladas. A lo largo de estos proyectos, construye una imaginería (más o menos) propia que debe mucho a la reinterpretación de los cuentos infantiles clásicos, y a los terrores atávicos de los que éstos se hacen eco: el miedo a crecer y aproximarse a la edad adulta, la inquietud que producen la sexualidad propia y ajena, la relación ambivalente con la propia identidad. En realidad, nada de esto es demasiado original: desde hace ya bastante tiempo, no han faltado los escritores, cineastas y artistas plásticos dispuestos a proporcionar a las narraciones clásicas para niños un giro oscuro o perverso. La aproximación es perfectamente legítima, y ha proporcionado resultados muy interesantes: la única reserva que puede expresarse al respecto es que en ocasiones tiende a olvidarse que la turbiedad ya se encontraba perfectamente integrada en los originales. Así, no parece que el propio cuento de Caperucita Roja disimule mucho su iniciático trasfondo sobre el advenimiento de la menstruación al cuerpo de la niña-adolescente y los efectos que el estallido de su sexualidad generan sobre el hombre depredador. Esta interpretación (¿cabe otra?) del cuento es explorada por Serna, sólo que se aporta matices adicionales a una Caperucita calzada con puntiagudas y amenazantes botas rojas, que mira impávida al espectador mientras su mano sostiene los restos de la víctima. La asunción de la propia naturaleza, de las implicaciones más inmediatas y temibles de ser una mujer (el ser Femenino y Adulto) adopta formas que combinan lo naïf y lo sanguinario; lo que era inicialmente percibido como una desventaja o incluso una punición –el periodo- es al fin convertido en un arma, y la indómita joven de la caperuza termina sentada sobre la grupa del lobo.

Retomando las referencias apuntadas anteriormente, a pesar del título de esta exposición (“Black sparkle”, es decir, “Chispa negra”) quizá el tono de Serna resulte más cercano a la visión de un Tim Burton que a la crudeza del Neil Jordan de “En compañía de lobos” (1984), o al Charles Laughton de “La noche del cazador” o incluso al sentido de lo inquietante de Hitchcock, referencia insoslayable en “Black Wings”. Por otro lado, los apuntes de gótico victoriano (hermanas idénticas sosteniendo haces de leña en sus negros miriñaques) y algunos cruces bastante sugerentes (nínfula de atributos felinos) introducen un interesante elemento estético que por momentos nos hace pensar en los parámetros del manga japonés. De un registro similar participaría la niña que hipnotiza a una gruesa cobra que se enrosca sinuosa a su alrededor, de la que pueden realizarse interpretaciones simbólicas que inciden en el doblegamiento de uno de los símbolos fálicos por excelencia en el reino animal (y también del fatal prodigador de tentaciones, según la atribución del Antiguo Testamento) ante el fascinante poder de lo femenino.

La aproximación al universo de los relatos infantiles realizada por Marta Serna, por tanto, no posee los tintes perversos que quizá se habría podido esperar. A cambio, se carga con un tono reivindicativo que resulta bastante saludable, y con una indiscutible limpieza en la ejecución. El resultado de todo esto consigue, en los momentos más inspirados, intrigar al espectador y promover la reflexión. No es poco.

martes, 24 de agosto de 2010

Te quiero Phillip Morris


Te quiero, Phillip Morris” no es nada del otro jueves, aunque se deja ver con moderado agrado. De acuerdo con que esto no es lo mejor que se puede decir de una película, pero, la verdad, menos da una piedra. De todos modos, hay en ella dos cosas que bastan para hacerla interesante.

La primera, que constituye una modélica ilustración de la diferencia entre veracidad y verosimilitud. Si no fuera porque un rótulo nos indica al inicio que lo que en ella sucede ocurrió de verdad, son varias las veces en que a lo largo de su desarrollo diríamos “¡Anda ya!”, y sin duda al terminar nos sentiríamos tan estafados por los guionistas como las (casi siempre difusas) víctimas del personaje interpretado por Jim Carrey. Que algo sea real no quiere decir que resulte creíble: quien utilizó por primera vez la expresión “la realidad supera a la ficción” era la persona más lúcida del mundo. Esta es una prueba inmejorable de ello.

La segunda, que los dos protagonistas de la cinta, el mencionado Carrey y Ewan McGregor, están estupendos. En ambos casos, se trata de actores que nunca me han gustado demasiado. Sin embargo, los dos han nacido para hacerse cargo de estos personajes. En especial, la mirada vacía y la sonrisa de deficiente de McGregor resultan sencillamente perfectas para interpretar a un personaje del que no queda claro si es un ingenuo insalvable (vamos, un completo idiota) o un frívolo aprovechado, o ambas cosas. Creo de verdad que pocos actores habrían proporcionado tanta credibilidad y carne humana a este papel. Desde "El escritor", parece que la carrera del antes blando McGregor está muy bien encauzada, cosa de la que me alegro mucho.

Revelación


En una entrevista concedida a Cahiers du Cinéma hace más de una década, el director de cine chileno Raúl Ruiz afirmaba que nadie ha leído realmente “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust. El mismo acababa de dirigir una adaptación del último volumen de los siete de que consta la obra, “Le temps retrouvé”, presentada en el festival de Cannes sin pena ni gloria (lo que, por cierto, fue bastante injusto porque la película no estaba mal). Quizá a Ruiz no le falte razón: de toda la gente que conozco que asegura haber leído la obra maestra de Marcel Proust, me jugaría el cuello a que al menos las tres cuartas partes mienten. Hace poco, alguien me dijo que “qué bonito era”. De todos los adjetivos que existen, no creo que “bonito” sea uno de los que aplicaría al novelón proustiano alguien que de verdad lo haya leído. Según los gustos de cada cual, me creo “magistral”, “abrumador”, “brillante”, “insufrible”, “prolijo”, “irritante” o “prodigioso”. Hasta “ridículo”, me creo. Pero, ¿¿¿¿“bonito”???? “Bonita” puede ser la poesía de Neruda, una opereta de Offenbach o una película de James Ivory. Proust, de ninguna manera.

Cuando leí (devoré) por primera vez los siete tomos, empezando curiosamente por el quinto, era verano y yo tenía veintidós años. Quizá no estemos ante la lectura más apropiada para las tardes de playa, pero así fue. Y desde que abrí la primera página no pude parar hasta que, tres meses más tarde, hube completado el círculo con la última página del cuarto volumen. Aquello fue una revelación. Aunque esto resulte un tópico que se emplea muchas más veces de lo que aconseja la prudencia, os aseguro que me pregunté cómo había vivido toda mi vida hasta entonces sin haber leído a Proust. Me parecía absurdo, inconcebible. Se acaban de abrir ante mí las puertas de un mundo único, extraordinario, que habían permanecido cerradas debido sólo a mi negligencia. El choque fue tan fuerte que desde entonces no me atreví a reabrir estas puertas, por miedo a sentirme decepcionado en una segunda aproximación. Alguna vez había escuchado que se trata de un efecto bastante habitual.

Hasta este verano, en que he retomado “Por el camino de Swann” (volumen 1) y “El mundo de Guermantes” (volumen 3). Los peores augurios no se han cumplido. He vuelto a enamorarme de la prosa de Marcel Proust, y, lo que es aún más importante, he vuelto a quedarme noqueado ante su naturaleza de ovni, su esencia rarísima y fuera de toda norma.

Este blog no es desde luego el contexto adecuado para analizar el talento de Proust, ni las implicaciones de su obra. Ni yo soy, desde luego, la persona más apropiada para hacerlo. Así que ni lo intentaré. Pero, como todo enamorado, no puedo evitar propagar en todos los medios a mi alcance las declaraciones de este amor, que me parece tan absoluto y gozoso como el que en mi vida haya podido dirigir a un ser humano. EBDTP no es una novela, no es ni siquiera un libro (o una sucesión de ellos): es todo un universo, y desde luego un género en sí misma. Enumerar todas las maravillas que contiene sería imposible. Una de las que suele causarme más asombro es cómo mezcla sin despeinarse, y con la mayor naturalidad del mundo, lo que nosotros por lo general consideramos planos de relevancia completamente distintos y casi incompatibles. La reflexión más profunda sobre la memoria y el paso del tiempo puede aparecer entrelazada con el puro cotilleo de una recepción en casa de una princesa, y el análisis sobre el amor y los celos, o cualquier otro aspecto de la naturaleza humana, con una sorprendente interpretación metalingüística acerca del arte. Asimismo, Proust puede estar describiendo con marcado dramatismo el para él terrible momento de la muerte de su abuela (hasta el punto de que el lector puede pensar: “sí, sí, una maravilla de escritura, pero, a ver, ¿dónde está la tragedia en el hecho de que vaya a morir una anciana que lleva años enferma?”), cuando de pronto la visita a su casa del duque de Guermantes permite que nos adentremos en una frivolona crónica sobre las extrañas costumbres sociales de este personaje.

Proust es al mismo tiempo un inteligentísimo pensador y un snob incorregible. Y esto se nota en su obra, donde todo –lo más frívolo y lo más profundo- se presenta con la misma importancia. Pero, si nos paramos a pensar, eso es exactamente lo que ocurre en nuestra mente, prejuicios culturales aparte: el intelectual más exquisito puede ser al mismo tiempo un devorador de programas e informaciones del corazón, y mientras está leyendo el “Hola!”, el contenido de esta revista será para él tan importante, y le hará disfrutar tanto, como cuando devora a Derrida o Schopenhauer. Igualmente, somos capaces de estar atravesando momentos de duro dramatismo sin poder evitar ponernos nerviosos porque tenemos al lado a una persona, no sé, mal vestida, o que tiene una llamativa mota de polvo sobre el hombro.

Posiblemente a este enfoque tan original y certero sobre el mundo le deba Proust la extraña sensación que genera en los lectores “pro” (los “contra” simplemente lo consideran un coñazo), la sensación de que “la vida” aparece inexplicablemente contenida en sus páginas. Es exactamente así, aunque resulta difícil relatar el modo en que esto ocurre. A quienes aún no hayáis accedido a este mundo, os recomiendo vivamente que al menos lo intentéis. Concretando más aún, os sugeriría que comenzarais por el segundo capítulo del primer volumen, llamado “Un amor de Swann” (que fue, por cierto, mediocremente adaptada al cine por Volker Schlöndorf en los años 80), que por diversos motivos resulta lo más accesible del conjunto. En el peor de los casos, encontraréis aburridísimo lo que tenéis entre manos, y lo dejaréis para seguir con el siguiente libro de vuestra lista. Pero, en el mejor, se habrán abierto ante vosotros las mismas puertas que, hace más de una década, cambiaron mi vida para siempre.

Os animo a que hagáis la prueba de asomaros a ellas.

jueves, 12 de agosto de 2010

El bakala impotente


El éxito del año. La película que ha reventado las taquillas veraniegas. Christopher Nolan ya arrasó hace un par de años con “El caballero oscuro” (que a mí ya me pareció bastante aburrida) y ahora ha vuelto a conseguirlo gracias a “Origen”. Pues muy bien.

Pretendidamente compleja, de una ridícula gravedad y un abusivo exhibicionismo técnico-narrativo, yo encontré en la película muy pocos motivos para el estímulo y muchos para la irritación. Hay algo en el estilo y el trasfondo del cine de Nolan que hace pensar en una machada del tres al cuarto, en un pobre hombre ansioso por demostrar a los demás que su organismo está sobrado de testosterona, mientras su mente posee insondables profundidades. Lo que en el fondo no es otra cosa –espero que se me perdone por el insulto- que la estrategia del impotente.

La película trata sobre los sueños –o al menos incluye éstos como parte esencial de su arquitectura dramática-, pero no hay en ella nada de onírico o de evocador, lo que es de una gravedad fatal cuando hablamos de cine. Jamás aprecié en ella la cualidad reveladora y portentosa de los sueños, resultado de la liberación de las fuerzas del subconsciente. Por el contrario, todo resulta de una terrible pesadez visual, y de una falta de imaginación conceptual tan extrema que casi produce risa. Por otra parte, quisiera recordar aquí que el recurso de la confusión en la alternacia entre realidad y sueño, el de los sueños encadenados, y el de los sueños dentro de otros sueños, ya los empleó Buñuel en varias de sus películas (en especial “Belle de Jour” y “El discreto encanto de la burguesía”), obviamente con resultados que se encuentran a años luz de los que aquí se nos ofrecen. Buñuel no necesitaba efectos especiales ni técnicas digitales: le bastaba con su acerada imaginación y un descomunal talento como narrador para mantener en vilo al espectador y asombrarlo constantemente con sus juegos de cajas chinas.

De todos modos, los modelos de Nolan parecen otros: con un poco de voluntad puede rastrearse en él la influencia de Hitchcock o Kubrick, aunque ésta aparece enterrada por demasiadas paletadas de grandilocuencia, y por un cartesianismo de manual que pesa diez toneladas. Eso por no hablar de la música de Hans Zimmer, que suena (“atruena” sería quizá un término más apropiado) ininterrumpidamente durante toda la película, en un innecesario ataque a los tímpanos y la sensibilidad del espectador. Lo que termina por revelar la auténtica vocación del señor Nolan: la del bakala de polígono industrial.

NOTA: Pese a todo lo expuesto anteriormente, creo que "Origen" no carece completamente de virtudes. De hecho, posee una nada desdeñable, que es su lado metafórico sobre la narración y la creación cinematográfica. El equipo de Cobb (Leonardo diCaprio) incluye narradores, actores y escenógrafos, y se reúne para idear los sueños y su desarrollo como en realidad se hace con las grandes producciones de cine: no en vano el tópico etiqueta Hollywood como la fábrica de sueños. Por desgracia, el grado de profundización sobre esta interesante idea resulta mínimo, desperdiciándose así una ocasión de oro para redimir a la película de su irrelevancia.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Crónicas mexicanas (y 4): Chapultepec


No quisiera cerrar el capítulo mexicano –habrá quien diga que ya está bien con la murga- sin mencionar el lugar que he encontrado más alucinante en un país donde la alucinación no es un estado transitorio, sino pura cotidianeidad. Hablo del castillo de Chapultepec.

Chapultepec es una región de la capital azteca en la que se ubica la principal área verde de la ciudad, un enorme bosque que lleva el mismo nombre. En su centro hay un montículo –o cerro- desde el cual se disfruta de una espléndida vista sobre el DF, pero sobre todo lo que allí destaca es un gran palacio del siglo XVIII, conocido como el castillo de Chapultepec.

A priori, la idea de un castillo en América no parece mucho más lógica y razonable que la de un castillo en Marte, pero como de todos modos México en general es pura marcianada, el tal castillo no sólo existe, sino que es una auténtica maravilla. Construido originalmente como retiro campestre del Virrey, tuvo más tarde otros usos diversos, destacando de entre todos su desempeño como residencia oficial del emperador Maximiliano y su esposa Carlota. Porque, vamos a ver, ¿dónde iba a vivir el bueno del emperador, sino en un castillo? Menos mal que estaba éste, y que además era digno, con lo que no hubo que construir otro ex profeso (un emperador mexicano: no me digáis que esa no es otra idea de lo más delirante). No hay nada de “disneyiano” o de artificioso en él: por extraño que parezca, el castillo posee tanta consistencia y tanta materialidad como cualquier château medieval de la ribera del Loira.

En todo caso, el lugar es una auténtica maravilla. Habilitado en la actualidad como casa-museo, exhibe al visitante lus lujosas salas y cámaras, así como una amplia selección de objetos que nos aproximan a la vida en los distintos periodos que ha atravesado el edificio. Por otra parte, el panorama que se contempla desde sus patios y terrazas es sublime. Por el lugar planean –al menos cuando yo estuve allí- unas enormes mariposas amarillas, lo que contribuye a aportar un raro ambiente onírico a la experiencia. Un auténtico sueño: es el mejor resumen que se me ocurre de la visita. Si viajáis a Ciudad de México (¿pero a qué estáis esperando?), ni se os ocurra perdéroslo.

martes, 10 de agosto de 2010

Actores, filias y fobias


(El probre Cary alucina con la lista de El País)


Como comentaba en una entrada anterior, la selección de los cien mejores actores que ha publicado El País Semanal como resultado de una encuesta entre profesionales resulta aún más aterradora que la de las mejores películas. No creo que merezca la pena profundizar demasiado en ella y señalar sus aberraciones –curiosamente, ya lo hace Maruja Torres en la propia revista-, pero sí me gustaría emitir al respecto alguna reflexión muy general.

Por ejemplo, que soy incapaz se comprender el desmesurado prestigio que Meryl Streep ha alcanzado en los últimos años. Me confieso totalmente inmune a sus artes, sean éstas las que sean. No puedo sino encontrar cargante a una intérprete que parece afrontar cada papel como una especie de lucha a muerte contra una bestia en la que ella siempre ha de dejar bien claro que es la ganadora. Este complejo de San Jorge victorioso me pone de los nervios. Cuando la veo en pantalla ni por un minuto puedo olvidar que me encuentro ante una actriz –el personaje al que se supone que encarna no lo percibo por ningún lado- que despliega encantada su batería de trucos y especialidades. En resumen, que me mata de aburrimiento. Imagino que los demás actores (mayoría entre los encuestados) lo que aprecian en ella es precisamente lo mucho que se nota que está interpretando, el lado exhibicionista de su estilo. Por mi parte, lo que me interesa de un intérprete es justo lo contrario.

En cuanto a Robert de Niro y Al Pacino, no es aburrimiento exactamente lo que me producen. Grima sí, bastante a menudo. Creo que ambos actores estaban espléndidos en sus primeras películas, pero desde hace más de dos décadas no son otra cosa que caricaturas de sí mismos, sobre todo el primero.

Pero, de toda la lista, al que encuentro más insufrible de todos es a Philip Seymour Hoffman. Sencillamente, no puedo con él. Cuánta afectación, cuánto manierismo y qué autoconsciencia tan flagrante.

Y centrándonos en Marlon Brando –ganador indiscutible de la encuesta-, no seré yo quien derribe al tótem, pero sí diré, muy bajito se quiere, que tampoco me parecía para tanto.

Por otro lado, admito mi incapacidad para elaborar una lista con los diez mejores actores de cine de la historia. Pero, entre los que más me gustan, varios sí aparecen en puestos destacados en la clasificación de El País.

Por ejemplo, creo que pocos actores tan completos ha habido nunca como Cary Grant. Una estrella absoluta, dotado de todo el magnetismo y todo el encanto del mundo, nunca ha estado por debajo de la matrícula de honor. Podría pasarme el resto de mi vida simplemente mirándolo actuar, tan desarmado y admirativo como cuando se contempla una obra de arte. Otras estrellas americanas que me gustan mucho son Katharine Hepburn, Spencer Tracy, Paul Newman, James Stewart, Gregory Peck, Burt Lancaster, Gary Cooper, John Wayne, Audrey Hepburn, Ingrid Bergman y Vivien Leigh. Bette Davis también, aunque de ella diría más bien que “la admiro”, no tanto que “me gusta”. De las actuales, me quedaría con Julia Roberts, un dechado de fotogenia y falsa naturalidad, como ha de ser toda estrella que se precie.

Aunque el actor digamos “naturalista” no es por lo general mi favorito, la más grande de todos ellos está muy cerca de serlo. Anna Magnani era tan extraordinaria que devoraba todo lo que pululaba cerca de ella. Cuando irrumpió en las pantallas (en especial con “Roma, ciudad abierta”), la gente se quedó alucinada con su forma de hablar, de moverse y de actuar, que no tenía nada que ver con lo que habían visto antes. Su caso era justamente el opuesto al de la Streep o Seymour Hoffman: era imposible rastrear cualquier pista de “interpretación” en sus ejecuciones. Todo hacía pensar que la actriz era el personaje, y viceversa. Y este personaje, popular, arrabalero y lleno de vida, fascinaba a todo el mundo. Aún lo sigue haciendo. Los también italianos Marcello Mastroianni y Alberto Sordi son, en mi opinión, otros dos grandes de los que nadie se olvidará. Yo incluido.

Pero, de todos modos, entre las mujeres la más grande de todas me parece Jeanne Moreau. No creo que exista actriz más completa, ni presencia más fascinante. Amo su voz y su rostro, que son los de una auténtica estrella, carnal y etérea al mismo tiempo.

Entre las francesas, también adoro a Catherine Deneuve. Los motivos ya los expuse en una entrada anterior de este blog. La kamikaze Isabelle Huppert también tiene toda mi –temerosa- admiración.

Me gustan mucho los actores de Bergman. Menudo ojo, el del director sueco. Todos son fabulosos, pero si he de destacar a dos, mencionaría a Max Von Sydow (una de las grandes presencias del cine mundial) y a Liv Ullmann, la única actriz capaz de hacer que sus rasgos faciales varíen ante los ojos atónitos del espectador, en un insólito efecto de morphing sin ordenadores de por medio.

Los británicos tienen una fama extraordinaria, que con la que sólo empatizo a medias. En todo caso, me encantan Vanessa Redgrave (he tenido la suerte de verla actuar en teatro, y aquello fue indescriptible), Albert Finney y Michael Caine.

Entre los españoles, mi favorita de todos los tiempos es María Luisa Ponte. Me gusta desde niño. Ya sea haciendo de solterona o viuda chiflada en una comedia de quinta categoría, de bondadosa ancianita o de harpía irredenta en un dramón, verla era todo un placer. Me gustan mucho también Fernando Fernán-Gómez y Fernando Rey, de estilo tan sobrio como antinaturalista. Encontrarme con Carmen Maura también me parece un placer, incluso en sus peores momentos-películas. De niño y adolescente idolatré a Victoria Abril, que desde hace un tiempo parece haber perdido el norte, lo que es una lástima.

Un tipo de actor que aprecio especialmente es el que llamaría “romántico”. El alma frágil, visible víctima de torturas interiores, que sin embargo consigue la empatía con el espectador sin cargarlo en absoluto. También sugieren a menudo la enfermedad mental, lo que hace aún más turbadora su presencia. Su arte me parece el más complicado de todos, porque requiere un equilibrio casi imposible. Cuando la cosa sale mal, es catastrófica; cuando sale bien, sublime. De todos ellos, hay dos que considero particularmente maravillosos: Romy Schneider y Montgomery Clift. También varios de los que he mencionado en el párrafo de las “estrellas”. En la actualidad, considero que Juliette Binoche cubre bastante bien este registro.

Me fascina Greta Garbo, pero por causas un poco retorcidas. Creo que, objetivamente, era una actriz pésima: su bellísmo rostro era inexpresivo, y átona voz parecía provenir del fondo de una lata oxidada. Sin embargo, se las arreglaba para hipnotizar al espectador. Francamente, no tengo la menor idea de cómo lo hacía, pero lo hacía.

No quisiera terminar este texto sin mencionar dos nombres, provenientes ambos del cine mudo. El primero, la simpar Louise Brooks, todo un prodigio de la naturaleza. El segundo, Maria Falconetti, que con una sola interpretación (en “La pasión de Juana de Arco”, de Dreyer) consiguió situarse entre las más grandes actrices de la historia del cine, sin duda alguna.

Por supuesto, ninguna de las dos aparece en la lista de El País Semanal.

Crónicas mexicanas (3): Arte en el DF


Una de las cosas que más me ha sorprendido de México es la descomunal cantidad de museos que alberga. Está, por supuesto, el imprescindible de antropología (extraordinario edificio, más extraordinario aún su contenido), que muestra todo tipo de maravillas precolombinas y que posee una extensión inabarcable. Y varios museos donde se puede contemplar arte más o menos clásico y varias de las glorias nacionales, como el Museo del Palacio de Bellas Artes o el Museo Nacional de Arte (MUNAL). Pero es el arte moderno el que tiene aquí su paraíso: soy incapaz de recordar con precisión todos los museos en los que estuve. Hay varios museos bautizados con los nombres de artistas o mecenas ilustres, y también tenemos los universitarios, y qué se yo. Hay otro museo, el Soumaya, que se encuentra en construcción y que es ya uno de los edificios más espectaculares de la ciudad. Y luego está el de Artes Decorativas Franz Mayer, que también merece la visita.

Debo decir, en todo caso, que la mayor parte de estos museos estaban casi vacíos cuando los visité. En alguna ocasión, sin el casi. Así que de dónde procede el presupuesto para tanto arte conceptual y rabiosamente actual, y sobre todo por qué se ha dedicado aplicar precisamente a este destino, me resulta un completo misterio.

Caso aparte son las galerías de arte privadas. Uno, acostumbrado a la relativa modestia de los espacios de las galerías de Madrid, se queda boquiabierto al penetrar en los dominios de los galeristas más prestigiosos del DF. Algunos de los espacios son tan poderosos que casi boicotean el impacto de las propias piezas exhibidas. Entrar en la galería Kurimazutto, por ejemplo, supone una experiencia similar a cuando la Bella entraba en el castillo de la Bestia en la peli de Cocteau. Aparte, todo resulta terriblemente sofisticado y da la impresión de una organización impecable.

Los muralistas Orozco, Rivera y Siqueiros, y por supuesto Frida Kahlo, como era de esperar, son auténticos iconos nacionales cuya obra está más que presente en museos y edificios institucionales. A mí no es que me vuelvan loco, pero hay que reconocer su talento para alcanzar la gloria en vida y mantenerla hoy en día (en el caso de Kahlo, aún multiplicada). En el Palacio de Bellas Artes pueden contemplarse varios de los trabajos de estos autores, mientras que el Palacio Nacional alberga el ambicioso y prolijo mural de Rivera sobre la historia de México. En el MUNAL destaca la sala dedicada a una tal María Asúnsolo, mecenas y epítome de la belleza que fue al parecer musa de Siquieros, y que se hizo retratar por éste y otros pintores de su época.

Mi principal recomendación es, en todo caso, la visita la Casa Azul, la casa-museo de Frida Kahlo. No tanto por contemplar la obra de la susodicha (lo que tampoco está mal, de todos modos), como por el modesto apartado destinado a exhibir algunos de los exvotos populares expoliados por la pintora y su marido en algunas iglesias mexicanas. Estas raras muestras de arte popular son absolutamente maravillosas, una verdadera exquisitez. También hay algo de arte popular en el Franz Mayer, incluyendo unos santos y vírgenes que parecían creaciones góticas. Todo esto me hizo preguntarme por qué el arte popular mexicano alcanzó semejantes cuotas de creatividad, influyendo en los artistas digamos profesionales, el contrario de lo que suele ocurrir por lo general.

Vamos, que, de verdad, el aficionado al arte no se aburrirá un instante si visita el DF. Como el resto.

La vida en tiempos de guerra


Si no es la mejor película que se ha estrenado en España en lo que llevamos de año, es que no tengo ni puñetera idea de lo que hablo.

La vida en tiempos de guerra”, de Todd Solondz, es el primer conjunto de imágenes en movimiento que me ha producido un auténtico arrebato este año. Puede que su mensaje sobre el perdón y el olvido sea verbalizado de manera un poco machacona por un guión que a veces resulta algo enfático, pero esto no me importó demasiado. La película está tan fantásticamente dirigida que uno se muestra dispuesto a perdonar todos los excesos y redundancias de la escritura. Los actores en estado de gracia (todos ellos, incluida una Charlotte Rampling que quema la pantalla en su brevísima intervención) constituyen uno de los efectos más palpables de esta aptitud en la dirección, pero no el único. La puesta en escena es de una absoluta precisión narrativa y expresiva, y resulta mucho más elocuente sobre los personajes y su triste entorno que las palabras que salen de su boca. Me gustaría destacar también el trabajo en la fotografía de Ed Lachman, absolutamente exquisito, incluso para captar –modélicamente- todo el mal gusto imperante en Florida, teórica localización de la mayor parte de la cinta (que en realidad fue rodada en Puerto Rico, supongo que por ahorro de costes de producción). Con la complicidad de Lachman, la cámara de Solondz indaga en los rostros humanos, y muestra de manera algo cruel pero sin duda genuina el horror existencial, y también el vacío, que se agazapa en su interior. Mientras tanto, los escenarios interiores están elaborados y filmados de manera que proporcionan al ojo una enorme cantidad de información, que es recogida de manera inconsciente en beneficio de la densidad dramática. De algún modo, se recoge en esta película una herencia que va de Godard a Bergman, pero donde tampoco faltan Douglas Sirk y Dreyer. La combinación es extraña pero, ciertamente, funciona.

Me pareció también que el cínico nihilismo que Solondz mostraba en sus películas anteriores (incluso en las mejores, como “Happiness”, de la que ésta es una especie de continuación) se ha relajado ligeramente, lo que es una buena noticia. Ese nihilismo, que es en realidad típico en los directores norteamericanos con pretensiones autorales desde la mitad del siglo pasado, se ha convertido a estas alturas en un rasgo más bien agotado y cansino, en un puro cliché que han superado las cinematografías europea y asiática. Encuentro que aún queda algo de este lastre en Solondz, pero en esta ocasión, como digo, aparece diluído gracias al magnífico ajuste que el puro estilo consigue de todas las piezas puestas sobre la mesa.

De verdad que hacía tiempo que no salía tan contento del cine. Id a ver “La vida en tiempos de guerra”: no creo que os decepcione.

Nuevos y brillantes


Crítica de arte que publiqué el pasado mes:

La muestra de arte itinerante Ertibil ha llegado nada menos que a su vigésimo séptima edición. El resultado de la cosecha de este 2010 se exhibe estos días en la Sala Rekalde de Bilbo para después viajar a otras localidades de Bizkaia. La cita incluye más de un aliciente que descubrir.

Nuevos y brillantes

Sea en las circunstancias que sea, el alumbramiento de una nueva remesa de Ertibil es en sí mismo una buena noticia. No hay que olvidar que hablamos ya de veintisiete ediciones, a lo largo de las cuales se ha dado cabida a todo tipo de tendencias y sensibilidades expresivas: muy probablemente, si volviéramos la vista atrás para escrutar el camino recurrido nos encontraríamos con un amplio muestrario de lo que ha constituido la creación artística vasca en las tres últimas décadas, y por tanto con un bosquejo de lo que ésta incorporará en los años aún por llegar. Algunos de quienes hoy disfrutan de mayor amplio reconocimiento dentro de la escena artística (desde Jon Mikel Euba hasta Miguel Angel Gaüeca, desde Manu Muniategiandikoetxea hasta Sergio Prego) fueron en su día seleccionados por alguno de los jurados de Ertibil, que elige una veintena de obras, de entre las cuales se destaca además un trío de premiadas. El resultado de la edición de este año acaba de inaugurarse en la bilbaína Sala Rekalde –por primera vez, bajo la batuta de su nueva directora, Alicia Fernández- para, posteriormente, desplazarse a las localidades de Elorrio, Lekeitio, Barakaldo, Galdakao, Zalla, Gernika y Markina. Dos son, por tanto, los rasgos característicos y esenciales del evento: uno, su vocación de apoyo a los nuevos creadores; el otro, su naturaleza itinerante, que incide en un carácter divulgativo que busca al espectador allí donde éste se encuentre. Que es, precisamente, aquello para lo que los artistas –en especial los aún no consagrados- suelen encontrar más dificultades: así que, una vez más, bienvenida sea esta Ertibil.

En esta ocasión, de entre las 174 obras presentadas se confeccionado una selección de 17. Como cabía esperar, la calidad del conjunto es variable, aunque también ha de decirse que la media resulta más que respetable, y que en el conjunto comparecen diversos ejemplos que apuntan con decisión hacia una auténtica voz propia, lo que no es poco. Así, tenemos a la ganadora, Itziar Barrio, que con “The Paradise is here” realiza el estimulante ejercicio de alteración (¿mutación?) de la realidad enfrentándola a su representación, para definir un escenario turbiamente intranquilizador. La lectura simbólica se hace inevitable a los ojos del espectador, que se ve así empujado a aplicar a lo que tiene ante sí los sistemas de descodificación a su alcance. Por su parte, la segunda premiada, Bego Antón, ofrece en su serie de fotografías “Txerriboda” una interesante aproximación –entre lo antropológico y lo sencillamente irónico- a los signos de identidad colectiva, a los ritos y costumbres que no sólo derivan de un contexto social e histórico, sino que también -a su manera sanguinaria o genuina, según la opinión de cada cual- contribuyen a la definición de éstos. El relativo naturalismo del trabajo de Antón excluye por fortuna los tintes tremendistas, mientras que en su mirada relativamente franca y frontal tampoco hay sitio para la ingenuidad.

Completando la terna está Nadia Barkate con “Lonas rojas”, díptico que combina tosquedad y sofisticación con extraños ecos orientalistas. Las tres obras destacadas han sido realizadas por mujeres bilbaínas nacidas entre 1976 y 1983, y que además presentan ciertos puntos convergentes en sus trayectorias. Así, Barrio destaca por una vocación multidisciplinar, que la ha llevado al vídeo de animación, la fotografía, el dibujo o la instalación, en ocasiones mezclando varias de estas disciplinas para profundizar en el empleo del volumen y la forma con afán expresivo. En los últimos tiempos ha encontrado en la ciudad de Nueva York un ámbito vital y creativo propicio para sus cada vez más ambiciosos proyectos multimedia. Antón y Barkate, por su parte, también han utilizado profusamente el vídeo y a la imagen digital a lo largo de su carrera.

Entre el resto de seleccionados abundan tanto el género femenino como la preocupación por los factores que determinan la construcción de la imagen y su significado, destacando la fotografía “Toi”, de la donostiarra Izaskun Alvarez Gainza (que ya estuvo presente hace unos meses en Montehermoso con “De la scène, à travers”), Iranzu Antona, Raquel Félez, Dámaris Pan, Ohiana Goenaga u Oihana Vicente, que fue una de las participantes del I Proforma 2010 del MUSAC orquestado por Txomin Badiola y los ya mencionados Jon Mikel Euba y Sergio Prego. Del resto poseen indudable interés el collage digital de Juan de la Rica “Los cuatro humores”, cuyo trabajo remite generalmente al pop y al comic de línea clara, así como la pintura “El amor es como un oso polar en primavera”, del muy interesante David de las Heras, artista cuyas influencias parecen pivotar entre el hiperrealismo y el expresionismo, y que aquí consigue proyectar un auténtico torbellino de sugerencias históricas y psicológicas sin asomo de grandilocuencia, generando una atmósfera de auténtico desasosiego.

Hablábamos al principio de estas líneas de volver la vista atrás. Por fortuna, la visita a la sala Rekalde alienta la realización del ejercicio: así, un mural permite contemplar el trabajo de los seleccionados en las ediciones anteriores. Conviene prestarse al juego, para después no perder de vista este último Ertibil durante el resto de su periplo.

domingo, 8 de agosto de 2010

Por fin, la lista que nos faltaba


Cómo se nota que estamos en veranito. Ante la falta de contenidos de mayor interés, la prensa se llena de puro relleno y material de derribo. Las listas hacen –literalmente- su agosto.

El País Semanal ha publicado una nueva e imprescindible lista. Las 100 películas de la vida de otros tantos cineastas latinoamericanos (vamos, españoles, en su mayor parte; los que no lo son estrictamente, trabajan a menudo en nuestro país).

Las listas de las mejores películas de la historia son las más predecibles de todas. Aquí las modas afectan, como en todo, pero a partir de ciclos bastante largos. Desde que empezaron a realizarse –allá por la mitad del pasado siglo- han conocido pocas variaciones. Al principio, el número uno siempre era, invariablemente, “El acorazado Potemkin” de Eisenstein. Después estuvo muy de moda “Ciudadano Kane”, de Orson Welles. Desde hace unos añitos, el puesto de honor siempre corresponde a “El Padrino” de Coppola. No importa el país ni el ámbito en el que se realiza la encuesta: el resultado apenas ofrece diferencias.

Huelga señalar, por tanto, quién es la ganadora en esta ocasión. Por si lo habíamos olvidado, aquí se nos recuerda que la originalidad no abunda entre los cinestas españoles. Pero sí se dan unas pocas curiosidades reseñables:

• Como los encuestados son hispanohablantes, la lista presenta un descarado sesgo a favor del cine español (y, en menor medida, el latinoamericano), lo que la hace poco representativa de la situación real de la cinematografía patria en la mente de críticos y aficionados del mundo.

• Como era de esperar, Berlanga es el director español mejor parado. Tres de sus películas aparecen en los primeros puestos del ranking. Yo también adoro “Plácido” y “El verdugo”, pero, ¿de verdad la obra del director valenciano justifica tan abrumadora presencia?

• También Buñuel –que coloca hasta cuatro obras- figura en un puesto de honor. Comenzando por “Viridiana” que es, por cierto, quizá mi película favorita de todos los tiempos. Las obras maestras “Los olvidados” o “El ángel exterminador” tampoco faltan: menos mal. No aparecen otras como “El”, "Ese oscuro objeto del deseo" o “Nazarín”, sin embargo.

• Almodóvar está, para mi sorpresa, asimismo muy bien representado, también con cuatro cintas. Como en el caso de Berlanga, esto se me antoja un pelín excesivo, incluso como el adorador del cine almodovariano que, como sabéis los lectores habituales de este blog, no tengo reparo en reconocerme. En todo caso, sí creo que películas como “¡Qué he hecho yo para merecer esto?” o “La ley del deseo” figuren en la lista es pura y simple justicia.

• ¿Hablaba de sesgo a favor de España? Una de las encuestadas, la actriz y cantante Ana Belén, considera que el cine español representa un pilar de la cultura mundial de semejante calibre que sólo vota películas españolas. A su entender, pues, las diez películas más grandes de la historia del cine son de directores de nuestro país. Las películas que eligen están –casi todas- muy bien, pero mi modesta opinión es que se pasa un poco. ¿Nacionalismo versión agapimú? Por cierto, en su lista particular Buñuel no aparece por ningún lado: debe considerarlo mexicano, o francés, o en cualquier caso no lo bastante español como para merecer un lugar en el Olimpo.

• Mejor aún que esto: Santiago Seguro sólo incluye en su lista… ¡películas protagonizadas por él mismo! Incluidas “Isi disi” y sus tres entregas de Torrente. Sin complejos.

• Pero, para ejemplo de nacionalismo, un dato global: los votantes sitúan “Los santos inocentes”, de Mario Camus, en el puesto 13 de la lista. Por encima de, no sé, las mejores obras de Bergman, Bresson, Hitchcock, Murnau, Dreyer o Visconti. No tengo palabras.

• “El día de la bestia” de Alex de la Iglesia también es, al parecer, una de las obras maestras absolutas de la historia del cine. Figura en el puesto 65. ¡Basta, por favor!

• En el 97, “La niña de tus ojos” de Fernando Trueba. ¡¡¡¡¡¡Socorro!!!!!!

• Hace falta esperar al puesto 41 para llegar al primer Bergman, que es “Fanny y Alexander”. Por fortuna, después nos encontramos varias veces de nuevo al genio sueco. En el 67 aparece “Fresas salvajes”. En el 79, “Persona”. Y en el 95 “El séptimo sello”. Eso sí, ningún Tarkovski ni Fassbinder a la vista.

• Una de las listas más espeluznantes es la confeccionada por el temible Benito Zambrano, que no empieza mal (Coppola y Buñuel), para después mencionar engendros como “La misión” de Roland Joffé, “Mar adentro” de Amenábar o “The Commitments” de Alan Parker. Viendo sus influencias, se entiende la calidad de su cine.

• Las listas del músico Roque Baños (¿¿¿¿“El señor de los anillos”????) o el propio Amenábar también dan, en general, bastante miedo.

• Fernando León de Aranoa piensa que “Quemado por el sol”, el caramelito chejoviano que dirigió Nikita Mikhalkov allá por los 90, merecería un tercer lugar. En fin: de nuevo, este dato permite entender muchas cosas.

• Por el contrario, se ratifica que el gusto cinematográfico de José Luis Garci está muy por encima de sus aptitudes como director. Me limito también a señalar otro sesgo en su lista, y es que todas sus películas son americanas, o rodadas en inglés.

• ¿Con quién coincido en mayor medida? Pues me reconozco bastante en los gustos manifestados por el gran director de fotografía José Luis Alcaine, los directores Pedro Almodóvar, Bigas Luna, Daniel Calparsoro, Ray Loriga, Achero Mañas, Jaime Chávarri, Fernando Colomo, Joaquín Oristrell, Albert Serra, Fernando Trueba, Imanol Uribe, Gerardo Vera y José Luis Borau. También –aunque con más peros- con Andrés Vicente Gómez (el único que menciona “Gritos y susurros” de Bergman), Cesc Gay, Carmen Elías, Jorge Guerricaechevarría o Ventura Pons. Curiosamente, también me gustan las elecciones de Julio Medem (que rescata a Tarkovski).

• La lista más original quizá sea la de Manuel Gutiérrez Aragón: la encabeza “El ladrón de Bagdad”, y en ella aparecen, entre otras, “Lancelot du Lac” de Bresson (maravillosa, pero no muy apreciada en general) y “Surcos”, de Nieves Conde (neorrealismo a la española). Nacho Vigalondo también resulta, por lo menos, sorprendente en muchas de sus elecciones.

La siguiente semana hemos disfrutado de una lista aún más imprescindible, que es la compuesta por 100 actores, y que resulta aún más desquiciada que ésta. Pero, si me quedan ganas, ya daré cuenta de este otro asunto en una próxima entrada.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Clasificaciones


En una entrada anterior de este blog manifestaba mi admiración por los directores ascetas, los que emplean los mínimos recursos consiguiendo el máximo de expresividad, y en los que el más minúsculo movimiento de la cámara parece poseer un significado descomunal.

Creo, en realidad, que hay tres tipos de directores de cine. Están los narradores, los poetas y los ascetas. En realidad, cualquier director tiene algo de las tres tipologías, ya que toda película debe aspirar a contar algo, que no existe cine sin poesía, y que en el cine todo lo que no aporta sobra. Pero casi siempre resulta sencillo encontrar en los verdaderos autores el factor predominante de un estilo propio. Allá va el ejercicio:

•Los narradores: se trata de los cineastas que utilizan sus recursos con el fin prioritario de contar la historia que tienen entre manos. Así, cada plano procurará ofrecer, explícita o subliminalmente, toda la información necesaria para que la narración avance y sea inteligible, y además –en la mayor parte de los casos- para sorprender al espectador sin darle respiro. El elemento de la progresión dramática resulta esencial. Estos autores suelen partir de guiones de hierro, cuyos dispositivos refuerzan con una puesta en escena tan firme como creativa. Situaría en esta casilla a François Truffaut, Howard Hawks, Orson Welles, Akira Kurosawa, Luchino Visconti, George Cukor, Billy Wilder, Fassbinder, Fritz Lang o Mankiewicz. De entre los actuales, aunque muy distintos entre sí, creo que Eastwood, Téchiné o Almodóvar son buenos ejemplos de esta corriente.

•Los poetas: ejecutan un cine de lo inmaterial, en la que la imagen recoge precisamente conceptos y sugerencias abstractas que escapan a lo puramente narrativo. Consiguen ensamblar idealmente lo emocional y lo intelectual. El misterio, lo inexplicable, lo filosófico o lo mítico poseen mayor relevancia para ellos que para el resto. Estarían aquí Tarkovski, Dovzhenko, Satyajit Ray, Max Ophüls, Jean Vigo, Jean Renoir, Kenji Mizoguchi o Murnau. Entre los actuales, podríamos señalar por ejemplo a David Lynch, Wong Kar-Wai o Lars Von Trier. También la mayor parte de lo que ha hecho Coppola, incluída su reciente y poco comprendida “Tetro”.

•Los ascetas: como he indicado antes, en ellos cada elemento de la puesta en escena parece poseer un peso descomunal que se hace evidente en el plano. Todo lo que figura en el encuadre está cargado de significatividad, puesto que el director controla hasta el mínimo detalle que recoge la cámara, no permiténdose la entrada de elementos improvisados. Los movimientos de cámara suelen ser escasos, o bien estar planificados con un rigor extremo. Precisamente por todo esto, en ocasiones son los que logran condensar en sus imágenes una mayor carga emocional (aunque también pueden resultar los más fríos del mundo, según el caso). El estilo, la pura forma, resulta fundamental, incluso cuando éste se pretende transparente para el espectador. El más grande de todos los ascetas es para mí Dreyer, y junto a él estarían John Ford, Robert Bresson, Yasujiro Ozu, Stanley Kubrick o Hitchcock. O, entre los que se encuentran en activo, Abbas Kiarostami, Aki Kaurismäki, Víctor Erice y Manoel de Oliveira.

Como indicaba antes, los tres elementos figuran en cualquier director que se precie, aunque casi siempre se da una predominancia más o menos clara que permite la clasificación. Curiosamente, esto no me queda tan claro en mis dos directores favoritos, Luis Buñuel e Ingmar Bergman. El primero comenzó como un poeta, realizó la mayor parte de su carrera como un narrador y terminó siendo sobre todo un asceta, precisamente cuando contaba con mayores presupuestos y más libertad creativa. En todo caso, narración, poesía y sobriedad plástica nunca abandonaron su estilo. El segundo creo que es una fusión perfecta –y rarísima- de poesía y ascetismo, que casi podría dar lugar a una nueva categoría en la que se encontraría prácticamente solo.

Luego hay una cuarta clasificación, que resulta con diferencia la más nutrida de todas. Es la de los malos directores, que no son ni narradores, ni ascetas, ni poetas, ni ninguna otra cosa en realidad. Pero para qué molestarse en hablar de ellos, ¿no os parece?