jueves, 26 de febrero de 2009

Más sobre los Oscars


Me parece que cuando en mi último texto dediqué unas pocas líneas a los últimos Oscars, me quedé corto. Hace mucho tiempo que esta ceremonia no posee para mí particular interés: es raro que nominen siquiera películas o interpretaciones que me han gustado realmente, así que no suele importarme demasiado a quién le acaben dando el premio. Sin embargo, recuerdo con emoción cómo, siendo niño, me quedaba despierto toda la noche viendo los premios, cómo me alegraba infinitamente cada vez que el galardonado era mi favorito (tenía favoritos en absolutamente todas las categorías, hasta en la de cortometraje documental), y cómo la mañana siguiente me paseaba por ahí más chulo que un ocho, tras haberse constatado una vez más que nadie había predicho mejor que yo los resultados de la ceremonia. Los años 80 los recuerdo memorables, aunque entre las grandes premiadas hubiera de todo: películas soberbias (“El último emperador” de Bertolucci), buenas películas (“Amadeus” de Forman), películas correctas (“Memorias de África” de Pollack), películas mediocres (“Gente corriente” de Redford, “Paseando a Miss Daisy”, “Rain Man”) y algunas más bien infumables (“Gandhi” de Attenborough, “Carros de fuego” de Hudson). En todo caso, ¡qué emoción! ¡Qué entrega incondicional, absoluta y entusiasta a las leyes del espectáculo! Era yo un niño admirador del show business, que se tomaba completamente en serio aquella fanfarria, un niño para el que los Oscars robados a “Las amistades peligrosas” (en especial el que debió ser para Michelle Pfeiffer) constituía una ofensa tan escandalosa como para un judío francés del XIX el affaire Dreyfus. Qué tiempos…

Es cierto que, repasando las imágenes de la gala de este año, algo hay en ellas que remite a aquellos años dorados. El espectáculo estaba espléndidamente medido, sostenido por un armazón técnico (decorados, pantallas, iluminación, música, rótulos electrónicos) absolutamente impecable. No, “impecable” se queda corto: desde un punto de vista meramente técnico, el programa era glorioso. La coreografía de presentadores y premiados dentro del espacio escénico también había sido diseñada con enorme talento, de manera que, muy pertinentemente, se sacrificaba cualquier cosa (incluida, en ocasiones, la claridad) en favor del ritmo. Otra cosa es, como ya apunté en el texto anterior, que algo sucedía con ciertos presentadores, cuyas intervenciones resultaban robotizadas: en especial algunos de los veinte intérpretes que a su vez anunciaban los candidatos a los cuatro premios de interpretación y decían unas cuantas banalidades sobre ellos. Algunos resplandecían (Halle Berry, Whoopi Goldberg, un fondón Robert De Niro), otros estaban extrañamente rígidos (Adrien Brody y la momificada Sophia Loren), y había un tercer grupo que parecía bajo los efectos de drogas de diferentes tipos (Marion Cotillard, Anthony Hopkins).


De todos modos, gran parte del espectáculo nos lo perdemos los espectadores, o bien sólo atisbamos una pequeña parte del mismo, porque es el que transcurre en el patio de butacas. En este sentido, mención aparte para Kate Winslet, que se ganó a pulso su premio a la mejor actriz gracias a su asombroso talento gestual que le permitía dotar de matices insospechados a su cara de “estoy profundamente conmovida por lo que está sucediendo”. El recital que ofreció cada vez que las cámaras enfocaban sus reacciones era digno de la Falconetti en sus primeros planos de “La pasión de Juana de Arco” de Dreyer.


Por supuesto, está el asunto de los vestidos. ¿Quién fue la más elegante? ¿Quién la peor vestida? La verdad, esta discusión la encuentro completamente baldía, salvo que la pregunta se replanteara como “¿Quién fue el estilista más avispado, y que mejor supo conectar con el estado de ánimo general?”. Por lo demás, nada encuentro memorable en ese uniforme, aburrido mar de escotes palabra de honor, drapeados, espaldas al aire, paillettes, moños y alta joyería. Por supuesto que algunos de los vestidos son maravillosos: ¿y qué? Ya los hemos visto antes en la pasarela, mejor llevados. Suele criticarse las pasarelas de alta costura por su desconexión con respecto a la vida real, y por su supuesta tendencia al disfraz. Esta acusación no sólo me parece absurda (¿quién dice que una pasarela de alta costura tenga que representar siquiera lejanamente a la existencia cotidiana?), sino sobre todo profundamente injusta. En realidad, para disfraces los que llevan las actrices de los Oscars, disfraces dibujados por los grandes modistos (o sus asistentes), cosidos a mano, elegidos por estilistas y colocados de cualquier manera sobre los cuerpos de unas chicas que en la mayor parte de los casos no pueden esconder de ningún modo su profunda sosería o vulgaridad. Dicho todo lo cual, hay que reconocer el bellísimo atuendo y la más que correcta percha de Tilda Swinton, que al igual que el año anterior volvió a acertar con su Lanvin. Por cierto, Swinton estuvo regia cada segundo que pasó encima del escenario.


Dado que del soberbio trabajo de Penélope Cruz al dotar de energía y espectacularidad a su estereotipado personaje en “Vicky Christina Barcelona” ya hemos hablado largo y tendido en textos anteriores, podemos considerar que esto es todo por lo que se refiere a los Oscars 2008. Pasamos página, y esperamos a la edición de 2009 del festival de Cannes para recibir nuestra próxima ración de genuino show.

lunes, 23 de febrero de 2009

Carnaval y moda en Madrid





Sinfonía en rojo y amarillo. Poco que ver entre una imagen y otra, aparte del cromatismo


Carnaval y moda. A menudo resultan indistinguibles, según las crónicas sobre el pasado viernes en la pasarela Cibeles (Madrid Fashion Week): el artículo de Eugenia de la Torriente para El País (extraordinaria periodista de moda: la que mejor y con más sensatez escribe sobre este tema en España, a años luz del resto) no dejaba títere con cabeza. En fin, yo tenía otras ocupaciones, así que no vi estos desfiles en directo. Y de la pasarela ya hablaré más adelante.



Vamos por partes, pues. La parte del carnaval la ponía básicamente la fiesta de disfraces del Círculo de Bellas Artes, clásico madrileño donde los haya, este año bajo el lema “La bolsa o la vida”. Estuve a punto de no asistir, pero a última hora me dio pena romper la tradición (aunque en mi caso sea bastante reciente), y compré al fin mi entrada a mediados de la semana pasada. De manera que el sábado por la noche me puse un disfraz elegante y misterioso (como me gustaría pensar que soy yo) y acudí a la puerta del Círculo. Llegué bastante tarde, pasadas las dos de la mañana, que suele ser el momento de máximo esplendor de la fiesta. A medida que subía las escaleras de mármol del edificio, me extrañó no encontrarme con la habitual corriente humana de doble dirección, el paseíllo en el que todo el mundo se observa, hace la ficha y evalúa sus opciones de seducción. En lugar de eso, unos pocos grupos de gente que subía o bajaba. Aquello ofrecía un aspecto algo desangelado. No es que me encanten las aglomeraciones, más bien al contrario, pero cuando se va a la fiesta de carnaval del Círculo uno espera encontrar un cierto ambientillo festivo que está indisociablemente ligado a la relativa multitud.


Casi todo el mundo se había concentrado en la sala de baile de la cuarta planta, donde las imágenes que se proyectaban sobre grandes pantallas blancas complementaban el trabajo de los DJs. Todo el resto de salones habilitados para la fiesta estaban casi vacíos, incluida la gran pista del piso inferior, donde unos pocos bailaban desganadamente. Lo pasé bien a pesar de todo, gracias más que nada a los amigos que me acompañaban. El ganador del concurso de disfraces, justamente, fue un tipo que se había vestido de gigantesca etiqueta de Zara. Muy ad hoc. Me temo que si de algún modo será recordada esta edición (de llegar a serlo) será como “la fiesta de la crisis”. Un poco inquietante, todo.



Como los peores momentos de la pasarela Cibeles parecían haber pasado ya, al día siguiente pude disfrutar de una jornada de moda pura, no contaminada por lo carnavalesco. Fue, una vez más, el momento de Miriam Ocariz. Alguien me había soplado que esta vez iba a presenciar una colección más sobria y posibilista que otras anteriores: una vez más, mandan los tiempos de crisis. Y sí es cierto que no había mucho espacio para la extravagancia en el último trabajo de Ocariz. Sin embargo, por algún motivo este desfile es el que más me ha emocionado desde el primero suyo que presencié en vivo, hace un par de años. Creo que esto se debe a que la depuración de líneas en muchas de las prendas, el juego conceptual de los colores planos, resaltaba más que nunca el evidente amor por el trabajo bien hecho de la diseñadora. Y que unas prendas de ropa sean capaces de sugerir sentimientos (amor, en este caso) siempre tiene algo de milagroso, y por tanto de emocionante. De todos modos, no se renunciaba al guiño y al ingenio: impresionante la creatividad que permite seguir ideando soluciones nuevas para los lazos una colección tras otra, sin resultar nunca banal (un lazo-polisón, que debería ser el colmo de lo superfluo, aquí no lo era en absoluto, sino que por algún motivo parecía lleno de sentido). El rojo sangre y el amarillo mostaza, juntos o combinados con negro o blanco, estaban llenos de vida y de furia. Abrigos extraordinariamente bien patronados, vestidos de noche con estampados a base de fotografías de perlas, y una soberbia batería de complementos confeccionados para la diseñadora por Farrutx. Aplaudí entusiasmado al final. Había dormido más bien poco la noche anterior, pero aquello había bastado para cargarme las pilas.


Por la noche, cena y copa en inmejorable compañía. Llegué a casa destrozado, así que renuncié de inmediato a mi ingenuo plan de tragarme la retransmisión de los Oscar. No llegué despierto ni a la entrega del primer premio, el que como todo el mundo sabe ya se llevó Penélope Cruz. Decir que era merecido es poco. Con su trabajo en “Vicky Christina Barcelona” consigue algo que creo recordar que es la única vez que he visto en un cine comercial, y es que los espectadores saluden con constantes exclamaciones de incredulidad y deleite cada una de las frases y apariciones de un intérprete. Aquel día en los Renoir Princesa de Madrid, juro que se creó en la sala un clima que por lo general sólo es posible (aunque sumamente raro) en el mejor teatro cómico, cuando un actor superdotado logra eso que se llama meterse al público en el bolsillo, haciendo que coma de su mano. Sobre el resto de los premios de interpretación tengo más pegas: las de Winslet y Penn me parecen dos interpretaciones típicas de lo que suele consagrarse la academia americana (aunque a mí no me impresionaron en absoluto), mientras que la de Heath Ledger directamente la encontré insufrible. Pero en fin, se supone que cada uno sabe qué criterio lo guía a la hora de decidir a quién concede sus premios, así que no me siento particularmente implicado en todo esto. Ni siquiera me ofende mucho que la principal ganadora de este año (auténtico aluvión de eunucos dorados) haya sido una cosita abominable que convierte en espectáculo (feo) la miseria y el horror auténticos. Lo mejor de todo: las extrañísimas presentaciones de los protagonistas nominados a cargo de ganadores de ediciones anteriores. Casi todos estaban muy rígidos, o bien como drogados: Marion Cotillard hablaba sobre Kate Winslet como si alguien le hubiera echado unos polvos de dudosa procedencia en el dry martini del aperitivo. ¿Y qué decir de Sophia Loren, piel embalsamada, brazo en jarras, cantando las excelencias de Meryl Streep? Eso sí que es un show en sí mismo. Sólo que demasiado real para que también nos parezca carnavalesco.

domingo, 22 de febrero de 2009

The Reader

Winslet con su Oscar recién salido del horno


Lo mejor que puede decirse de la última película de Stephen Daldry, “El lector”, es que no parece demasiado contaminada por el estilo televisivo que últimamente ahoga la mayor parte de las películas americanas y británicas de qualité. Con una fotografía cuya belleza y perfección está más allá del elogio, compuesta a base de suntuosos encuadres, posee el acabado formal de una gran pieza de lujo, lo que en realidad no está nada mal en los tiempos que corren: si en su momento el neorrealismo significó una auténtica revolución por aportar una apariencia de veracidad a la narración cinematográfica mediante un acabado austero y despojado, el actual abuso de recursos como la cámara en mano, el vídeo digital o la iluminación plana y naturalista, que han dado lugar a un nuevo tipo de academicismo, hace que sienta simpatía (o al menos curiosidad) ante este tipo de producciones formalmente impecables. Por otra parte, esta es la primera vez que una película dirigida por Daldry no me ha provocado deseos de abandonar la sala antes de que llegara la mitad de la proyección.



Repasemos: “Billy Elliot” (“¡Quiero bailaaaar!”) me produjo el mismo aburrimiento irritado que me generan casi todas las comedias británicas de los últimos tiempos. Blanda, cursilona, falsamente social, me provocó tras verla la sensación de haber perdido el tiempo. En cuanto a “Las horas”, encuentro a esta película pegas bastante más serias. De una pedantería y una pomposidad insufribles (pomposidad que, todo hay que decirlo, sólo reproducía fielmente la que ya contenía su fuente original, una novela de Michael Cunningham), y con un dudoso trasfondo sobre mujeres culpables y mártires, ofrecía a sus estelares protagonistas la oportunidad de hacer el numerito interpretativo con estupendos réditos: sin ir más lejos, la Kidman recogió un Oscar que en realidad había sido concedido a la nariz postiza que se había implantado para la ocasión.



En “The Reader” vuelve a estar presente la pedantería formal, desde luego, aunque da la impresión de haberse controlado un poco, o quizá es sólo que se ve en parte redimida por el verdadero interés de la historia, que no llega a aniquilarse del todo. Por lo demás, todo resulta terriblemente demostrativo. Como ocurría en “Las horas”, la sobreutilización de la banda sonora llega hasta extremos casi de parodia. En este sentido, aprovecho para contar que una de las consecuencias de los problemas de producción que ha habido con la película (motivados, según parece, por la extraordinaria prisa que tenían los productores por terminarla y presentarla a los Oscars 2008) ha consistido en el despido del compositor originalmente contratado, Alberto Iglesias, y su sustitución en los últimos días del proceso creativo (y en los títulos de crédito) por un jovencito de 27 años discípulo de Philip Glass, llamado Nico Muhly. La música posee en realidad el característico e inconfundible sello de los últimos trabajos de Iglesias, y resulta algo invasiva y de una impecable frialdad. El modo en que es utilizada es sólo una de las consecuencias de la fatal tendencia al subrayado de Daldry, cuya nula sutileza le impide ser un buen director. Otro ejemplo: el modo en que se explica cómo el joven protagonista, durante un momento crucial del proceso judicial, comprende una información que el espectador medianamente avispado ya dedujo hace tiempo. El recurso a la repetición de ciertos planos vistos con anterioridad, y ahora insertados pesadamente en la acción a modo de flashbacks, resulta de una vulgaridad ligeramente ingenua. Otro más: la primera comida familiar después de que el chico pierda su virginidad, que incide con sonrojante machaconería en transmitir una idea ya de por sí bastante trivial.



En cuanto a la interpretación, resulta unánimemente buena, salvo por lo que respecta a un marciano Bruno Ganz. Habiendo elegido en su mayor parte actores germanohablantes para integrar el reparto, el director obliga asimismo a Kate Winslet a pronunciar sus líneas con un ligero acento alemán. Absurda elección, por cierto: personalmente, puedo tragar con la convención de que unos personajes que se supone alemanes hablen entre sí en inglés, como lleva haciéndose en Hollywood toda la vida, a condición de que se expresen con un acento lo más neutro posible. Más aún cuando, por ejemplo, el nombre del protagonista (Michael) es en todo momento pronunciado a la inglesa (Máicol) en lugar de a la alemana (Míjel), y los títulos de los libros aparecen en sus cantos escritos en inglés. En fin, gracias al mencionado acento y a varias capas de maquillaje para las secuencias finales, Winslet acaba de conseguir un Oscar que la certifica como Sucesora Oficial De La Streep.



“The Reader” no me ofendió. Diría incluso que en algunas ocasiones, sobre todo en su primera mitad, llegó a interesarme más de lo que había previsto. Ahora bien, no sentí ninguna vinculación emocional con ella, ni siquiera en su mejor secuencia de diálogo, que es la que se concede a una espléndida Lena Olin. Ella es también, por cierto, la mejor intérprete de la cinta.

jueves, 19 de febrero de 2009

Arte en Madrid



Bueno, pues ya terminó Arco. Un fin de semana intenso, el pasado. Aunque quizá un poco menos que en ediciones anteriores de la feria, lo que se ha debido a que esta vez no he acudido a tanta fiesta. Si uno se lo propone y tiene los contactos necesarios, puede pasarse todos los días que dura Arco de fiesta en fiesta, enlazando las borracheras y sin pagar un euro. No era ésta mi intención, desde ya lo advierto.



Mi primer contacto con la feria tuvo lugar el jueves por la tarde. Rápido repaso (unas tres horas) por las galerías y artistas españoles. Tenía deberes que hacer: al día siguiente debía guiar por los stands a un grupo de veinte coleccionistas parisinos en expedición cultural a Madrid. Al parecer estaban particularmente interesados en el joven arte español. Y, como me gusta llevar a cabo las misiones que me encomiendan con el mayor nivel de calidad posible, me preparé el recorrido a conciencia. Al día siguiente, nada más salir del trabajo y sin haber comido más que un bocadillo, salí de nuevo pitando para Ifema y me reuní con el grupo a la entrada de la sala VIP.



Podría decir que resultó complicadísimo hacer de guía para estas personas, que me volvieron loco con sus caprichos y exigencias, y quedaría como un mártir de la causa (artística). Pero también estaría mintiendo. Los veinte coleccionistas franceses, la mayor parte de mediana edad, no podían ser más receptivos, amables y educados. Se mostraron interesados por todo lo que les fui mostrando, especialmente por las fotos de Miguel Angel Gaüeca (les intrigaron sus últimas fotos, espléndidas), Eduardo Sourrouille (se apresuraron a pedir precios) y Alberto García-Alix (“Ah, voilà la movida. Mais c'est ça, l’Espagne!”), realizaron preguntas de lo más oportunas, y en general me siguieron obedientemente de stand en stand por los pasillos de la feria. Otras piezas que me habían gustado y que les mostré: varios de los tesoros de la galería Espacio Mínimo, los grabados de Jon Mikel Euba en Soledad Lorenzo, Cristina Iglesias y Juan Muñoz en Pepe Cobo, Pierre Gonnord en Juana de Aizpuru o Neil Hamon en Fúcares. Isabelle y Éric, responsables y organizadores del evento, estaban presentes para orientar al grupo y facilitarme las cosas, que como digo ya eran sencillas de todos modos. Terminada la visita, me despedí del grupo y seguí viendo obras por aquí y por allá. Maravillosas las piezas de Louise Bourgeois, por cierto.



El fin de semana decidí que ya estaba bien de feria por este año. Sin embargo no había ajustado mis cuentas con el arte, y me quedaban deberes pendientes. Así que el mediodía del sábado lo dediqué a visitar la exposición de Aitor Saraiba en La Fresh Gallery. Como ya expliqué en un texto de la semana pasada, acudí a la inauguración de la expo, pero me resultó imposible ver nada debido a la masiva afluencia de público. Esta vez sólo estaban por allí el propio artista y uno de los propietarios de la galería, así que pude disfrutar con tranquilidad del sencillo y agradable trabajo de Saraiba. Después fui al Reina Sofía para ver (a buenas horas) la exposición de García-Alix, que me gustó bastante, aunque sin entusiasmos. Siempre en el MNCARS, la expo de Zoe Leonard (sobre la que también he escrito anteriormente) volvió a parecerme muy interesante. Y me alegré de descubrir a Deimantas Narkevičius, artista lituano al que no conocía en absoluto y cuyos vídeos encontré de un raro nervio poético.



En fin, eso es todo por lo que se refiere al arte. Sobre las fiestas, el Cock y demás no menciono nada, porque no es el lugar apropiado, y además como he afirmado ya en ocasiones anteriores, creo firmemente que siempre se debe dejar un espacio para el misterio.

lunes, 16 de febrero de 2009

Una cuestión de moral (y 2)



Rivette (abajo) vs. Pontecorvo (arriba). Irrepetible duelo a muerte


Me gustaría extenderme en un momento dado sobre una parte importante de la crítica cinematográfica actual, que encuentro no sólo plana y repetitiva, sino que directamente se ha equivocado de profesión: deberían dedicarse a escribir sinopsis en dossieres de prensa, y no opiniones sobre cine. Hay muchos que se llaman a sí mismos críticos, y que después dedican tres cuartas partes de sus columnas a contarnos el argumento de la película, un ejercicio tan absurdo como destructivo. Si ya me han contado la peli de cabo a rabo, ¿qué interés tendrá en verla todo ese público (mayoritario) al que lo que más le importa es la intriga narrativa? En fin. De todos modos, no hace falta llegar a estos extremos para darse cuenta de que la crítica se encuentra bastante adocenada, con honrosas excepciones. Además, lo expuesto es aplicable sobre todo a los críticos americanos. En el caso de España detecto, entre otros problemas, un intensísimo terror a ser percibido como un pedante o un elitista. Algo muy español, por otra parte. Como consecuencia, se echa de menos no sólo un poco de profundidad y de originalidad, sino sobre todo algo de imaginación o, incluso, una pizca de locura, que nunca está de más. Me temo que hoy en día sería imposible un caso como el que enfrentó a Jacques Rivette con Gillo Pontecorvo en los años 60, y es una lástima.


Rivette es uno de los directores de la nouvelle vague francesa, que en el momento cumbre del movimiento no disfrutó del reconocimiento internacional y de la difusión de Truffaut, Godard o Chabrol. Sin embargo, sus películas, que combinaban un absoluto rigor estético con cierta fantasía y excentricidad conceptual, son apasionantes: “Paris nous appartient”, “Céline et Julie vont en bateau”, “Duelle”… En épocas más recientes, Rivette fue el autor de la magistral “La bella mentirosa” (una de mis películas favoritas de los años 90), “¡Vete a saber!” o “La duquesa de Langeais”, su último (y estupendo) estreno. Mucho antes de todo eso, Rivette fue crítico en la revista “Cahiers du Cinéma”, donde expresaba sus opiniones algo intransigentes, basadas en un firme concepto de lo que el cine debía y no debía ser, y sobre todo de lo que debía permitirse a sí mismo.


Continuemos: por otro lado estaba Gillo Pontecorvo, prometedor cineasta italiano en los 60 que quedó en eso, una promesa, por mucho que le fuera otorgada el León de Oro de Venecia en 1966 con “La batalla de Argel”. Después no hizo nada digno de mención, como no sea la lamentable “Queimada” con Marlon Brando, y una improbable crónica del asesinato de Carrero Blanco por ETA en “Operación Ogro”, donde uno de los terroristas era José Sacristán. Antes aún que eso, en 1959, había dirigido una peliculita llamada “Kapò”, ambientada en un campo de concentración nazi. “Kapò” fue mayoritariamente considerada una película de denuncia de los crímenes nazis, y como tal fue alabada, y ganó premios, y estuvo incluso nominada al Oscar como mejor película extranjera, pero provocó las iras de Jacques Rivette que, en su faceta como crítico cinematográfico, escribió para los Cahiers un artículo que tituló nada menos que “De la abyección”. En él, se acusaba a Pontecorvo de ser despreciable, moralmente repulsivo… cuando se suponía que lo único que había ejecutado era el enésimo canto contra el horror de los campos de exterminio alemanes. El agudo ojo de Rivette se había posado en un plano concreto, un plano cuya concepción le había bastado para reprobar duramente la catadura del director. En aquel plano, una de las reclusas, interpretada por Emmanuelle Riva, se suicidaba agarrándose desesperadamente a la valla electrificada del campo: la cámara ejecutaba entonces un brevísimo, discreto movimiento de travelling (para los no iniciados, en un travelling la cámara se desliza a lo largo de unos raíles instalados en el suelo), de manera que el cadáver quedaba artísticamente colocado en la composición final del plano. He aquí lo que escribió Rivette: “Observen en Kapo el plano en que Emmanuelle Riva se suicida arrojándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio”. ¡Guau! ¿No sería maravilloso encontrarnos algo así, escrito en alguna de las revistas o suplementos culturales de hoy en día? Me temo que tendremos que conformarnos con seguir soñando.
Todo esto me venía a la cabeza tras salir de ver la inmundicia que este año va a ganar el Oscar a la mejor película. Esta vez la reflexión moral no es aplicable a un travelling, sino a toda una concepción sobre una obra audiovisual. ¿Dónde están los Rivettes del siglo XXI cuando se los necesita?

Por cierto, el famoso travelling de Kapò podéis verlo pinchando aquí. Juzgad por vosotros mismos si Rivette exageraba o era un prodigio de lucidez.

Una cuestión de moral

Ayer fui al cine y vi una película repugnante.

Se trata, además, de una película de la que se prevé que va a arrasar en los próximos Oscars, después de haberse llevado ya todos los premios preparatorios. Aunque en mi opinión formalmente no sea más que un cochambroso conjunto de planos que ofrece un tratamiento visual de vídeo clip de reggaeton a un argumento que parece pretenderse una fusión entre Charles Dickens y Corín Tellado, su éxito no me sorprende en absoluto. El cochambroso conjunto de planos está fabricado de principio a fin con una astucia maquiavélica de cara a su verdadero objetivo, que es barrer en los premios y recaudar un pastizal. Casi da miedo, en su implacable efectividad que pasa como una apisonadora por encima de cualquier escrúpulo de caracter ético. Tan efectiva resulta que apenas he escuchado mención a este tipo de consideraciones morales en ninguna crítica de medio de comunicación alguno.

Tras salir del cine, no pude dejar de pensar en las palabras de Jean-Luc Godard en los años 60. "Un travelling es una cuestión de moral", dijo. La frase venía a colación de una apasionante polémica en la que estaban implicados el director y crítico Jacques Rivette, su colega Gillo Pontecorvo y "Kapò", película dirigida por este último. En mi próximo texto dentro de este mismo blog contaré esta historia que, me temo, hoy en día no podría repetirse.
Por lo demás, esta entrada será breve porque no quiero seguir hablando del asunto. ¡Ah, sí! Pese a todo, la visita a los cines Princesa de Madrid mereció la pena: los espectadores pudimos presenciar al fin el tráiler de "Los abrazos rotos", el último Almodóvar, que se estrena en marzo. Buenísima pinta.

jueves, 12 de febrero de 2009

Saraiba en La Fresh

El artista frente a su obra, el día de la inauguración




Calentando motores para Arco09 y el empacho de arte contemporáneo que se avecina. Ayer, jueves, pude pasar por la Feria a la salida del trabajo... pero ya hablaré de eso más adelante. Por ahora, remontémonos a esta pasado martes.
Esa tarde pasé por La Fresh Gallery, nueva galería de arte madrileña, para asistir a la inauguración de “La noche más larga del mundo”, exposición de Aitor Saraiba. La muestra consistía en una cantidad sorprendente de dibujos, en la línea sobria, sentimental y naïf que caracteriza al artista. Sin embargo, los dibujos (lo siento, Aitor) resultaron ser lo de menos. No porque no fueran bellos o estuvieran mal ejecutados: lo cierto es que si así fuera (cosa que dudo) ni siquiera me habría dado cuenta. Casi siempre resultaba imposible atisbar entre la masa humana otra cosa que fragmentos de las piezas exhibidas, dada la multitud congregada. El ambiente se parecía más al de una fiesta en un domicilio privado que se le hubiera ido de las manos a un anfitrión con inesperado poder de convocatoria que a una vernissage de las de toda la vida. Sólo que en una fiesta casera no hay patrocinadores (en las vernissages tampoco suele haberlos, que yo sepa), mientras que La Fresh había llegado a un acuerdo con una conocida marca de vodka que aportaba anuncios in situ, merchandising, barra libre de chupitos y unos jovencísimos camareros que medían más a lo ancho (medida de hombros y pecho, se entiende) que a lo alto.

Por lo demás, imagino que os interesará saber quiénes asistieron. Pues bien, la respuesta es breve y sencilla: todo el mundo. Afortunadamente, tanto el artista como la galerista poseen cualidades específicas que los hacen destacar sobre la muchedumbre, así que por lo general conseguían ser divisados en el embrollo imperante. Aitor Saraiba posee exactamente una morfología inversa a la descrita para los camareros, y además recubría (muy bien) su esbeltez con un llamativo traje de color rosa, con lo que habría sido imposible no percibirlo. De todos modos, su aspecto físico no es lo único que lo hace destacar. Cuando uno habla con Saraiba, detecta en él, en su forma de hablar, sus gestos y miradas, una limpieza y una exaltación típicamente adolescentes que sorprenden en un hombre adulto y perfectamente ubicado en este mundo tan cínico. Como resultado, Saraiba parece permanentemente rodeado de una reconfortante aura de luz y energía.



En cuanto a Topacio Fresh, no creo que quede gran cosa que decir sobre ella a estas alturas: su potencia como personaje resulta lo suficientemente intensa como para no precisar de demasiados esfuerzos a la hora de situarse permanentemente en el ojo de huracán.



Resumiendo, el acto resultó bonito y entretenido. Saraiba, en especial, parecía genuinamente emocionado por la acogida de sus dibujos, y mostraba aún más entusiasmo al hablar de sus próximas exhibiciones (Bilbao y León, creo recordar). Ahora sólo falta que yo pueda encontrar el momento para acercarme de nuevo a La Fresh Gallery y así ver, de verdad, la obra expuesta.

martes, 10 de febrero de 2009

Un altar para el misterio

Fusilamiento del Papa, en "La Vía Láctea" de Buñuel


Como comentaba en mi anterior texto, “La vía láctea” (1969) era mi siguiente hito en el ciclo dedicado a Buñuel por el Círculo de Bellas Artes. La película, de producción francesa, utiliza una estructura y claves similares a la novela picaresca española para reunir un compendio de las principales herejías de la religión católica: dos pobres diablos recorren en peregrinación el camino de Santiago, y en su aventura se encuentran con diversas situaciones y personajes de fuerte carga simbólica, desde un niño aquejado por los estigmas de Cristo hasta un demoniaco ángel de la muerte, una agrupación religiosa que escenifica un festival infantil en el que se solicita la excomunión de todos los herejes, o un cura enajenado que acaba convencido de que el cuerpo de Cristo se encuentra contenido en la hostia como la liebre en un paté. En paralelo, la Virgen María, los apóstoles y el propio Jesús (¡e incluso un joven hermano de éste último!) aparecen captados en situaciones cotidianas, algunas incluidas en el Nuevo Testamento, otras no tanto: las bodas de Caná, la curación milagrosa de un ciego, María aconsejando a Jesús que no se afeite porque “la barba le sienta muy bien”. En el reparto, entre otros, Paul Frankeur y Laurent Terzieff como los peregrinos, Edith Scob como la Virgen María, Michel Piccoli como el marqués de Sade, o Delphine Seyrig como la puta a la que los protagonistas terminan encontrando a su llegada a Santiago de Compostela.


Una maravilla de principio a fin, la película fue la primera (y quizá la mejor) de la última etapa de Buñuel, caracterizada por una libertad de estructura que no excluía un evidente placer por la narración, la tendencia al sketch, el pulcro acabado formal y el contraste entre unas situaciones de un intenso surrealismo y su tratamiento bajo la más perfecta sobriedad realista. Si la burguesía, sus ritos, anhelos y pasiones se situarían en primer plano con las posteriores “El discreto encanto de la burguesía”, “El espíritu de la libertad” y “Ese oscuro objeto del deseo” (que aún pueden verse en los últimos días del ciclo del CBA), en “La vía láctea” la religión católica es en apariencia el tema principal. Tema que no me entusiasma especialmente, pese a lo cual seguí la película con una pasión y un regocijo que no decayó en ningún momento. Trato de analizar por qué.

Hay muchas cosas en ella que me gustan: la estructura narrativa, que remite a la mencionada novela picaresca, pero también a “El manuscrito encontrado en Zaragoza”, hermosa novela de Jan Potocki. La elegancia con que está rodada, elegancia nada exhibicionista que genera una irresistible apariencia de ligereza. Su sentido del humor, cercano al dadaísmo. Su asombrosa erudición, que en ocasiones adquiere un espíritu didáctico en absoluto irritante. Y, sobre todo, su enorme creatividad, y la libertad que irradia. Contiene hallazgos extraordinarios que operan como joyitas incrustadas en el armazón general, representadas casi siempre por detalles nimios: después de una secuencia imaginada en la que fusilan al Papa (instante cuya escenificación hoy no impacta tanto como debió de hacerlo hace cuarenta años), uno de los asistentes al festival católico al aire libre afirma haber escuchado un ruido como de disparo. A su lado, alguien reconoce que estaba imaginando cómo el Santo Padre era fusilado. Es decir, que la ensoñación traspasa sus propios contornos para contaminar la realidad a través del sonido. Idea excéntrica y prodigiosa que el espectador, sin embargo, acepta como algo natural en el contexto en que se produce.


En otro momento se pronuncia una de las líneas de diálogo más geniales del cine de Buñuel, frase que sin duda procede del pensamiento mismo del director. Cito de memoria y podría por tanto equivocarme, pero es algo así como “Mi odio por la ciencia y la tecnología me acabarán llevando a esa absurda creencia en Dios”. Esta frase portentosa contiene de algún modo la verdadera idea central no sólo de esta película, sino de todo el cine de Buñuel, y quizá sea la verdadera razón de mi absoluta adoración por él. Se trata del respeto ante todo, y por encima de cualquier otro valor, al Misterio.

El misterio de la religión es constantemente cuestionado a lo largo de la película a través de las preguntas que suscitan dogmas tan inexplicables como la Santísima Trinidad, la virginidad de María, la doble naturaleza humana y divina de Cristo o la relación entre Dios y el mal del mundo. Todas las polémicas al respecto acaban resolviéndose mediante afirmaciones del estilo de la clásica “los caminos del Señor son inescrutables”. Ya está, a partir de ahí no hay nada más que añadir. Es inútil cualquier discusión: inútil, pero sobre todo inconveniente. En uno de los momentos más divertidos de la película, un razonamiento particularmente absurdo formulado a partir de dogmas reales del cristianismo es saludado por los personajes con un “sí, sí, eso es muy convincente”, sin rastro de ironía. En eso consiste la fe, a fin de cuentas, en creer algo a pies juntillas, por inadmisible que pudiera resultar para la razón. Desde luego, Buñuel se burla abiertamente de esta ausencia de sentido crítico de los creyentes, pero también admira lo que de verdad hay de admirable en todo ello, que es el Misterio. El Misterio es esencial en la vida, y aún más en el arte: ya sea en el cine, como en el resto de la actividad creativa humana. Cualquier acto que persiga deliberadamente su destrucción es, para mí, el despropósito más imperdonable que puede cometer alguien que se llama a sí mismo artista; sin embargo, aseguro que se comete muy a menudo por razones tan peregrinas y engañosas como la pretensión de hacer más “transparente” el mensaje transmitido o la historia contada espectador. Con ello, lo que se consigue es, por supuesto, infravalorar a este espectador al que en el fondo se desprecia un poco, y aniquilar cualquier rastro de poesía que pudiera haber existido en la obra.

Buñuel amaba y respetaba a su público porque amaba y respetaba el Misterio, y viceversa. Y “La vía láctea” es una obra maestra luminosa y conmovedora que ilustra a la perfección esta verdad.

domingo, 8 de febrero de 2009

Diario de una camarera


Desde hace unas semanas, la sala de cine del Círculo de Bellas Artes viene dedicando un ciclo bastante completo a la obra de Luis Buñuel. El pasado viernes se proyectaba una de las pocas películas del genio aragonés que yo no había visto, “Diario de una camarera” (1964). Buñuel, Moreau y Piccoli: imposible resistirse a la tentación.


La película se basa en la novela del mismo título de Octave Mirbeau, que ya había sido adaptada previamente en Hollywood por otro gran director, Jean Renoir. Esta vez, Buñuel decidió trasladar la acción original desde finales del XIX hasta los años veinte-treinta del pasado siglo, operación que después repetiría con la “Tristana” de Benito Pérez Galdós. Buñuel había conocido bien esta época sumamente convulsa en lo político, que permitía reforzar los elementos sociales de la trama mediante la rasposa referencia al fascismo y el antisemitismo que comenzaba a instalarse con fuerza entre las clases bajas francesas. La lucha de clases se retrata de forma bastante despiadada, lo que incluye una burguesía decadente, reprimida y babosa, un lacayo corroído por el virus del fanatismo más primario y una figura central, la criada a la que hace mención al título, que aspira finalmente a integrarse en la clase social a la que está sirviendo. Todo ello con una absoluta perfección de la puesta en escena, de una precisión y una economía de medios admirable. No me refiero a que la película resulte visualmente pobre o que existan deficiencias en decorados o vestuario. Más bien al contrario: después de haber sufrido en México unas limitaciones de producción que imposibilitaban reproducir con fidelidad aceptable el lujo burgués, Buñuel se empleó a fondo en Francia a la hora de vestir los salones de los grandes pisos y casas de campo de las clases pudientes a las que retrataba, fenómeno del que éste es un caso modélico. Lo que quiero decir es que el trabajo de dirección no posee ninguna voluntad de énfasis, que cada plano contiene exactamente la información que debe, y la sucesión de todos ellos, aliada con el magnífico guión escrito junto a Jean-Claude Carrière, resulta narrativamente perfecta. Por lo demás, la dirección de actores responde también a estas premisas: no sólo por lo que respecta a Jeanne Moreau (qué delicia, verla moverse dentro de cuadro, cuánta expresividad en sus primeros planos, en sus miradas llenas de sorna, en su juego del ratón y el gato frente a los cuatro hombres que la codician), sino también en el resto de protagonistas. Destacan Michel Piccoli, Françoise Lugagne, Georges Géret y la maravillosa Muni. Entre todos conforman uno de los mejores repartos de la filmografía buñueliana.


Hace tiempo me referí a “Belle de Jour” como la película más sofisticada visualmente de la historia del cine. Pues bien, considero que “Diario de una camarera” no está muy lejos en tanto que mero regalo visual, dejando aparte sus otras virtudes. Cada detalle del vestuario, cada elemento de los decorados, cada mínimo movimiento de cámara resultan de una soberbia elegancia.


Qué gusto, enamorarse del cine de Buñuel cada vez que uno ve una de sus películas. Dos días después volví al Círculo para ver "La vía láctea". Pero esto ya lo contaré en el próximo texto.

viernes, 6 de febrero de 2009

Il Divo


Bastante tarde, he ido a ver “Il Divo”, la película dirigida por Paolo Sorrentino sobre Giulio Andreotti, siniestro personaje que ocupó el centro de la política italiana durante prácticamente medio siglo. La película triunfó en el pasado festival de Cannes, donde obtuvo buenas críticas mayoritarias y el Premio del Jurado, y después logró para su protagonista, Toni Servillo, el galardón al mejor actor en la pasada edición de los premios europeos de cine. Es cierto que al menos este Divo se aparta de la habitual corriente blanda y rutinaria del cine italiano actual, y que es posible detectar algunos gramos de nervio en el trabajo de su director, pero en mi opinión sus discretas virtudes no bastan para salvarla de sí misma.


Desde su propia concepción estilística, la auténtica pretensión de la película parece consistir en que el espectador se ponga nervioso. Su tono de farsa algo tremendista (Valle-Inclán meets Dario Fo) puede resultar apropiado para el tema que se trata, una vez hemos convenido que la política italiana es la vergüenza de la Europa supuestamente desarrollada. Pero la traslación cinematográfica de este punto de partida resulta casi siempre chillón y enfático, con abundancia de secuencias manidas, entre las que destaca un montaje paralelo entre la acción de un asesinato y la de una carrera de caballos a la que asiste el protagonista. Éste, caracterizado como una especie de Nosferatu de boca apretada y manos retraídas, es sólo el más extremo de los personajes que forman parte de lo que acaba convirtiéndose en una sucesión de sketches del guiñol televisivo. La puesta en escena, ampulosa y cercana a la histeria, parece soñar con Kubrick y Fellini pero queda mucho más cerca de Ken Russell. Los entornos palaciegos en los que se desenvuelven los personajes son visualmente explotados con aplicación, reservándose particular atención a las lámparas de araña que cuelgan de techos altísimos. Finalmente, persiste de todo esto una clara sensación de agotamiento.


La película consigue sus mejores momentos cuando abandona la caricatura para acercarse vagamente a la humanidad de sus retorcidos personajes. Especialmente, en las secuencias íntimas del matrimonio Andreotti, como aquélla en la que ambos se toman de la mano mientras contemplan la retransmisión televisiva de un concierto de Renato Zero, que canta su cursi “I migliori anni della nostra vita”. El instante produce escalofríos, remarcado por las líneas de diálogo inmediatamente anteriores. Mejor aún: la auténtica magia se genera cuando, en conversación telefónica con su esposa, Andreotti solicita de pronto a ésta, aviesamente, que pronuncie varias palabras que ponen de relieve el gangoso acento de ella, común en algunas zonas del norte de Italia. La perversión que se sugiere en esta brevísima fracción de una secuencia nos enfrenta, por primera y única vez en la película, a un ser humano en lugar de a un clown, y precisamente por eso se genera una tensión que debería haberse mantenido durante todo el resto de esta película un poco demasiado cínica, un poco demasiado estridente para lograr la auténtica inquietud del espectador.

martes, 3 de febrero de 2009

Me retracto



Hace muy poco, en un texto dedicado a la televisión actual y a Eva Arguiñano, venía a decir algo así como que el panorama televisivo me parece tan desolador que ni el programa del Gran Wyoming en La Sexta me estimula demasiado. El cómico que en el pasado nos proporcionó grandes momentos en la pequeña pantalla (sobre todo con El peor programa de la semana, de breve existencia) se habría convertido en un formulaico recitador de chistes más o menos ingeniosos, pieza central de un show plano y poco sorprendente.


Pues bien, no sabéis cuánto me alegro de poder decir que he cambiado completamente de opinión de un día para otro, y que me retracto de lo dicho, y además encantado. Lo que presencié por casualidad el pasado lunes, 2 de febrero, por la noche, obró el milagro. Imagino que serán pocos los que a estas alturas no sepan nada de la historia. Seré breve al describirla: al parecer, el programa del Gran Wyoming y el canal Intereconomía (extrema derecha católica/catódica) mantienen una larga trifulca de la que no están excluídos los insultos personales. En un momento dado, la copresentadora de La Sexta llegó a ser acusada de no ejercer el periodismo, sino "el oficio más antiguo del mundo" (literal), por Xavier Horcajo, el extraño y crispado tipo que presenta un programa de Intereconomía llamado "Más se perdió en Cuba". Una cosa bastante desquiciada y sorprendente en pleno siglo XXI. Como colofón, y seguro de tener entre manos el misil aniquilador definitivo, Horcajo presentó ("¡exclusiva mundial!") y emitió un vídeo en el que se apreciaba con toda claridad (con demasiada claridad, diría) cómo, durante un ensayo, Wyoming se dedicaba a gritar toda clase de improperios despóticos y machistas contra una becaria que por error se ha colado en plano. El vídeo resulta de una agresividad inusitada: produce tanta vergüenza ajena como repugnancia moral y estética. También cierta sensación de incredulidad, que uno interpreta como reacción defensiva ante un desagrado inasumible. Pero héte aquí que, este pasado lunes por la noche, tras un largo paripé preparatorio en el que aparentemente se iba a escenificar el enésimo asalto del combate Horcajo-Wyoming, el programa de La Sexta desvelaba que le había colado un gol a su competidor de Intereconomía: el vídeo era en realidad un montaje, así que su veracidad no había sido contrastada antes de la emisión por la cadena enemiga.

Esta venganza, tan brutal como sibilina, no puede producirme otra cosa que admiración. A su salvaje manera, Wyoming ha puesto en escena el mejor momento televisivo español en un programa de no-ficción del que tengo memoria. Hay en su acto una mala baba que quizá no sea menor que la mostrada por sus siniestros contrincantes. Pero no puede dejarse de reconocer que su forma de encauzar esa mala baba ha rayado en esta ocasión la pura genialidad. Por fin, ocurre que Wyoming ha tenido la suerte de habérselas visto con unos enemigos que eran terreno abonado: cuando uno se enfrenta a un bufón, demostraría muy poca inteligencia pretendiendo derribarlo a base de circunspección y dignidad herida. La mejor opción de todas, la única que asegura el triunfo, consiste en explotar la naturaleza bufonesca del adversario, limitándose a empujarlo un pelín en el sentido de su propia naturaleza, que es también el de su autodestrucción. Eso es precisamente lo que Wyoming ha hecho, y la jugada le ha salido redonda. Principal beneficiado de todo ello: el espectador.

Por supuesto, no han faltado las críticas de las asociaciones del gremio, que han invocado cuestiones deontológicas (pfffff...) y la dignidad de la profesión periodística (más pffff...), con notable fariseísmo. Por su parte, ayer mismo Wyoming mostraba en su programa un regodeo más bien mezquino por su triunfo, además de atacar de nuevo no sólo a sus enemigos originales, sino también a quienes le han criticado después (en especial, a los medios del Grupo PRISA). Una lástima. Pero nada de esto puede empañar el buen momento que se nos deparó este pasado lunes, cuando, por unos minutos, rememoramos un regocijo que creíamos exiliado de nuestras pantallas domésticas desde la edad de oro de la telecomedia británica, allá por los 70-80.

Un fin de semana

Biarritz. Hôtel du Palais

Dado que el año pasado disfruté de menos días festivos de los que me correspondían, en el primer trimestre de este año me estoy permitiendo algunas licencias a costa de las vacaciones acumuladas. Como, por ejemplo, tomar como días libres el pasado jueves y viernes, para alargar el fin de semana hasta convertirlo en unas mini-vacaciones. Juro que las necesitaba.

Sobre todo, las he aprovechado en profundidad. Las tres capitales vascas y varias localidades francesas, me ha dado tiempo de visitar. Hagamos un rápido resumen: el miércoles llegué a Bilbao, donde visité a mi familia. La familia bien, gracias. El jueves fui a Vitoria, pues el artista Eduardo Sourrouille ofrecía una visita guiada por su exposición “Villa Edur” en el Museo Artium a una treintena de personas. Estupenda comida en la cafetería del museo, un paseo y unas compras por la tranquila (algunos la describirían más bien como “mortuoria”) capital alavesa, y después la visita, que resultó apasionante. Como soy muy inquisitivo hice bastantes preguntas que el artista respondió con diligencia (sospecho que también, a veces, con una vaga sensación de fastidio: “ya está otra vez este pesado”), por lo que quedé más que satisfecho. Lo cierto es que la visita resultó muy sugestiva para todo el mundo, a juzgar por el interés con que los asistentes seguían las explicaciones que se les ofrecían, y por cómo observaban las piezas expuestas. Un lujo, vamos. Por la noche, vuelta a Bilbao para unos aperitivos y una cena casera.

El viernes me impuse la obligación de resarcir a Eduardo de la avalancha de preguntas del día anterior, así que lo acompañé a San Sebastián, mientras que a su vez un sol esplendente nos acompañaba a ambos en el viaje. Sin la habitual grisura que se adueña del País Vasco en esta época del año, la ciudad relucía y era un placer pasear por ella, a pesar de que sus implacables horarios comerciales (los comercios cierran a la una del mediodía) nos imponían cierta premura. La visita a Auzmendi era obligada: salimos de la tienda con unas cuantas bolsas, tras haber aprovechado a conciencia las últimas rebajas de la temporada. En un momento dado, Eduardo hizo algo sumamente representativo de su carácter: al pasar frente a un contenedor de basura, sus ojos tropezaron con un gran bolso de mano de cuero marrón que alguien había tirado. Sin más aspavientos, hizo un hueco entre los zapatos italianos y las camisas de algodón egipcio que acababa de comprarse, y recogió el hallazgo como una adquisición más de la mañana de compras. Después consideró que en realidad la bolsa no le convencía demasiado, que estaba muy gastada y además lo que parecía cuero no era más que una imitación algo burda en polipiel, así que, como quien regresa a El Corte Inglés para devolver un artículo recién adquirido y recuperar su importe, la depositó en el siguiente contenedor que nos encontramos. Me alegra comprobar que mi capacidad de asombro y fascinación por todo lo que hace este hombre jamás llega a agotarse.

Después de una soberbia comida en el restaurante Okendo (calabacines rellenos, merluza en papillote y tarta de queso casera) nos pusimos rumbo a Biarritz, donde continuaron las compras (para mí, sólo los últimos Cahiers du Cinéma) y nos encontramos con Ignacio Goitia y Oscar Achútegui. ¡Francia, por fin! Como me ocurre siempre, cruzar la frontera me llenó de sosiego y optimismo de manera automática (ver mis entradas a este blog sobre Francia). Tras las compras, tomamos un aperitivo en el Hôtel du Palais, cuyo lujoso salón de té incluye vistas al mar: las olas saltaban ante nuestros ojos como si las contempláramos desde la escotilla de un transatlántico. A media tarde volvimos a los coches para poner rumbo a Salies-de-Béarn, donde Ignacio y Oscar nos recibían una vez más en su casa, una propiedad con jardín que cada vez alberga más lámparas, y más mesitas, y más candelabros, y más bandejas de porcelana, es decir, cada vez se parece más a sus propietarios. Tras la cena en un restaurante del pueblo, con estricto horario francés, nos retiramos prudentemente con la intención de madrugar el sábado y continuar con la actividad.

Al día siguiente, desayuno con croissants y chaussons aux pommes cortesía de Ignacio. El desayuno es por fuerza uno de los mejores momentos del día en Francia, siempre que uno se deje llevar por las impresionantes especialidades de la bollería nacional. La mañana del sábado estaba bañada en una luz rosada, pálida e irreal, completamente distinta del intenso resplandor dorado que caracteriza las horas siguientes al amanecer en Madrid. Mientras viajábamos en coche hacia Pau (con escala en las naves de Emaús: a mi madre le dará algo al saber que pasé un buen par de horas rodeado de ropa de segunda o tercera mano, muebles desvencijados, pequeños electrodomésticos usados y otros depósitos de ácaros) tenía la impresión de atravesar algo así como la ensoñación resultante de una fumada de opio. Estoy seguro de que bizqueaba, y todo.

Pau es una ciudad pequeña, moderadamente mona y realmente sin gran interés, aunque resulta agradable para una visita breve. Tras las fotos de rigor ante el castillo de Enrique IV de Navarra, comimos en un pequeño restaurante: ensalada, faux-filet con tallarines, y crème brulée. Después tomamos café e infusiones en un excéntrico local cuya terraza estaba formada por unas cuantas sillas plegables de playa y mesas bajas de plástico repintadas, y con un interior forrado de papel pintado con motivos vegetales, tipo Diana Vreeland. Un paseo, más compras y regreso a Salies de Béarn, esta vez para cenar, en casa, un riquísimo bacalao al horno con patatas que cocinaron Ignacio y Oscar. Como los dos se atribuían la ejecución del plato, lo prudente es decir que el mérito correspondía a ambos. La tertulia posterior estuvo amenizada por las canciones de Barbara, de la que Ignacio es fan rendido. Su concierto en Pantin, celebrado en 1981, me generó un pequeño malestar que persistió mucho después que el DVD hubiera sido guardado nuevamente en su caja. Entre las aclamaciones y los aullidos de un público en éxtasis, la cantante mostraba al interpretar sus temas una hiperemotividad algo teatral que contrastaba con su voz cada vez más ronca, marcada por la fase inicial de su decadencia. Ignacio aprecia una particular belleza en este ejercicio. Estoy seguro de que tal belleza existe, pero a mí me causa desazón y me pone definitivamente nervioso.

El domingo dimos un paseo por los alrededores del pueblo, tipo campiña inglesa, y después nos metimos entre pecho y espalda una descomunal alubiada, a la que no le faltaba la morcilla de rigor: francesa, eso sí. Breve siesta, preparar maletas, cerrar la casa y volver a la carretera, de nuevo rumbo a Biarritz. Allí estaba pasando el fin de semana nuestro amigo Dominique, de Burdeos. Nos recibió en su casa con una merienda de té y pastelillos variados, entre los que destacaba posiblemente la mejor tarta de chocolate (densa, untuosa, de vivísimo sabor a cacao) que he probado nunca, y el dulce típico bordelés, el cannelé, crujiente en su capa exterior y jugoso por dentro. Tras despedirnos de Domi, regresamos a Bilbao con un tiempo de perros. Antes de iniciar la vuelta a Madrid, la intensa lluvia dio por terminado el fin de semana.

Sol, arte, compras, Francia, merluza, bacalao, alubias rojas, croissants, cannelés, buena música, buenas conversaciones, buenas lecturas, la mejor compañía del mundo. Imposible imaginar un fin de semana mejor. Me basta como motivación vital pensar que otros similares podrían llegar en un futuro.