martes, 31 de marzo de 2009

Murakami. ¿Y qué?

Kaikai y Kiki sobre fondo de margaritas sonrientes. Murakami lisérgico


El pasado fin de semana, aprovechando una nueva visita a Bilbao, entré en el Guggenheim: aún no había visto la exposición sobre Takashi Murakami, pese a que en su momento fui incluso invitado a la inauguración. No esperaba demasiado de la muestra, ya que Murakami nunca me ha dicho gran cosa y por tanto jamás me ha dado por investigar sobre su muy publicitada y lucrativa imaginería manga-pop, concentrada en lo que se configura como un estilo propio llamado Superflat (se supone a tal denominación un toque de sarcasmo). Pero sí tenía la esperanza de descubrir algo valioso en un artista tan difundido, o cierta injusticia en mi nulo acercamiento a sus premisas.

Me cuesta encontrar las palabras que definan adecuadamente mi decepción. Me aburrí como una ostra entre los muros del Guggenheim, y pasé frente a los cuadros y esculturas de Murakami con una abulia dominical no muy distinta de la que se habría apoderado de mí visitando un centro comercial en lugar de un museo. Ni lo plano y evidente de sus mensajes, ni la supuesta ironía de sus colores saturados, ni el ligero ingenio de sus personajes humanoides me provocaron la menor reflexión, el menor impacto emocional o estético. Sus cuadros de gran formato, obvias piezas museísticas que deben de pretenderse herederas de El Bosco y Dalí, los encontré simplemente chillones y poco originales. Un poco más de interés suscitaron en mí los cortometrajes animados que narraban las escatológicas aventuras de unos personajes llamados Kaikai y Kiki, proyectados en enmoquetadas salas oscuras llenas de niños y padres que hablaban en voz alta como si estuvieran en el salón de su casa, frente al home cinema. Encima de todo, ración de plácida vulgaridad familiar al canto.

Nada me dijo tampoco el trabajo más comercial del autor japonés, sus "prints" para bolsos del patrocinador Louis Vuitton (sosamente expuestos tras vitrinas de cristal), sus alfombras, figuritas y gadgets. Así que salí de la exposición con la inequívoca sensación de haber visto algo perfectamente prescindible. Tengo la firme convicción de que el arte no tiene por qué responder a nada, sino más bien provocar que nos hagamos preguntas. Y una sola pregunta ocupaba mi mente: "Murakami, ¿y qué?".


Llegué a pensar que la culpa de todo esto era mía, por acudir a un museo después de la siesta, pero pronto pude comprobar que no era así: para mi sorpresa, la muestra del artista chino Cai Guo-Qiang, de la que no esperaba nada (es decir, muy poco menos que de la de Murakami) me encantó. Impresionante su efímera recreación del Patio de recaudación de la renta. Pero éste es sólo el punto fuerte de una exposición de adecuado montaje y tremenda fuerza plástica, que recomiendo encarecidamente.

Dos exposiciones

Del vídeo "Streaming", de Manu Arregui

Dos exposiciones de artistas a los que conozco coinciden estos días. Asistí a la inauguración de una de ellas; aunque también estaba previsto que asistiera a la otra, acabé perdiéndomela por razones que no vienen al caso, pero que tienen que ver con una película comentada en varias entradas recientes de este blog.



José Luis Vicario presenta sus Tripas y Guirnaldas en Espacio Marzana, Bilbao. Como invitado habitual a cenar en la casa-estudio madrileña del artista, ya había podido ver la mayor parte de las piezas presentadas, como sus largas guirnaldas de gros-grain gris y sus bloques de mármol travertino esculpidas con formas sinuosas, intestinales. Una de las cosas que me agradan de la obra de Vicario es que ésta no se escuda ninguna coartada ideológica para reclamar su derecho a existir, o para fingir un valor intrínseco. Están ahí porque son piezas misteriosas y bellas, o al menos pretenden serlo (por supuesto, habrá quien piense que no lo son, ya que lo criterios estéticos personales pueden variar enormemente), y todo rasero que se emplee para juzgarlas ha de tener en cuenta este hecho. Diría que se trata de la opción más valiente de todas las que un artista puede tomar -sobre todo cuando se constata lo habitual que resulta el triunfo de un trabajo mediocre al encaramarse a oportunas coartadas reivindicativas- si no fuera porque ocurre que, en mi opinión, Vicario simplemente hace aquello que sabe hacer y que su propia naturaleza le dicta. Así, traslada a su actividad artística el intenso fetichismo, la obsesión por los objetos que anima su vida cotidiana, y crea piezas que al espectador sensible a su peculiar sentido de la armonía irremediablemente deseará adquirir y poseer. Lo admito: ése es exactamente mi caso.


Por su parte, Manu Arregui muestra Objetos Singularísimos en la galería Espacio Mínimo de Madrid. Dos vídeos, Irresistiblemente bonito y Streaming, una serie de fotos que complementa al último de éstos, y tres esculturas (Objeto Singularísimo 1, 2 y 3) componen la expo. Hace tiempo que era seguidor de los vídeos de Arregui, uno de los pocos autores que consiguen reconciliarme con la virtualidad digital, tan horriblemente empleada últimamente (sobre todo, en el cine), En esta ocasión, me ha interesado muchísimo la reflexión sobre los vínculos y tensiones entre lo orgánico y lo virtual, expuestos de manera bastante clara en los dos vídeos, y más misteriosa en las esculturas, que suponen una apuesta de Arregui por tomar nuevos cauces expresivos. Apuesta más que ganada, en mi opinión. La exposición es una delicia: me apresuro a recomendarla. Pero, como me gustaría tratar sobre ella más en profundidad, también os emplazo a un nuevo texto dedicado exclusivamente a ella en próximas fechas.

jueves, 26 de marzo de 2009

Una lista más



Los músicos hispanos afirman que Brel cambió sus vidas: no me creo una palabra


Como he mencionado en alguna ocasión anterior, siento verdadera aversión por las listas, en especial las que los periodistas se sacan de la manga de vez en cuando para rellenar unas cuantas páginas. Otra cosa es que, como placer culpable, de vez en cuando me recree en algunas de las que se publican: en estos casos, la intensidad del placer es directamente proporcional a lo absurdo de la lista en cuestión.


El País Semanal publicaba este pasado domingo un artículo que recogía la lista de las cien canciones que cambiaron la vida de los principales músicos hispanoamericanos actuales. En realidad lo que se había hecho era solicitar a una selección de artistas (o lo que sean), en su mayor parte españoles, que eligieran sus canciones favoritas para confeccionar dicha lista. Entre los incluidos en la encuesta estaban David Bisbal, Bebe, Ramoncín, La Oreja de Van Gogh, Melendi, y tal. Los resultados, hay que aceptarlo, representan de manera bastante fiel el estado del arte en el panorama musical español.


La ganadora ha sido “Ne me quitte pas”, de Jacques Brel. Tras ella, la cursilísima “God Only Knows”, de The Beach Boys, la banal “Help!” de The Beatles, “Como el agua” de Camarón de la Isla y “Mediterráneo” de Serrat. Nada demasiado original. Entre las cosas que me hacen levantar la ceja de la lista completa de cien canciones, destaco:



  • La tensión entre lo hispano y lo anglosajón se resuelve con un duelo que revive los famosos partidos de fútbol de folklóricas contra yeyés que se estilaban en otras épocas de la historia española. Las folklóricas tienen en su estandarte a Camarón. Las yeyés abrazan entusiasmadas a The Beatles. Luego hay quien pretende ser al mismo tiempo folklórica y yeyé (Alejandro Sanz), para quedarse, como todos sabemos, en la nada más lamentable.



  • Por el contrario, The Rolling Stones han de conformarse con una sola entrada, en el puesto 25.

  • Jacques Brel tampoco reaparece en la lista, a pesar de su fulgurante primer puesto con la canción más reproducida y banalizada de su repertorio. Nadie parece haber oído hablar de piezas tan maravillosas como “Le plat pays” o “Mon enfance”, ni siquiera de la más popular “La chanson des vieux amants”.


  • Algo similar le ocurre a Edith Piaf, que aparece discretamente en el puesto 30 con “La Foule”, y después nada más.


  • Nada de Brassens, ni de Léo Ferré, ni de Charles Trenet, ni de Barbara, ni de Moustaki, ni de Juliette Gréco, ni (peor aún) de Serge Gainsbourg. De Françoise Hardy o Jacques Dutronc, ni hablamos.


  • Italia sale tan mal o peor parada que Francia. Podemos olvidarnos de Mina, Adriano Celentano o Renato Carosone.


  • La bossa nova tampoco influyó a nadie, al parecer (así nos va). La única canción brasileña del top es… ¡¡¡“Yo quiero tener un millón de amigos”, de Roberto Carlos!!!


  • Por su parte, el tango tiene un único representante, el “Volver” de Gardel. Ni siquiera Piazzolla, que podía haber gustado a los modernos, ha conseguido suficientes votos.


  • David Bowie logra tres entradas, pero no siempre con sus mejores canciones.


  • ¿Billie Holiday? ¿Quién coño es esa?

  • ¿Y Cole Porter? ¿Mandeeeee?

  • Leonard Cohen tampoco interesa. Hay algún colgadillo que lo vota, pero eso no basta para llevarlo al podio.


  • En cambio, gracias a los pocos argentinos encuestados, aparecen el grupo Almendra y su músico Luis Alberto Spinetta, mito de la escena porteña, con dos canciones: “Laura va” y la lírica y sensual “Muchacha (ojos de papel)”.


  • Personalizando un poco, encontramos perlas como que a Bebe le cambió la vida “Coco Guagua” de Enrique y Ana (por favor, no os perdáis el vídeoclip del vínculo), que a la ex-Presuntos Implicados le va Golpes Bajos, o que David Bisbal flipa con “Bailar Pegados” de Sergio Dalma. Sólo la segunda de estas tres opciones sorprende un poco.


  • Falete vota cinco de sus propios temas como sus cinco favoritos. Entre ellos, el “Lo siento, mi amor” de Manuel Alejandro que antes que él inmortalizara Rocío Jurado (“Hace tiempo que no siento nada al hacerlo contigoooooo”). Como dicen por ahí, qué arte…


En general, lo que deprime un poco en esta lista es su absoluta falta de sofisticación. Todo es tan manido, tan trivial y cateto que da bastante penita. Rescatemos algunas excepciones, que no son siempre las que uno podría esperar: Fangoria (puestazos para Gary Glitter, Sex Pistols, Bowie, Ramones y Lou Reed), Albert Plà y su contralista (¡detesta a Frank Sinatra!), Jaime Urrutia (adora a Marisol... y a Gainsbourg) o Ana Belén (¡viva “Suspiros de España”!). La mayor sorpresa que me he llevado es que, salvo por el primer puesto otorgado a un Bob Dylan que nunca me ha llevado más allá del aburrimiento, la lista de Joaquín Sabina me parece impecable. ¿Tendré que empezar a mirar con mejores ojos a ese hombre, ese poeta urbano español?

martes, 24 de marzo de 2009

Proyecciones



Crítica que publiqué el pasado febrero:




Rineke Dijkstra. Park Portraits
Del 29 de enero al 16 de marzo de 2009
La Fábrica Galería. Madrid



La artista holandesa Rineke Dijkstra expone en La Fábrica una selección de sus fotografías de adolescentes captados en parques públicos. Confuso ejercicio en el que los retratados terminan reflejando unos sentimientos que proyecta sobre ellos el ojo que los capta, y que por lo demás les son ajenos.

Proyecciones



El trabajo de la fotógrafa Rineke Dijkstra (Sittard, Holanda, 1959) es uno más de los que, con cierta ligereza y abundando en tópicos comúnmente aceptados, han sido etiquetados con el adjetivo psicológico. El predominio de la figura humana captada en plano medio o corto, la utilización de espacios neutros, la dramatización de la postura corporal de unos modelos cuyas expresiones faciales reflejan además cierto desvalimiento –producto, posiblemente, del mero cansancio- han contribuido sin duda a esta clasificación. Aunque, en realidad, si profundizamos un poco en el asunto, sí podría afirmarse que las fotografías de Dijkstra reflejan con bastante fidelidad los rasgos de una determinada psicología. Lo que ocurre es que el elemento psicológico no se encuentra donde por lo general se espera encontrarlo, es decir, en la materialización visual de un conjunto formado por rasgos personales, temores, anhelos y contradicciones de los individuos retratados, sino que radica en un punto muy anterior a la ejecución del trabajo, en la propia concepción del mismo. Por supuesto, esto termina trascendiendo inevitablemente en el resultado obtenido.


Recordemos que, ya en 2005, las fotografías de Dijkstra fueron objeto de una exposición (“Retrats”) en el CaixaForum de Barcelona, en la que el leit motiv oficial consistía en recoger individuos en proceso de cambio de identidad. Bajo esta definición se reunían por ejemplo mujeres que acababan de dar a luz, refugiados de guerra o adolescentes de ambos sexos, gran paradigma del cambio y la transición. Éstos últimos aparecían retratados, en la serie “Beach Portraits”, vistiendo sus ropas de baño en las en playas de diversos rincones del mundo donde habían sido encontrados por la artista. El mensaje incidía en la fragilidad del ser humano en un momento de crisis, en el que la fragilidad interior encontraba su reflejo en unos cuerpos descompensados, sometidos a torturas hormonales que los hacían parecer permanentemente fuera de lugar. Desubicados en su entorno inmediato. Dentro de sus precarias vestimentas. En las expectativas que se ha depositado en ellos, y que no resulta sencillo comprender del todo, menos aún llegar a cumplirlas.


La operación se repite con estos “Park Portraits”, en las que la naturaleza abrupta de las playas deja paso al verdor de los parques públicos. Por lo demás, no se detectan muchos cambios. Todos los retratados son niños o adolescentes que individualmente, en parejas o grupos reducidos, miran fijamente a la cámara reflejando expresiones neutras que, según el ánimo del espectador, pueden interpretarse como perplejidad, esperanza, desafío o angst vital. En realidad, lo que prevalece es una cierta añoranza sobre esta época compleja y fructífera de la vida humana, o al menos una indagación que tiene más de ejercicio introspectivo que de mirada escrutadora sobre la identidad del otro. Subyace en todo ello una proyección de las neurosis y malestares propios del adulto sobre estos individuos adolescentes cuya autoconciencia es bastante más limitada que la del ojo que los observa. Salvando las distancias, la archiconocida novela de J.D. Salinger “El guardián entre el centeno” articulaba un dispositivo similar, aunque con un muy superior poder empático que ha constituido en gran medida el motivo de su éxito entre varias generaciones sucesivas. De algún modo, parece haberse ido a la búsqueda y captura de congéneres de Holden Caulfield (el recordado héroe de Salinger) por parques de todo el mundo, para colocarlos en una vitrina y ofrecerlos orgullosamente a la curiosidad del público.


Otra referencia, quizá algo tópica pero bastante oportuna, sería el “Peter Pan” de James M. Barrie, aunque aquí la duda que se plantea es a quién atribuir el estatus de espíritu que se resiste a abandonar la niñez para aceptar la llegada de la edad adulta: ¿los jóvenes en su uniforme escolar, la niña con alas de hada y tutú rosa… o la artista que paraliza su imagen para la foto?. O, menos evidente pero aún más representativa, está la magistral película de André Téchiné “Los juncos salvajes”, cuya exuberante secuencia del baño en un río parece evocarse de manera bastante literal. Por lo demás, las bazas que brinda la edad objeto de análisis son empleadas con notable astucia: en ningún momento se pasa por alto la desproporcionada longitud de unas extremidades, las imperfecciones que adornan un cutis juvenil, un desarreglo en la masa corporal. Hay que agradecer sin embargo a Dijkstra la gentileza de no haber convertido todo esto una especie de parada de los monstruos, opción que habría resultado sin duda mucho más antipática. Sería injusto no reconocer a sus imágenes un respeto por el material manejado y una delicadeza que terminan por constituir la principal virtud del trabajo que expone La Fábrica.

viernes, 20 de marzo de 2009

Los abrazos rotos (y 3)


Una vez estrenada comercialmente “Los abrazos rotos”, han comenzado a publicarse las críticas de rigor. En su mayor parte, las valoraciones son frías aunque respetuosas: a excepción, claro está, del ensañamiento de Carlos Boyero en “El País”, al que sólo le ha faltado llegar al insulto personal. Nada nuevo considerando la proverbial superficialidad de fondo y forma en los escritos de Boyero: lo contrario, la rendida alabanza, me habría extrañado enormemente. Pero, sobre todo, me habría inquietado: nada puedo compartir en cuanto a gustos estéticos con una persona que considera por ejemplo que el cine del farsante González Iñárritu está preñado de verdad y desgarro, o que la última ganadora del Oscar a la mejor película consigue “dotar de autenticidad al costumbrismo” (¡!).



Dejando aparte este caso, se están diciendo muchas cosas de la película de Almodóvar. Casi todos han alabado la interpretación de Penélope Cruz, uno de los méritos más evidentes e indiscutibles de la cinta. La actriz compone un retrato lleno de veracidad sobre un tipo humano que sabemos real, y que (imposible sustraerse a la curiosidad malsana) me han movido a preguntarme sobre los referentes que el director y la actriz debieron de manejar para insuflar aliento y convertir en persona al personaje del guión. En el otro lado de la balanza, se argumenta que la película es irregular, que combina los grandes momentos con los tiempos muertos, que no se alcanza la buscada redondez de la trama, que algunos personajes están insuficientemente desarrollados, o que algún monólogo resulta demasiado explicativo.



Entiendo y respeto estas acusaciones, y puedo admitir la pertinencia de alguna de ellas (lo admito: la escena rodada en Chicote tampoco es santo de mi devoción), pero sucede que en mi opinión todos estos fallos, de producirse, se vuelven irrelevantes en el conjunto de la obra en que se integran. Si nos decidimos a desempolvar el microscopio y aplicarlo sobre cualquier trabajo cinematográfico, veremos que todas las grandes películas están llenas de errores y descompensaciones. Esto ocurre porque los grandes directores siempre asumen riesgos: los más grandes se lanzan al vacío prácticamente en cada plano, y es imposible que todos y cada uno esos saltos al vacío terminen con un chapuzón en una piscina de aguas cristalinas. Sin duda esto le ocurre a Almodóvar, que lleva arriesgándose desde que dirigió sus primeras películas, pero que desde hace ya un par de décadas posee un estatus demasiado encumbrado como para que ese riesgo no le pase factura entre detractores, fans y críticos. Los demás, los que nos limitamos a disfrutar del gran cine, nunca podremos agradecer lo suficiente al director manchego que siga forzando una y otra vez el alcance de sus posibilidades, y poniendo sus recursos al límite con cada nueva entrega.



Algunos han salido de ver “Los abrazos rotos” con una larga lista de gazapos que estaban deseando publicar en los medios que les pagan el sueldo. Yo lo único que deseaba era ver la película de nuevo.

domingo, 15 de marzo de 2009

Los abrazos rotos (2)

Cruz y Gómez, magníficos en "Los abrazos rotos"


La mayor parte de los directores de cine estelares tiene sus enemigos, que detestarán automáticamente cualquier película por ellos dirigida: esto le ocurre a Tarantino, a Wong kar-Wai o a Lars Von Trier, por ejemplo. Frente a todos ellos, Pedro Almodóvar debe cargar con una desventaja adicional, y es que él, además, tiene unos fans no menos agresivos que sus detractores. Estos fans exigen de él que vuelva a sus orígenes, que dirija de nuevo su venerada “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, o en su defecto “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, y como esto obviamente no ocurre ni puede ocurrir jamás, saludan cada estreno del director manchego no tanto con decepción (en el fondo son conscientes de lo absurdo de tal esperanza) como con un infinito rencor. Algunos le perdonaron la vida con su anterior película, “Volver”, quizá por el reencuentro con Carmen Maura, quizá por el mayoritario tono de comedia, quién sabe. Pero ante el estreno de “Los abrazos rotos” se constata que los colmillos están afilados, y las dagas listas para el ataque.

Yo no soy fan de Almodóvar, ni de nadie más, creo. Precisamente por ello lo reconozco no como el profeta de los años 80, o como un educador sentimental, sino pura y simplemente como uno de los mejores directores de cine mundiales en activo. Por supuesto, no estoy ciego ante el hecho de que la irrupción de su talento raro y gozoso como un ovni en los años grises del inicio de la democracia española fue un evento de enorme importancia social y cultural, pero no me maravillan menos sus últimas películas (amo especialmente “Hable con ella” y “La mala educación”), obras de una intensidad, una originalidad y una perfección en la puesta en escena que muy pocos directores en el mundo (en España, no digamos) son capaces siquiera de soñar.

“Los abrazos rotos” es, desde “Todo sobre mi madre”, quizá la película suya con cuya historia y personajes he conectado en mayor medida desde un punto de vista puramente humano. Aquélla en la que la admiración por los recursos de dirección, por el empleo de los actores, la complejidad del guión o la composición de los planos me han impedido menos identificar y reconocerme en la experiencia sentimental que se narraba. Y ello a pesar de que ésta se asentaba en emociones de una naturaleza más bien abstracta. El tipo de amor que se describe en la película, el amor loco (amour fou, dicen los franceses) es sumemente fotogénico, y un maravilloso recurso novelesco, pero su naturaleza extrema e irracional dificultan la auténtica empatía. Por otra parte, como mencionaba antes, la hiperestilización del estilo almodovariano (¡y pensar que todavía hay quienes consideran a Almodóvar un director naturalista, y que juzgan su obra en consecuencia!) tampoco ayuda a creerse lo que ocurre en pantalla como uno se cree, por ejemplo, una película de Ken Loach o incluso, por elevar el listón, una de Clint Eastwood. Lo que no quiere decir, por supuesto, que la experiencia emocional no resulte de primer orden. En este sentido, el amor loco es una constante en el cine de Almodóvar (últimamente, de manera más notoria en las mencionadas “La mala educación” y “Hable con ella”); diría de hecho que, junto a Buñuel, Almodóvar es el director que ha tratado el tema de un modo más bello y directo.

Pero volvamos a “Los abrazos rotos”. Narrativamente muy compleja, pero al mismo tiempo de una absoluta transparencia, se trata de un espléndido trabajo de guionista y director que pone todos sus recursos al servicio de la intensidad emocional, con una generosidad y una energía inauditas. No hay en ella un segundo de respiro, ni siquiera con el fin de anticipar o proporcionar mayor relieve a los supuestos momentos cumbre. Porque cada secuencia, cada plano de ella, es en sí un momento cumbre. Posiblemente nos encontremos ante la primera película que pasa ante nuestros ojos a veinticuatro momentos cumbre por segundo. El resultado es de algún modo agotador, no apto para pusilánimes. Pero, para quien acepte el reto, la recompensa es incalculable. Si tuviera que identificar los momentos a lo largo de sus dos horas durante los cuales me sentí eufórico de emoción cinéfila necesitaría al menos diez folios, así que me limitaré a los primeros que me vienen a la cabeza: por favor, cuando vayáis a verla, permaneced particularmente atentos al extracto final con la película dentro de la película, o a varias secuencias en las que curiosamente coinciden Penélope Cruz y José Luis Gómez (en una clínica privada, en una soleada casa ibicenca, en una sala de proyecciones, en la gran escalera de la mansión).

En las entrevistas, Almodóvar se refiere a su última película como una combinación de melodrama y cine negro, lo que es bastante exacto. El director repite la operación ensayada en la película de su filmografía que encuentro menos lograda, “Tacones lejanos”, sólo que esta vez su dardo da en el centro de la diana. Se produce así un inesperado paralelismo entre este hecho y parte del argumento de la película, centrado en la fantasía del artista de rehacer un viejo trabajo poco satisfactorio. Yendo aún más lejos, como ocurría en “Expiación” (magnífica novela de Ian McEwan, objeto de una adaptación al cine ya no tan magnífica), se habla aquí de la capacidad de la ficción para enmendar no otra ficción, sino la realidad misma: más aún, para redimirla. El amor y la fe en el cine terminan imponiéndose en el argumento y el corazón de la película sobre el amor de Mateo Blanco por la pobre Lena, que a su vez esperaba que este segundo amor iba a redimirla de un tercero, el más fatal (y fou) de todos, el que hacia ella dirige Ernesto Martel.

Todo esto aparece contado con la desnudez y la admirable ausencia de cinismo habituales en Almodóvar, que en lugar de interponer coartadas intelectuales u otros recursos distanciadores entre él y el inflamable material que utiliza (que podría derivar hacia el culebrón al menor descuido), emplea recursos bastante más meritorios. El trasfondo de los personajes, la naturaleza de sus relaciones, algunos detalles de la trama (como la ceguera del personaje de Lluís Homar), los recurrentes juegos de dobles y espejos que salpican ésta, contribuyen a dotar de densidad al rico tejido con el que se urde la historia, que evita así cualquier cercanía con el folletín.

Algunas otras bazas con las que cuenta Almodóvar para redondear la jugada: la música original de Alberto Iglesias en mi opinión su mejor trabajo en mucho tiempo. Los actores, en especial Gómez y Homar. Y Penélope Cruz, cuyo recital esta vez es quizá menos evidente que los que la cubrieron de premios en “Volver” y “Vicky Christina Barcelona”, pero que supera a éstos en complejidad y precisión. Con una inteligencia asombrosa, Almodóvar utiliza los recursos naturales de la actriz, su cierto toque de indefensión y vulgaridad no carente de encanto, para disfrazarla con modelazos de nueva rica (algo similar a lo que ocurre en la vida real) y multiplicar así la verdad y la vida del personaje. Más despojada, más veraz que las últimas creaciones de la actriz de Alcobendas, esta Lena representa en cierto sentido lo mejor de su estilo único, que confirma que es capaz de enfrentarse a cualquier fiera que le echen encima, en particular si cuenta con un director que le proporcione las armas necesarias para ello.




Desde ya lo advierto: quienes esperen reecontrar con “Los abrazos rotos” al Almodóvar de los ochenta, o de principios de los noventa, pueden ir olvidándose de salir satisfechos de la experiencia. Por el contrario, los que simplemente deseen ver una buena película y acudan al cine sin expectativas desquiciadas, obtendrán ración extra de felicidad.

Los abrazos rotos (1)


Este pasado viernes asistí en los cines Kinépolis de Madrid al pase de prensa y a la posterior rueda de idem de la última película de Pedro Almodóvar, "Los abrazos rotos". Todo un evento, con varios cientos de periodistas de todo el mundo acreditados y una gran expectación flotando en el ambiente. Como absoluto intruso (el modo en que conseguí que me acreditaran para el acto no viene al caso), no dejaba de sorprenderme la docilidad de unos periodistas que hacían cola para todo: para recibir un dossier, para entrar en la sala, para tomar un espresso gratis en el stand del patrocinador Illy, para recibir una taza de regalo del mismo patrocinador. También se cotilleaba mucho, y se calentaban motores para lo que parece que va a constituir el tema cinematográfico del año en España: Almodóvar vs Amenábar ("Sí, el teaser de la peli de Amenábar tiene muy buena pinta: peliculón, peliculón" o "A ver qué pasa con Almodóvar en cannes y los Oscars; este año no creo que se coma gran cosa, ¿no? Ya lleva demasiado tiempo en racha"). Un aburrimiento y una majadería como de patio de colegio, vamos.

La proyección de la película comenzó puntualmente a las 10 de la mañana en dos salas abarrotadas de los complejos cinematográficos. Media horita después de finalizado el pase, en otra enorme sala, tenía lugar la rueda de prensa, con una mesa presidida por los divos Almodóvar y Cruz, a los que flanqueaban los actores Lluís Homar, José Luis Gómez, Blanca Portillo, Rubén Ochandiano y Tamar Novas, y el productor Agustín Almodóvar. A estos últimos, casi nadie les hizo ni puñetero caso: allí sólo había dos grandes protagonistas, que para eso eran los únicos presentes que habían ganado Oscars. Almodóvar se quitó pronto las gafas de sol (ahora se sabe que padece de terribles migrañas, que curiosamente le han servido de inspiración para la película) y aportó a las preguntas de los periodistas todo lo que a éstas les faltaba, a saber: originalidad, gracia y perspicacia. Casi siempre divertido, ocasionalmente brillante, deslizó entre chiste y chiste algunas reflexiones muy agudas sobre vida y cine, que parecen sus dos máximos intereses. Como se encargó de apuntar el único periodista que hizo un comentario medianamente interesante, la película cuenta varias historias de amor (amor loco, por cierto), pero sobre todo hay en ella una historia de amor por el cine que acaba adueñándose del conjunto. Penélope Cruz estuvo correcta y fría, tratando de mantener las distancias respecto a los buitres del corazón que alguna vez asomaron sus alas sin parecer demasiado borde, lo que sólo consiguió a medias. En cierto sentido, imagino que debe de ser duro estar en su pellejo.

Por cierto, quizá a alguien le interese saber qué me pareció la película. Estaré encantado de satisfacer la curiosidad de esas personas. Pero eso será en la próxima actualización de este blog.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Precario equilibrio



Crítica de arte que publiqué en Gara el 30 de enero de 2009:




El minimalismo y el arte conceptual parecen inspirar el último trabajo de Sergio Prego, que se exhibe estos días en Madrid. Sin embargo, la obra del hondarribitarra trasciende las etiquetas para alzar sin aparentes lastres el vuelo en solitario.


Precario equilibrio



Afincado en Nueva York, pero con copiosa y frecuente presencia en el escaparate artístico a este lado del Atlántico, Sergio Prego (Hondarribia 1969) es un alumno aventajado de su generación, que suma, a un número nada desdeñable de premios y distinciones, una presencia recurrente en las grandes ferias y festivales de arte. En Madrid, expone su obra en la galería de Soledad Lorenzo, lo que ya bastaría para situarlo indiscutiblemente en el ámbito de los elegidos. Es precisamente en este contexto donde ahora presenta dos instalaciones, dos series de fotografías y un vídeo.



Las instalaciones juegan con la creación y alteración del espacio a partir de las posibilidades que conceden ciertos materiales y estructuras: S.T. (2009) adopta la forma de dos piezas de escayola dispuestas a modo de molduras fracturadas, mientras que Módulos (2008) constituye de algún modo la pieza central de la muestra. Sobrio pero imponente armazón compuesto por dos grandes escaleras de aluminio suspendidas horizontalmente por medio de un sistema de tubos conectores y cables de acero galvanizado, estos Módulos ya fueron mostrados con anterioridad en el MARCO de Vigo y en el Koldo Mitxelena de Donostia como parte de la exposición “El medio es el museo”. En cada caso, el artefacto se despliega de un modo distinto, adaptándose a las condiciones impuestas por el espacio en que se inscribe. Así la galería madrileña exhibe una “T” cuyos dos segmentos forman a su vez varias “X” respecto a los tubos que los apuntalan, mientras que en el MARCO se configuraba, más espectacularmente, como una gran “L” tridimensional, transitable por ambos lados y caras. Es precisamente este ejercicio, el de la circulación a lo largo de la precaria pasarela, el que se documenta en una de las series de fotografías y en el vídeo que también forman parte de la exposición.



Dos individuos vestidos de negro afianzados por arneses avanzan en posición vertical a lo largo de los brazos de aluminio gracias a un sistema especial de sujeción, uno de ellos boca arriba, el otro boca acabo. La cámara invierte su perspectiva en los planos, de tal manera que las dos superficies que delimitan el espacio a lo alto, una de ellas de vidrio y la otra de lo que parece cemento pulido, podrían constituir indistintamente el techo y el suelo. Los movimientos de estos caminantes resultan torpes e inseguros, como los de los equilibristas, aunque otra referencia se desliza en el subconsciente del espectador: la de las imágenes mil veces repetidas de los primeros astronautas que pisaron la luna, que después retomarían innumerables películas de ambiente espacial. La extrañeza inicial se disuelve lentamente, dejando paso a una abierta fascinación que crece a medida que los protagonistas humanos parecen desenvolverse cada vez mejor en el desempeño de su inestable actividad.



La reflexión sobre el individuo y la configuración del espacio que éste ocupa no es nueva en Sergio Prego: en la pasada edición de ARCO, el artista hondarribitarra ya apuntó la cuestión a través de Bisectriz. En esta ocasión, tal punto de partida se enriquece con la alusión a otras cuestiones paralelas o complementarias. ¿El papel determinante de la perspectiva humana para definir dicho espacio? ¿El terror atávico al vacío, a la caída desde la posición que se habita? ¿La capacidad humana para adaptarse gradualmente al medio como herramienta de supervivencia? Las sugerencias que ofrece Prego son múltiples y poseen un vasto contenido. Pero lo que de verdad resulta excepcional es la inmediatez de su tratamiento, basado en una cierta pureza de la imagen real (por contraposición a virtual). La infiltración de un ambiente cercano a la ciencia-ficción en el desempeño de una acción tan cotidiana como caminar resulta modélica precisamente porque no se recurre para ello al truco visual, a la construcción digital de la que empezamos a estar algo saturados. Para Prego, la tecnología no sobrepasa el estatus de medio o herramienta, por lo que subyace una abierta renuncia a su entronización exhibicionista. De hecho, la atención de Prego hacia lo orgánico se resalta en la muestra con Generación (2009), serie de cuatro fotografías sobre intestinos humanos reproducidos en escayola que adoptan la apariencia –literal- de una orografía del espacio interior humano, en su vertiente puramente anatómica. Es esta opción por lo físico y tangible, a contracorriente de lo que estamos acostumbrados a encontrar, donde reside toda la originalidad y el magnetismo de un trabajo que sin duda merece ser visto.

martes, 10 de marzo de 2009

De antihéroes






Dos películas en cartel estos días tratan de diferente manera la figura del héroe y su simétrico, el antihéroe.


Unos meses después de la primera parte del díptico, “Che: el argentino” se ha estrenado en España “Che: Guerrilla”, de Steven Soderbergh. Según se nos dice, las dos obras estaban concebidas como una sola, y únicamente se exhiben por separado por necesidades de distribución. La verdad es que no me convence demasiado el argumento, ya que estructuralmente, en tono, estilo narrativo y visual, las dos películas son muy distintas pese a narrar hechos sucesivos en el tiempo. Incluso habría entre las dos una considerable brecha temporal, la que transcurre entre un Che y una Aleida que acaban de conocerse compartiendo fusiles y escaramuzas en la revolución cubana, y la misma pareja ya casada y con una nutrida prole.

Hace unos meses hablaba ya de “Che: el argentino”, para decir, en resumen, que me parecía una película bien dirigida pero lastrada por un guión pesado, convencional y algo tramposo. Considero que “Che: Guerrilla” es una película mucho más interesante que la anterior: vuelvo a encontrarla igual de bien puesta en escena, pero, abandonadas las fastidiosas, pedestres coartadas narrativas, se consigue un trabajo más abstracto, rico y visualmente original. Por otra parte, no creo descubrir nada nuevo cuando digo que, en igualdad del resto de condiciones, la historia de un fracaso es siempre más apasionante que la de un triunfo, porque es más sencillo identificarse con un héroe y una causa fracasada que con sus equivalentes con éxito, incluso aunque ese éxito se consiga de chiripa. Por todo ello, y por su mayor radicalidad narrativa y visual, “Che: Guerrilla” me pareció, individualmente considerada, una buena película. Mención especial para la agreste naturaleza boliviana filmada un poco al estilo Tarkovski, particularmente en la escena acuática que antecede a un sangriento ataque a traición. Benicio del Toro, de nuevo insuperable en el papel protagonista, logra una extraña riqueza de matices entre la hipnótica suavidad de sus maneras y la poderosa convicción (o la patológica monomanía, según se prefiera) que guía su voluntad. Del resto del reparto, poco se puede decir: reducida al mínimo (menos mal) la intervención de un Fidel Castro de Muchachada Nuí, los personajes secundarios son apenas peones intercambiables en la partida: quizá se retenga un poco a una Franka Potente con un acento argentino tan perfecto que resulta altamente probable que esté doblada, y unos correctos Joaquim de Almeida y Jorge Perugorría. Jordi Mollà y Oscar Jaenada recitan unas escasísimas líneas de diálogo para demostrar que el coach de acento se lo ha currado. El pobre Rubén Ochandiano (excelente actor, por cierto), ni eso.


Por otro lado, tenemos “El luchador”, de Darren Aronofsky. Volvemos a ver representada la historia de un fracaso, aunque aquí el antiheroísmo es representado de manera más evidente. No falta uno sólo de los tópicos del perfil: vida familiar destrozada, organismo en decadencia, palizas en el cuadrilátero, última oportunidad amorosa encarnada en una pilingui de buen corazón, último combate en el que se depositan todas las esperanzas y que puede implicar también el último aliento. Todo está bastante visto. No interesan mucho los resortes dramáticos, a cargo de los personajes de Evan Rachel Wood y Marisa Tomei (maravillosa, como siempre; por desgracia, su papel es irrelevante). El guión, borracho de épica del perdedor, me resultó tan repelente y empalagoso como una canción de Joaquín Sabina. Pero el director, de cuyas anteriores películas ninguna me había gustado, realiza un ejercicio de contención bastante plausible a la hora de ponerlo en escena y consigue, contra toda lógica, una buena película. Es más, por momentos una película fascinante. La fascinación, claro, procede de la figura de Mickey Rourke-The Ram, el actor y el personaje, que se funden prodigiosamente de manera que somos incapaces de separar uno y otro. Hablando de tópicos, si me dieran un euro por cada una de las veces que en el año un crítico (o alguien que dice serlo) escribe que en la película X el actor Y “no interpreta” su personaje, sino que “se convierte en él” o que directamente “lo es”, sería rico. Y ésta casi nunca deja de parecerme una afirmación ridícula además de tópica. ¿Se debería entonces creer en la reencarnación, encontrar respetable el trabajo de los mediums, etcétera, etcétera? Una sandez, vamos.
Pero esta vez, y sin que sirva de precedente, el tópico podría pronunciarse con toda tranquilidad, pero no porque Rourke haya sido víctima de acto de posesión espiritual alguno, ni que haya intervenido reencarnación de ninguna clase, sino porque se nos sitúa ante un híbrido de persona y personaje que es un coloso, un mutante, y por ello un espectáculo irrepetible. El auténtico y único motivo de que encuentre memorable esta película es su lado documental sobre un fenómeno de la naturaleza, un ser sin par formado a base de la explosiva combinación entre una dotación neuronal probablemente limitada, magníficas cualidades interpretativas, abuso de sustancias dudosas, problemas de estabilidad emocional, demasiados golpes en el ring y cirugía estética indiscriminada. Todo el ceremonial de construcción del icono para el público que aparece brevemente en la cinta de Aronofsky (compra y aplicación de anabolizantes, sesión de peluquería, rayos UVA) posee un extraordinario magnetismo. Tanto como cada expresión, cada gesto, cada palabra que sale de la boca artificialmente hinchada de Rourke. Sin él, estaríamos ante una peliculita vulgar y previsible: el Rourke-The Ram que nos presenta Aronofsky la eleva desde la nada hasta el todo, y eso es un trabajo de titán.

lunes, 9 de marzo de 2009

Cine y melancolía


La Filmoteca Española ha puesto en marcha este mes un nuevo ciclo, uno de los más bonitos y originales desde que soy asiduo de sus sesiones. “La melancolía en el cine”, lo han llamado, y entre la selección hay obras maravillosas de Satyakit Ray, Marguerite Duras, Andrej Wajda, Andrei Tarkovski o François Truffaut. La semana pasada acudí precisamente a ver una película de éste último, “Las dos inglesas y el amor”, delicada historia de amor entre dos hermanas británicas y un francés (qué elegancia, la de Jean-Pierre Léaud), ambientada a principios del siglo XX. Una maravilla, dirigida con toda la sutileza y el amor por la vida de Truffaut, con una imagen de Néstor Almendros y una música de Georges Delerue, sencillamente antológicas. Qué placer enorme para un viernes por la tarde…

La película de Truffaut justificaría una y mil entradas en este blog, pero no es de ella de lo que quería hablar. Me centro rápidamente. Revisando el programa de la Filmoteca, descubrí que la primera película del ciclo, proyectada unos días antes, era “La doble vida de Verónica”, dirigida en 1991 por el cineasta polaco ya fallecido Krzystof Kieslowski. Leer este título impreso en el folleto extensible, desde mi butaca, me llevó de inmediato a lo que posiblemente sea el origen de todo esto. De mi condición de rata de filmoteca, quiero decir. Porque “La doble vida de Verónica” fue la primera película que me hizo llorar, y eso es algo que no puede olvidarse.

Yo tenía quince años en 1991. Por algún milagro de la distribución, la película de Kieslowski se estrenaba en versión original en Bilbao, mi ciudad natal y donde yo vivía entonces. La V.O. es aún hoy en día rarísima de encontrar en la ciudad del Nervión, hasta el punto de que incluso los cines Rendir que hay en ella estrenan doblada al castellano toda su programación. Pero, bueno, era verano y alguien decidió que nadie iba a ir al cine de todos modos, así que era el momento de dar salida a excentricidades como aquélla. Por supuesto, allí me presenté en cuanto lo supe. Por entonces ya había visto muchas películas subtituladas gracias a los ciclos de madrugada de La 2. Tampoco el cine de Kieslowski me era desconocido, ya que el monumental Decálogo había tenido asimismo su correspondiente pase televisivo. Y, sin embargo, aquella sesión me conmovió como si asistiera a algo, algo realmente grande, por primera vez en mi vida. La sutileza, el misterio y la belleza de la película me envolvieron irremisiblemente, sus imágenes y su música se adhirieron al núcleo mismo de mis percepciones, y hubo un momento, minutos antes de que la película hubiera terminado, en que me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Imagino que la historia narrada, su paseo por la vida, el amor y la muerte, presionaron algún tipo de resorte en mis emociones, pero entonces, y aún hoy, tiendo más bien a pensar que lo que me ocurrió tuvo un origen puramente sensorial, que fue un simple gozo estético.

Después de eso he llorado alguna otra vez viendo una película (no muchas), en general por causas distintas: a medida que crecemos, que acumulamos experiencias y conocimiento sobre el ser humano, nos resulta más sencillo identificarnos de verdad con lo que a partir de su propia existencia otros han reproducido mediante la ficción. Somos capaces de entender y por tanto de conmovernos, lo que al menos en mi caso resultaba más difícil siendo adolescente. Sin embargo, la sensación no ha sido nunca como aquella vez. Tan irracional, tan plena y absoluta. Creo que cada vez que acudo al cine lo hago con la secreta esperanza de que vuelva a suceder ese milagro. A pesar de saber que cada cosa ocurre en su momento, y que la única posibilidad de rememorar aquel día consistiría en regresar a los quince años, reequiparme con todas mis ansias e inseguridades de entonces y ver “La doble vida de Verónica” por vez primera, lo que es completamente imposible, creo que mantener esa ilusión constituye para mí un acicate más que un lastre. Aunque a veces, como ahora mismo, la melancolía se haga casi insoportable.

jueves, 5 de marzo de 2009

El misterio

La máscara de "Abre los ojos", de A. Amenábar. Una película aniquilada por su propio terror al misterio

En varias entradas de mi blog (me vienen a la cabeza las dedicadas a “Retorno a Brideshead”, al pintor Ignacio Goitia, o a Luis Buñuel) me he referido al “misterio”, y a la importancia que a éste concedo en el arte. En realidad, no creo que el misterio sea simplemente importante: lo considero esencial. Sin misterio no hay arte, pura y llanamente.



Desde la infancia he experimentado hacia lo misterioso sentimientos de atracción y repulsión. Recuerdo noches enteras de insomnio, aterrado ante la posibilidad de que en mi vida irrumpiera lo irracional, lo inexplicable, en la forma de un fantasma, de una presencia extraterrestre o una tragedia descomunal. Y, sin embargo, me sentía automáticamente seducido por cualquier libro o película que contuviera elementos fantásticos o esotéricos. En el fondo, aunque matizada por el tiempo, aún permanece en mí esta contradicción, aunque ya no la vivo como tal. He conseguido realizar el ejercicio racional de separar perfectamente la necesidad que tengo de conocer las causas de todo lo que se produce en la vida real, mientras reservo en el arte y la ficción un espacio privilegiado para la ambigüedad. Hay quien esta dicotomía la resuelve en forma de fe religiosa: no es mi caso.


Hace más de una década, viendo la segunda película de Alejandro Amenábar, “Abre los ojos”, experimenté una identificación absoluta con lo que allí se estaba contando. Amenábar daba forma a un terror infantil que los dos debíamos de haber compartido allá por los primeros años ochenta, el terror a que la vida de uno se vea contaminada por elementos irracionales que escapan a nuestro control. Por desgracia, mi entusiasmo se convirtió pronto en enojo, pues la última media hora de la película destrozaba tan prometedoras premisas para instalar una barata lógica en la que todos los cabos quedaban atados y se nos indicaba incluso el momento preciso de la narración a partir del cual no debíamos creernos nada de lo que había sucedido. Semejante traición sólo podía explicarse porque Amenábar aún conservaba sus vergonzosos temblores nocturnos, y pretendía exorcizarlos amañando explicaciones racionales al aparente delirio que él mismo había creado con el único fin de derribarlo después. Este lamentable juego tenía algo de nadar y guardar la ropa, y se mantuvo en su siguiente trabajo, aquella “Los otros” que a mí me encantó, a pesar de esto y de plagiar descaradamente a “The Innocents” de Jack Clayton (hay secuencias enteras calcadas). Lo que en esta ocasión redimía la película era que el lado “explicativo” se limitaba a unos últimos cinco minutos tan forzados y presurosos que no podían esconder su condición de pegote (de excrecencia) desgajado del resto.


Del mismo modo, una historia policiaca deja de interesarme en el momento en que se procede a detallar aplicadamente quién, cuándo, cómo y en qué circunstancias cometió el crimen. Detesto en la ficción las explicaciones, los porqués, la infantilización del espectador al que se trata como a un estúpido o un niño asustadizo. Cuidado: no defiendo la arbitrariedad, ni digo en absoluto que lo que se cuente o plasme no haya de tener explicación. Lo que no me gusta es que esa explicación se formule de manera explícita. Ya que hablábamos de crímenes, considero que quien roba el misterio a una película, a un libro, a un cuadro, está cometiendo el peor de los crímenes que en el arte existen. Ese crimen lo cometen cada día muchísimos artistas de pacotilla, pero jamás lo hicieron genios como Erice, Kubrick, Bergman, Tarkovski, Balzac, Henry James, Leonardo da Vinci, Goya, Velázquez, Durero o los surrealistas todos. El respeto que estos y otros autores muestran ante el misterio es absoluto, lo que contribuye de manera decisiva a la grandeza de su obra.

lunes, 2 de marzo de 2009

Curioso caso


El curioso caso de Benjamin Button” de David Fincher, película-río canónica del estilo que tradicionalmente ha triunfado en los Oscars, salió sin embargo de la ceremonia con una cosecha relativamente escasa: un total de tres premios, los que le correspondían de manera más evidente entre los trece a los que estaba nominada (mejor dirección artística, maquillaje y efectos especiales). Sin embargo, a falta de ver “Frost / Nixon”, a mí me pareció la mejor de las candidatas.

La premisa de partida de la película, extraída de una historia de Scott Fitzerald (esta premisa es en realidad prácticamente lo único que toma) es, per se, apasionante. Se trata de realizar una reflexión sobre el deterioro del ser humano y la pérdida mediante la colocación en el centro de la historia de un personaje cuyo crecimiento sigue un patrón cronológico inverso al natural, avanzando hacia una creciente juventud. El empleo de este ser extraordinario en medio de circunstancias ordinarias basta para situar en primer plano la cuestión relativa a la necesidad de superar dos traumas esenciales, el de la desaparición de los seres queridos y el de la progresiva, inevitable decadencia de los cuerpos. Es cierto que esta bonita idea medular no deja espacio a otras cuestiones cuyo tratamiento desde un punto de vista histórico o meramente humano habría resultado interesante: sobre todo las referidas a algunos de los puntos clave con los que el protagonista se cruza a lo largo de su trayectoria vital, como la guerra, la discriminación racial y sus consecuencias, el beat y el pop. Todo esto se trata de manera chocantemente superficial en el guión de Eric Roth, hasta llegar a extremos casi grotescos, como cuando el huracán Katrina y sus devastaciones acaban convertidos en desfachatada excusa para ofrecer las (supuestamente) poéticas imágenes de un colibrí suspendido en el aire y un reloj que funciona marcha atrás oxidándose en su sótano inundado. Es en este aplanamiento conceptual, y en la imparable evolución de la historia hacia relamidos terrenos fotonovelescos (por momentos, con una peligrosa cercanía a “Amélie” o “¿Conoces a Joe Black?”) donde se pueden establecer las principales pegas.


Hay, sin embargo, algunas grandes virtudes que no pueden pasarse por alto, sobre todo por lo raras que resultan (cada vez más) en este tipo de superproducciones. En particular, se encuentra presente una cierta voluntad de puesta en escena, una auténtica densidad del plano que por fortuna no se ve anulada por el uso de la cámara digital. La utilización de los clichés (narrativos, visuales) se ve redimida por el indiscutible nervio de la dirección, que no flaquea sino, quizá, hasta las secuencias finales centradas en la historia de amor entre Brad Pitt y Cate Blanchett. Otra buena noticia es el empleo de actores que de verdad representan su edad (mención específica para Tilda Swinton, Julia Ormond, Jared Harris y el casting de ancianos del asilo que sirve de hogar para los primeros años del protagonista) para aquellos personajes que se nos presentan en un único momento de su vida. El botox y el bisturí habrían casado muy mal con la reflexión sobre el paso del tiempo propuesto por la película, o al menos habrían constituido desvíos hacia terrenos muy diferentes, menos abstractos. En el otro extremo, el uso del maquillaje digital o de látex, las arrugas que se añaden o se borran del rostro de los actores, está curiosamente logrado, y se asume sin problemas en el contexto global de la fábula.


“El curioso caso de Benjamin Button” no es en absoluto una obra maestra, pero sí resulta un producto correcto, bien elaborado, que cuenta algo y lo hace de un modo eficaz y honesto, con toda la seguridad de quien es consciente de poseer el oficio de un auténtico director.

Bilbao SoHoizado


El barrio de Bilbao La Vieja se confirma como el principal y más dinámico foco de cultura alternativa (o no tanto) de la capital vizcaína. La operación no es nueva, pero no se puede negar el interés de sus frutos.

Bilbao SoHoizado



Nos guste o no, la globalización es un hecho irrefutable, y una de sus consecuencias es que las grandes capitales del mundo se parecen cada vez más entre sí. En una segunda oleada de este mismo principio, las poblaciones de tamaño mediano convergen hacia el modelo general a una velocidad asombrosa: el mecanismo tiende a reproducirse hasta el infinito, de manera que no debería extrañarnos que llegara el día en que, por ejemplo, no quedara en occidente una sola aldea sin su particular barrio bohemio.



La estrategia no tiene nada de novedoso: se trata de identificar un distrito ubicado a ser posible en el centro de la ciudad, en el que el metro cuadrado posea un coste razonable debido a factores socioeconómicos determinantes -reducida renta media, elevada concentración de población inmigrante, comercio de estupefacientes, prostitución-, para transformarlo en hervidero cultural instantáneo. Toda ciudad que se precie hoy en día posee su SoHo (o su Chelsea) particular, y si no es así lo reclama a voces. En ocasiones, el poder de contagio del movimiento es tal que la SoHoización se expande implacablemente mediante ciclos iterativos: en Madrid, por ejemplo, Chueca pasó de territorio comanche a puritito mainstream gay en menos de lo que se tarda en decir “especulación inmobiliaria”, momento en que los ojos más sagaces se posaron sobre las calles Ballesta y adyacentes, donde el tradicional trapicheo y el puterío están dejando paso, no sin cierta dificultad, a algo rutilantemente llamado TriBall. Proliferan las tiendas de moda, las pequeñas galerías de arte y los restaurantes “de precio intermedio”.



Como casi todo, el fenómeno no es en sí ni bueno ni malo, aunque desde luego puede aplicarse con mayor o menor talento. Y éste ha de juzgarse por los efectos que genera. En este sentido, no puede decirse que el caso bilbaíno, resultado de la puesta en marcha del correspondiente plan estratégico institucional, sea el peor de los posibles. Frente al Casco Viejo de la capital vizcaína, al otro lado de la ría, el barrio de Bilbao La Vieja ofrece hoy un ramillete nada despreciable de locales y comercios que hablan muy positivamente del dinamismo y el espíritu emprendedor de sus habitantes. El ámbito que se extiende entre el muelle de Marzana y la calle de Cortes es ya uno de los puntos que cualquier turista con inquietudes debería visitar indispensablemente, mientras sigue luchando por establecerse como alternativa plausible para el ocio y consumo de los propios bilbaínos.



Entre los veteranos, no puede dejar de citarse la galería Espacio Marzana (Muelle de Marzana, 5), que lleva seis años ofreciendo exposiciones de artistas locales de primerísima fila, como Miriam Ocariz, Carlos Irijalba, Eduardo Sourrouille, Miguel Angel Gaüeca, Elssie Ansareo o Begoña Zubero, y que también exhibió hace aproximadamente un año el trabajo de la madrileña Alicia Martín. Bilbao Arte Fundazioa, uno de los soportes esenciales de la actividad artística que ofrece toda clase de cursos, exposiciones y conferencias, tiene también su sede en el barrio (Urazurrutia, 32). A unos metros, el Museo de Reproducciones Artísticas (San Francisco, 14) resulta otra visita interesante por su curiosa colección de copias de obras procedentes de algunos de los principales museos clásicos del mundo y por sus esporádicas exposiciones, además de ofertar cursos de dibujo y pintura a quien desee inscribirse. Hay también otras pequeñas galerías, como D-espacio (Dos de mayo, 14) o Garabat (Dos de mayo, 19), interesante propuesta que comercializa no sólo obra gráfica, sino también juguetes artísticos, ropa, libros y otros objetos. Además, Seycolors (Cortes, 4) o DK (Plaza Corazón de María, 5) se dedican al muralismo en interiores y exteriores. Por fin, no son pocos los artistas que, alentados por la disponibilidad de espacios a precios asequibles, han elegido el muelle Marzana como emplazamiento para sus estudios.



La actividad comercial se ha visto ampliamente intensificada bajo el amparo de Lan Ekintza, que ofrece servicios de apoyo al empleo, a la creación de empresas y al comercio. Encuadradas o no en sus programas, son varias las nuevas tiendas que se han abierto en los últimos años en la zona, donde la tendencia imperante, como suele ser habitual en estos casos, está determinada por conceptos como “alternativo” o “joven”. Los nuevos diseñadores vascos son bienvenidos en este ámbito, aunque tampoco falta la presencia internacional: los sofisticados zapatos diseñados en Berlín por Michael Oehler y Angela Spieth se venden en Trippen (Hernani, 9), mientras Trakabarraka (Dos de mayo, 3) es una interesante tienda multimarca. La librería Anti (Dos de mayo, 2) ofrece libros de importación y organiza eventos culturales. Todo ello se refuerza con la celebración, con periodicidad mensual, de un mercado callejero (Rastro 2 de mayo) al que acuden los comerciantes del barrio bajo el sugestivo lema “¿Buscas algo diferente?”. Por otra parte, a los bares de copas que desde hace ya bastantes años formaban parte de la ruta nocturna habitual se han sumado algunos restaurantes, algunos de ellos de vida más bien efímera, pero en el que también hay ejemplos más duraderos (Ágape, en Hernani, 13). Los precios suelen resultar discretos para los tiempos que corren, aunque en algún caso el listón se eleva considerablemente (Mina, en Muelle de Marzana, s/n) y, por supuesto, permanece el clásico (y nada económico) Perro Chico (Arteaga Kalea, 2), cuya carta se basa en un tratamiento óptimo de materias primas digamos “nobles”.



De todo ello es posible extraer dos buenas noticias. La primera, que se ha realizado un esfuerzo real por armonizar lo nuevo y lo antiguo, aplicándose por lo general este esfuerzo con cierta diligencia. La segunda, que ha sido posible dotar de contenido a tan vistoso cascarón, gracias a la existencia de una mínima masa crítica de creadores, emprendedores y usuarios. Sería interesante que una vez logrados los objetivos primarios a medio plazo no se descuidaran las iniciativas necesarias para mantener a la criatura. Entre las asignaturas pendientes que merecen una revisión, persiste una zona emplazada entre el puente del Arenal y el puente de la Merced, donde antiguamente se celebrara un rastro y que en la actualidad carece de actividad comercial. Esta zona sería susceptible de recuperación mediante la mejora de su accesibilidad al público, incorporándola quizá al paseo de Uribitarte. Si existe un genuino interés por acercar al barrio al bilbaíno de a pie y hacerlo partícipe de su oferta, no debería desaprovecharse esta alternativa.