viernes, 31 de diciembre de 2010

2010


Como afirmaba en mi entrada anterior, el año que acaba de terminar ha resultado bastante complicado en lo cinematográfico. Mucha morralla, y que recuerde nada auténticamente arrebatador. Las mejores películas de año han sido, en mi opinión:

"Bright Star", de Jane Campion, o la demostración de que es posible hacer lo que solemos llamar una "película de época", delicada y por momentos preciosista, sin por ello caer en el academicismo. Se trata de una película de 2009, estrenada con mucho retraso en nuestro país.

"Uncle Bonmee recuerda sus vidas pasadas", de Apichatpong Weerasethakul, una obra misteriosa, poética y a veces desconcertante, que queda anclada en el subconsciente de manera inexplicable.

Con sus defectos, pero sobresaliendo con mucho por encima de la media, también me han gustado:

"Un profeta", de Jacques Audiard. Pese a su sobrecarga de testosterona, creo que se trata de cine poderoso y con clase, que crece en el recuerdo a medida que pasa el tiempo.

A "La vida en tiempos de guerra" de Todd Solondz le ocurre justamente lo contrario, pero se disfruta enormemente mientras se contempla.

"Un tipo serio", de Joel y Ethan Coen. Curiosamente, me la perdí en el cine, pero me la encontré por sorpresa en el precario monitor de un autobús de largo recorrido. Me mantuvo entretenidísimo durante dos horas. Una magnífica comedia negra que sólo desfallece ligeramente hacia el tramo final.

"Vincere", de Marco Bellocchio. Un festival de excesos, y también de creatividad.

"El escritor", de Roman Polanski. Maravillosamente rodada, pese a la banalidad de su guión.

"Two lovers", de James Gray. Pequeña película, bien hecha, bien contada.

"Canino", de Yorgos Lanthimos. Sus manifiestas pretensiones arty, y el hecho de que se trate de una película mucho menos original de lo que su autor quiere hacernos creer, no eclipsan un innegable poder de fascinación.

"La cinta blanca", de Michael Haneke. Tan manipuladora y tramposa como agradable de contemplar.

"Poesía", de Lee Chang-Dong. Otra muestra de buen cine gracias a una puesta en escena que pasa por encima de las convenciones de su escritura. Beneficiada por la interpretación soberbia de su actriz protagonista.

También tenían un pase algunas obras menores de grandes directores ("Conocerás al hombre de tus sueños" de Woody Allen, "Copia certificada" de Abbas Kiarostami, "La chica del tren" de Téchiné), la enésima demostración del magnetismo de Isabelle Huppert en "Villa Amalia" de Benoît Jacquot o la muy interesante y compleja obra del tándem Sabroso-Ayaso "La isla interior".

La lista de malas películas estrenadas este año sería bastante más larga. Pero, ¿qué sentido tiene regresar a ellas? Mejor será sepultarlas y dejar lugar en la memoria para lo que está por venir.

jueves, 30 de diciembre de 2010

¡Socorro! Vuelve Ozpetek, o la comedia rancia


Ferzan Ozpetek, director de cine ítalo-turco, está especializado desde hace unos cuantos años en un subgénero del melodrama con intenso componente gay. Todas las películas suyas que he visto me han parecido malas, dentro del rango que media entre lo insufrible (“La ventana de enfrente”) y lo simplemente mediocre (“Saturno Contro”). De una extraordinaria torpeza y vulgaridad en lo estilístico y lo narrativo, sus cursis dramones deparaban en sus peores momentos auténticas secuencias-tortura con voces en off recitando pomposos parlamentos sobre la vida, la libertad y las ocasiones perdidas. Todo tan superficial como afectado.

Ahora Ozpetek se pasa a la comedia con “Tengo algo que deciros” (“Mine vaganti”), y el resultado aún consigue empeorar la media de su filmografía. Su última película es, posiblemente, lo peor que he visto en un año de por sí bastante durillo en lo cinematográfico. Vuelven los conflictos familiares, la complejidad de ser gay en la sociedad italiana contemporánea, los personajes secundarios supuestamente excéntricos y entrañables, los movimientos de cámara arbitrarios y ampulosos, la música machacona, y el resto de las constantes autorales de Ozpetek. Sólo que ahora todo resulta peor, porque –demostrado queda- hacer una comedia es muchísimo más difícil que hacer un drama. O, cuando menos, requiere más sutileza. Y esa no es precisamente una de las cualidades del autor de “El hada ignorante”. El resultado es pura y simplemente un horror, plagado de momentos escalofriantes como la consabida moraleja final en off a cargo de la prototípica abuela-sabia-con-un-secreto-de-juventud, o –peor aún- un momento musical a ritmo de Baccara en la playa que produce auténtica vergüenza ajena. Por lo demás, ni una sonrisa en toda la película, como no sea de defensa ante el espanto que desfila por la pantalla.

Una reflexión final sobre esta película: en cualquier país del occidente civilizado, su trasfondo argumental y su tratamiento formal estarían trasnochados desde hace por lo menos quince años. El olor a rancio resulta, por momentos, irrespirable. Hoy en día, sólo en Italia es posible una película así. Una vez más, se pone de manifiesto la profunda y triste decadencia social del país transalpino. Francamente, sólo puedo lamentarme por ello.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Bellissima


El Círculo de Bellas Artes ha ofrecido en diciembre un ciclo dedicado al cine de Visconti. De nuevo, un lujo: sólo así puedo calificar lo que supone, en pleno siglo XXI, poder ver en pantalla grande (la de verdad, no las domésticas digitales) las suntuosas imágenes de “El Gatopardo”, “Senso” o “Rocco y sus hermanos”, para mí las mejores películas del cineasta aristócrata, y tres obras maestras como las copas de sendos pinos.

El otro día me acerqué al Círculo para ver algo que no era una obra maestra, pero que estaba muy bien. “Bellissima”, producida en 1951, cuenta la historia de una madre romana de clase baja, obsesionada por conseguir que su hijita sea la elegida en un casting multitudinario convocado por Cinecittà para encontrar una nueva estrella infantil. La película está narrada en tono mayoritario de comedia, aunque el drama edificante (lo peor de la cinta) se cuele de vez en cuando, sobre todo al final, lo que es una lástima. La película promete mucho al principio (maravillosa secuencia de los títulos de crédito), y está muy bien dirigida, pero su escritura cojea ligeramente: al guión sin duda le habría hecho falta una vuelta, o quizá dos. Se pone tanta carne en el asador del personaje central (interpretado por Anna Magnani, que arrasa con todo, como siempre) que todo su contexto queda difuminado, así que las peripecias se enlazan sin dejar demasiado poso en el espectador. Hay escenas maravillosas, como aquélla en la que la Magnani exagera una discusión con su marido, haciendo ver ante toda la vecindad que es una doliente mujer maltratada, con el único propósito de crear confusión y salirse con la suya. Cuando, acabada la farsa, se queda sola con la niña y celebra el triunfo en privado, al espectador la sonrisa se le escapa irremediablemente ante la exacta plasmación de una situación muy familiar. Hay algo en esta secuencia que anticipa uno de los pilares de la obra de Pedro Almodóvar, basado en la capacidad cotidiana e innata (o no tanto) de las mujeres para hacer de actrices en la vida real con el fin de lograr sus objetivos.

Por lo demás, la película conserva, en mi opinión, demasiadas rémoras neorrealistas: cuando Visconti se liberó definitivamente de ellas (“Senso”), o cuando las subvirtió solapadamente mientras hacía ver que seguía fiel a ellas (“Rocco”), es cuando consiguió un cine mejor y más personal.

De todas maneras, “Bellissima”, neorrealista película fallida de Visconti, sigue estando más viva, fresca y vigente que sus equivalentes británicos de hoy en día, ya sean comedias, dramas o híbridos. Eso, sin duda alguna.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Discurso ya oído


Hace unos años, fue notorio que Nicole Kidman ganara el oscar a la mejor actriz gracias al trabajo de sus maquilladores, que le adosaron una horrenda nariz postiza en nada parecida a la real de Virginia Woolf, cuyo personaje se suponía que interpretaba.

Ahora es altamente probable que el oscar lo gane Colin Firth, y en esta ocasión el premio se lo deberá al departamento de sonido de “El discurso del rey”. Como es bien sabido, en la película Firth interpreta al rey Jorge VI de Inglaterra, cuya tartamudez dificultaba una de las tareas propias de su cargo, como era dar discursos en público. Firth imita el habla de un tartamudo con bastante verosimilitud, pero su trabajo tiene truco, ya que se apoya de manera evidente (y, a veces, esta evidencia roza lo burdo) en la magnificación artificial de los ruiditos de su glotis. Los sonidos de salivación y deglución toman el primer plano de la banda sonora, a menudo por encima de la música compuesta por Alexandre Desplat, hasta hacerse con el auténtico protagonismo, al menos en la versión original (temo lo que haya podido suceder en la doblada al español: tiendo a pensar que resultará aún peor).

Por lo demás, la película es inenarrablemente aburrida, porque se ha construido en base a un guión elaborado mediante una fórmula destinada al objetivo único y exclusivo de los oscars. Cada paso que se da, cada escena, secuencia y línea de diálogo está tan enfocada a este fin que por momentos la cinta ofrece maneras de pura parodia. La dirección (un ignoto señor se hace cargo de la tarea, que aquí no supera la condición de mero trámite) se pone al servicio de este demencial modelo, que por supuesto será una vez más recompensado con una lluvia de estatuillas, pero que es incapaz de generar nada artísticamente memorable. En realidad, cualquier atisbo de calidad en la imagen corre a cargo de los departamentos de fotografía, decoración y dirección artística, magníficos todos, como corresponde.

Las interpretaciones son también previsiblemente buenas. Pese al apoyo de las mencionadas fullerías sonoras, Colin Firth ejecuta su papel con aplomo. Geoffrey Rush y Helena Bonham-Carter también resultan presencias agradables (sobre todo la segunda). Guy Pearce está más que correcto como el complicado esposo de Wallis Simpson. Y está la curiosidad de ver a Derek Jacobi a cargo del preceptivo villano de la función: recordemos que hace treinta y cinco años arrasó al interpretar a otro tartamudo, el mítico protagonista de la serie televisiva “Yo, Claudio”, sin ayuda aparente de los ingenieros de sonido.

De todos modos, lo mejor del reparto son los grandiosos Michael Gambo y Claire Bloom (a la que encargan repetir con ciertos matices a su histórica Lady Marchmain de “Retorno a Brideshead”) como los reyes Jorge V y María, padres del protagonista. Su presencia llena fugazmente de clase una película que no los merece en absoluto.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Balada triste de trompeta


Por mucho Quentin Tarantino que estuviera en el jurado, me resulta imposible comprender cómo en el último festival de Venecia “Balada triste de trompeta”, de Alex de la Iglesia, fue una de las triunfadoras claras en el reparto de premios. La película es al mismo tiempo pretenciosa y superficial, frenética y reiterativa. Narrativamente no tiene guía y avanza como desesperada, por encima de cualquier cosa, pero lo hace hacia ninguna parte, aunque se invente uno de esos finales que se pretenden redondos y llenos de sentido, cuando sólo es previsible y arbitrario. No, no me gustó casi nada en esta “Balada triste de trompeta” que parece filmada por una ametralladora de planos y montada por un bulímico del corte. Que está llena de inverosimilitudes para las que la excusa de la fábula se queda muy corta, y que se repite más que el ajo a lo largo de sus dos horas de metraje. Ni el trío protagonista, me gustó demasiado: Carlos Areces es un muy buen cómico, pero aquí se habría agradecido un registro algo menos ligero. Antonio de la Torre, como casi siempre, está pasadísimo. Y Carolina Bang es un desastre: actriz más que limitada, es incapaz de aportar fascinación o al menos tridimensionalidad a su personaje, y el falso soniquete de algunas de sus réplicas da lástima. El resto de los actores están normalitos. La excepción que confirma la regla habría que buscarla en una Terele Pávez que debe de aparecer en total durante dos minutos, pero a la que esto le sirvió para procurarme las únicas carcajadas de la función.

Hay homenajes sonoros por un tubo, destacando los que se rinde a Marisol (adorable cuando cantaba “Tengo el corazón contento”) y a Raphael (absurdo e improbable sosias doblado con la voz real del cantante). También hay dos homenajes cinematográficos importantes, uno a “Los santos inocentes”, de Mario Camus (pues mira qué bien) y otro a “Vértigo” de Hitchcock (menos lobos, caperucita), cuyo tema musical, de Bernard Herrmann, es plagiado por el músico Roque Baños. Y otras referencias, como "El bosque del lobo" de Pedro Olea, y "La bella y la bestia"de Cocteau (¿o es "El Fantasma de la Ópera"?).

Personalmente, no creo que Alex de la Iglesia sea un autor particularmente importante, aunque haya un par de entre sus películas que me parezcan aceptables. Opino que era mejor cuando su estilo parecía imitar a Stanley Kubrick o al propio Hitchcock, y no estaba poseído por la fiebre salvaje que convierte a “Balada triste de trompeta” en el confuso e inane torbellino que en última instancia es. Por fin, y para abundar en lo que ya es un tópico, me sumo también a la legión de quienes alaban los títulos de crédito de la película: el único momento en que el espectador tiene la inequívoca sensación de que le están contando algo.

Navidad


La Navidad es difícil, pero también es inevitable, así que no queda otro remedio que afrontarla. No se trata de un periodo que me guste especialmente, aunque tampoco sienta por ella aversión, que es lo que más se lleva. Eso sí, no puedo con las masas humanas tomando el centro de Madrid, con las luces a todo trapo, las aglomeraciones y el rollo de las pelucas.

¿Pelucas? Quizá a quien no viva en Madrid esto le suene a chino. Pero, por increíble que parezca, a partir de principios de diciembre, sobre todo si es fin de semana (pero no necesariamente) las calles se llenan de adultos que portan postizos capitales de pésima calidad y colores chillones. No hablo de gente que esté de juerga, despedidas de soltero/a y tal. No. Hablo de matrimonios con niños, jubilados, empleados de banca, limpiadores y transportistas. Gente que va por la calle haciendo su vida normal, paseando, discutiendo, caminando con muletas, corriendo porque llega tarde al cine o haciendo la compra, pero llevando su peluca fucsia o amarillo canario como si tal cosa. Lo más chocante es cuando ves a una pareja que está peleando, los dos muy serios y enfadados, a veces directamente gritándose, pero con los pelucones a juego. Algo verdaderamente inaudito, que no he visto en ningún otro lugar del mundo: ni siquiera en Italia.

Como digo, esta visión me repele profundamente, no porque tenga nada en contra de los postizos, de la fantasía indumentaria o (menos aún) del travestismo, sino porque me espanta la idea de que se aproveche las fechas navideñas para dar rienda suelta a este tipo de necesidades. ¿Qué carencias sociales se ocultan detrás de que sea justamente el mes de diciembre, y sólo este mes, cuando pasearse con una peluca es algo permitido y aceptado por todos, mientras que el resto del año está vedado? Y, sobre todo, ¿es de verdad necesario añadir kitsch al kitsch navideño general? Como si uno no se quedara ya ciego simplemente tratando de caminar por la calle en horario de tarde o noche, frente a todo el derroche lumínico de rigor. De las mencionadas aglomeraciones, mejor no hablaré más: pero por momentos llegar el punto A al punto B, distando ambos 500 metros, puede convertirse en un auténtico infierno.

En fin, dejaré de quejarme tanto, porque alguien pensará que copio a Javier Marías.

Felices fiestas a todos.

Un grande de verdad


Crítica de una expo, que publiqué hace unas semanas. Por motivos de espacio, la crítica que se publicó hubo que recortarla. He aquí la versión íntegra.


Akira Kurosawa. La Mirada del Samurai
Alhóndiga. Bilbo
Del 16 de noviembre de 2010 al 30 de enero de 2011

La bilbaína Alhóndiga dedica una exposición a la obra de Akira Kurosawa, en el año del centenario del nacimiento del cineasta japonés. En cartel, story boards, piezas de vestuario, instalaciones audiovisuales, ciclos de cine y conferencias. Se trata de una buena excusa para revisitar la figura de un autor con mayúsculas, de un auténtico revolucionario del lenguaje cinematográfico.

Kurosawa en Bilbo: Un grande de verdad

Aunque durante los últimos tiempos su figura ha sido objeto de un ligero descuido, no puede negarse que Akira Kurosawa es uno de los mayores y más originales autores que el cine ha dado en su breve historia. De personalidad compleja e intimidatoria, hizo avanzar la sintaxis y la morfología misma del lenguaje cinematográfico hasta extremos no siempre reconocidos. Lo cierto es que, gracias a la difusión indirecta de su legado a través de una serie de autroproclamados herederos afincados en Hollywood (Coppola, Scorsese y Lucas en particular), el cine tal y como hoy lo concemos, tanto en su vertiente etiquetada de comercial como en la de autor, está firmemente cimentado en su estilo único, lleno de ruido y de furia.

Kurosawa nació en 1910 en Tokyo, en el seno de una familia relativamente acomodada. Interesado por las bellas artes, comenzó una prometedora carrera como dibujante y pintor, hasta que, tras varias desgracias familiares (su hermano Heigo, influencia decisiva para él, se suicidó dejándole un considerable y reconocido trauma), comenzó a trabajar como asistente de dirección en prácticas. Su primera película en solitario, Sensuro Sugata (1943), basada en un best seller de artes marciales, fue un gran éxito a pesar de ser considerado por las autoridades niponas “demasiado occidental”. A partir de entonces dirigiría con regularidad, sufriendo altibajos de aceptación popular, hasta que en 1951, siendo ya un cineasta consagrado en su país, participó en la selección oficial del festival de Venecia con una película llamada “Rashômon”. Hay que aclarar al respecto que en aquella época que un filme japonés se incluyera en una de las grandes manifestaciones cinematográficas mundiales era una excentricidad mayúscula. Contra todo pronóstico, “Rashômon” fue un bombazo, ganando el León de Oro en medio del aplauso general: después vendría un oscar especial como mejor película extranjera (la categoría oficial aún no existía), que inauguraría una auténtica fiebre mundial por el cine japonés, hasta entonces completamente ignoto fuera de sus fronteras. Vista hoy, “Rahômon” sigue siendo una obra maestra indiscutible. Tanto por su parti pris narrativo, magníficamente llevado a buen puerto (una misma acción es narrada en varias ocasiones, desde diferentes puntos de vista) como por la increíble fuerza que destilan sus imágenes. Sus obras posteriores a lo largo de década y media, incluyendo “Vivir”, “Los siete samurais”, “Trono de sangre” (quizá, junto con “Campanadas a medianoche” de Orwon Welles, la mejor adaptación cinematográfica de Shakespeare de todos los tiempos), “La fortaleza escondida” (obra menor cuya historia sería después calcada por George Lucas en “Star Wars”) o “Barbarroja” seguirían cosechando premios y profundizando en el peculiar y paroxístico estilo de puesta en escena de Kurosawa, en el que la violencia parece tomar un papel creciente, hasta llegar a límites por aquel entonces rayanos en lo insportable. Con la experimental “Dodes’ka-den” (1970) llegó el gran fracaso que lo llevó a una tentativa de suicidio y una depresión de la que se recuperaría gracias al éxito de “Dersu Uzala” (1975): considerado ya un gran maestro maduro, triunfaría como obras tan portentosas como “Kagemusha” (Palma de Oro en Cannes en 1980) o “Ran” (1985). Sus últimas películas, como “Rapsodia en agosto” (1991) o “Madadayo” (1993), en cambio, fueron recibidas con absoluta frialdad y no supusieron un colofón a la altura de las circunstancias.

De los tres grandes maestros japoneses (los otros dos serían Mizoguchi y Ozu), Kurosawa era sin duda el más occidental, lo que para él supuso un arma de doble filo: sus audiencias fueron más amplias que las de sus compañeros de podio, pero también recibió múltiples críticas no sólo dentro de su país, sino también fuera. El mismísimo Jacques Rivette anteponía en sus preferencias al para él más auténtico Mizoguchi, cuya delicada poesía era en general más del gusto de los chicos de la Nouvelle Vague (en realidad, las historias de fantasmas y familias desmembradas de Mizoguchi estaban tan influidas por la cultura y los directores occidentales como los samurais de Kurosawa), mientras que por ejemplo Andreï Tarkovski citó “Los siete samurais” entre sus diez películas favoritas, y se refirió públicamente al japonés como uno de los artistas más grandes de su tiempo.

Perfeccionista hasta la médula, el proceso de creación de sus películas incluía siempre la definición de estrictos y detallados story boards, que conforman la parte del león de la exposición de la Alhóndiga. Obras con completa entidad artística por sí mismas, los bocetos poseen una notable belleza. Un aspecto curioso es, sin embargo, que las películas de Kurosawa, como las de todos los grandes directores (Godard dixit) son antipictóricas, porque sus imágenes poseen una cualidad de una naturaleza completamente distinta a la pintura, un tipo de energía de la que hasta ahora solamente el cine (y en contadas ocasiones) ha sido capaz.

Como complemento a la exposición, la Alhóndiga ofrece talleres para niños y jóvenes, una mesa redonda, una conferencia a cargo de la inefable Isabel Coixet y un extraño e inconexo ciclo de cine que no sólo incluye un par de obras del maestro, sino también películas de otros directores, se supone que con el fin de rastrear sus influencias. Proponemos, como alternativa después de acercarse al antiguo almacén de vinos para ver esta “La mirada del samurai”, correr al vídeoclub más cercano y alquilar, por ejemplo, “Rashômon”. Bastará tener los ojos bien abiertos para comprobar que los cineastas más modernos de hoy en día deben todo lo que son al gran Kurosawa, aunque muchos de ellos ni siquiera lo sepan.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Poesía


Parece que la mayor parte de los estrenos de lo que se vio en el último festival de Cannes se concentra en el finald el año. De todo el lote, quizá la que más desapercibida ha pasado es “Poesía”, dirigida por el surcoreano Chang Dong-lee, que en el certamen de la Costa Azul obtuvo el premio al mejor guión y era una de las favoritas de la crítica.

“Poesía” está dirigida con gusto y aplomo, aunque precisamente sea su guión lo que a mi entender presenta ciertas debilidades. Así, es cierto que los lugares comunes se visitan de vez en cuando en esta historia de una anciana de clase trabajadora enfrentada a unas circunstancias terribles mientras trata de hacerse con las claves del prisma poético de la existencia. Sin embargo, el aburrimiento o la irritación no hacen acto de presencia gracias al limpio trabajo de Chang Dong-lee, excelente narrador que además posee un estilo visual más que decente y es capaz de hacer que la película sobrevuele las minas mortales integradas en el texto, haciéndola llegar ilesa hasta un final redondo.

Pero, sobre todo, recomendaría el visionado de “Poesía” por una razón de peso. Se trata de su protagonista, una mujer bellísima y una actriz fantástica llamada Jeong-hee Yoon, fascinante y conmovedora en cada plano de la cinta.

Todo un personaje


Crítica de arte que publiqué el mes pasado:

El Museo Reina Sofía (MNCARS) de Madrid dedica una exposición al cineasta e inventor granadino José Val del Omar, rara avis de la creación cinematográfica española generalmente asociado a las vanguardias. Su obra, tan exigua como inclasificable, comparte espacio con la bella sorpresa de una sala dedicada al estudio del artista que ofrece una ventana a los vericuetos del proceso creativo.

Todo un personaje

José Val del Omar (Loja, Granada, 1904-Madrid, 1982) fue probablemente el ovni más extravagante que ha surcado jamás el grisáceo firmamento del cine ibérico. Olvidada durante mucho tiempo y después periódicamente reivindicada por estudiosos, historiadores y admiradores varios, su figura posee como mínimo la magnética aura del corredor solitario. Se lo ha llamado genio incomprendido y se ha subrayado una y otra vez lo indignante del ostracismo al que se condenaron sus logros. Y, sin embargo, hay que decirlo todo: cuando uno accede a su obra, de entre las múltiples sensaciones e ideas que este reducido corpus genera puede destacarse la sospecha de que, por decirlo de algún modo, él mismo fue determinante en la configuración de su propia suerte. Parece difícil pensar que los esfuerzos de Val del Omar estuvieran dirigidos a la gloria y la fama internacional, y cabe en cambio imaginarlo feliz sumido en el trabajo arduo y minucioso de su estudio doméstico. Fusión perfecta –e insólita- entre el místico y el técnico, irremediablemente individualista por tanto, su propia naturaleza lo abocaba a la sombra. Pero conviene que vayamos por partes.

Val del Omar estuvo siempre interesado en la luz y la imagen: se cuenta que ya de niño realizaba proyecciones del reflejo de cristales sobre pantallas planas, ayudado por linternas y otras pequeñas fuentes de luz. Al igual que Luis Buñuel, realizó en el París de los años 20 y 30 sus primeros intentos cinematográficos, con resultados bastante poco satisfactorios. Haciendo un inciso, se ha comparado –erróneamente, en opinión de quien esto escribe- a ambos cineastas, e incluso se ha inscrito a Val del Omar en el grupo de los surrealistas. En realidad hay poco del espíritu iconoclasta, de la violencia expresiva del surrealismo en la obra del granadino, a pesar del leve aliento romántico y la exaltación e la irracionalidad que pueda detectarse en ella. En todo caso, la fascinación por la imagen fue una constante en su carrera, y se vio acompañada por un afán proselitista: en su periodo como artífice y participante en la misiones pedagógicas del gobierno de la República, proyectaba a los campesinos películas de Chaplin, como recoge la exposición del MNCARS. De esta época datan sus documentales sobre los distintos territorios a los que lo llevaba la actividad misionaria, de los cuales gran parte se ha perdido. Tras la guerra civil sería cuando emprendió la porción más conocida de su obra, tres cortometrajes no narrativos, realizados de manera muy espaciada a lo largo del tiempo: Aguaspejo granadino (1953-1955), quizá el más interesante, pone en escena una sucesión de pequeños experimentos audiovisuales en el escenario de la magnífica ciudad andaluza, donde la Alhambra despliega su misterioso encanto. Fuego en Castilla (1958-1960) es un extravagante y algo esteticista ensayo sobre las posibilidades de la luz proyectada sobre las estatuas religiosas de madera policromada de Juan de Juni y Berruguete, que representó la ocasión en que durante su vida el creador estuvo más cerca del reconocimiento a gran escala: el trabajo participó en la sección de cortometrajes del festival de Cannes de 1961, logrando el premio de la Comisión Superior Técnica, lo que no deja de ser meritorio (e irónico) teniendo en cuenta que se había realizado con una vetusta cámara de la época del cine mudo. Por fin, Acariño galaico (de barro) -iniciada en 1961 y no completada hasta los años 90, una vez fallecido el director- presenta las formas arquitectónicas bajo ángulos que resaltan su monumentalidad, en una experiencia de voluntad tridimensional. Entre los rasgos de estilo identificables en todos estos trabajos destaca un minucioso y prolijo diseño de sonido, junto con un tratamiento visual cercano al expresionismo. El autor los reuniría más tarde bajo la etiqueta común de Tríptico elemental de España, con el hilo conductor de los tres elementos, agua, fuego y tierra respectivamente. Haciendo un esfuerzo para establecer nexos, podría concluirse que el perfil artístico de Val del Omar no estaría muy lejos de otros cineastas poéticos con tendencias místicas como un Tarkovski o un Paradjanov, o incluso, estirando la goma de las referencias, de un Mizoguchi. Sin embargo, desgraciadamente, todos estos autores alcanzaron un mayor ajuste entre la ambición de sus propuestas y los resultados materiales en celuloide.

La exposición del Reina Sofía incluye, como era de esperar, proyecciones de todas estas obras, recreándose el recurso del “desbordamiento” (que da título a la muestra) ideado por Val del Omar mediante varios proyectores concurrentes, junto con otros de sus experimentos sinestésicos; digamos que, hoy en día, estos efectos impresionan más bien poco. También comparecen piezas menos conocidas como unas interesantes tomas de los años 60 en 35mm donde grupos de turistas llegan a la Alhambra, notables como curiosidad de indudable valor documental. Pero la principal aportación del evento, donde contra todo pronóstico aparece concentrada la mayor parte de su poesía, es el mismísimo estudio de trabajo de Val del Omar, traído pieza por pieza desde la antigua casa del artista. Es imposible evitar el asombro más gozoso ante esta colección de cámaras, fotogramas, bobinas y otros instrumentos de trabajo, ante esta heterogénea batería audiovisual cuidadosamente almacenada en funcionales mesas y estanterías. El espectador olvida de inmediato su naturaleza de recreación, como la olvida cuando llega a las ruinas prehispánicas de Teotihuacán. De pronto, se comprende mucho más de lo que la obra final lograba revelar, y el carácter complejo, fascinante y acaso algo huraño de Val del Omar se presenta ante el visitante con plena nitidez, como una revelación. Se agradece, por infrecuente, una aproximación tan emocionante al verdadero misterio de la creación y la personalidad humanas.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Biutiful


No nos engañemos. El motivo de que “Biutiful”, de Alejandro González Iñárritu, sea una mala película –una película horrenda, en realidad-, no tiene nada que ver con el hecho de que su registro melodramático llegue a revolcarse por el fango de lo ridículo y lo previsible durante toda su segunda mitad, tras una larga y tediosa exposición del conflicto central y los periféricos. A fin de cuentas, lo mismo ocurre con casi todas las películas de Lars Von Trier, y eso no evita ni por asomo que a menudo se trate de grandes obras. Yo tampoco cargaría las tintas con su miserabilismo de postal, su conciencia social de salón y su cursilería esotérica. Hasta el sustrato ideológico más débil es capaz de producir una pieza artística decente.

El problema de “Biutiful” es el mismo que tiene todas las malas películas, sin excepción: que está muy mal dirigida. La puesta en escena de Iñárritu es de una torpeza tal que se regodea en su propia inanidad, y llega a hundir incluso las buenas ideas del guión (que las tiene, como el encuentro entre el protagonista y el cuerpo embalsamado de su padre, masacrado por unas atroces planificación y utilización de la música).

Por lo demás, muy poco se puede decir de este engendro, salvo que por momentos su visionado se me hizo literalmente insoportable. Bueno, sí, hay algo que se puede decir de ella, algo que habría que tener muy mala idea para no mencionar: que Javier Bardem es un actor enorme, que sería capaz de salir indemne de la caída de Constantinopla. Lo suyo en esta película roza el heroísmo: es una lástima que no tenga a mano una causa mejor.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Realismo


Cuando, en 1950, Luis Buñuel dirigió “Los olvidados”, se encontraba en una situación delicada. Veinte años después de hacerse un nombre en la escena vanguardista francesa gracias a dos películas surrealistas escritas en colaboración con Dalí, se lo respetaba como una especie de antigualla de otro tiempo; había tenido que exiliarse tras la guerra civil española, para recalar en México, donde un encargo alimenticio protagonizado por Jorge Negrete y Libertad Lamarque había funcionado mediocremente a nivel comercial y artístico. Nadie esperaba gran cosa de él: de hecho, “Los olvidados” apenas duró unos días en las pantallas mexicanas, y el director recibió todo tipo de insultos por ella. Hasta que se estrenó en el festival de Cannes, donde constituyó un bombazo: Buñuel no sólo ganó con ella el premio al mejor director, sino que fue de nuevo catapultado al primer plano de los autores mundiales. El escándalo también ayudó.

Sesenta años después de todo esto, la Filmoteca programó “Los olvidados”, y el pase se produjo a sala repleta. Al terminar, como muchos otros de los presentes, aplaudí con ganas.

Muchos han dicho que “Los olvidados” es la mejor película de Buñuel. Es difícil sostener racionalmente una afirmación tan subjetiva; en cualquier caso, aunque hay quizá películas suyas que me gustan aún más (bueno, al menos una: “Viridiana”), sí es cierto que se trata de su película más redonda. Todos sus elementos funcionan a la perfección, y de un modo canónico. El guión es un ejemplo de progresión dramática, de narración y construcción de personajes. Los actores están muy bien, lo que no siempre era el caso de las películas mexicanas de Buñuel. La fotografía de Gabriel Figueroa es una obra de arte, sobre todo porque el director aragonés se ocupó a fondo en controlar la empalagosa tendencia esteticista del imaginero mexicano. Pero, evidentemente, lo mejor de todo es la puesta en escena, de una garra asombrosa, que deja al espectador pegado al asiento. En el cine mundial, sólo se me ocurre otro caso comparable en cuanto a la energía algo crispada del plano, y es Akira Kurosawa.

He leído en Wikipedia que “Los olvidados” se adscribe al neorrealismo italiano. Menuda sandez. Buñuel no tenía apenas que ver con los neorrealistas, ni siquiera con los mejores de entre ellos (Rossellini, por ejemplo, cuya “Roma, ciudad abierta” detestaba). El no pretendía retratar un determinado contexto socioeconómico, aunque por supuesto este retrato resulte de una acerada precisión. Su lupa estaba orientada hacia los recovecos más oscuros de la mente, y son otros conflictos –el impulso sexual y la muerte, los mecanismos edípicos- los que se sitúan en primer plano. Ocurren en “Los olvidados” cosas tremendas, que incluso hoy en día resultan por momentos inasumibles; es de esperar que hace seis décadas resultaran aún más impactantes. Cuanto más alucinada resulta la historia, más lo atrapa a uno. El sueño de Pedro, todas las escenas que éste comparte con la madre que no lo quiere, el encadenado final del rostro de Jaibo con el perro sarnoso que avanza por el arroyo, son momentos de una fuerza subliminal extraordinaria, jamás repetida. Todo este material está empastado por un realismo descarnado que no tiene nada que ver con ese pequeño arte miope y mezquino que ha marcado toda una tendencia de la que, tras Italia, el Reino Unido tomó un relevo que aún hoy aferra con orgullo.

Sesenta años después, “Los olvidados” sigue llevando intacto su mensaje sobre la vida y la muerte, sobre todo lo terrible y auténtico que hay en el mundo. ¿Eso es realismo? Pues sea.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Rara poesía


Hay que decirlo ya: “Uncle Bonmee, que recuerda sus vidas pasadas”, de Apichatpong Weerasethakul, es la película más marciana que se ha integrado en el circuito mainstream en mucho tiempo. Hay que verla para creerla: reencarnaciones, muertos que se aparecen, hombres-mono a los que les brillan los ojos, sexo entre princesas desfiguradas y siluros, desdoblamiento del espacio-tiempo, eutanasia sobrenatural… Todo esto y mucho más convive en esta película cuyo inmoderado lirismo le valió una Palma de Oro en Cannes a la que, digan lo que digan algunos empeñados en desinformar, era una de las máximas favoritas desde su misma presentación en el festival (y aún antes). Por lo que a mí respecta, admito que, mientras la veía, la fascinación se alternaba con el desconcierto más absoluto. Pero tampoco en ese último caso la película dejaba de intrigarme: ni un segundo de aburrimiento, me hizo pasar este “Tio Boonmee”.

De todas las bellísimas escenas que contiene, sin duda destacaría una que sucede hacia el principio, una cena familiar durante la que se suceden dos apariciones sublimes. Primero está la muerta que se materializa mediante un sencillo fundido (recurso que hace décadas que cayó en desuso para representar las apariciones espectrales), provocando un instante de pánico previo a la natural aceptación del evento, y después el hijo perdido transformado en hombre mono, cuyo outfit recuerda a las caracterizaciones de Paul Naschy allá por los años 70, lo que, en contraste con la serenidad de su voz y el tratamiento plástico dispensado por la puesta en escena (encuadres, iluminación), genera una forma de poesía tan inesperada como intensa.

Recomiendo ver “Uncle Boonmee, que recuerda sus vidas pasadas” a todo aquel interesado en contemplar algo distinto, que presenta todos los signos de lo nuevo, lo nunca visto, pero en realidad basa su triunfo final en algo tan viejo como el cine mismo: la aplicación de un auténtico sentido de la puesta en escena al material manejado.