miércoles, 14 de octubre de 2009
Allen vuelve a NYC
Desde 2004, con la fallida “Melinda y Melinda”, Woody Allen no rodaba en Nueva York. Sus últimas películas, rodadas en el Reino Unido y España, han permitido al autor de “Bananas” tomar oxígeno y ensayar nuevas perspectivas, con resultados interesantes pero no apasionantes. Personalmente, opino que el reencuentro artístico con su ciudad le ha sentado de maravilla.
Las críticas norteamericanas a “Si la cosa funciona” han sido bastante peores, por ejemplo, que las que recibió “Vicky Christina Barcelona” (sobre la que ya expuse mi opinión en este blog), lo que sólo se explica bajo la hipótesis de que el exotismo es una baza bien recibida al otro lado del Atlántico. Entre las cosas que se han escrito sobre la última película de Allen estrenada comercialmente, hay una acusación que encuentro particularmente absurda: que la película es anacrónica y poco verosímil. No es que esto sea falso, desde luego. La cuestión es, ¿qué hay de malo en ello? Porque, en el caso de “Si la cosa funciona”, la cosa funciona, y muy bien además.
Allen ha realizado prácticamente todas sus películas bajo la influencia palmaria de otros directores a los que admira, consiguiendo al mismo tiempo no dejar de resultar personal ni por un instante. Hay Allens fellinianos, bergmanianos, minellianos, rohmerianos y hasta de los hermanos Marx. En esta ocasión, me parece que la principal influencia procede de las comedias del Hollywood de los años 30 y 40, de Lubitsch, Capra y Gregory La Cava en particular. El tono de fábula, la dirección de actores y muy especialmente el tratamiento fotográfico de la película (atención a la escena en la que la protagonista regresa a casa borracha tras un concierto de rock) están extraídos directamente de esas comedias de lujo y personajes excéntricos. Hay que destacar a toda costa el trabajo de iluminación del gran Harris Savides (responsable, entre otros trabajos, de los looks visuales de las películas de Gus Van Sant), uno de los mejores de su profesión actualmente. Aparte de esto, todo en la película es hiperbólico e improbable, como de toda la vida ha sido el género de referencia. Y Allen elabora planos primorosamente construidos, en una planificación espléndidamente eficaz y expresiva, que contradice a los que afirman que con la edad se ha vuelto algo chapucero en la puesta en escena. Igualmente, los actores están muy bien elegidos para unos papeles que desempeñan impecablemente.
En otro orden de cosas, y por ser frívolos, me pasé toda la película hipnotizado por la piel de la protagonista, Evan Rachel Wood (que, por cierto, desempeña un muy buen trabajo de paleta ingenua, irritante y encantadora): esta chica tiene el cutis más perfecto y luminoso que han visto las cámaras desde que Isabelle Adjani tenía veinte años. Algo verdaderamente de otro mundo. Si yo fuera el responsable de marketing de una multinacional cosmética, me apresuraría a contratarla para mis campañas.
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