Desde hace unas semanas, la sala de cine del Círculo de Bellas Artes viene dedicando un ciclo bastante completo a la obra de Luis Buñuel. El pasado viernes se proyectaba una de las pocas películas del genio aragonés que yo no había visto, “Diario de una camarera” (1964). Buñuel, Moreau y Piccoli: imposible resistirse a la tentación.
La película se basa en la novela del mismo título de Octave Mirbeau, que ya había sido adaptada previamente en Hollywood por otro gran director, Jean Renoir. Esta vez, Buñuel decidió trasladar la acción original desde finales del XIX hasta los años veinte-treinta del pasado siglo, operación que después repetiría con la “Tristana” de Benito Pérez Galdós. Buñuel había conocido bien esta época sumamente convulsa en lo político, que permitía reforzar los elementos sociales de la trama mediante la rasposa referencia al fascismo y el antisemitismo que comenzaba a instalarse con fuerza entre las clases bajas francesas. La lucha de clases se retrata de forma bastante despiadada, lo que incluye una burguesía decadente, reprimida y babosa, un lacayo corroído por el virus del fanatismo más primario y una figura central, la criada a la que hace mención al título, que aspira finalmente a integrarse en la clase social a la que está sirviendo. Todo ello con una absoluta perfección de la puesta en escena, de una precisión y una economía de medios admirable. No me refiero a que la película resulte visualmente pobre o que existan deficiencias en decorados o vestuario. Más bien al contrario: después de haber sufrido en México unas limitaciones de producción que imposibilitaban reproducir con fidelidad aceptable el lujo burgués, Buñuel se empleó a fondo en Francia a la hora de vestir los salones de los grandes pisos y casas de campo de las clases pudientes a las que retrataba, fenómeno del que éste es un caso modélico. Lo que quiero decir es que el trabajo de dirección no posee ninguna voluntad de énfasis, que cada plano contiene exactamente la información que debe, y la sucesión de todos ellos, aliada con el magnífico guión escrito junto a Jean-Claude Carrière, resulta narrativamente perfecta. Por lo demás, la dirección de actores responde también a estas premisas: no sólo por lo que respecta a Jeanne Moreau (qué delicia, verla moverse dentro de cuadro, cuánta expresividad en sus primeros planos, en sus miradas llenas de sorna, en su juego del ratón y el gato frente a los cuatro hombres que la codician), sino también en el resto de protagonistas. Destacan Michel Piccoli, Françoise Lugagne, Georges Géret y la maravillosa Muni. Entre todos conforman uno de los mejores repartos de la filmografía buñueliana.
Hace tiempo me referí a “Belle de Jour” como la película más sofisticada visualmente de la historia del cine. Pues bien, considero que “Diario de una camarera” no está muy lejos en tanto que mero regalo visual, dejando aparte sus otras virtudes. Cada detalle del vestuario, cada elemento de los decorados, cada mínimo movimiento de cámara resultan de una soberbia elegancia.
Qué gusto, enamorarse del cine de Buñuel cada vez que uno ve una de sus películas. Dos días después volví al Círculo para ver "La vía láctea". Pero esto ya lo contaré en el próximo texto.
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