martes, 24 de mayo de 2011

Cannes 2011, c'est fini


Resulta algo frustrante hablar del palmarés de un festival sin haber visto ni una sola de las películas presentadas a concurso (y, por tanto, sin poder emitir una opinión válida al respecto), pero en fin, así es la vida. A priori todo indica que la opción de Robert de Niro y sus compañeros de jurado ha sido bastante convencional, al conceder la Palma de Oro a "El árbol de la vida", de Terrence Malick, que ya era la favorita antes incluso de que nadie la viera, desde que se supo que finalmente había sido seleccionada para la sección oficial de 2011. Se ha tratado de la crónica de un premio anunciado, una especie de perfecto happy end (a lo que los americanos son muy aficionados) para la historia de una película que ha conocido todo tipo de vicisitudes desde que la idea original germinara en un primer guión titulado Q allá por los años 70, pasando por un largo rodaje en 2009 y una extensísima postproducción que llevó a retrasar la fecha de estreno en diversas ocasiones. El happy end, por cierto, es seguramente un falso final (recurso también muy típico en la cinematografía americana), ya que la auténtica apotesis puede producirse dentro de unos cuantos meses... en la ceremonia de los Oscars.

Los premios de interpretación a Jean Dujardin y Kirsten Dunst también eran opciones seguras, aunque una sección importante de la crítica habría preferido sin duda ver aupados al papa reticente de Michel Piccoli y la mater dolorosa de Tilda Swinton. El doble Premio Especial del Jurado, por su parte, revela una cierta voluntad por contentar al sector duro de la crítica, con el reparto entre los hermanos Dardenne y Bilge Ceylan, dos puntales de lo que se llama cine de autor contemporáneo. Por contra, el premio a la mejor dirección ha ido a "Driver", una película de acción de qualité dirigida por un europeo, palomiterismo sublimado que también ha triunfado ampliamente entre el público y la crítica cannoises: sigue la voluntad conciliadora, por tanto.

Esta pretensión de tener a todo el mundo contento puede explicar también que las otras dos favoritas, las obras firmadas por Aki Kaurismäki y Pedro Almodóvar, se hayan ido de vacío. La crítica había destacado de ellas que eran las obras más radicales y las más personales de la sección oficial, las más reveladoras sobre la naturaleza particular de sus creadores. Cualquiera de ellas habría constituido una opción igualmente original por parte del jurado, sin salirse tampoco de los límites establecidos por el grupo de favoritas con aceptación más o menos general. Por desgracia, de poco servirá a "Le Havre" y "La piel que habito" la buena acogida en sus respectivos estrenos festivaleros: al final, la que pasa a la (pequeña) historia del cine es la palma de oro, así se trate de una obra mediocre o que suscite divisiones.

Poco más por decir sobre Cannes 2011, salvo que los nombres consagrados han sido los que con diferencia han contribuido en mayor medida a la buena valoración global del concurso: sin Von Trier, Almodóvar, Kaurismäki, Malick, Dardenne, Ceylan o (en menor medida) Moretti, la cosa no habría sido igual. Ninguna revelación importante (las numerosas operas primas y películas de jóvenes directores han pasado con más pena que gloria, salvo las premiadas de Maïwenn le Besco y Nicolas Winding Refn, y aún éstas con bastantes detractores), y a cambio la certeza de que la cosecha por llegar a las salas de modo inminente será de elevada calidad. O, lo que es lo mismo, una de cal y una de arena.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Decepción alleniana


Sobre todo en su propio país, hace casi dos décadas que las películas de Woody Allen no poseen la buena prensa de antaño. También es cierto que el neoyorquino cuenta con un núcleo duro de admiradores que no lo abandonan, lo que en parte explica su invariable éxito de público en Europa. Por lo que a mí respecta, he adorado casi todas sus últimas obras, incluídas algunas de las más maltratadas por parte de la crítica: de entre las más recientes, “Si la cosa funciona”, por ejemplo, me pareció maravillosa. Y, remontándonos algo más atrás en el tiempo, encuentro que “Todos dicen I love you” (obra maestra), pero también “Desmontando a Harry”, “Acordes y desacuerdos” o “Match Point” bastarían por sí solas para justificar la carrera de cualquier director. El año pasado, “Conocerás al hombre de tus sueños”, que recibió más palos que alabanzas, a mí me resultó cuando menos entretenida, y cuando más inteligente y sutilmente melancólica.

Por eso me quedo algo perplejo ante “Midnight in Paris”, que acaba de abrir el último festival de Cannes, y es una de las películas de Allen que ha cosechado mejores críticas desde “Match Point”. Ni una vez en toda la película se me escapó ni siquiera una sonrisa, a pesar de que el guión claramente va a por ello con determinación. En cambio, asistí a ella con una extraña sensación de fastidio e incomodidad, algo que hasta ahora jamás –jamás- me había ocurrido con Allen. Para describirlo, la mejor comparación se me ocurre es ponerme en el lugar del protagonista de la película, el escritor Gil (Owen Wilson), que no soporta la pedantería de Paul (Michael Sheen), cuando éste aprovecha cualquier ocasión para parlotear acerca de los arquitectos, escultores y pintores parisinos. Bien, me resulta fácil reconocerme en el pobre Gil, en primer lugar porque yo también soy particularmente hostil hacia la pedantería y el cotorreo, pero también porque es justo ese el estado de ánimo que me genera la propia “Midnight in Paris”. Encuentro vagamente irritante su banal y desacertada visión de la bohemia parisina de los años 30, con su desfile de personajes-bibelots que van desde Francis y Zelda Scott Fitzgerald hasta Ernest Hemingway, desde Gertrud Stein hasta Salvador Dalí y el torero Belmonte, pasando por un irreconocible Buñuel o un Picasso que misteriorsamente habla español con acento francés. Todos ellos, a cual más improbable y caricaturesco, están integrados en un entorno funerario en el que la auténtica vida está completamente excluida por la urgencia referencial. Como paralizado por este entorno de vacas sagradas convertidas en animalitos de porcelana de una vitrina, la puesta en escena de Allen se vuelve pedestre y rutinaria, carente de la fluidez e inventiva que suele caracterizarla. Lo más raro de todo es que ni siquiera los actores están particularmente bien: todos ellos cumplen sin generar entusiasmo.

Puesto que lo esencial falla, habrá que centrarse en lo accesorio. En este sentido, las calles y bistrots del París contemporáneo (como los de épocas pasadas) están deliciosamente filmados, y la fotografía de Darius Khondji es de una exquisitez insuperable. En cuanto a las actrices francesas Marion Cotillard y Léa Seydoux (éxta última en un papel más breve), por desgracia no se les da la oportunidad de desarrollar personajes memorables, pero lucen de miedo en unos primorosos primeros planos. Algo es algo.

Miss Tacuarembó: encanto incomprensible


Habíamos conocido hasta ahora al uruguayo Martín Sastre como vídeoartista, ámbito en el que consiguió hacerse un nombre también en España. Cabe pensar que sus contactos españoles le hayan ayudado a reunir la financiación “Miss Tacuarembó”, sin duda un proyecto relativamente caro para los limitados medios con que suele contar la industria de su país.

Protagonizada por Natalia Oreiro –nombre que en España quizá no diga gran cosa, pero que en Argentina y Uruguay sí lo hace, y bastante, ya que es una estrella de la música pop, el cine y la televisión desde hace más de una década- , la película es una arriesgada mezcla de culebrón televisivo con alusiones-homenajes a la venezolana Cristal, musical kitsch, drama de superación personal, crítica de los reality shows televisivos, sátira sobre el catolicismo y crónica del mundo rural uruguayo. Y quien no arriesga no gana, suele decirse, pero también está expuesto a la bancarrota.

A medida que se va viendo el resultado, hay que decir que “Miss Tacuarembó” genera una a ratos insoportable sensación de ruina absoluta: los números musicales resultan bastante precarios; la puesta en escena es dispersa y poco coherente, con tendencia al encuadre “bonito” combinada con un vacilante estatismo; la caracterización de los personajes roza lo demencial (el horrible maquillaje no ayuda) y, lo peor de todo, la dirección de actores resulta sencillamente atroz. En este sentido, habría que abrir capítulo aparte para Rossy de Palma, que a lo largo de su carrera ha dado muestras de ser una actriz más que competente, pero cuya labor aquí no puede resultar más chirriante y fuera de tono. En realidad, casi ninguno de los actores está bien, desde la mencionada Oreiro (que tiene un doble papel, y que como catequista maléfica con la cara cubierta de látex desempeña una caricatura particularmente lamentable) hasta la gran Graciela Borges en una breve colaboración. La posible excepción corre a cargo de Mirella Pascual: actriz de registro minimalista que ya estaba fantástica hace unos años en la recordada “Whisky”, aquí interpreta a la sufrida madre del personaje de Oreiro.

Y sin embargo… A pesar de todos los escollos anteriores, “Miss Tacuarembó” no carece de un raro encanto, una cualidad más bien indescriptible y difícil de objetivar que casi (casi) termina ganando la partida, gracias a la cual la cinta no se recuerda como un desastre absoluto ni genera animadversión. Tal vez el secreto esté en que sí se aprecia cierta honestidad en ella, además de un sentido del humor tan naïf y tan frontal que excluye cualquier rastro de cinismo, lo que es muy inhabitual en los tiempos que corren. De entre todo el revoltijo de ideas que su guión plantea, yo reivindicaría todo el concepto Cristo Park, mucho menos explotado de lo que podría, pero que aún así ofrece bastantes sugerencias sin hacer demasiada sangre.

miércoles, 11 de mayo de 2011

El Cuarto Mandamiento: gran película fallida


La filmoteca ha programado un ciclo dedicado a Bernard Herrmann, uno de los mejores compositores para el cine de todos los tiempos. Autor de las bandas sonoras de algunas de las mejores películas de Hitchcock (en especial, “Vertigo” y “Psicosis”), su estilo moderno, contundente y grandioso cuando hacía falta es uno de los más copiados aún hoy en día.

Es curioso que una de las películas elegidas para el ciclo es “El cuarto mandamiento” (1942), de Orson Welles, trabajo frustrante del que el propio Herrmann abominó, pues tan sólo incorporaba una parte de la obra completa que había compuesto. Da igual: cualquier excusa es buena para volver a ver esta gran película, posiblemente el mejor ejemplo que ha habido nunca de una gran película fallida.

Se trata de la segunda película dirigida por Orson Welles, que la rodó inmediatamente después de “Ciudadano Kane”, cuando ya todo el mundo lo consideraba un superdotado. Adaptaba un novelón de principios de siglo, una típica historia-río americana sobre el esplendor y la caída de una saga familiar, y el primer montaje, de más de dos horas, no gustó al público en los tests, pero tampoco al propio Welles, ni desde luego al estudio, que procedió a meter la tijera por todas partes.

El resultado final tampoco fue satisfactorio para nadie, y es fácil entender por qué. Aunque en lo formal la película resulta deslumbrante sin matices, en lo narrativo a veces se muestra algo confusa, sin duda a consecuencia de los recortes sufridos. Hay partes vitales de la historia que resulta imposible comprender, por ejemplo los motivos de la repentina ruina financiera que al final golpea a los antes riquísimos Anderson. La naturaleza de las relaciones entre los principales protagonistas tampoco están siempre claras, y todo esto crea una inevitable sensación de extrañeza ante la sucesión de los acontecimientos.

Sin embargo, la inventiva de Welles, la modernidad y la originalidad de su puesta en escena, son de tal magnitud que cada secuencia de la película constituye una joya por sí misma, y en este contexto la pérdida de la coherencia narrativa termina importando muy poco. Más aún: de alguna manera, las lagunas argumentales contribuyen a crear una atmósfera abstracta y onírica que aproxima la película al terreno del mito antes que al consabido drama familiar burgués. Hay escenas, como una cerca del final en la que Ann Baxter y Joseph Cotten pasean por un parque, cargadas de un halo irreal, casi alucinado, que resultan maravillosas en este sentido. Es en las peores circunstancias donde se de verdad demuestra el talento, y viendo este “Cuarto mandamiento” no cabe la duda de que Orson Welles era un visionario y un genio, quizá aún más grande de lo que se ha dicho.

lunes, 9 de mayo de 2011

Sitcom



Uno de los últimos posts de este blog venía a desarrollar la idea de la inferioridad del medio televisivo con respecto al cinematográfico. En fin, basura hay en ambos, por supuesto, pero nadie me apeará del burro de que el gran cine es infinitamente mejor que la mejor televisión que se haya hecho jamás. Porque el propio medio televisivo impone una serie de limitaciones que reducen por fuerza el alcance de sus posibilidades estéticas. En esencia, el lenguaje de la ficción televisiva no sería otra cosa que un cine de vuelo bajo. Así, la más cuidada de las miniseries será una simple declinación del cine, que toma ciertos elementos de éste para someterlos a una estandarización esencialmente banalizadora. Soy consciente de que ésta es una idea impopular hoy en día, pero es la que tengo. Y las excepciones a esta norma que se me ocurren (vamos a ver… Twin Peaks, ¿y…?) no bastan para ponerla en crisis.

Hay, sin embargo, un ámbito que sí es propio de la televisión, y en el que ésta ha conseguido hasta ahora sus mejores frutos, los de sabor más intenso y genuino. Se trata de la sitcom, o comedia de situación. El formato de los episodios cómicos de media hora, manteniendo por lo general ciertas normas de unidad de espacio y tiempo y unos personajes con los que es esencial la identificación del público, no es una mera degradación del lenguaje cinematográfico, sino que pertenece a la televisión por derecho propio, por mucho que posea claros ancestros como el teatro de vodevil.
Por eso creo que los mejores momentos que nunca ha dado la televisión corresponden a este género. Si queda alguna duda al respecto, basta ver cualquier capítulo de “Las chicas de oro” para despejarla. Para mí, cinco minutos de esta telecomedia creada en los años 80 por Susan Harris valen más que las sagas completas de “Los Soprano” y “Mad Men” juntas. Por cierto, que antes Harris ya había sido la autora de otro hito del género, llamada “Soap” (en nuestro país, “Enredo”), con Billy Crystal y la gran Katherine Helmond. Ambos productos salidos de la imaginación de Harris posiblemente sean las cumbres de un género que de todos modos ha dado algunas otras piezas memorables: de “Te quiero, Lucy” a “Cheers”, de “Embrujada” a “Los Simpson”, de “Superagente 86” a “Matrimonio con hijos”, de “Búscate la vida” a “Sigue soñando”. “Friends” no, lo siento: siempre he tenido una tremenda manía a esa serie y sus repelentes protagonistas.

Aquí también habría que hacer un apartado especial para la sitcom británica. Todo lo que el cine tiene casi siempre de vulgar y falto de grandeza en Iglaterra, lo tienen de geniales sus mejores comedias televisivas. No tengo palabras de agradecimiento para algunas de estas series, que me han hecho retorcerme de risa desde mi infancia: “The Young Ones”, “Blackadder”, “Fawlty Towers”, “Yes Minister”, “Keeping Up Appearances”, “George & Mildred”, “Absolutely Fabulous”, “The Office” o mi favorita de todos los tiempos: “Caída y auge de Reginald Perrin”. Quien no las conozca, de verdad que no sabe lo que se pierde.

jueves, 5 de mayo de 2011

Año bisiesto: Eros y Tánatos en el DF


Año bisiesto”, de Michael Rowe, ganó la Cámara de Oro (premio a la mejor primera película) del último festival de Cannes. Cinta mexicana dirigida por un australiano, narra una historia de soledades urbanas e impulsos autodestructivos ambientada íntegramente en un pequeño apartamento del DF en el que Laura, periodista freelance de orígenes provinciales, lleva una vida monótona que salpica con esporádicas incursiones nocturnas en busca de sexo impersonal. No se atisba en estos encuentros el menor rastro de afecto hasta la aparición de Arturo, con el que Laura sublima una propensión masoquista que resulta reveladora acerca de ciertos sucesos ocurridos en su infancia.

Por su temática, la película parece situarse por momentos en un territorio cercano a “El imperio de los sentidos” de Nagisha Oshima o “Matador” de Pedro Almodóvar. Por desgracia, Rowe no aplica a su material el sublime tratamiento formal de la primera, ni tampoco el aura abstracta e irreal de la segunda, aferrándose en cambio a un naturalismo de voluntad depresiva que reduce el alcance de su cinta hasta convertirla en una pequeña y sórdida historia de culpa y expiación. La moralina parece incluso filtrarse en los minutos finales de la cinta, generando una incómoda sensación en el espectador. Por otra parte, se realiza un empleo previsible y simplista del factor psicológico, centrado en el pecado original de la infancia de la protagonista como motor de la búsqueda de sexo compulsivo primero y de dolor y muerte después. Eros y Tánatos quedan sí jibarizados, lo que perjudica mucho a esta película que sin embargo no carece por completo de interés. Entre sus virtudes, hay que destacar una ajustada puesta en escena apoyada en el uso de los planos largos y estáticos y, sobre todo, una interpretación principal, la de Mónica del Carmen, magnética y valerosa. Extrañamente minimalista, el trabajo de del Carmen es sin duda lo mejor de esta película por lo demás tirando a mediana.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Cine y TV



Creo que ya he manifestado alguna vez lo equivocada que me parece la afirmación –que por otro lado está cada vez más de moda- de que el mejor cine que hay hoy en día se hace en televisión. Me permito dudar de lo que realmente sabe sobre cine alguien que dice eso, por muy crítico cinematográfico que se llame a sí mismo. Aunque sea cierto que hay series televisivas (americanas) admirablemente bien escritas e interpretadas, en lo formal casi todas ellas están resueltas en base a principios de eficiencia narrativa adaptados a las férreas y rácanas normas de la pantalla doméstica, lo que limita enormemente las posibilidades plásticas del resultado. De esta manera, lo que puede funcionar en episodios de una hora vistos en el salón de una casa, se estrellaría en el contexto de una sala de cine, donde resultaría pedestre e insuficiente y terminaría aburriendo a las ovejas. Repito que eso no impide que haya magníficos productos televisivos, pero sería interesante que no se mezclaran churras con merinas, y sobre todo que no se difundan ideas dudosas y adocenadoras.

En los últimos días he escrito en este blog sobre dos películas que en su origen eran miniseries de televisión. Se trata de “Carlos”, de Olivier Assayas, y “Los misterios de Lisboa”, de Raúl Ruiz. Se trata, indudablemente, de dos muy buenas películas. Pero lo son precisamente porque en su concepción y estilo narrativo no responden a los códigos televisivos habituales, y logran trascender -cada una a su manera- todas las limitaciones que impone el medio de la gran pantalla. En su momento, otro hito fue la obra maestra “Fanny y Alexander”, de Ingmar Bergman, cuya versión completa fue también emitida como miniserie. Decir que eso es televisión, y sumarlo a un teórico Olimpo en el que están productos como “Los Soprano” o “Mad Men” me parece que es no tener ni idea de lo que se habla. Y equiparar el trabajo de un director de cine –uno de verdad, quiero decir- con el del habitual funcionariado televisivo, directamente una aberración.

Como en casi todo, hay excepciones. No creo que haya vuelto a repetirse el milagro de los primeros episodios de “Twin Peaks”, que eran cine y eran televisión, y todo de una excelencia absoluta. Pero para eso están los genios como David Lynch, que son los únicos a cuyo alcance quedan los milagros.

martes, 26 de abril de 2011

Carlos: Terrorismo sexy


Tal y como ha llegado a las salas de cine, no diría que “Carlos”, de Olivier Assayas, sea una obra perfecta, e incluso le discutiría el estatus de gran película, pero sí creo de ella que es una película apasionante. La historia del terrorista de origen venezolano, nacido Ilich Ramírez Sánchez, que pasó de un farragoso idealismo a la pura ejecución mercenaria en la justificación de sus repugnantes crímenes, se nos cuenta con tanto nervio y pericia visual que resulta imposible hallar motivos para racanear el adjetivo.

Es bien sabido que el original –que por desgracia no he podido ver aún- es una miniserie televisiva de unas seis horas. En su montaje para la gran pantalla ha quedado reducido a algo más de dos horas y media que, por desgracia, se hacen algo largas en su tramo final. Hay que decir, sin embargo, que se consigue minimizar el efecto deslavazado y confuso propio de este tipo de operaciones, y que la obra se presenta al espectador del cine como un todo perfectamente compacto. Por otra parte, gracias a la habilidad de Assayas para dirigir a sus actores, los personajes quedan en su mayor parte bien caracterizados desde su primera aparición, de manera que hay pocos casos en los que se intuye que falte el desarrollo (el único caso sangrante es el de una de las compañeras de lecho y lucha del protagonista, y madre de su única hija, la activista alemana Magdalena Kopp).

Por otra parte, Assayas consigue no sólo un puñado de secuencias de una fantástica intensidad (la reunión de jóvenes izquierdistas en un pequeño apartamento parisino que acaba con un baño de sangre, el espectacular secuestro de los representantes de la OPEP en Viena, la sangrienta escaramuza y posterior detención de la terrorista Nada), sino que transmite algunas ideas tan interesantes como aterradoras sin necesidad de subrayarlas demasiado. Por ejemplo, la escandalosa cohabitación entre petróleo, terrorismo internacional, religión islámica y política. O el absoluto vacío ideológico sobre el que finalmente se asientan las raíces de todo fenómeno terrorista, por mucho barniz político con que pretenda recubrirse. Menos afortunadas son en mi opinión las sugerencias psicológico-sexuales que Assayas realiza a partir de las connotaciones fálicas de las armas, con un Carlos desnudo en la ducha y frente al espejo, entregado al ejercicio narcisista de contemplarse y acariciar sus genitales después de haber cometido uno de sus crímenes. La idea se repite en una escena (más interesante) en la que afirma que las armas son “extensiones de su cuerpo” y las emplea como adminículo erótico con una de sus jóvenes amantes, o (la peor escena de la película) en la seducción de Magdalena Kopp, con sus pedestres tópicos de mujer terrorista sexy en bragas y macho peligroso dispuesto a tomar posesión de su territorio.

En el capítulo interpretativo, hay que descubrirse ante Edgar Ramírez, un neo-Bardem que aporta al portagonista un componente de interesante suavidad discursiva y una contundente presencia física, y al que se dispensan algunos planos que hacen pensar que nos encontramos ante una estrella inminente. El resto de los actores también están muy bien, en especial Ahmad Kaabour como el líder terrorista islámico Wadie Haddad, que llega a helar la sangre con una mirada y una contracción de los labios.

Después de todo esto, lo que de verdad me gustaría es poder disfrutar de la serie completa, que es al fin y al cabo la obra original de Assayas.

jueves, 14 de abril de 2011

La sección oficial de Cannes: de A-Almodóvar, a V-Von Trier


Acaba de publicarse, por fin, la lista de películas que participarán en las secciones oficiales del festival de Cannes. Aún queda tela que cortar, porque en los próximos días sabremos qué ocurre con la Quincena de Realizadores y la Semana de la Crítica, que completan la programación cannoise. Pero la parte del león ya la tenemos entre manos.

Por muy mala que a posteriori resulte la selección de Cannes, hay una verdad insoslayable, y es que casi todas las películas que terminan contando algo en la cosecha del año han estado presentes en el certamen de la Costa Azul. Es así, y no hay nada más que decir al respecto. De modo que conviene prestar atención a lo que depara cada edición de Cannes.

La primera sorpresa este año es la limitada presencia del cine oriental a concurso. Nada de China, Taiwan o Corea, lo que es rarísimo. Japón comparece con lo último del ovni Takashi Miike, que al parecer es una película de samuráis, y con una cinta de Naomi Kawase, que recientemente había presentado (con poco éxito) un documental sobre la maternidad en San Sebastián. Por otro lado, es una lástima que Wong Kar-Wai no haya tenido lista a tiempo su última obra. ¿Llegará a Venecia?

En una sección oficial a concurso claramente marcada por la bipolaridad Europa occidental-Norteamérica, no hay tampoco representantes de Africa, Latinoamérica o Europa del este.

También falta David Cronenberg con su esperada película sobre Freud, Jung y Sabina Spielrein. Alexander Sokurov, Garrel o Haneke son otros directores a los que se esperaba y que, salvo novedad de última hora, tampoco acudirán a la cita.

A cambio están varios de los autores europeos de la lista AAA+, a saber: los belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne (que ya cuentan con dos Palmas de Oro en su haber, y aún vuelven a por más), el finlandés Aki Käurismaki (también premiado en diversas ocasiones), y el italiano Nanni Moretti (cuyo “Habemus Papam”, con Michel Piccoli en el papel de un Sumo Pontífice católico en crisis, huele a exitazo, a la vista del trailer con música de Mercedes Sosa). Y, por supuesto, dos pesos pesados que aseguran el éxito mediático y el lío festivalero. “Melancholia” de Lars Von Trier, trata al parecer sobre el fin del mundo, aunque no puede darse por sentado nada que tenga que ver con el cine del danés: en el reparto, Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, John Hurt, Charlotte Rampling, Kiefer Sutherland y Stellan Skarsgard, entre otros. Y “La piel que habito”, de Pedro Almodóvar, por fin estará entre las elegidas, después de incertidumbres varias. Tengo la impresión de que el director manchego debe tener esta vez un convencimiento bastante intenso sobre la calidad de su última obra. De lo cual no puedo sino alegrarme.

Otros europeos en Cannes: los franceses Alain Cavalier y Bertrand Bonello, la británica Lynne Ramsay (que cuenta con la gran Tilda Swinton en su reparto), el turco Nuri Bilge Ceylan y el rumano Radu Mihaileanu. Otros dos europeos concurren bajo bandera norteamericana: se trata del danés Nicolas Winding Ref (su película la protagonizan Ryan Gosling y Carey Mulligan), y el italiano Paolo Sorrentino (que ha dirigido a un Sean Penn buscando premio desesperadamente). Pero, sobre todo, destacan las operas primas o películas de autores jóvenes, que suelen dar en Cannes agradables sorpresas (recordemos la reciente Palma de Oro para la rumana “Cuatro meses, tres semanas y dos días”): tenemos al director de casting y actor austriaco Markus Schleinzer, que por primera vez dirige una película llamada “Michael”, la francesa Maïwenn con un policiaco, o la británica Julia Leigh, que adapta al cine su propia novela.

Junto con Almodóvar y Von Trier, el más esperado es sin duda Terence Malick, que por fin estrena –y a lo grande- su “The Tree of Life”, después de un largo rodaje y una post producción más larga todavía. El tráiler de la cinta genera serias dudas sobre si estamos ante la película más afectada y pretenciosa de la historia del cine, o ante una auténtica obra maestra. Ambas posibilidades resultan a su manera de lo más halagüeñas.

El cine americano también estará presente con el director neoyorquino Joseph Cedar, que presenta una película rodada en Israel sobre un conflicto entre padre e hijo, enfrentados por un premio.

Es curioso que otro de los que se daba por seguro en el concurso, Gus Van Sant, lleve finalmente su “Restless”, con Mia Wasikowska, a la sección paralela “Un certain regard”. De todos modos, ésta aparece este año particularmente bien dotada, con lo último de Bruno Dumont, Andreas Dresen, Robert Guédiguian, Hong Sangsoo, Eric Khoo y Kim Ki-Duk , entre otros. Por cierto, que parece que hay que buscar aquí a la escuadra oriental que faltaba en el concurso.

Entre las curiosidades a destacar, que a concurso hay nada menos que cuatro películas dirigidas por mujeres. Y que fuera de él también presenta película otra mujer, Jodie Foster, que ha dirigido en "The Beaver" al juguete roto Mel Gibson, en la piel de un hombre al que una crisis vital conduce a comunicarse a través de un muñeco de peluche. También fuera de concurso, "La Conquête", de Xavier Durringer, que trata nada menos que sobre la ascensión al poder de Nicolas Sarkozy: no sólo hay un actor interpretando a Sarko, sino también otros para Cecilia Sarkozy (la anterior esposa del primer ministro francés), Chirac o Rachida Dati. Y la cuarta parte de "Piratas del Caribe", con Penélope Cruz y todo el impacto mediático que ello conlleva.

Y esto es todo por el momento. Quedamos a la espera de lo que ocurra con las secciones no oficiales. Y, como dicen los periodistas, seguiremos informando.

lunes, 11 de abril de 2011

Ilustrar la poesía


Lo mejor que se puede decir de “Howl”, de Rob Epstein y Jeffrey Friedman, es que no se trata de un biopic del poeta beat Allen Ginsberg, como el material promocional sugiere. Lo peor es que su propia concepción es tan transparentemente errónea que hay muy poco salvable en ella.

Allen Ginsberg era un poeta judío norteamericano fallecido en 1997. Cuarenta años antes había pubicado “Howl” (“Aullido”), un poema que pareció dar voz a toda una generación y a un movimiento cultural (el beatnik), y que por la crudeza de su lenguaje y sus imágenes de contenido sexual provocó un juicio por obscenidad contra su editor. Evidentemente, el resultado fue no sólo que el juicio lo perdieran los acusadores, sino que el libro se convirtió en un éxito inmenso, que aún hoy perdura. Y Ginsberg pasó a ser un poeta de culto.

La película plantea cuatro planos narrativos que se van alternando: en uno de ellos, se reproduce la grabación de una larga e insustancial entrevista con el propio Ginsberg, al que interpreta un James Franco que imita aplicadamente los tics y manierismos de intelectual de su modelo y trata (en vano) de ocultar su atractivo físico tras unas gafas de pasta. En un segundo plano, el mismo Franco-Ginsberg realiza una lectura de su poema en un tugurio de San Francisco ante un público cada vez más enfervorecido. El tercero consiste en varias escenas del mencionado juicio, en el que básicamente se discute sobre las cualidades literarias del volumen en lugar de sobre si en efecto es o no osbceno, dando lugar a situaciones bastante ridículas que demuestran hastra qué punto todo el proceso era absurdo desde el principio. Y en el cuarto asistimos a la recitación en off del poema íntegro, mientras ante nuestros ojos desfilan unas imágenes de animación digital bastante horteras y de una sonrojante literalidad, que pretenden ilustrar el texto de Ginsberg. La mera idea de ilustrar la poesía resulta lo bastante pedestre como para que el proyecto estuviera condenado desde el principio, pero hay que decir que el modo en que lo hace esta película supera todas las expectativas en cuanto a lo ramplón y lo cursi. El resultado me recordó vagamente por momentos a “The Wall” de Alan Parker, aquel largo vídeoclip ochentero con música de Pink Floyd, sólo que en esta ocasión de lo que hablamos, por favor, es de poesía, no de música pop.

Por lo demás, los gestos impostados y las vacilaciones vocales de James Franco no le bastan para componer un personaje creíble, pero lo cierto es que al menos el actor mantiene intacto su encanto característico. Y, digámoslo todo, las gafas de pasta le sientan admirablemente.

Cine de derechas


Hace poco que se ha estrenado la película más loca de la temporada: “Encontrarás dragones” es una cinta financiada por adeptos del Opus Dei a mayor gloria de la figura del fundador de la Obra, y un encargo resuelto por Roland Joffé, director que en su momento tuvo su cuota de gloria y que hoy sobrevive como puede. Pues sí: vuelven los tiempos de “Molokai”.

Y, como nunca tenemos suficiente, está al caer otra joya del bizarro derechista que merece toda nuestra atención: la adaptación de “La revolución de Atlas”, mamotreto novelístico de la escritora ruso-norteamericana Ayn Rand que era una oda al individualismo feroz, así como un látigo contra el socialismo, el colectivismo, el sindicalismo y, en general, toda manifestación política y social de las ideologías izquierdistas, supuestas adocenadoras de mentes y espíritus.

La revolución de Atlas” llegó a ser un proyecto de perfil alto, y se habló seriamente de Angelina Jolie y Brad Pitt como protagonistas. Al final los productores han tenido que conformarse con actores desconocidos, bajo la batuta del también ignoto Paul Johansson. Las críticas que ya han comenzado a publicarse son más bien demoledoras. Pero el hecho de que esta película se haya rodado finalmente, y de que esté lista para su estreno, es en sí mismo todo un acontecimiento. Todo un tanto para el tea party. Ya se calientan motores: ¡tiembla, Obama! Más información aquí: http://www.hollywoodreporter.com/news/atlas-shrugged-first-movie-target-175724?_r=true

jueves, 7 de abril de 2011

Pues si esto es un mundo mejor...


En un mundo mejor”, de Susanne Bier, ha sido la elección de los académicos para el último oscar a la mejor película en lengua no inglesa, en una edición en la que también competían, entre otras, “De dioses y hombres”, “Uncle Boonmee” (que ni siquiera fueron nominadas finalmente) o “Canino” (que sí lo fue, para sorpresa de todos). Que una obra mediocre gane este oscar (o cualquier otro, en realidad) no es ninguna novedad. Además, el tipo de película que constituye resulta material de este premio de principio a fin.

Desde las primeras imágenes, todo queda dicho: un vehículo de cooperantes irrumpe en campamento africano de refugiados, y tras él corre una bandada de niños alborozados mientras la música de percusión étnica asciende en la banda sonora. Imagen mil veces vista, tan tópica que sonroja. ¿Podría ser peor? Hay que esperar al final de la película para comprobar que sí, podría: las mismas imágenes, pero en ralentí, son las elegidas por Bier para cerrar la cinta. Entre estos dos escalofriantes momentos, la estética y el tono de spot de Acnur son reemplazados por casi dos horas de telefilme de qualité. Guión previsible donde todo está tan medido que supura artificiosidad narrativa, puesta en escena efectista y sin imaginación, gravedad ambiental como de oficio luterano, actores en modo “naturalismo trascendente”, torpe comparación entre las sociedades del tercer y el primer mundo, superficial análisis de la familia, la educación, la herencia y los mecanismos de la venganza. Todo esto es lo que ofrece “En un mundo mejor”, y lamentablemente la oferta está muy lejos de ser una ganga.

La cinta de Bier recuerda a cierto tipo de dramas familiares que tuvieron mucho predicamento en Estados Unidos a finales de los años 70 (desde "Kramer contra Kramer" hasta "Gente corriente"), pero aquéllas, sin ser obras maestras, estaban realizadas con muchísimo más gusto, y sobre todo se atrevían a llegar bastante más lejos en sus premisas. El melodrama cobardica, que pretende disfrazar de pudor su auténtica falta de valentía, es una de las peores cosas que pueden verse en una pantalla.

"En un mundo mejor" sólo es un ejemplo más de este especimen totalmente prescindible.

lunes, 4 de abril de 2011

Potiche es Deneuve


François Ozon es un director mediocre, pero en su (ya extensa) filmografía hay algunos títulos no del todo despreciables: “Amantes criminales”, “Gotas de lluvia sobre piedras calientes”, “Bajo la arena”, “El tiempo que queda” o “5x2” son, para mí, sus mejores películas.

Potiche”, su última película, quedaría más cerca de los abismos representados por “8 mujeres” (posiblemente el punto más bajo de su filmografía) si no fuera por el formidable protagonismo de Catherine Deneuve.

La película adapta una obra teatral de finales de los años 70, circunstacia que Ozon aprovecha para realizar un oportunista ejercicio de revisión estético-social supuestamente corrosivo. Lo que ocurre es que la concentración del ácido que emplea es muy escasa, y por tanto su efectividad muy limitada. Por muchos esfuerzos que realice para aparentar que se encuentra por encima del material que maneja, por mucho que haga ver que utiliza la comedia de costumbres francesa de los 70 para escenificar una crítica de la sociedad patriarcal, en realidad la visión de Ozon es bastante complaciente, y además el director francés carece del talento suficiente para realizar un ejercicio de estilo nostálgico-intelectual en toda regla a la manera del Todd Haynes de “Lejos del cielo”. Así, los estilismos de una Judith Godrèche convenientemente farrafawcettizada o de un Jérémie Renir pasado por el túrmix criptogay se convierten en inofensivos y predecibles recursos decorativos que añaden muy poca sustancia a este caldo aguado. Gérard Depardieu nada claramente perdido en él, Fabrice Luchini no desempeña del todo mal su papel de odioso déspota patriarcal y luego está, por supuesto, Catherine Deneuve.

Consciente de que la imagen de Deneuve practicando jogging por el bosque con redecilla en el pelo y enfundada en un chándal rojo es de todas todas un caballo ganador, Ozon emplea esta baza al principio de la película para ganarse al público, y a partir de entonces confía en su actriz para seguir teniéndolo de su lado. Y casi lo consigue. Deneuve, como siempre, da una auténtica lección magistral. Está perfecta haga lo que haga. Qué gusto contemplarla y escucharla, incluso cuando canta (fatal) en una gratuita escena musical a modo de colofón. No creo que exista en el mundo una actriz mejor para interpretar este personaje, primero porque Deneuve es una actriz extraordinaria capaz de salvar casi cualquier catástrofe, y segundo por el grado en que su rostro, su cuerpo y sus maneras concentran la esencia de la burguesía francesa. Al contrario de lo que pueda pensarse, no creo que Deneuve sea una buena opción para interpretar a una reina o una aristócrata (es decir, no mejor que para encarnar a una obrera, como hizo en “Bailar en la oscuridad”, donde sin embargo funcionaba extrañamente), pero como burguesa sencillamente no tiene rival. La agradable redondez de su cuerpo, sus gestos, algo lentos, naturales y teatrales al mismo tiempo, la cualidad contundente y regular de su rostro (incluso con las operaciones de cirugía estética) la convierten en la encarnación ideal de la burguesía francesa… y por extensión de toda Francia, país burgués por excelencia.

“Potiche” es Deneuve, y apenas nada más. Pero sólo por ella merece de largo la pena pagar el precio de la entrada.

Heat!


Una vez vista “Heat” (1970), de Paul Morrissey (tercera parte de la trilogía Warhol/Morrissey/Dallessandro), me reafirmo en lo dicho: con todas sus torpezas y sus precariedades, estas películas contienen mucha más pasión y más cine que casi todas las pulidísimas producciones de serie A que nos llegan desde los Estados Unidos hoy en día.

Con un guión más trabajado que en “Flesh”, "Heat" es en realidad un remake bastante evidente de “El crepúsculo de los dioses” de Billy Wilder, con algunas variaciones. En este caso, la diva de Hollwyood (Sylvia Miles) es en realidad una corista del tres al cuarto que ha conseguido hacerse millonaria gracias a unos lucrativos matrimonios, y además tiene una hija lesbiana, ninfómana, masoquista y más bien deficiente mental que la odia. Y el joven atractivo con el que la dama inicia una relación es una antigua estrella infantil que no ha tenido mucho éxito reconvirtiendo su carrera hacia la música pop, y que espera su gran oportunidad mientras sobrevive como gigoló.

Si “Flesh” superaba todas las limitaciones interpretativas de Joe Dallessandro gracias al aprovechamiento de su fantástica fotogenia, aquí Dallessandro se enfrenta con una actriz de verdad, la gran Sarah Miles, y hay que decir que es ella quien prácticamente roba la película, convirtiéndolo a él en apenas algo más que un objeto decorativo. Miles está impresionante, en las escenas cómicas y en las dramáticas. A todos los que se asombran por la “valentía” de Natalie Portman al intervenir en una suavísima escena lésbica en “Cisne Negro” , habría que ponerlos a ver “Heat”. Dudo mucho que ninguna actriz mainstream de hoy en día se atreviera a hacer la mayor parte de las cosas que Miles hace aquí. Y menos aún que fuera capaz de hacerlas tan bien. En un registro entre el naturalismo y la histeria, está sencillamente perfecta, asombrosa. Hacía tiempo que no me reía tanto como en una de sus primeras escenas, cuando trata de convencer a su hija de que en realidad no es una lesbiana, y los argumentos derivan hacia el mal ejemplo que tanta disipación proporciona a su nieto. La frase “¿Cómo puede un hijo ser una lesbiana?” debería figurar en todas las antologías mundiales. La pronuncia Andrea Feldman, que desempeña el personaje de la desequilibrada hija de la protagonista, y cuya interpretación es una de las cosas más extrañas que he visto jamás en una pantalla cinematográfica. Hace tan bien su papel que llega a provocar auténtica incomodidad. Por desgracia, Feldman ya no seguiría desarrollando su raro talento: se suicidó arrojándose desde un balcón cuando la película aún no había sido estrenada, haciendo aún más turbador su trabajo aquí.

El final de la cinta, cuando Miles llega ante Dallessandro dispuesta a cumplir con su venganza pasional de mujer despechada, es como para ponerse a aplaudir allí mismo. Mientras la música de John Cale se adueña de la banda sonora, el espectador sale de la sala de cine con la sensación de haber asistido a algo literalmente fuera de toda norma.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Flesh, de Morrisey / Warhol


El Círculo de Bellas Artes está programando las películas que dirigió en los años 60 y 70 Paul Morrissey con el sello de Andy Warhol (que en realidad sólo las producía a través de su Factory), y que protagonizó un chico llamado Joe Dallessandro. El otro día fui a ver “Flesh” (1968), la primera de todas ellas.

Es curioso cómo esta película, producto inequívoco de su época, perjudicada por unas lamentables condiciones de iluminación y montaje, mantiene su vigencia, o incluso ésta se ha ampliado con el tiempo. La anécdota argumental tiende a la nada: cuenta la historia (por decir algo) de un jovencito de buen ver, padre adolescente y no especialmente dotado intelectualmente, que vende su cuerpo en las calles de Nueva York y que a lo largo de un día tiene diferentes encuentros con gente tan superficial y colgada como él mismo, lo que incluye a su bobalicona esposa, un viejo verde artista aficionado que lo hace posar desnudo mientras desbarra sobre Práxiteles y la escultura clásica griega en general, una bailarina de top-less y dos amigas travestis, más chaperos adolescentes, algún que otro cliente, un amigo con derecho a roce y, por fin, la amiga embarazada de su mujer, que termina montándoselo con ésta mientras él las contempla indolente.

Amoral y sexualmente muy explícita (el protagonista muestra sin reparos su estado de erección en la primera secuencia), la película debió resultar bastante escandalosa en su momento. Hoy quizá podrá aburrir a muchos, pero no se le puede negar una cierta belleza que va mucho más allá de lo coyuntural o del deseo de epatar al burgués. Esta belleza radica básicamente en el tratamiento al que es sometido su actor protagonista. Dallessandro es un ejemplar humano de una asombrosa hermosura física, y desde los primeros planos de la cinta, que lo muestran durmiendo desnudo, boca abajo (composición que de alguna manera recuerda al cuadro de Courbet “El origen del mundo”, inviertiendo posición y sexo), es tratado como un mero objeto sexual, lo que hasta entonces era muy habitual para las mujeres, pero no para los hombres. Subrayando esta idea, su esposa utiliza el foulard de seda que lleva en el cuello para envolver el pene de él haciendo un paquetito como de regalo: es difícil ser más explícito dentro de lo simbólico. Y, en la secuencia final, las dos chicas se acariciarán mutuamente dejándolo a él a un lado, de nuevo desnudo, pero tan inútil y decorativo como un florero. A lo largo de la cinta, varias personas le piden que se desnude, y él lo hace sin esperar a que le insistan, como si tal requerimiento fuera perfectamente natural, asumiendo (el personaje y el actor) que al fin y al cabo eso, y no otra cosa, es lo único que se espera de él.

Por cierto, que Joe Dallessandro quizá no tenía el talento interpretativo de Spencer Tracy, pero a su peculiar manera era un gran actor: en esta película al menos está magnífico, lleno de verdad y en ocasiones hasta conmovedor, como cuando expone su precaria filosofía vital ante sus colegas buscavidas o cuando retoza con el amigo que quiere darle un revolcón. La burda cámara de 16mm se enamora de su rostro –que recorre sin manierismos todo el rango expresivo que media entre la confusión y la abulia- y registra cada milímetro de su piel con el regocijo de quien exhibe un pequeño y bellísimo tesoro oculto.

A menudo consideradas desfasadas o artísticamente dudosas, opino que conviene darse un paseo por el Circulo y redescubrir estas pequeñas e imperfectas películas de Morrisey, que tienen mucha más vida que la mayor parte de lo que hoy en día la crítica considera "buen cine".

martes, 29 de marzo de 2011

Un texto más sobre Elizabeth Taylor



Como todo el mundo sabe, la semana pasada murió Elizabeth Taylor. No, no voy a mencionar yo también lo del color de sus ojos, historia que por otra parte es más bien absurda. Ni siquiera me dedicaré a alabar la belleza de la diva, que tampoco me parecía para tanto. Hasta la primera mitad de los años 60, Taylor ofrecía el aspecto de un bibelot de porcelana, y tenía el mismo tipo de lindura algo kitsch, atemporal e intrínsecamente antimoderna. Después ya fue otra cosa: su físico cedió a la tendencia expansiva, mientras la vulgaridad de sus rasgos emergían sobre la fina superficie vidriada, acompañando este fenómeno con algunas admirables (y barrocas) decisiones cosméticas, desde el denso maquillaje ocular hasta el cardado con forma de nimbo negro ala de cuervo. Brazo grueso, pierna corta, gran cabeza: en lugar de disimular lo que en principio debían ser defectos, a partir de cierto momento supo hacer de la necesidad virtud, para componer una imagen icónica y radical.

Pero, se diga lo que se diga, lo mejor de Elizabeth Taylor es que era una gran actriz. Desde el principio, lo fue: maravillosa en “Un lugar en el sol” (junto al también maravilloso Montgomery Clift), en “Gigante”, en la por otra parte soporífera “El árbol de la vida” y en la ridícula (hasta tal punto que por ello es a veces también sublime) “De repente… el último verano”. Volvió a estarlo, aunque ya de otra manera, gracias a “¿Quién teme a Virginia Woolf?”. Y en “La gata sobre el tejado de zinc” su presencia beneficiaba al dudoso texto de Tennessee Williams (conseguía que su personaje, escrito como una histérica, resultase en cambio adorable y luminoso), y hoy todo el mundo recuerda a Maggie La Gata como el colmo de lo deseable y lo erótico. Bien por ella.

Taylor era una estrella de verdad, y las estrellas de verdad siempre resultan creíble, incluso en las circunstancias más adversas (dirigida por Zeffirelli, por ejemplo, o incluso peor, en telefilmes de medio pelo). Si hacía falta que la credibilidad se compusiera a su imagen y semejanza, pues se hacía. Como Sophia Loren, como Catherine Deneuve, como Julia Roberts, de esa misma naturaleza era. Nunca hizo una película completamente mala, porque cualquier película tenía ya algo de bueno si ella la protagonizaba. Imposible pedir más a una actriz.

martes, 22 de marzo de 2011

Nunca de abandones


Hace un año y medio publicaba en este blog una entrada sobre la novela de Kazuo Ishiguro “Nunca de abandones”, publicada en España por Anagrama. El libro está en mi opinión lleno de buenas ideas (conceptuales, ambientales, estilísticas), pero su vuelo es lastrado por algunas irritantes opciones narrativas. Su adaptación cinematográfica, a cargo de Mark Romanek, prescinde de estos lastres… pero sólo para asumir otros nuevos que vuelven a frustrar su alcance.

Recordémoslo: la historia se desarrolla entre los años 70 y 90 del pasado siglo, presentados en un plano paralelo al real. La ucronía se basa en la posibilidad de que, a partir de cierto momento, la sociedad hubiera aceptado la creación y utilización de clones humanos con el fin de emplear sus órganos para transplantes a pacientes enfermos, posibilitando la curación de graves enfermedades y alargando sustancialmente la esperanza de vida de la población. Los protagonistas son tres de estos clones, educados junto con otros compañeros en un extraño internado campestre, al principio ignorantes de su condición y destino, y después aceptantes sumisos del mismo. El horror ante la premisa de partida se diluye (en la novela y en la película) ante un tratamiento realista que hace hincapié en los ambientes cotidianos y la vulgaridad de la vida diaria, mientras que la sensación de drama también termina por perder intensidad (más en la película que en la novela) debido a cierta indefinición en el punto de vista, que no queda muy claro si es consecuencia de la inexperiencia, el pudor, la confusión, las pretensiones de objetividad o de un poco de todo esto. En cualquier caso, Romanek no consigue implicar al espectador en el espantoso drama que viven los protagonistas. La interpretación de los actores (Carey Mulligan, Andrew Garfield y Keira Knightley) es más que aceptable, así que no creo que se les pueda culpar a ellos de la inanidad dramática de la película. Es, simplemente, que no les han dado la oportunidad de transportar sus personajes más allá del estado de criaturas de laboratorio.

Y, ante eso, no hay crescendos musicales ni dorados atardeceres que puedan salvar la situación.

Manu Arregui en Toledo


Crítica de arte que debió publicarse hace unas semanas:

Del 24 de febrero al 10 de abril de 2011

ECAT (Toledo)

El Espacio Contemporáneo Archivo de Toledo exhibe estos días “Con gesto afeminado”, el último vídeo del artista cántabro formado en Bilbo Manu Arregui. La pieza, que ya pudo verse en la última edición de ARCO, supone un paso adelante en la carrera de un creador sin miedo (aparente) a los retos, que en el pasado había utilizado sobre todo las técnicas infográficas para realizar sus vídeos.

Realidad, virtualidad y amaneramiento

2011 comienza bien para Manu Arregui (Santander, 1970). Hace apenas unos días se ha sabido que su nombre figuraba en reducida la lista de seleccionados del programa Eremuak, iniciativa del Gobierno vasco para la consolidación y difusión del arte contemporáneo. Y el jueves 24 de febrero se inauguró en el Espacio Contemporáneo Archivo de Toledo (ECAT) “Con gesto afeminado”, exposición cuya pieza central es su vídeo del mismo nombre, rodado el año pasado. Este último trabajo ya pudo contemplarse en la última edición de ARCO, como parte de la selección de la galería Espacio Mínimo, complementado por una escultura que posee un peso estético y narrativo fundamental dentro del vídeo. La propuesta era sin duda una de las más afortunadas que planteaba un autor joven en toda la feria madrileña.

Hasta ahora, el trabajo en vídeo de Arregui (y también sus recientes esculturas) se ha dedicado esencialmente a ofrecer variaciones sobre la relación entre lo real / orgánico y lo virtual. Es cierto que, últimamente, su obra ya había hecho ceder algo de espacio a la animación infográfica frente a la imagen real, tendencia iniciada con “Irresistiblemente bonito” (2007), en el que dos alternativas de una misma imagen/contenido, la virtual y la real, se enfrentaban para hacer explícita la tensión entre ambos planos, y confirmada con “Streaming” (2009), en el que la presencia de lo digital adoptaba las trazas de una auténtica contaminación de la realidad, por onírica que ésta fuera. La progresión parece imparable en este “Con gesto afeminado” (2011), vídeo realizado enteramente en imagen real, con una nítida voluntad narrativa y un tratamiento plástico y caligráfico más cercano a las fantasías visuales del Hollywood de los años 30 que a cualquier producto ordinario de los tiempos de la Web 2.0. De hecho, lo que hace Arregui es rescatar un bizarro cortometraje musical (lo que los anglosajones llamarían “una stravaganza”) llamado “Spring Night” y dirigido en 1935 por Tatiana Tuttle, para trasponerlo con ciertas alteraciones sustanciales. Así, en la historia –enteramente musicada, y con los actores-bailarines interactuando a través de una delicada coreografía clásica- de una muchacha de clase trabajadora asaltada por una ensoñación en la que la estatua de un esbelto fauno revive fugazmente para enamorarse de ella, Arregui altera el sexo de la protagonista convirtiéndola en un efebo cuyo amaneramiento gestual sólo puede competir con el de su mitológico partenaire. El lenguaje de la danza clásica (facción Les ballets Russes de Diaghilev) sirve así para canalizar, en primer término, una reflexión sobre lo que coloquialmente se denomina “pluma”, y que sigue siendo –aún hoy- un rasgo no siempre asimilado socialmente: resulta sintomático que los canales de televisión integren en las tramas de sus series infinidad de personajes homosexuales, pero siempre a condición de que minimicen su amaneramiento… a no ser, claro está, que pretenda hacerse de éste un recurso cómico. La apuesta de Arregui subvierte este principio no sólo para reivindicar la legitimidad de la pluma, sino sobre todo con el fin de resaltar la teatralidad del artefacto puesto en marcha. El recurso al ballet y la música, la iluminación poética y antinaturalista, el palmario y recargado maquillaje del fauno o incluso la cursilería misma de la historia narrada son elementos complementarios que el creador cántabro utiliza para regresar una vez más a su discurso sobre la realidad y la virtualidad, sólo que sin tener que emplear para ello una sola imagen infográfica.

En lugar de esto, Arregui opta por someter a las imágenes al tratamiento más familiar para la mayoría de los espectadores cuyo ojo ha sido educado en este siglo XXI: las congela, superpone a ellas comentarios en formato chat, introduce una ventana de youtube con la cinta original de Tatiana Tuttle. Conviene no llamarse a engaño: tales intrusiones no sirven para explicar los fundamentos conceptuales del vídeo (tampoco era necesario, y por tanto es de esperar que no lo pretendan), sino para integrar el mismo en un determinado contexto, y por tanto para inocular un sesgo en la mirada del espectador. En realidad, el vídeo resulta muy elocuente acerca de sus propias intenciones y, aún más allá de éstas, ofrece unos resultados de una admirable consistencia conceptual y tersura formal. Al mismo tiempo muy literal y muy irónico, a su manera falso pero muy real, el trabajo sería capaz de sostenerse perfectamente sin tales ayudas metalingüísticas y sin necesidad de ser encuadrado en el marco de un espacio virtual, porque lo cierto es que la virtualidad ya está inevitable y gozosamente integrada en su propia naturaleza. Ese es el gran triunfo de “Con gesto afeminado”, triunfo que permite hablar con propiedad de una auténtica evolución en la carrera de Arregui. Que su campo de reflexión siga siendo el mismo, y que los medios que emplea para explotarlo no hayan cambiado tanto, mientras ofrece la impresión de hacer algo totalmente nuevo. ¿No es esa, al fin y al cabo, una de las aspiraciones que debería albergar cualquier artista?

domingo, 20 de marzo de 2011

Raúl Ruiz: Misterios y maravillas


Del mismo modo que todavía hay clases, aún hay maneras y maneras de pasarse al mainstream. Y la que ha elegido el cineasta chileno Raúl Ruiz al adaptar el folletín de Camilo Castelo Branco “Misterios de Lisboa” en formato de miniserie televisiva es, sin duda, una de las mejores posibles.

De manera global y algo simplista, podríamos ubicar a Ruiz (autor inverosímilmente prolífico, lo que hace muy complicado reunir su filmografía completa) en un punto equidistante entre Orson Welles y Luis Buñuel, a lo que se añaden múltiples influencias literarias que van desde Borges hasta Robert Louis Stevenson, la novela gótica británica y los surrealistas franceses. A él se debe la mejor (y, sobre todo, la más fiel en espíritu) adaptación de Proust de la que hay noticia (“El tiempo recobrado”, de 1999), así como una serie de películas basadas en guiones originales llenas de ironía, complejidad narrativa y una barroca y enormemente inventiva panoplia visual (desde “Las tres coronas del marinero” hasta “Genealogías de un crimen”).

Con “Misterios de Lisboa” se mantiene este barroquismo formal -aunque algo atenuado-, que proviene directamente de la influencia de Orson Welles, mientras que el componente buñueliano se abandona casi por completo, en beneficio de una aproximación a lo decorativo cercana a la de un Visconti, lo que tampoco está nada mal.

Con sus cuatro horas y media de duración, resultado de un montaje para salas de cine de la miniserie original de seis, “Misterios de Lisboa” es una de esas raras y gozosas películas tras cuya finalización el espectador se siente como si hubiera sido transportado en un viaje intenso y lleno de vicisitudes. Respetando la estructura original del folletín decimonónico, en la que las anécdotas sobre secretos familiares, diferencias de clase, hijos bastardos, dobles y triples personalidades, enriquecimientos y empobrecimientos fortuitos, duelos a espada o a pistola, seducciones, pasiones y venganzas, se ensamblan en un sistema narrativo de historias dentro de las historias (dentro de las historias, dentro de…), Ruiz consigue ser al mismo tiempo un verdadero clásico y un completo innovador. Como ocurría en el modelo literario original que se adapta, curiosamente el espectador no se pierde entre la compleja telaraña de relaciones, generaciones y niveles narrativos, por cortesía de un excelente guión. Y Ruiz, a años luz de todo academicismo, despliega un imaginativo recurso a los fuera de campo, a los efectos visuales más sencillos, pero que conservan toda la poesía de un cine que parecía ya en desuso. Es cierto que sus trabajos de los ochenta y los noventa eran mucho más osados en lo formal, pero esta “entrada en razón” para adaptarse a los requerimientos de un formato algo más convencional no tiene ninguna traza de concesión oportunista. El comedimiento estilístico algo por encima de lo habitual en él sólo sirve para reforzar el intenso amor por la narración que habita en su película, que nos recuerda lo hermoso de imaginar y contar historias, y el enorme placer de escucharlas (o leerlas, o verlas).

Quisiera destacar otro aspecto que nos devuelve la referencia a Visconti que hacía al inicio, y es que en esta “Misterios de Lisboa” los aspectos decorativos están inusualmente bien tratados. En la mayor parte de las películas de época, los lujosos decorados y vestuario constituyen para el director un simple marco, del que sólo interesa que sea lo más espectacular y vistoso posible, o que resulte medianamente verosímil. Para Ruiz (como para Visconti) el decorado y los ropajes están llenos de valores expresivos, y se presentan ante el espectador cargados de una energía que procede de la mirada que sobre ellos posa un director con un gusto exquisito y un auténtico sentido del ambiente. Ruiz, para entendernos, sería en este sentido el anti-Amenábar: ver “Agora”, y la incapacidad del director español para aportar una mínima densidad atmosférica, una mínima fascinación por el entorno histórico-geográfico retratado. Por otro lado, la fantástica música de Jaime Arriagada envuelve “Misterios de Lisboa” como el más primoroso papel de seda.

Qué maravilla que aún sigan haciéndose películas como ésta.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Rohmer en la Filmoteca española


La Filmoteca, una vez más, ha acertado: estos días programa un ciclo sobre el director francés recientemente fallecido Eric Rohmer, uno de los ovnis más interesantes surgidos en el toda la historia del cine. Sus películas no se parecen a las de nadie, aunque ha tenido muchos imitadores. Al mismo tiempo radicalmente conservador e inesperadamente subversivo, Rohmer era un exquisito y un malévolo, y uno de los directores más franceses que quedaban en el siglo XXI. Yo identifico Francia con lo mejor que la burguesía (tan denostada en general) es capaz de dar, que es una cierta forma de refinamiento en lo cotidiano, una manera de entender lo social y lo mundano que tiene algo de amablemente elitista, pero que me parece mucho más honesto que otras variaciones identitarias de las elites sociales europeas, desde las pretensiones de hidalguía españolas al crudo clasismo británico (tan intrínsecamente ridículos ambos).

Al igual que su compatriota (también fallecido hace muy poco) Claude Chabrol, Rohmer hacía en sus películas un amplio hueco para la burla dirigida a las clases burguesas, pero bajo una modalidad mucho menos hiriente, y también menos directa que la del autor de “La ceremonia”. Rohmer se limitaba a retratar un determinado entorno social a través del retrato de los personajes que lo habitan, que quedaba tan lejos de la idealización como de la caricatura. Una vez leí unas declaraciones de Vicente Aranda en una entrevista, en las que afirmaba que le gustaba Rohmer entre otras cosas porque sus personajes eran bastante idiotas, lo que daba mucho juego a sus historias. Aranda tenía razón: en todos los personajes de Rohmer habita un tonto que miente a los demás porque en primer lugar se miente a sí mismo, un ser ridículo que es incapaz de asumir sus propias deficiencias y las de la realidad misma, un pelele sobrepasado por las circunstancias. Detrás de los largos parlamentos de sus películas, de los característicamente rohmerianos diálogos sobre el amor, la trascendencia, el azar o la responsabilidad en que se embarcan sus criaturas, lo que hay es un terror al vacío vital que se pretende llenar a toda costa. Por eso son todos tan contradictorios, por eso están tan perdidos y por eso uno se divierte tanto contemplándolos como se contempla las hormigas de un terrario.

El otro día, viendo de nuevo la maravillosa “Pauline en la playa”, cuyo guión tiene el encanto de las comedias ligeras shakespirianas y en términos de puesta se acerca por momentos a un Renoir, pensaba todo esto y también algunas cosas más. Quien no conozca el cine de Rohmer, ahora tiene una oportunidad de oro para acercarse a él. Aprenderá mucho de la vida en general, y sin duda también del cine en particular.

lunes, 14 de marzo de 2011

En Roma


Pasar unos pocos días en Roma hace que uno se olvide completamente de la terrorífica crisis social y moral que asola Italia. Da la impresión de que es imposible que un país que reúne y conserva tanta belleza pueda hundirse del todo en el fango: la experiencia histórica nos asegura que esta impresión es errónea, pero siempre resulta más agradable soñar lo contrario.

En efecto, estuve en Roma la semana pasada, y aproveché para soñar todo lo que pude, y aún un poco más. Era mi segunda visita a la capital del Lacio, pero durante la primera –hace ya unos cuantos años-, demasiado corta, pude ver muy pocas de sus maravillas. Cuatro días tampoco son gran cosa para una ciudad en la que en cada esquina espera una prometedora iglesia, y el interior de cada una de éstas es más bonito y apabullante que el de la anterior, pero menos da una piedra. De todo lo visto, quedé especialmente impresionado por el Panteón, la basílica de Santa María de los Ángeles y los Mártires (construida en el interior de las antiguas termas de Diocleciano), el baptisterio de San Juan de Letrán o la iglesia de Santa María en Trastévere, con sus maravillosos mosaicos y el icono de una virgen Theotokos iluminado tenuemente por velas que creo que es la imagen más impresionante que me he llevado del viaje. Estando en Roma, uno hasta siente la tentación de hacerse cristiano.

Las esculturas de Bernini en Villa Borghese o las maravillas grecolatinas de los Museos Vaticanos tampoco tienen desperdicio. Otra cosa es la visita a la Capilla Sixtina, donde me resultó imposible prestar la menor atención a los frescos de Miguel Angel en medio de un extrañísimo ambiente mitad zoco, mitad campo de refugiados, que constituía en sí mismo y a su manera otra obra de arte (malgré elle, eso sí).

Otra cosa que sorprende de Roma (bueno, de Italia en general) es lo elegantes que son los señores de cierta edad. Cualquier abuelito italiano que uno se encuentra tomando su espresso en la barra de formica de una degustación popular concentra más clase que todos los mocetones que se pasean por esas calles llevando sus ostentosos complementos llenos de logotipos de Gucci, D&G, Cavalli y en ese plan. ¿Degeneración de la raza? Bueno, no estoy seguro de eso: reparé en que muchos adolescentes también tenían muy buena facha. Confiemos en que las nuevas generaciones devuelvan a Italia su proverbial refinamiento estético. Una vez se hayan deshecho de la siniestra gentuza que compone su clase política dirigente, el objetivo puede estar chupado.

miércoles, 9 de marzo de 2011

De mujeres, hombres y tejidos


Crítica de arte que publiqué el pasado mes:

Con “Habitando desiertos”, de Verónica Eguaras, Bastero Kulturgunuea nos ofrece una reflexión sobre lo femenino, la educación sentimental y social y su configuración a través del factor determinante del entorno. Un paso más en la interesante programación del centro de arte de Andoain.

De mujeres, hombres y tejidos

Verónica Eguaras (Iruña, 1979) es joven, pero de ningún modo puede considerársela una recién llegada. Licenciada en Bellas Artes en la UPV hace nueve años, ha recibido algunas de las becas y premios más prestigiosos a nivel estatal para artistas emergentes (incluido el premio INJUVE en 2008), y su obra estuvo presente en el LOOP de Barcelona hace un par de años. Especialmente centrada en la creación audiovisual, hasta el momento ha desarrollado su actividad en diversas disciplinas, y ha colaborado en varios proyectos de artes escénicas mediante la elaboración de vestuario, decorados o vídeos (en una reciente “Luces de bohemia” por la Compañís la Ortiga TDS firmaba la escenografía y unas creaciones audiovisuales ad hoc). También participaba en “Quid pro quo-Tecnología y humanidad”, exposición de 2010 en la Sala Amarika de Gasteiz, con su trabajo “In-Habiting”, ya presentada dos años antes en el Centro Huarte de Navarra.

Es precisamente la obra “In-Habiting” (compuesta por una serie de fotografías y una escultura), además del vídeo “Inodo”, lo que constituye el contenido de la exposición que se presenta estos días en el centro Bastero Kulturgunuea de Andoain, de cuyo comisariado se ocupa Itxaso Mendiluze. Pero vayamos por partes.

El visitante a la sala de exposiciones (espacio que resulta, como hemos señalado ya en alguna ocasión anterior, tan pleno de posibilidades como estructuralmente complejo) se encuentra en primer término con la escultura colgante “In-habiting”, figura a medio camino entre el palio, el totem y el estandarte que poco menos que ofece el derramamiento de sus inquietantes entrañas textiles. Después, detrás del muro, la visión se complementa con una decena de instantáneas de la serie del mismo nombre. En ellas, otra criatura hecha de tela, muñeca de trapo de aspecto antropomórfico con el rostro vacío y sin manos ni pies (pero dotada de un lenguaje corporal sorprendentemente humano y naturalista) habita diversos espacios de naturaleza industrial (desiertos, al fin y al cabo) como quien se desenvuelve en la intimidad de su propio hogar. Eguaras parece aquí aludir a las estrategias de construcción de la identidad, con toda su carga de retroalimentación con el proceso de configuración del propio cuerpo. La mujer de sus imágenes es al mismo tiempo un objeto y un sujeto, y el sujeto se construye a sí mismo (física, intelectual y emocionalmente) bajo el condicionamiento inevitable de las expectativas sociales. Convertida, pues, en el producto estandarizado, inindiviualizado, de los mecanismos sociales, está condenada a deambular como un espectro o ente incorpóreo (mujer invisible despojada de la careta que reemplazaría unos rasgos faciales ausentes) por unos espacios igualmente fantasmales. Al menos, la mujer de la escultura, que ofrece, abierta en canal, la visión casi obscena de sus órganos internos, posee una materialidad que mostrar, más allá de la mera carcasa con la que ha sido revestida y que debe construir ella misma como medio para desenvolverse en el ámbito que le ha sido reservado.

La utilización de lo textil como representación de lo femenino no es nueva: recordemos, en estas mismas páginas, las recientes “Rag dolls” de Txaro Arrazala vistas en la galería donostiarra Arteko. Pero, aún mucho antes de todo esto, en la Grecia clásica era el telar el instrumento con el que se aludía a la mujer, el ama de casa ideal para una sociedad profundamente obsesionada con la reproducción y la perpetuación de la especie, en la que las esposas estaban confinadas dentro del espacio doméstico (el oikós). La Penélope de la Odisea, con su labor de tapiz que cada noche deshacía todo cuanto durante el día se había tejido, es sólo una representación literaria de esta identificación. Salvo por unas pocas alternativas (el sacerdocio y la prostitución, y pare usted de contar), la participación de la mujer en la economía y la sociedad helenas se limitaba a la gestión del hogar, la producción textil y el alumbramiento de vástagos legítimos. Pero no olvidemos que el tejido –trama y urdimbre- se relaciona también con la actividad narrativa, con la capacidad de fabulación y de reconstrucción novelada de la realidad. Lo que nos llevaría a la segunda vertiente de la exposición de Bastero.

Así, en el vídeo “Ínodo” se utiliza la técnica de la pixiliación (una variante del stop-motion que hace interactuar participantes humanos e inanimados con resultados de sorprendente potencial poético, como nos han demostrado en particular los animadores surrealistas checos) para desarrollar algo así como una educación sentimental en un entorno desértico. En esta ocasión el protagonista es un hombre, pero la mujer vuelve a adquirir un papel determinante en el artefacto narrativo y conceptual. Configurado como un trayecto vital en el que los simbolismos –por lo general, bastante reconocibles- van encadenándose de manera ágil, el trabajo está construido para resultar lo más transparente posible, y lo limitado de su alcance se ve compensado con la homestidad con la que está planteado.

En conjunto, la exposición supone un nuevo acierto para la programación con que Mendiluze ha dotado al centro andoaindarra. Merece la pena acercarse a ella, como sin duda convendrá seguir con atención las propuestas futuras que nos dirija Bastero.

lunes, 7 de marzo de 2011

Amantes


El sábado pasado volví de un agotador y estupendo viaje, y sólo me apetecía pasar la noche tranquilamente en casa. Encendí la televisión, y me encontré con el habitual basurero televisivo español: sólo se salvaba, en la primera de Televisión Española, un “Versión española” dedicado a Maribel Verdú. Buena actriz que en ocasiones ha alcanzado la excelencia (“La buena estrella” y “Tetro” son los trabajos suyos que más me gustan), Verdú resulta casi siempre una presencia agradable: otra cosa era su temible tête-à-tête con la intensa Cayetana Guillén-Cuervo, del que convenía huir. Pero eso no llegaba hasta después de la película.

Y la película era “Amantes”, dirigida en 1991 por Vicente Aranda. La peli la vi en su momento, y lo cierto es que me gustó, aunque entonces yo era un adolescente con el criterio quizá algo sesgado por el exceso hormonal. Y Vicente Aranda no es precisamente santo de mi devoción. Así que me enfrenté a este nuevo visionado con bastante escepticismo, pensando que en cualquier momento apagaría la tele para hacer algo más interesante, como por ejemplo irme a dormir.

Curiosamente, me la tragué enterita, e incluso se me hizo corta. “Amantes” no es sólo (de largo) la mejor película que Aranda ha rodado nunca, sino una de las mejores del cine español de los años 90. Entre sus principales valores, los más evidentes son los trabajos de Verdú y una descomunal Victoria Abril, que consiguió en esta época sus mejores prestaciones interpretativas. Luego está la fotografía de José Luis Alcaine, de una falsa frialdad, que contribuye enormemente al denso clima de la película. Y un guión muy preciso, en cuyos diálogos se filtra un admirable conocimiento de la naturaleza humana, así como un sentido del humor bastante corrosivo. Pero, de verdad, creo que lo mejor es el trabajo de puesta en escena de Vicente Aranda: siendo malvado diré que es tan bueno que hace que “Amantes” no parezca una película suya.

En fin, esto último es una “boutade” y además una verdad sólo a medias, porque lo cierto es que en la película están presentes muchos de los rasgos de estilo habituales en el director catalán (que se resumen en la combinación entre un cierto sensacionalismo visual y una innegable aptitud narrativa), sólo que aquí no chirrían en absoluto, cumpliendo perfectamente su cometido. En especial, destaca el nítido retrato, apuntado en pinceladas muy breves y nada enfáticas, de la sociedad española de los años cincuenta, de un mundo triste y más bien putrefacto que es caldo de cultivo de todo tipo de mezquindades. Los personajes de Abril y Sanz no son retratados como monstruos, sino como productos de las circunstancias que los rodean, que son bastante adversas. Así que, en la magnífica escena final de la estación de trenes, Aranda consigue transmitir una rara y perturbadora emoción.

Por supuesto, la película tiene sus fallos: Jorge Sanz no está a la altura de sus partenaires femeninas, y su propio personaje es el más tenuemente dibujado de los tres. Pero se trata de una pega menor para esta buenísima película que hay que reivindicar.

lunes, 28 de febrero de 2011

Conservadurismo lésbico


Una de las primeras películas mexicanas de Buñuel (realizada justo después de una obra maestra, “Los olvidados”) era también una de las más raras de su carrera. Se trata de “Susana, demonio y carne”. En ella, la llegada a un plácido hogar familiar de una joven tan bella como maléfica destapaba todo tipo de miserias y desencadenaba la violencia más desatada entre los miembros de la familia protagonista. Cuando todo el mundo se había despachado a gusto, cuando el padre y el hijo estaban al borde del crimen y la esposa había sido horriblemente humillada por su marido, todo se solucionaba como por arte de magia y la armonía regresaba de manera abrupta para salvaguardar la institución familiar, en una coda artificial claramente impuesta por la conservadora moral de los estudios aztecas. Sibilinamente, Buñuel logró que el contraste fuera tan excesivo que nadie en su sano juicio se tomara en serio el final de la película, que aparece a los ojos del espectador casi como un chiste algo retorcido.

Algo parecido ocurre en “Los chicos están bien”, de Lisa Cholodenko, sólo que uno sospecha que no hay nada de retorcido en las intenciones de la directora norteamericana, que de verdad se cree la coherencia y el trasfondo del beatífico final que impone a su película. Poco importa que se a lo largo del desarrollo de su cinta el personaje de Annette Bening se muestre como una déspota obsesiva del control peligrosamente neurótica, Julianne Moore como una conciliadora pasivo-agresiva e insatisfecha, y sus hijos Mia Waiskowaska y Josh Hutcherson como sendos contendedores de todo tipo de carencias. Lo importante termina siendo el triunfo contra toda intromisión externa de la familia y la pareja monógama. El hecho de que la dupla protagonista está constituida por dos lesbianas es lo de menos: en el fondo, el mensaje agresivamente conservador de la cinta apenas alcanzaría otros matices si fueran reemplazadas por un matrimonio heterosexual.

Por supuesto, el hecho de que “Los chicos están bien” sea tan reaccionaria no la convierte en una película mediocre. Lo que propicia esto último es que esté, además, escrita como un compendio de fórmulas y dirigida con muy poca imaginación, todo lo cual la hace parecer un telefilm del montón.

Afortunadamente, hay redención para la película. Todos los actores están fantásticos, en especial Annette Bening, Julianne Moore y Mark Ruffalo. Este último se gana la simpatía del espectador (al menos de este espectador) para que después el personaje de Bening (y, de paso, los guionistas y la directora) lo fulmine repentinamente y sin ninguna consideración, en un intolerable ejercicio despótico. De verdad que da miedo, la tal Cholodoneko.

Oscares, Césares y Cannes


Ya se han concedido los Oscars 2010. Una vez más ha habido muy pocas sorpresas en los premiados. En las últimas semanas “El discurso del rey” había desplazado a “La red social” en las quinielas de favoritas, el oscar a Colin Firth estaba más que cantado, el de Natalie Portman prácticamente también, y los secundarios Bale y Leo eran también los mejor posicionados de sus categorías (en especial el primero). La verdad, hay muy poco que comentar en este reparto convencional y esperable, que a mí ya dejó de interesarme cuando supe que “De dioses y hombres” ni siquiera había alcanzado la nominación como mejor película extranjera. Por cierto, que la película de Xavier Beauvois sí logró un par de días antes el César a la mejor película, pero no el de mejor director (que se quedó Roman Polanski por una película bastante buena, pero muy por debajo de sus mejores obras) ni el de mejor actor (una injusticia que el repelente Elmosnino del biopic de Gainsbourg le haya robado el galardón a Lambert Wilson). Menos mal que nadie ha podido con Michael Lonsdale, inolvidable médico de la comunidad de monjes en “De dioses y hombres”, merecedor del premio al mejor actor secundario.

Y, hablando de premios, ya empiezan a hacerse apuestas para la selección del próximo festival de Cannes. ¿Lars Von Trier? ¿Gus Van Sant? ¿Terrence Malick? ¿Pedro Almodóvar? ¿Cronenberg? ¿Sokurov? ¿Moretti? ¿Los Dardenne? Ya se sabe que Woody Allen abrirá el certamen con “Midnight in Paris”. Se pone difícil esperar hasta mayo…