martes, 24 de mayo de 2011

Cannes 2011, c'est fini


Resulta algo frustrante hablar del palmarés de un festival sin haber visto ni una sola de las películas presentadas a concurso (y, por tanto, sin poder emitir una opinión válida al respecto), pero en fin, así es la vida. A priori todo indica que la opción de Robert de Niro y sus compañeros de jurado ha sido bastante convencional, al conceder la Palma de Oro a "El árbol de la vida", de Terrence Malick, que ya era la favorita antes incluso de que nadie la viera, desde que se supo que finalmente había sido seleccionada para la sección oficial de 2011. Se ha tratado de la crónica de un premio anunciado, una especie de perfecto happy end (a lo que los americanos son muy aficionados) para la historia de una película que ha conocido todo tipo de vicisitudes desde que la idea original germinara en un primer guión titulado Q allá por los años 70, pasando por un largo rodaje en 2009 y una extensísima postproducción que llevó a retrasar la fecha de estreno en diversas ocasiones. El happy end, por cierto, es seguramente un falso final (recurso también muy típico en la cinematografía americana), ya que la auténtica apotesis puede producirse dentro de unos cuantos meses... en la ceremonia de los Oscars.

Los premios de interpretación a Jean Dujardin y Kirsten Dunst también eran opciones seguras, aunque una sección importante de la crítica habría preferido sin duda ver aupados al papa reticente de Michel Piccoli y la mater dolorosa de Tilda Swinton. El doble Premio Especial del Jurado, por su parte, revela una cierta voluntad por contentar al sector duro de la crítica, con el reparto entre los hermanos Dardenne y Bilge Ceylan, dos puntales de lo que se llama cine de autor contemporáneo. Por contra, el premio a la mejor dirección ha ido a "Driver", una película de acción de qualité dirigida por un europeo, palomiterismo sublimado que también ha triunfado ampliamente entre el público y la crítica cannoises: sigue la voluntad conciliadora, por tanto.

Esta pretensión de tener a todo el mundo contento puede explicar también que las otras dos favoritas, las obras firmadas por Aki Kaurismäki y Pedro Almodóvar, se hayan ido de vacío. La crítica había destacado de ellas que eran las obras más radicales y las más personales de la sección oficial, las más reveladoras sobre la naturaleza particular de sus creadores. Cualquiera de ellas habría constituido una opción igualmente original por parte del jurado, sin salirse tampoco de los límites establecidos por el grupo de favoritas con aceptación más o menos general. Por desgracia, de poco servirá a "Le Havre" y "La piel que habito" la buena acogida en sus respectivos estrenos festivaleros: al final, la que pasa a la (pequeña) historia del cine es la palma de oro, así se trate de una obra mediocre o que suscite divisiones.

Poco más por decir sobre Cannes 2011, salvo que los nombres consagrados han sido los que con diferencia han contribuido en mayor medida a la buena valoración global del concurso: sin Von Trier, Almodóvar, Kaurismäki, Malick, Dardenne, Ceylan o (en menor medida) Moretti, la cosa no habría sido igual. Ninguna revelación importante (las numerosas operas primas y películas de jóvenes directores han pasado con más pena que gloria, salvo las premiadas de Maïwenn le Besco y Nicolas Winding Refn, y aún éstas con bastantes detractores), y a cambio la certeza de que la cosecha por llegar a las salas de modo inminente será de elevada calidad. O, lo que es lo mismo, una de cal y una de arena.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Decepción alleniana


Sobre todo en su propio país, hace casi dos décadas que las películas de Woody Allen no poseen la buena prensa de antaño. También es cierto que el neoyorquino cuenta con un núcleo duro de admiradores que no lo abandonan, lo que en parte explica su invariable éxito de público en Europa. Por lo que a mí respecta, he adorado casi todas sus últimas obras, incluídas algunas de las más maltratadas por parte de la crítica: de entre las más recientes, “Si la cosa funciona”, por ejemplo, me pareció maravillosa. Y, remontándonos algo más atrás en el tiempo, encuentro que “Todos dicen I love you” (obra maestra), pero también “Desmontando a Harry”, “Acordes y desacuerdos” o “Match Point” bastarían por sí solas para justificar la carrera de cualquier director. El año pasado, “Conocerás al hombre de tus sueños”, que recibió más palos que alabanzas, a mí me resultó cuando menos entretenida, y cuando más inteligente y sutilmente melancólica.

Por eso me quedo algo perplejo ante “Midnight in Paris”, que acaba de abrir el último festival de Cannes, y es una de las películas de Allen que ha cosechado mejores críticas desde “Match Point”. Ni una vez en toda la película se me escapó ni siquiera una sonrisa, a pesar de que el guión claramente va a por ello con determinación. En cambio, asistí a ella con una extraña sensación de fastidio e incomodidad, algo que hasta ahora jamás –jamás- me había ocurrido con Allen. Para describirlo, la mejor comparación se me ocurre es ponerme en el lugar del protagonista de la película, el escritor Gil (Owen Wilson), que no soporta la pedantería de Paul (Michael Sheen), cuando éste aprovecha cualquier ocasión para parlotear acerca de los arquitectos, escultores y pintores parisinos. Bien, me resulta fácil reconocerme en el pobre Gil, en primer lugar porque yo también soy particularmente hostil hacia la pedantería y el cotorreo, pero también porque es justo ese el estado de ánimo que me genera la propia “Midnight in Paris”. Encuentro vagamente irritante su banal y desacertada visión de la bohemia parisina de los años 30, con su desfile de personajes-bibelots que van desde Francis y Zelda Scott Fitzgerald hasta Ernest Hemingway, desde Gertrud Stein hasta Salvador Dalí y el torero Belmonte, pasando por un irreconocible Buñuel o un Picasso que misteriorsamente habla español con acento francés. Todos ellos, a cual más improbable y caricaturesco, están integrados en un entorno funerario en el que la auténtica vida está completamente excluida por la urgencia referencial. Como paralizado por este entorno de vacas sagradas convertidas en animalitos de porcelana de una vitrina, la puesta en escena de Allen se vuelve pedestre y rutinaria, carente de la fluidez e inventiva que suele caracterizarla. Lo más raro de todo es que ni siquiera los actores están particularmente bien: todos ellos cumplen sin generar entusiasmo.

Puesto que lo esencial falla, habrá que centrarse en lo accesorio. En este sentido, las calles y bistrots del París contemporáneo (como los de épocas pasadas) están deliciosamente filmados, y la fotografía de Darius Khondji es de una exquisitez insuperable. En cuanto a las actrices francesas Marion Cotillard y Léa Seydoux (éxta última en un papel más breve), por desgracia no se les da la oportunidad de desarrollar personajes memorables, pero lucen de miedo en unos primorosos primeros planos. Algo es algo.

Miss Tacuarembó: encanto incomprensible


Habíamos conocido hasta ahora al uruguayo Martín Sastre como vídeoartista, ámbito en el que consiguió hacerse un nombre también en España. Cabe pensar que sus contactos españoles le hayan ayudado a reunir la financiación “Miss Tacuarembó”, sin duda un proyecto relativamente caro para los limitados medios con que suele contar la industria de su país.

Protagonizada por Natalia Oreiro –nombre que en España quizá no diga gran cosa, pero que en Argentina y Uruguay sí lo hace, y bastante, ya que es una estrella de la música pop, el cine y la televisión desde hace más de una década- , la película es una arriesgada mezcla de culebrón televisivo con alusiones-homenajes a la venezolana Cristal, musical kitsch, drama de superación personal, crítica de los reality shows televisivos, sátira sobre el catolicismo y crónica del mundo rural uruguayo. Y quien no arriesga no gana, suele decirse, pero también está expuesto a la bancarrota.

A medida que se va viendo el resultado, hay que decir que “Miss Tacuarembó” genera una a ratos insoportable sensación de ruina absoluta: los números musicales resultan bastante precarios; la puesta en escena es dispersa y poco coherente, con tendencia al encuadre “bonito” combinada con un vacilante estatismo; la caracterización de los personajes roza lo demencial (el horrible maquillaje no ayuda) y, lo peor de todo, la dirección de actores resulta sencillamente atroz. En este sentido, habría que abrir capítulo aparte para Rossy de Palma, que a lo largo de su carrera ha dado muestras de ser una actriz más que competente, pero cuya labor aquí no puede resultar más chirriante y fuera de tono. En realidad, casi ninguno de los actores está bien, desde la mencionada Oreiro (que tiene un doble papel, y que como catequista maléfica con la cara cubierta de látex desempeña una caricatura particularmente lamentable) hasta la gran Graciela Borges en una breve colaboración. La posible excepción corre a cargo de Mirella Pascual: actriz de registro minimalista que ya estaba fantástica hace unos años en la recordada “Whisky”, aquí interpreta a la sufrida madre del personaje de Oreiro.

Y sin embargo… A pesar de todos los escollos anteriores, “Miss Tacuarembó” no carece de un raro encanto, una cualidad más bien indescriptible y difícil de objetivar que casi (casi) termina ganando la partida, gracias a la cual la cinta no se recuerda como un desastre absoluto ni genera animadversión. Tal vez el secreto esté en que sí se aprecia cierta honestidad en ella, además de un sentido del humor tan naïf y tan frontal que excluye cualquier rastro de cinismo, lo que es muy inhabitual en los tiempos que corren. De entre todo el revoltijo de ideas que su guión plantea, yo reivindicaría todo el concepto Cristo Park, mucho menos explotado de lo que podría, pero que aún así ofrece bastantes sugerencias sin hacer demasiada sangre.

miércoles, 11 de mayo de 2011

El Cuarto Mandamiento: gran película fallida


La filmoteca ha programado un ciclo dedicado a Bernard Herrmann, uno de los mejores compositores para el cine de todos los tiempos. Autor de las bandas sonoras de algunas de las mejores películas de Hitchcock (en especial, “Vertigo” y “Psicosis”), su estilo moderno, contundente y grandioso cuando hacía falta es uno de los más copiados aún hoy en día.

Es curioso que una de las películas elegidas para el ciclo es “El cuarto mandamiento” (1942), de Orson Welles, trabajo frustrante del que el propio Herrmann abominó, pues tan sólo incorporaba una parte de la obra completa que había compuesto. Da igual: cualquier excusa es buena para volver a ver esta gran película, posiblemente el mejor ejemplo que ha habido nunca de una gran película fallida.

Se trata de la segunda película dirigida por Orson Welles, que la rodó inmediatamente después de “Ciudadano Kane”, cuando ya todo el mundo lo consideraba un superdotado. Adaptaba un novelón de principios de siglo, una típica historia-río americana sobre el esplendor y la caída de una saga familiar, y el primer montaje, de más de dos horas, no gustó al público en los tests, pero tampoco al propio Welles, ni desde luego al estudio, que procedió a meter la tijera por todas partes.

El resultado final tampoco fue satisfactorio para nadie, y es fácil entender por qué. Aunque en lo formal la película resulta deslumbrante sin matices, en lo narrativo a veces se muestra algo confusa, sin duda a consecuencia de los recortes sufridos. Hay partes vitales de la historia que resulta imposible comprender, por ejemplo los motivos de la repentina ruina financiera que al final golpea a los antes riquísimos Anderson. La naturaleza de las relaciones entre los principales protagonistas tampoco están siempre claras, y todo esto crea una inevitable sensación de extrañeza ante la sucesión de los acontecimientos.

Sin embargo, la inventiva de Welles, la modernidad y la originalidad de su puesta en escena, son de tal magnitud que cada secuencia de la película constituye una joya por sí misma, y en este contexto la pérdida de la coherencia narrativa termina importando muy poco. Más aún: de alguna manera, las lagunas argumentales contribuyen a crear una atmósfera abstracta y onírica que aproxima la película al terreno del mito antes que al consabido drama familiar burgués. Hay escenas, como una cerca del final en la que Ann Baxter y Joseph Cotten pasean por un parque, cargadas de un halo irreal, casi alucinado, que resultan maravillosas en este sentido. Es en las peores circunstancias donde se de verdad demuestra el talento, y viendo este “Cuarto mandamiento” no cabe la duda de que Orson Welles era un visionario y un genio, quizá aún más grande de lo que se ha dicho.

lunes, 9 de mayo de 2011

Sitcom



Uno de los últimos posts de este blog venía a desarrollar la idea de la inferioridad del medio televisivo con respecto al cinematográfico. En fin, basura hay en ambos, por supuesto, pero nadie me apeará del burro de que el gran cine es infinitamente mejor que la mejor televisión que se haya hecho jamás. Porque el propio medio televisivo impone una serie de limitaciones que reducen por fuerza el alcance de sus posibilidades estéticas. En esencia, el lenguaje de la ficción televisiva no sería otra cosa que un cine de vuelo bajo. Así, la más cuidada de las miniseries será una simple declinación del cine, que toma ciertos elementos de éste para someterlos a una estandarización esencialmente banalizadora. Soy consciente de que ésta es una idea impopular hoy en día, pero es la que tengo. Y las excepciones a esta norma que se me ocurren (vamos a ver… Twin Peaks, ¿y…?) no bastan para ponerla en crisis.

Hay, sin embargo, un ámbito que sí es propio de la televisión, y en el que ésta ha conseguido hasta ahora sus mejores frutos, los de sabor más intenso y genuino. Se trata de la sitcom, o comedia de situación. El formato de los episodios cómicos de media hora, manteniendo por lo general ciertas normas de unidad de espacio y tiempo y unos personajes con los que es esencial la identificación del público, no es una mera degradación del lenguaje cinematográfico, sino que pertenece a la televisión por derecho propio, por mucho que posea claros ancestros como el teatro de vodevil.
Por eso creo que los mejores momentos que nunca ha dado la televisión corresponden a este género. Si queda alguna duda al respecto, basta ver cualquier capítulo de “Las chicas de oro” para despejarla. Para mí, cinco minutos de esta telecomedia creada en los años 80 por Susan Harris valen más que las sagas completas de “Los Soprano” y “Mad Men” juntas. Por cierto, que antes Harris ya había sido la autora de otro hito del género, llamada “Soap” (en nuestro país, “Enredo”), con Billy Crystal y la gran Katherine Helmond. Ambos productos salidos de la imaginación de Harris posiblemente sean las cumbres de un género que de todos modos ha dado algunas otras piezas memorables: de “Te quiero, Lucy” a “Cheers”, de “Embrujada” a “Los Simpson”, de “Superagente 86” a “Matrimonio con hijos”, de “Búscate la vida” a “Sigue soñando”. “Friends” no, lo siento: siempre he tenido una tremenda manía a esa serie y sus repelentes protagonistas.

Aquí también habría que hacer un apartado especial para la sitcom británica. Todo lo que el cine tiene casi siempre de vulgar y falto de grandeza en Iglaterra, lo tienen de geniales sus mejores comedias televisivas. No tengo palabras de agradecimiento para algunas de estas series, que me han hecho retorcerme de risa desde mi infancia: “The Young Ones”, “Blackadder”, “Fawlty Towers”, “Yes Minister”, “Keeping Up Appearances”, “George & Mildred”, “Absolutely Fabulous”, “The Office” o mi favorita de todos los tiempos: “Caída y auge de Reginald Perrin”. Quien no las conozca, de verdad que no sabe lo que se pierde.

jueves, 5 de mayo de 2011

Año bisiesto: Eros y Tánatos en el DF


Año bisiesto”, de Michael Rowe, ganó la Cámara de Oro (premio a la mejor primera película) del último festival de Cannes. Cinta mexicana dirigida por un australiano, narra una historia de soledades urbanas e impulsos autodestructivos ambientada íntegramente en un pequeño apartamento del DF en el que Laura, periodista freelance de orígenes provinciales, lleva una vida monótona que salpica con esporádicas incursiones nocturnas en busca de sexo impersonal. No se atisba en estos encuentros el menor rastro de afecto hasta la aparición de Arturo, con el que Laura sublima una propensión masoquista que resulta reveladora acerca de ciertos sucesos ocurridos en su infancia.

Por su temática, la película parece situarse por momentos en un territorio cercano a “El imperio de los sentidos” de Nagisha Oshima o “Matador” de Pedro Almodóvar. Por desgracia, Rowe no aplica a su material el sublime tratamiento formal de la primera, ni tampoco el aura abstracta e irreal de la segunda, aferrándose en cambio a un naturalismo de voluntad depresiva que reduce el alcance de su cinta hasta convertirla en una pequeña y sórdida historia de culpa y expiación. La moralina parece incluso filtrarse en los minutos finales de la cinta, generando una incómoda sensación en el espectador. Por otra parte, se realiza un empleo previsible y simplista del factor psicológico, centrado en el pecado original de la infancia de la protagonista como motor de la búsqueda de sexo compulsivo primero y de dolor y muerte después. Eros y Tánatos quedan sí jibarizados, lo que perjudica mucho a esta película que sin embargo no carece por completo de interés. Entre sus virtudes, hay que destacar una ajustada puesta en escena apoyada en el uso de los planos largos y estáticos y, sobre todo, una interpretación principal, la de Mónica del Carmen, magnética y valerosa. Extrañamente minimalista, el trabajo de del Carmen es sin duda lo mejor de esta película por lo demás tirando a mediana.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Cine y TV



Creo que ya he manifestado alguna vez lo equivocada que me parece la afirmación –que por otro lado está cada vez más de moda- de que el mejor cine que hay hoy en día se hace en televisión. Me permito dudar de lo que realmente sabe sobre cine alguien que dice eso, por muy crítico cinematográfico que se llame a sí mismo. Aunque sea cierto que hay series televisivas (americanas) admirablemente bien escritas e interpretadas, en lo formal casi todas ellas están resueltas en base a principios de eficiencia narrativa adaptados a las férreas y rácanas normas de la pantalla doméstica, lo que limita enormemente las posibilidades plásticas del resultado. De esta manera, lo que puede funcionar en episodios de una hora vistos en el salón de una casa, se estrellaría en el contexto de una sala de cine, donde resultaría pedestre e insuficiente y terminaría aburriendo a las ovejas. Repito que eso no impide que haya magníficos productos televisivos, pero sería interesante que no se mezclaran churras con merinas, y sobre todo que no se difundan ideas dudosas y adocenadoras.

En los últimos días he escrito en este blog sobre dos películas que en su origen eran miniseries de televisión. Se trata de “Carlos”, de Olivier Assayas, y “Los misterios de Lisboa”, de Raúl Ruiz. Se trata, indudablemente, de dos muy buenas películas. Pero lo son precisamente porque en su concepción y estilo narrativo no responden a los códigos televisivos habituales, y logran trascender -cada una a su manera- todas las limitaciones que impone el medio de la gran pantalla. En su momento, otro hito fue la obra maestra “Fanny y Alexander”, de Ingmar Bergman, cuya versión completa fue también emitida como miniserie. Decir que eso es televisión, y sumarlo a un teórico Olimpo en el que están productos como “Los Soprano” o “Mad Men” me parece que es no tener ni idea de lo que se habla. Y equiparar el trabajo de un director de cine –uno de verdad, quiero decir- con el del habitual funcionariado televisivo, directamente una aberración.

Como en casi todo, hay excepciones. No creo que haya vuelto a repetirse el milagro de los primeros episodios de “Twin Peaks”, que eran cine y eran televisión, y todo de una excelencia absoluta. Pero para eso están los genios como David Lynch, que son los únicos a cuyo alcance quedan los milagros.