jueves, 30 de septiembre de 2010

Salinger y Holden Caulfield


Lo creo firmemente: si un adulto joven (y sensible) es capaz de leer “El guardián entre el centeno”, de J.D. Salinger, sin sentir nostalgia o desazón, puede considerarse afortunado. Eso significa que ha dejado atrás definitivamente una etapa de su vida, y que su existencia progresa con perspectivas de un razonable equilibrio. Como es bien sabido, esta novela ha obsesionado desde su publicación a millones de personas en todo el mundo, en especial a un amplio sector cuya edad oscilaría entre los dieciséis (la misma de Holden Caulfield, el protagonista y narrador) y los treinta años. Algo contienen sus páginas que ha conectado con cierto sentido de angst vital adolescente, incluída su versión extemporánea y patológicamente prolongada. En la época de los Peter Panes, de los eternos adolescentes, el libro de Salinger ha de ser forzosamente considerado como poco menos que una biblia.

Para mí no lo es ni lo ha sido nunca, ni mucho menos. Pero no descarto que eso se deba a que no la he leído en el “momento oportuno”.

El librito cayó por primera vez en mis manos cuando yo debía tener unos once años. A mi hermana mayor –que cursaba segundo de BUP, o así- se lo habían incluído entre las lecturas obligatorias del curso y, como solía, yo me apropié de él. Leí la traducción al español con bastante interés, sorprendido sobre todo por su lenguaje: Salinger reproducía la forma de hablar de un jovencito americano de los años 40, llena de argot, de redundancias y divagaciones. Como el argot envejece muy rápidamente, y su traducción es particularmente complicada, el resultado me resultaba muy artificioso, pero precisamente por eso me atraía. Por lo demás, se me escapaban completamente las motivaciones del personaje, por qué era inacapaz de hacer cosas en teoría tan sencillas como centrarse en sus estudios, detener su errático trayecto por un Nueva York invernal y dejar de mentir a todo el mundo. Intuía que el chico estaba internamente torturado y que ansiaba algo que ni siquiera a sí mismo podía explicarse, pero se me escapaba en qué consistía ese algo (si no lo sabía ni él, ¿cómo iba a yo a tener la más remota idea?). Por aquel entonces, la psicología de cualquier personaje fantástico salido de la imaginación de Tolkien me resultaba sencillísima de comprender, pero la del tal Caulfield era, a mis ojos, el misterio más impenetrable del mundo. Como consecuencia de ello, la novela no me marcó en absoluto, e incluso me decepcionó su anticlimático final.

No volví a leer la obra de Salinger hasta hace unos meses, esta vez en inglés. Y qué queréis que os diga, tampoco esta vez le encontré la gracia. De acuerdo, ahora puedo entender qué es lo que le pasa al pobre muchacho, qué es lo que le falta y lo que anhela, y de dónde procede su sufrimiento. Valoro también la valentía del ejercicio de plantear la narración como una especie de monólogo interior, siempre coherente con el carácter disperso y confuso del protagonista. Además, en su idioma original las expresiones de argot no suenan tan artificiosas, e incluso hay muchas de ellas que siguen tienendo vigencia en el lenguaje coloquial. Pero, sobrepasado todo residuo de la edad del pavo, este guardián no me conmueve demasiado, ni desencadena en mí los mecanismos de la identificación. De verdad consiero que se trata de una novelita bastante sobrevalorada, y que la mayor parte de su éxito procede de quienes la leyeron en una época particularmente sensible a sus encantos, que –salvo patologías varias- está abocada a disiparse como consecuencia del mero paso del tiempo. En fin, quizá me gane algunos enemigos por decir esto, pero el bueno de Holden me deja bastante frío. Y, francamente, no me parece mala señal.

Muerte y signos: Txomin Badiola en Galería Soledad Lorenzo


Crítica de arte que publiqué el pasado mes:


Txomin Badiola, uno de los principales representantes de la Nueva Escultura Vasca, presenta una nueva exposición en su galería habitual, la madrileña Soledad Lorenzo.Se muestra parte del resultado del ejercicio múltiple realizado en el MUSAC bajo la denominación Primer Proforma, donde el bilbaíno vuelve sobre el terreno conocido del signo y la deconstrucción.

Muerte y signos


Hace unos meses, el Primer Proforma, presentado en el Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, generaba tanto debate entre las opiniones especializadas como perplejidad en la mayor parte del público asistente. Ambiciosa exposición-evento, Proforma (es el primero: se deduce de ello que habrá más) servía de marco para la ejecución y puesta en escena de una treintena de ejercicios o proyectos artísticos en los que tres artistas vascos de sobrado renombre –Txomin Badiola, Sergio Prego y Jon Mikel Euba- dirigían un grupo de quince jóvenes creadores seleccionados de entre los voluntarios que se presentaron a la correspondiente convocatoria. El programa se desarrolló en diversas etapas: en primer lugar se inauguraban sendas exposiciones individuales de los tres artistas, después se llevaban a cabo los ejercicios comunitarios y, cuarenta días después (nótese el paralelismo con la idea de una cuarentena), se mostraba el resultado de todo ello. Cada uno de los tres autores utilizaba sus propias constantes estilísticas y temáticas, que por supuesto determinaron tal resultado. A lo largo del periplo, el work in progress era también ofrecido a la mirada de un público seleccionado, a modo de objeto de exhibición. Asimismo, se daba cuenta del avance a través de internet, mediante un blog habilitado expresamente. De alguna manera se conjugaba la exposición de arte, la escuela o universidad y el foro de intercambio de ideas. La propuesta, ciertamente, no carecía de coraje y originalidad. También resultaba –sería difícil negarlo- abiertamente pretenciosa: los autores definían Proforma como “un nuevo formato experimental que pretende generar nuevas formas de actuación en las que se incluyen tanto la producción, la exhibición y (sic) sobre todo el conocimiento y la creación de sentido en el ámbito de la práctica artística dentro del contexto de una institución museística”. Por otro lado, su aparente invocación al abandono de los dogmas artísticos y de la rigidez didáctica terminaba operando como un arma de doble filo, mientras que la mera inclusión de los resultados provisionales del trabajo de los equipos de artista en las amplísimas salas de exposiciones del MUSAC aparecía teñida de una extraña cualidad solemne y artificiosa que contradecía cualquier mensaje libertario.

De los tres autores, el más veterano es Txomin Badiola (Bilbo, 1957), cuya considerable trayectoria posee desde hace un par de décadas un prestigio incuestionable. Tras dar sus primeros pasos como pintor, pronto enfocó sus esfuerzos hacia la disciplina escultórica, aunque lo cierto es que ha sido un artista multidisciplinar, capaz ante todo de componer imágenes de una intensa significatividad. Inspirado, como el resto de sus compañeros de viaje, por los logros del constructivismo y el minimalismo, Badiola ha sesgado su trabajo mediante una ironía nunca demasiado obvia, abierta a las interpretaciones, que constituye uno de sus principales activos.

Goodvibes
y Lo que el signo esconde eran dos de los ejercicios planteados por Badiola en el contexto del MUSAC, y conforman el contenido de la nueva exposición de la galería Soledad Lorenzo de Madrid. El primero se basa levemente en un monólogo del Hamlet de Shakespearse, en el que el protagonista (“Alas, poor Yorick! I knew him, Horatio; a fellow of infinite jest...”) expresa su alicción por el fallecimiento del bufón cuya calavera sostiene en su mano, lo que de algún modo se convierte en un lamento ante la idea misma de la muerte. Badiola apela a la tradición del Vanitas en diversas representaciones del cráneo humano, alguna de las cuales cita expresamente el pasaje shakespeariano a través del extracto de un titular de prensa. El cráneo aparece por otro lado tranformado en guitarra eléctrica, mientras un vídeo muestra la performance llevada a cabo por el grupo de artistas de Proforma, que recuerda a un concierto de rock. La confrontación con la idea -al mismo tiempo abstracta y muy concreta en su materialización- de la muerte se resuelve de manera algo confusa, aunque permanece el valor metafórico de una forma de representación clásica sutilmente reinterpretada.

En Lo que el signo esconde, por su parte, los resultados son quizá más seductores, y también poseen unos contornos más nítidos. Mediante una magnificación del soporte, el signo en él contenido se evapora, y las palabras (obtenidas de diversas fuentes y mezcladas con interesantes resultados poéticos) terminan renunciando a su significado. Los tres grandes bloques de madera ideados por Badiola, espectacularmente tallados con representaciones orográficas por un lado y los mencionados textos por el otro, imponen sin dificultad su potencia totémica. Mientras tanto, en la representación del ejercicio por los participantes de Proforma, la repetición de las palabras como si de un mantra se tratara posee efectos similares, quedando las palabras vacías de significado y permaneciendo, como un sedimento, su valor intrínseco.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Novecento o la contradicción


Por fortuna, nuestro mundo está lleno de rarezas y extravagancias, de paradojas e incoherencias. Cuando tocamos el ámbito de la política, las contradicciones alcanzan su máxima expresión. Hay, por ejemplo, partidos políticos (y personas) que afirman ser al mismo tiempo nacionalistas y de izquieras, y desde hace unos cuantos años casi todos los que se llaman a sí mismo “liberales” son de derechas. Capítulo aparte merece el cine político.

Y, dentro de éste, aún reservaría unos cuantos párrafos en este libro de la incoherencia para “Novecento”, película dirigida por Bernardo Bertolucci en 1976. ¿Qué lógica tiene una superproducción comunista, financiada por productores privados, protagonizada por grandes estrellas y destinada a arrasar en las taquillas mundiales, pero que al mismo tiempo abogaba por la rebelión de los proletarios y la erradicación de los patrones? En su propia excentricidad llevaba el germen de la destrucción: tras su estreno, fue considerada un fracaso de público, y las críticas fueron dispares, cuando menos. Sin embargo, pronto fue rehabilitada en la opinión general, y con el paso del tiempo se la ha llegado a considerar un clásico. Su naïf épica del proletariado no ha resistido demasiado bien pero, una vez más, la magnificencia y la garra de la puesta en escena han arrasado con todas sus carencias. El otro día, volviendo a ver las cuatro horas de “Novecento” en La 8, lo pasé como un enano.

Con todos sus excesos, sus demagogias y maniqueísmos, con sus sanguinarios fascistas de tebeo y sus angélicos y valientes campesinos, sus personajes-símbolo, la película está dotada de un soplo lírico y un sentido del espectáculo indiscutibles, y ahí radica su triunfo. Las escenas de masas son como deberían serlo todas, están perfectamente recogidas por una cámara que se mueve con el ritmo de una coreografía, mientras que los momentos íntimos, subrayados por uno de los dos mejores trabajos jamás realizados por Ennio Morricone (el otro es sin duda “Érase una vez en América”) resultan bellísimos, de una intensidad notable. Y no se puede hablar de esta película sin mencionar a su prodigioso reparto: sólo por ver a este grupo humano tan fotogénico y tan vigoroso, merece la pena adherirse a la propuesta de Bertolucci: Robert deNiro cuando aún era un actor y no una caricatura; Gérard Depardieu ídem; una Dominique Sanda que era fácilmente la mujer más bella que había en las pantallas de aquella época; Stefania Sandrelli llena de frescura y vitalidad; la gran (y decrépita) diva Francesca Bertini haciendo de monja; Donald Sutherland y Laura Betti produciendo auténtico pavor en sus personajes de fachas sin escrúpulos; y pequeños pero jugosos papeles para Sterling Hayden, Alida Valli y un inmenso Burt Lancaster, al que se le reserva una de las mejores escenas de la cinta, el turbador momento junto a una niña campesina en un establo.

Por cierto, que escribo estas líneas el día de la huelga general. No sé lo que se dirá a posteriori pero, viendo los resultados de la convocatoria hasta el momento, me temo que el fondo ideológico de la película de Bertolucci ha quedado definitivamente por los suelos: por fortuna, la vigencia de su forma no podría ser mayor.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Carancho


Pablo Trapero es una de los directores más interesantes del nuevo cine argentino. También es quizá el que más éxito de público ha tenido. Dado mi feroz prejuicio ante las películas argentinas (no puedo con su habitual blablablá, frente al que he desarrollado una alergia salvaje, sobre todo si quien firma es el terrorífico Adolfo Aristarain), no me había molestado en acercarme a su obra, hasta que, hace unas semanas, asistí en la Filmoteca a un pase de “Leonera”. La película –centrada en las visicitudes de una joven embarazada que se llevada a la cárcel por su participación en un turbio crimen- me pareció más que interesante, a su manera algo burda y autoafirmativa. También me pareció que al director se le iba un poco la mano con los efectos y que por momentos había cierta grandiolocuencia de tono, pero no se le podía negar un excelente pulso narrativo y una muy buena dirección de actores. Lo mejor de todo era su protagonista, una chica no muy conocida pero llena de verdad llamada Martina Gusman, que no sólo era además la productora ejecutiva de la cinta, sino también la esposa del director.

Martina Gusman vuelve a protagonizar “Carancho”, del mismo Trapero, que acaba de estrenarse en nuestro país. Y ella, me parece a mí, vuelve a ser lo mejor de la película, por mucho que a su lado aparezca Ricardo Darín, que es un buen actor pero que siempre muestra una irritante tendencia a hacer ver lo intensamente que vive sus personajes. Por otra parte, a la película le perjudica un guión medianamente desarrollado y con un exceso de trampas argumentales, que deja a la vista los hilos del relato –coincidencias e inversión del principio de deus ex machina incluidos- con torpeza imperdonable. Por otra parte, la película está rodada en vídeo, en un estilo que por desgracia recuerda a las series televisivas de qualité en su abundancia de sobreexposiciones lumínicas y en la abusiva movilidad de la cámara. Esta decisión no beneficia en absoluto al trabajo de puesta en escena, que se abarata sin mucho remedio. Pese a todo esto, el buen trazo con el que están construidos los personajes, así como la renuncia al maniqueísmo y al énfasis excesivo, alejan a Trapero del cenagoso territorio de un Gonzáñez Iñárritu, fantasma que es invocado con timidez en los peores momentos de la cinta. El espectador llega a la mitad del recorrido de “Carancho” algo empachado de tanta pretendida intensidad, sin que un par de giros de guión posteriores puedan remediarlo, pero al menos puede reconocerse el intento de contar la historia con honestidad y empleando herramientas narativas que, si bien pueden resultar algo pedestres, no huelen a ilegítmas ni por asomo. En resumen, que se trata de una agradable película fallida, lo que hoy por hoy sitúa a “Carancho” muy por encima de casi todas sus compañeras de cartel.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Un respeto para Saura


Hace unos días vi por televisión “Cría cuervos”, de Carlos Saura. La película ganó en 1976 el Premio Especial del Jurado del festival de Cannes –toda una proeza en el cine español-, y la Palma de oro fue nada menos que “Taxi driver” de Scorsese. Viendo su actual cine acartonado y algo naïf nadie lo diría, pero hubo un tiempo en que las películas de Carlos Saura eran ovacionadas en todo el mundo. Por lo que a mí respecta, no es uno de mis directores favoritos, pero creo que tiene algunas grandes películas, como “La caza” y “La prima Angélica”. En general, creo que sus ambiciones estaban por encima de su talento real como director, y que tendía al embarullamiento y al totum revolutum. “Elisa, vida mía” (1977), también vista en la tele hace poco, es un buen ejemplo de ello: una buena idea contada de manera original, arruinada por un uso atacante de la banda sonora –varios extractos de música barroca- y un descabellado protagonismo de Géraldine Chaplin, cuyo extraño acento franco-británico no la hacía muy verosímil como hija de Fernando Rey.

En fin, que “Cría cuervos” tiene defectos muy similares a la última película citada: de nuevo, la Chaplin con su persistente acentito; de nuevo una música -el “Por qué te vas” de Jeannette- que se hizo famosísima, pero que seriamente valorada es un horror, y algunas ingenuidades y énfasis innecesarios de guión amenazan con dar al traste con la operación. Y sin embargo, milagrosamente, no lo consiguen. Y esto se debe a que en esta película la verdad late con tanta fuerza y con una nitidez tan absoluta que es imposible no enamorarse de ella, como uno se enamora muchas veces en la vida real de personas no del todo agraciadas, o de inteligencia dudosa, cuando las conoce y atisba en ellas indicios de una personalidad real, indiscutible.

La anécdota argumental -la historia de la niña obsesionada por la muerte (normal, puesto que su madre acaba de morir tras una larga agonía), convencida de tener en sus manos el poder para matar a unos y salvar a otros, encerrada en un pequeño mundo de convenciones e hipocresías del último franquismo y la primera democracia-, se expone mediante toda una batería de pesados simbolismos, y no me parece gran cosa. Sin embargo, encuentro magistral la manera en que se capta y expone el ambiente que sirve como marco a la historia. Esa España burguesa de una pequeñez y una fealdad estomagantes, esas maneras cursis de las amas de casa, ese deje autoritario de los cabezas de familia, los pisos enormes de largos pasillos y luces mortecinas, las niñas bailando en la habitación en las que las confinan para su esparcimiento, las medias voces, los ocasionales estallidos de histeria, junto con los medidísimos movimientos de cámara ideados por Saura, crean un ambiente muy peculiar, de una fuerte densidad, y remiten de inmediato a toda una época. Yo era demasiado pequeño por aquel entonces, pero hay algo en esa película que me invoca recuerdos que posiblemente ya sólo habiten en mi subconsciente. Saura tuvo en su día el talento para lograr –quizá no del todo conscientemente- que su cámara registrara todo el aire de un tiempo y un lugar que ya (quiero pensar) han desaparecido, y sólo por eso merece un respeto.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Caballos, tiempo y movimiento


Crítica de arte que publiqué hace unas semanas:

Aunque hoy en día su nombre no siempre aparece en el lugar que le corresponde dentro de la pequeña historia del cine, Eadweard Muybridge fue uno de los pioneros que participaron en la génesis de esta forma de expresión artística. Y, más aún que eso, hoy su trabajo promueve todo tipo de reflexiones sobre el tiempo y su plasmación. La Tate Britain devuelve a este artista un primer plano que le corresponde por derecho propio.

Caballos, tiempo y movimiento

Eadweard Muybridge (1830-1904) fue, como mínimo, uno de los artistas más inclasificables de los que se tiene noticia. Nacido en Gran Bretaña como Edward James Muggeridge, decidió cambiar su nombre aportando a éste una grafía más teatral y arcaizante, y emigró a los Estados Unidos, donde curiosamente conseguiría gran fama como fotógrafo de paisajes: de hecho, contribuyó decisivamente a construir la imponente iconografía del Oeste americano que ha perdurado hasta el día de hoy. Pero, en realidad, la porción principal de su notoriedad se la debe a otro logro muy distinto: sus trabajos animados por la pretensión de aprehender el movimiento y el tiempo mediante la técnica fotográfica.

El multimillonario y político Leland Stanford, prototipo del self-made man tan apreciado por la cultura popular de su país, había arrojado la apuesta de que, durante el galope, los caballos no apoyan ninguna de sus patas en el suelo al menos por una fracción de tiempo. Por supuesto, lo que a toda costa necesitaba esta persona tan obstinada como pudiente era probar su creencia (que en realidad contaba con tantos adeptos como detractores a mediados del siglo XIX), lo que con los medios de la época no parecía sencillo. Muybridge fue, pues, llamado para tal fin. Contando con un generoso preupuesto y armado de su notable imaginación, dedicó varios años –y múltiples inventos sucesivos- a perfeccionar la prueba que se le exigía. Hay que aclarar que parte de la culpa de lo dilatado del proceso hay que atribuirla a un asesinato pasional cometido por el propio Muybridge, del que éste fue absuelto gracias de nuevo a Stanford, quien financió también el coste de los abogados. El toque maestro tuvo lugar en 1879: Muybridge plantó un complicadísimo armatoste de su invención, compuesto por una docena de cámaras dotadas de un obturador ultrarrápido y de unos disparadores accionados por el movimiento del objeto captado, frente a un largo plano inclinado blanco, e hizo desfilar un caballo al trote por este pasillo. El resultado, eureka, fue una secuencia de instantáneas que diseccionaba el movimiento del equino con casi perfecta nitidez, y que brindó a Stanford el triunfo irrefutable que anhelaba. Pero, además de esto, era evidente que el producto ofrecía unas interesantes posibilidades poéticas, que aún hoy podemos apreciar. Muybridge perseveró, mejorando su técnica y explorando en el movimiento de otros animales, y también de los seres humanos.

Para ser el inventor del cine, a Muybridge le faltó, entre otras cosas, ser capaz de obtener la secuencia del movimiento de un cuerpo que no se desplaza (lo suyo fue en realidad una especie de proto-travelling), así como añadir al fenómeno los alicientes comerciales que después tendrían en mente los hermanos Lumière. Sin embargo, su contribución fue esencial para la causa.

Es curioso que, apenas una década más tarde de todo esto, el filósofo francés Henri Bergson publicaría su tesis “Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia”, iniciando así una fructífera e influyente carrera centrada en la reflexión sobre el tiempo y la materia. Interesado en el concepto de duración, se rebelaba contra la metodología científica consistente en reducir el tiempo-duración (variable continua) a una variable discreta compuesta por instantes estáticos. Que es exactamente en lo que Muybridge había basado la parte más reconocida de su carrera artística. Influido por el propio Bergson (que además era su pariente político), el escrito Marcel Proust creó la primera obra maestra de la literatura del siglo XX, “En busca del tiempo perdido”, bajo un similar principio del tiempo como duración, en el que navega la conciencia de los individuos, y en el que determinadas experiencias sensoriales (la conocida magdalena mojada en té), o la propia creación artística, adquieren un papel fundamental, al permitir viajar de inmediato de un punto a otro de este continuo. La literatura –la creación- permite resucitar a los fantasmas del pasado, recobrando así el tiempo (en “Le temps retrouvé”). Pero, por mucho que la obra de Muybridge, con su aparente momificación del continuo en secuencias estáticas, pueda oponerse en apariencia a estos principios, hay que recordar una vez más que en realidad el suyo fue uno de los primeros y más importantes pasos en la génesis del cinematógrafo, lo que no lo alejaría tanto de Bergson o de Proust como podía pensarse. De hecho el cine resulta ser, hasta el momento, la expresión artística más eficaz para cubrir el objetivo de capturar el tiempo y reproducirlo una y otra vez, como apuntaba Andrei Tarkovski.

Desde el 8 de septiembre, la londindense Tate Britain dedica una estupenda retrospectiva al fotógrafo británico, con más de 150 de sus obras. Concebida originalmente por la Corcoran Gallery of Art de Washington, sus comisarios, Ian Warrell y Carolyn Kerr, han ideado sin duda una de las citas artísticas más apasionantes de la temporada.

El padre travestí


La premisa argumental de “Todo lo que tú quieras”, de Achero Mañas, incorpora una buena idea. Tras la muerte de su esposa, un hombre se traviste para suplantar a la fallecida aliviando el dolor de su hija, apenas un bebé. Se nos lleva así al terreno conocido de los padres que hacen por sus hijos lo que haga falta, todo lo que ellos quieran, lo indecible, lo incomprensible, incluso lo que no necesariamente les hace ningún bien. Pero, esta vez, combinado con algunos tímidos apuntes sobre los roles familiares y sexuales.

Esta idea podía haberse desarrollado de muchas maneras, y generado todo tipo de reflexiones sobre la identidad individual, lo masculino y lo femenino, la necesidad humana de la ilusión para maquillar y afrontar los sinsabores de la realidad, etcétera. Seguramente a Bertrand Blier o Marco Ferreri les habría encantado semejante material.

Mañas no es tan sensacionalista como el primero de los directores citados, ni tiene tanto talento como el segundo, así que se limita a proporcionar a su magnífico punto de partida un convencional tratamiento narrativo y estético cercano al buen telefilm (si es que eso existe), lo que no impide por completo que su película se siga con cierto interés, e incluso que resulte ocasionalmente conmovedora. Entre los fallos más flagrantes, el personaje de José Luis Gómez (que es, por lo demás, un actor soberbio) resulta algo endeble y está muy burdamente diseñado, lo que resulta fatal para una cinta del estilo de ésta, en la que todo comportamiento ha de sustentarse psicológicamente de manera férrea para ser asimilado por el espectador. Por el contrario, encuentro que el protagonista de Juan Diego Botto evoluciona sin fisuras a lo largo de toda la película, y que, sobre todo, el actor ejecuta una interpretación extraordinaria, de libro. Botto es un actor al que nunca había apreciado demasiado, pero en esta ocasión debo decir que me ha maravillado. Con un aplomo y un gravitas pocas veces visto en los actores españoles de su generación, combinando la hondura del registro con una inusual cualidad de estrella, realiza un trabajo impecable, digno de todos los premios que le quieran conceder. Su trabajo todo lo explica sin necesidad de más subrayados, todo lo sostiene y justifica, haciendo auténticas filigranas en favor de la verosimilitud y la consistencia de la película, que gracias a él jamás se ven comprometidas. Desde que vi la película tengo sus enormes ojos un poco vacíos y la expresión apretada de su rostro grabados en mi mente. Si se lo propone, Botto puede dejar a Bardem -cuya evolución hace temer un espantoso futuro de manierismos y muecas tipo de Niro- a la altura del betún.

NOTA: Antes de la película de Mañas, los Cines Yelmo nos obsequiaron con un trailer de "Amador", lo último de Fernando León de Aranoa. O el autor del trailer pretende hundir a la productora por algún oscuro motivo, o todo parece indicar que el asunto va a ser algo verdaderamente horroroso.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Dos citas perdidas


Hay dos inaguraciones que voy a perderme este mes de septiembre, en ambos casos con toda la pena del mundo. En realidad, la primera ya me la he perdido: “The misted glass”, la exposición de Elssie Ansareo en Espacio Marzana de Bilbao, estoy seguro de que es fantástica. Como compensación por la falta –es imposible estar en todos los lugares que uno quiere o debe al mismo tiempo, por mucha voluntad que se le eche al asunto- he entrevistado a la artista, y el resultado se publicará en breve. Tendréis noticias en Le Tourbillon. Y, por supuesto, la galería Espacio Marzana no se ha movido de su sitio, en Muelle Marzana, 5, Bilbao, así que si podéis no dejéis pasar la ocasión de hacer la visita.

La otra cita a la que faltaré, aún más misteriosa, es la exposición Conceal From Your Eyes, que Eduardo García Nieto comisaría para el centro cultural Bastero de Andoain (Guipúzcoa). Su enfoque parece hacer referencia a la tensión entre la necesidad humana de mantener un reducto de privacidad y la clara sobreexposición derivada de las dinámicas de la sociedad contemporánea. La expo no limita su ámbito al espacio expositivo físico, sino que incorpora contenido a través de un blog en la red (http://www.concealfromyoureyes.com/). En fin, no tengo mucha más información al respecto, salvo que se inaugura el día 25 de septiembre y que, con un responsable como García Nieto, como mínimo habrá un sustancioso contenido. Yo estoy deseando verla.

Stanley Donen


Este año, el gran aliciente de la rentrée en Madrid es el ciclo de Stanley Donen en la Filmoteca Nacional. Así de claro.

Donen (1924) no está considerado como uno de los grandes creadores de la historia del cine americano, aunque pocos discuten que en su filmografía hay al menos una obra maestra (“Cantando bajo la lluvia”), y un puñado de grandes películas. Se lo suele considerar más bien en el lado de los buenos artesanos, lo que me parece una etiqueta bastante injusta. El cine de Donen concentra casi todo lo mejor que ha dado el cine americano clásico, el espectáculo, la claridad narrativa, la perfección técnica y plástica, y un género de alegría de vivir que no es en absoluto incompatible con una cierta melancolía. Eso ya debería bastar para considerarlo un autor con todas las letras. “Funny Face”, con Audrey Hepburn y Fred Astaire, se basaba en el personaje del fotógrafo Richard Avedon para realizar una exquisita aproximación al mundo de la moda. “Charada” es una maravilla, un cruce entre parodia de Alfred Hitchcock y comedia romántica donde todo es tan bello y tiene tanto encanto como sus protagonistas, Cary Grant y, de nuevo, Audrey Hepburn. “Arabesco”, en similar registro, no estaba tan lograda, pero también resultaba una delicia. Su última película estrenada en cines, “Lío en río”, con Michael Caine y (sí, sí) Demi Moore, era sin duda una de las mejores comedias de los 80.

Pero, de todas las películas de Donen, la que a mí me gusta más es “Dos en la carretera”, que vi por primera vez de adolescente, y sobre la que después he vuelto una y otra vez. Disección implacable pero hermosísima del amor y la pareja, la película es como los sueños: resulta tan seductor y está igual de lleno de verdad que ellos. Además, en ella Audrey Hepburn realiza la que para mí es la mejor interpretación de su carrera: la amas desde que aparece en plano por primera vez. A su lado no desmerece el gran Albert Finney.

El otro día fui a ver “The grass is greener”, que no conocía. Demasiado teatral y algo estática, lo mejor de ella es sin duda su reparto (Cary Grant, Deborah Kerr, Robert Mitchum y Jean Simmons vestida de Christian Dior) y el modo en que Donen lo dirige. Cuenta una amable y simpática historia de infidelidades en una mansión británica donde se sirve el té constantemente y aparece el obligado personaje de mayordomo lacónico y entrañable. No es uno de los mejores Donens, pero resulta bonita de ver. Que ya es mucho.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Chabrol


Por si queda alguien que no se haya enterado, ha muerto Claude Chabrol, uno de los últimos vestigios de la primera ola de la Nueva Ola francesa. Creo que ya sólo quedan Godard y Rivette. Al contrario que ellos, Chabrol nunca mostró demasiado interés por experimentar con el lenguaje y la forma. En un momento de su carrera, incluso se convirtió en una especie –bastante sui generis- de director de género (negro). Sin embargo, decir que su estilo se aburguesó o se hizo más convencional me parece una solemne estupidez.

Una vez más, queda demostrado el fatal deslenguamiento de los contertulios profesionales, que por lo general no tienen ni idea de nada, pero se ven en la estresante necesidad de opinar sobre todo, que para eso les pagan. El día de la muerte del maestro francés, lo más repetido sobre él era que fue “un azote” para la burguesía de su país, pero que, contradictoriamente, en los últimos años sus películas perdieron fuelle debido a un supuesto “aburguesamiento”. Me pregunto si de verdad todos esos charlatanes profesionales habrán visto una sola peli de Chabrol, del joven o del más reciente; y, de haberlo hecho, si habrán entendido algo. En realidad, Claude Chabrol siempre mantuvo un estilo que primaba la claridad narrativa –nunca traicionó esta premisa-, y su cine resultaba en los últimos tiempos muchos más incendiario y estilísticamente poderoso que al principio. La aparente gelidez de la forma de películas como “La ceremonia” o “Gracias por el chocolate” provenía en realidad de un rigor extremo, que contrasta con el griterío vacuo y soporífero de la mayor parte de los directores franceses de las últimas dos décadas (eso, por no hablar del resto del mundo). En este contexto, creo firmemente que no ha habido un Chabrol menos burgués y más rebelde que el de las dos películas citadas. Otra cosa que caracterizaba su trabajo es el estupendo trabajo de los actores. Isabelle Huppert, su sospechosa habitual, pocas veces ha estado más precisa y mejor afinada que bajo sus órdenes, lo que es decir mucho. En "Gracias por el chocolate" su personaje, una psicópata asesina, está expuesto sin ningún subrayado psicológico, y actúa constamente como una especie de autómata, mientras algunas sutiles decisiones de puesta en escena (como el modo en que Huppert desaparece del plano, un poco al estilo de las películas de vampiros o zombis) bastan para definirlo. Si se presta atención a la película, uno se da cuenta de que es difícil ser más arriesgado y radical de lo que Chabrol es aquí.

En fin, que es una lástima, pero habrá que irse acostumbrando a que ni los mejores de todos pueden vivir eternamente.

martes, 7 de septiembre de 2010

Lo mejor de la tele


Creo haber hablado unas cuantas veces de los tiempos dorados de La 2, de sus ciclos de grandes directores en V.O. de madrugada, de Bergman, Fassbinder, etc, etc. Y también haberme lamentado porque nada de esto existe ya, porque en la tele actual no hay sitio para ciclos semejantes, ni siquiera a las horas más intempestivas del mundo. Pues bien, por lo que respecta a esto último, rectifico: hay un canal llamado La 8 Madrid, donde uno puede encontrar las sorpresas más maravillosas en cualquier momento de cualquier día. Había comprobado que cada noche, en horario prime time, la cadena programa cosas interesantísimas, desde rarezas del giallo de los 70 hasta obras maestras de David Lynch, y además –cosa más rara aún- casi siempre en unas copias de calidad excelente, que no sé de dónde sacan: por favor, informen de este secreto a los responsables de la Filmoteca Española. Y, lo mejor de todo, en versión original, por obra y gracia del TDT.

Pero el domingo pasado, directamente aluciné. Me quedé en casa por la tarde, demasiado perezoso para salir a la calle y demasiado descansado como para dormir la siesta y, cuando me temía que lo que me esperaba era un telefilm o una mala serie A americana, puse la 8... ¡y me encontré con “Ladrón de bicicletas”, de Vittorio de Sica! La película, que está considerada como una de las grandes obras maestras de la historia del cine, a mí me parece ligeramente sobrevalorada, pero eso es lo de menos. ¡La crema del neorrealismo italiano a las 4 de la tarde, en la tele española! Pura ciencia-ficción. Y después… ¡“Elisa, vida mía”, o la prueba de que hubo en tiempo en que Carlos Saura perteneció a la escuela de Bergman y Tarkovski! Más ciencia-ficción todavía.

Mientras escribo estas líneas, veo una película de los 70 de Claude Sautet –que no me vuelve loco precisamente-, en la que Romy Schneider ofrece, en una pequeña colaboración especial, una de sus sublimes escenas de despedazamiento anímico. Estoy prácticamente pegado al techo, en plena levitación. ¡Este canal es lo mejor que le ha pasado a la televisión española desde los años 90!

México DF, verano de 2010


Artículo que publiqué el mes pasado:

La Ciudad de México ofrece un panorama artístico sorprendendemente prolijo y variado, cuestión sobre la que procederá una revisión exhaustiva en un momento dado. Durante este verano son varias las exposiciones que llaman particularmente la atención, entre ellas varias colectivas junto a la amplia retrospectiva dedicada a la madrileña Cristina Lucas por el museo Carrillo Gil, que no es la única mujer artista destacada estos días en la capital azteca.

México DF, verano 2010

La primera sorpresa que encuentra el aficionado que aterriza en México DF consiste en la amplísima, casi inabarcable oferta de museos, galerías y centros de arte que ofrece la ciudad. La agenda artística posee una variedad y riqueza que bien merece un espacio propio que la exponga y analice suficientemente, pues una guía al respecto no vendrá mal a ningún visitante. Pero de eso ya darán cuenta estas páginas en breve. Este verano se diría que la oferta se ve particularmente reforzada, pues coinciden varias magníficas exposiciones temporales que por sí solas justificarían la visita al país norteamericano (aunque si de alicientes se trata, aún hay muchos otros). Nos centraremos en algunas de ellas.

Al sur de la ciudad se encuentra el Museo de Arte Carrillo Gil, que alberga una colección permanente de las “glorias nacionales” Siqueiros, Orozco y Rivera, el trío de muralistas que alcanzaron la gloria internacional en la primera mitad del siglo pasado, y cuyo peso aún cae como una losa sobre la concepción institucional del arte patrio. Pero, además, ofrece una atractiva programación de exposiciones temporales. En la actualidad, la más destacada es la que se dedica a Cristina Lucas, artista madrileña más que disfruta de un sólido reconocimiento internacional. Interesada en explorar los mecanismos del poder y en especial su aplicación bajo dinámicas patriarcales y/o machistas –aunque no sea éste su único espectro temático, como la propia exposición demuestra-, Lucas presenta en esta “Light Years” un completísimo ramillete de piezas que abarcan diversos formatos: fotografía, dibujos, instalaciones y, sobre todo, vídeos, quizá la parte más popular de su producción. Curiosamente, el trabajo de Lucas resulta más complejo y enriquecedor cuando se separa parcialmente de los temas que la han hecho más conocida (el vídeo “Más luz” (2003), que explora la abrupta desvinculación por parte de la Iglesia católica respecto a el arte y la belleza), mientras que sus últimas piezas sobre la cuestión feminista flirtean fatalmente con la demagogia y la obviedad (“La Liberté Raisonné” (2009) y, sobre todo, “Habla” (2008), en la que la artista, ataviada con un vestido morado, destruye a mazazos una réplica del Moisés de Miguel Angel). En todo caso, la muestra parece encontrar un entorno especialmente oportuno en la capital de un país del que el tópico –y algunos indicios de la realidad, todo hay que decirlo- señalan como atávicamente machista. Profundizando en esta idea, y sin salir de este mismo museo, nos encontramos con “Check Point”, de la dupla de artistas mexicanas Colectivo marcelaygina, jóvenes creadoras que ya han presentado anteriormente su obra en ámbitos como la Bienal de Monterrey de 2008 y en exposiciones colectivas en el Reina Sofía de Madrid, el Museo de Arte de San Diego o la Galería Am Park de Frankfurt. Al mismo tiempo seductor, corrosivo y original, el trabajo de marcelaygina se adentran en cuestiones no muy distintas de las que alimentan el ideario de Cristina Lucas, sobre el que añaden un mayor peso social y del que ofrecen un estimulante complemento. Un arco detector de metales recibe en la entrada al sorprendido visitante, que a partir de entonces se ve inmerso en un viaje que cuestiona la figura de las mujeres fuertes (“luchonas”) que se ven obligadas a adoptar este papel ante el opresivo ejercicio del poder masculino, entre otros tópicos establecidos.

Otra creadora, una primera figura de la escena internacional, presenta en la Sala de Arte Público Siqueiros, situada en el barrio residencial de Polanco. En “Estructuras de lo aparente” se presenta una ambiciosa vídeo instalación que se ideó en paralelo a su película “Pepperminta” (2009), que ya fue presentada con disparidad de opiniones en una sección paralela del festival de Venecia del pasado año. Onírico y colorista, el trabajo de Rist encaja también como un guante en un país que destaca por su fabuloso eclecticismo y exuberancia visual.

Otra exposición imprescindible es una de las que ofrece el Museo Universitario El Chopo, cuyo impresionante contenedor acoge una aquilatada selección de piezas de varias de las principales vedettes contemporáneas, desde Hirst hasta Goldin, la mayor parte de las cuales se encuentran en manos privadas –no hay que dejar de leer la extensísima y reveladora lista de agradecimientos que se ofrece a la entrada- empastadas por una dudosa y peregrina amalgama que parece centrarse en la idea romántica del vampirismo y la fascinación fetichista de la juventud.

Otra colectiva que no puede pasarse por alto es la organizada por Kurimazutto, una de las mejores –y más espectaculares- galerías privadas de la ciudad. En “Panamericana”, inspirada por el bicentenario de las independencias latinoamericanas, se presenta un amplio muestrario de la creatividad más actual en países como Argentina, Puerto Rico, Colombia, Brasil, Cuba o el propio México. Comisariada por el costarricense Jens Hoffmann, la exposición se integra perfectamente y realza el magnífico espacio de la galería, mientras ofrece una elevada calidad creativa.

Por último, hay que destacar la presencia del catalán Adrià Julià (en el Museo Tamayo) y el vasco Eduardo Sourrouille (en la galería Luis Adelantado México), el primero en un registro más bien críptico, y el segundo profundizando con transparencia en su visión sobre las relaciones humanas, la búsqueda de la propia identidad y los complejos vericuetos del amor.

En suma, un completísimo panorama que invita a una revisión larga y pausada. Y eso que de él sólo hemos ofrecido aquí unas pequeñas píldoras representativas.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Por fin, gran cine


Contra mi propio pronóstico interno, he adorado “Bright Star”, de Jane Campion. La película compitió en el festival de Cannes del año pasado, cuyo jurado, presidido por Isabelle Huppert, la ignoró completamente en el reparto de premios (como ignoró la que, de todas cuantas llegué a ver, me parece la mejor película presentada en aquella edición, “Los abrazos rotos”, de Almodóvar). Y algunos críticos la calificaron como “académica”. Soy incapaz de concebir semejante miopía.

“Bright Star” es justo lo contrario a académica. Su aproximación a la época del romanticismo inglés está a años luz de los productos televisivos de la BBC, de los peores James Ivory y del “Sentido y sensibilidad” de Ang Lee. La puesta en escena de Campion, vital e imaginativa, consigue materializar de una manera admirable el sentimiento abstracto de la pasión amorosa, y además transmite son sutileza el complejo sistema de condicionantes sociales que dificultaban esta pasión. Cada plano de Abbie Cornish (¡qué maravillosa actriz, por cierto!) irradia toda la luz de la verdad y la belleza, y la emoción de sus escenas junto a Ben Whishaw (también excelente) posee una cualidad tangible y veladamente sensual. Cómo están elegidos, iluminados, encuadrados y filmados los tejidos y trajes de la época –en especial los extraordinariamente bellos que viste Cornish, y que se supone ha diseñado el propio personaje- es, por sí solo, todo un recital de gusto y creatividad. Jane Campion es una auténtica directora de cine, no una ilustradora, y aquí lo deja más claro que nunca: aporta una mirada, una visión personal, fascinante, sobre un mundo determinado sometido a unas estrictas normas sociales y con unas excelentes posibilidades plásticas. Así, demuestra que eso que en España se llama “película de época” no tiene por qué ser necesariamente un envarado y mortuorio desfiles de postales. Demostración que en su momento ya realizaron Visconti, Ophüls, Truffaut, Kubrick o Eric Rohmer, y, más recientemente, el Olivier Assayas de “Les destinées sentimentales” y el Scorsese de “La edad de la inocencia”. A esa misma estirpe pertenece “Bright star”.

Durante el visionado de su primera mitad, sentí varias veces la poderosa inyección de adrenalina que el cuerpo genera cuando nos encontramos ante una obra maestra. Esa emoción rara que nos llena de una euforia inmediata, que nos pone al borde tanto de la risa como del llanto. Después irrumpe una escena que supone un punto de inflexión, en la que la protagonista lee las cartas de su amado tumbada sobre un campo de violetas, y en la que se roza imperdonablemente la afectación y la vacuidad publicitaria de una Isabel Coixet (¡pero no tanto, no nos alarmemos!): después de esto, la película siguió pareciéndose buenísima, aunque ya no era lo mismo. Con todo y con eso, creo que es con diferencia lo mejor que he visto en el cine en lo que llevamos de año.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Vuelo Nosequé


El otro día, por curiosidad, me puse a ver un rato la anunciadísima miniserie española sobre aquel vuelo en el que murieron centenar y medio de personas hace dos veranos. Había oído hablar de una polémica que no me parece nada descabellada: los familiares de las víctimas han encontrado de bastante mal gusto que se aproveche una tragedia tan reciente para elaborar un producto de ficción con claros propósitos comerciales y sensacionalistas. Debo decir que los comprendo perfectamente.

Pero, como yo no conocía a ninguna de estas víctimas ni siquiera de refilón, me enfrenté al tema sin demasiados prejuicios (mi habitual rechazo contra los productos televisivos no son prejuicios, sino una postura crítica a posteriori). Pero debo decir que apenas pude aguantar aquello, hasta el punto que tuve que cambiar de canal pasados diez minutos.

Dos son las cosas que encontré hasta tal punto insoportables. La primera, el horrendo look visual de la película, que además es un triste calco del que exhiben ciertos programas norteamericanos desde hace media década (tipo CSI): si ya el original me espanta, su copia la encuentro aberrante. Y la segunda, y si cabe más importante, el trabajo de los actores, que es directamente de denuncia ante un juzgado. Era imposible estar más afectado, más ridículo y pomposo de lo que estaban Carmelo Gómez, Emma Suárez, Fernando Cayo, Aitor Mazo o –mi favorito en el horror- Asier Etxeandía. Estaban tan mal que por momentos parecían haber adoptado el tono exagerada y autoconscientemente grave de una parodia al estilo “Aterriza como puedas”. Podría deducirse de esto que el espectáculo era tan malo que a su manera resultaba bueno, pero ni eso. Ya digo que tuve que cambiar de canal: y las alternativas tampoco eran una bicoca.

Tampoco hice el esfuerzo de dar una oportunidad al segundo capítulo, que prometía la presencia del pobre Joaquim de Almeida.