viernes, 31 de diciembre de 2010

2010


Como afirmaba en mi entrada anterior, el año que acaba de terminar ha resultado bastante complicado en lo cinematográfico. Mucha morralla, y que recuerde nada auténticamente arrebatador. Las mejores películas de año han sido, en mi opinión:

"Bright Star", de Jane Campion, o la demostración de que es posible hacer lo que solemos llamar una "película de época", delicada y por momentos preciosista, sin por ello caer en el academicismo. Se trata de una película de 2009, estrenada con mucho retraso en nuestro país.

"Uncle Bonmee recuerda sus vidas pasadas", de Apichatpong Weerasethakul, una obra misteriosa, poética y a veces desconcertante, que queda anclada en el subconsciente de manera inexplicable.

Con sus defectos, pero sobresaliendo con mucho por encima de la media, también me han gustado:

"Un profeta", de Jacques Audiard. Pese a su sobrecarga de testosterona, creo que se trata de cine poderoso y con clase, que crece en el recuerdo a medida que pasa el tiempo.

A "La vida en tiempos de guerra" de Todd Solondz le ocurre justamente lo contrario, pero se disfruta enormemente mientras se contempla.

"Un tipo serio", de Joel y Ethan Coen. Curiosamente, me la perdí en el cine, pero me la encontré por sorpresa en el precario monitor de un autobús de largo recorrido. Me mantuvo entretenidísimo durante dos horas. Una magnífica comedia negra que sólo desfallece ligeramente hacia el tramo final.

"Vincere", de Marco Bellocchio. Un festival de excesos, y también de creatividad.

"El escritor", de Roman Polanski. Maravillosamente rodada, pese a la banalidad de su guión.

"Two lovers", de James Gray. Pequeña película, bien hecha, bien contada.

"Canino", de Yorgos Lanthimos. Sus manifiestas pretensiones arty, y el hecho de que se trate de una película mucho menos original de lo que su autor quiere hacernos creer, no eclipsan un innegable poder de fascinación.

"La cinta blanca", de Michael Haneke. Tan manipuladora y tramposa como agradable de contemplar.

"Poesía", de Lee Chang-Dong. Otra muestra de buen cine gracias a una puesta en escena que pasa por encima de las convenciones de su escritura. Beneficiada por la interpretación soberbia de su actriz protagonista.

También tenían un pase algunas obras menores de grandes directores ("Conocerás al hombre de tus sueños" de Woody Allen, "Copia certificada" de Abbas Kiarostami, "La chica del tren" de Téchiné), la enésima demostración del magnetismo de Isabelle Huppert en "Villa Amalia" de Benoît Jacquot o la muy interesante y compleja obra del tándem Sabroso-Ayaso "La isla interior".

La lista de malas películas estrenadas este año sería bastante más larga. Pero, ¿qué sentido tiene regresar a ellas? Mejor será sepultarlas y dejar lugar en la memoria para lo que está por venir.

jueves, 30 de diciembre de 2010

¡Socorro! Vuelve Ozpetek, o la comedia rancia


Ferzan Ozpetek, director de cine ítalo-turco, está especializado desde hace unos cuantos años en un subgénero del melodrama con intenso componente gay. Todas las películas suyas que he visto me han parecido malas, dentro del rango que media entre lo insufrible (“La ventana de enfrente”) y lo simplemente mediocre (“Saturno Contro”). De una extraordinaria torpeza y vulgaridad en lo estilístico y lo narrativo, sus cursis dramones deparaban en sus peores momentos auténticas secuencias-tortura con voces en off recitando pomposos parlamentos sobre la vida, la libertad y las ocasiones perdidas. Todo tan superficial como afectado.

Ahora Ozpetek se pasa a la comedia con “Tengo algo que deciros” (“Mine vaganti”), y el resultado aún consigue empeorar la media de su filmografía. Su última película es, posiblemente, lo peor que he visto en un año de por sí bastante durillo en lo cinematográfico. Vuelven los conflictos familiares, la complejidad de ser gay en la sociedad italiana contemporánea, los personajes secundarios supuestamente excéntricos y entrañables, los movimientos de cámara arbitrarios y ampulosos, la música machacona, y el resto de las constantes autorales de Ozpetek. Sólo que ahora todo resulta peor, porque –demostrado queda- hacer una comedia es muchísimo más difícil que hacer un drama. O, cuando menos, requiere más sutileza. Y esa no es precisamente una de las cualidades del autor de “El hada ignorante”. El resultado es pura y simplemente un horror, plagado de momentos escalofriantes como la consabida moraleja final en off a cargo de la prototípica abuela-sabia-con-un-secreto-de-juventud, o –peor aún- un momento musical a ritmo de Baccara en la playa que produce auténtica vergüenza ajena. Por lo demás, ni una sonrisa en toda la película, como no sea de defensa ante el espanto que desfila por la pantalla.

Una reflexión final sobre esta película: en cualquier país del occidente civilizado, su trasfondo argumental y su tratamiento formal estarían trasnochados desde hace por lo menos quince años. El olor a rancio resulta, por momentos, irrespirable. Hoy en día, sólo en Italia es posible una película así. Una vez más, se pone de manifiesto la profunda y triste decadencia social del país transalpino. Francamente, sólo puedo lamentarme por ello.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Bellissima


El Círculo de Bellas Artes ha ofrecido en diciembre un ciclo dedicado al cine de Visconti. De nuevo, un lujo: sólo así puedo calificar lo que supone, en pleno siglo XXI, poder ver en pantalla grande (la de verdad, no las domésticas digitales) las suntuosas imágenes de “El Gatopardo”, “Senso” o “Rocco y sus hermanos”, para mí las mejores películas del cineasta aristócrata, y tres obras maestras como las copas de sendos pinos.

El otro día me acerqué al Círculo para ver algo que no era una obra maestra, pero que estaba muy bien. “Bellissima”, producida en 1951, cuenta la historia de una madre romana de clase baja, obsesionada por conseguir que su hijita sea la elegida en un casting multitudinario convocado por Cinecittà para encontrar una nueva estrella infantil. La película está narrada en tono mayoritario de comedia, aunque el drama edificante (lo peor de la cinta) se cuele de vez en cuando, sobre todo al final, lo que es una lástima. La película promete mucho al principio (maravillosa secuencia de los títulos de crédito), y está muy bien dirigida, pero su escritura cojea ligeramente: al guión sin duda le habría hecho falta una vuelta, o quizá dos. Se pone tanta carne en el asador del personaje central (interpretado por Anna Magnani, que arrasa con todo, como siempre) que todo su contexto queda difuminado, así que las peripecias se enlazan sin dejar demasiado poso en el espectador. Hay escenas maravillosas, como aquélla en la que la Magnani exagera una discusión con su marido, haciendo ver ante toda la vecindad que es una doliente mujer maltratada, con el único propósito de crear confusión y salirse con la suya. Cuando, acabada la farsa, se queda sola con la niña y celebra el triunfo en privado, al espectador la sonrisa se le escapa irremediablemente ante la exacta plasmación de una situación muy familiar. Hay algo en esta secuencia que anticipa uno de los pilares de la obra de Pedro Almodóvar, basado en la capacidad cotidiana e innata (o no tanto) de las mujeres para hacer de actrices en la vida real con el fin de lograr sus objetivos.

Por lo demás, la película conserva, en mi opinión, demasiadas rémoras neorrealistas: cuando Visconti se liberó definitivamente de ellas (“Senso”), o cuando las subvirtió solapadamente mientras hacía ver que seguía fiel a ellas (“Rocco”), es cuando consiguió un cine mejor y más personal.

De todas maneras, “Bellissima”, neorrealista película fallida de Visconti, sigue estando más viva, fresca y vigente que sus equivalentes británicos de hoy en día, ya sean comedias, dramas o híbridos. Eso, sin duda alguna.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Discurso ya oído


Hace unos años, fue notorio que Nicole Kidman ganara el oscar a la mejor actriz gracias al trabajo de sus maquilladores, que le adosaron una horrenda nariz postiza en nada parecida a la real de Virginia Woolf, cuyo personaje se suponía que interpretaba.

Ahora es altamente probable que el oscar lo gane Colin Firth, y en esta ocasión el premio se lo deberá al departamento de sonido de “El discurso del rey”. Como es bien sabido, en la película Firth interpreta al rey Jorge VI de Inglaterra, cuya tartamudez dificultaba una de las tareas propias de su cargo, como era dar discursos en público. Firth imita el habla de un tartamudo con bastante verosimilitud, pero su trabajo tiene truco, ya que se apoya de manera evidente (y, a veces, esta evidencia roza lo burdo) en la magnificación artificial de los ruiditos de su glotis. Los sonidos de salivación y deglución toman el primer plano de la banda sonora, a menudo por encima de la música compuesta por Alexandre Desplat, hasta hacerse con el auténtico protagonismo, al menos en la versión original (temo lo que haya podido suceder en la doblada al español: tiendo a pensar que resultará aún peor).

Por lo demás, la película es inenarrablemente aburrida, porque se ha construido en base a un guión elaborado mediante una fórmula destinada al objetivo único y exclusivo de los oscars. Cada paso que se da, cada escena, secuencia y línea de diálogo está tan enfocada a este fin que por momentos la cinta ofrece maneras de pura parodia. La dirección (un ignoto señor se hace cargo de la tarea, que aquí no supera la condición de mero trámite) se pone al servicio de este demencial modelo, que por supuesto será una vez más recompensado con una lluvia de estatuillas, pero que es incapaz de generar nada artísticamente memorable. En realidad, cualquier atisbo de calidad en la imagen corre a cargo de los departamentos de fotografía, decoración y dirección artística, magníficos todos, como corresponde.

Las interpretaciones son también previsiblemente buenas. Pese al apoyo de las mencionadas fullerías sonoras, Colin Firth ejecuta su papel con aplomo. Geoffrey Rush y Helena Bonham-Carter también resultan presencias agradables (sobre todo la segunda). Guy Pearce está más que correcto como el complicado esposo de Wallis Simpson. Y está la curiosidad de ver a Derek Jacobi a cargo del preceptivo villano de la función: recordemos que hace treinta y cinco años arrasó al interpretar a otro tartamudo, el mítico protagonista de la serie televisiva “Yo, Claudio”, sin ayuda aparente de los ingenieros de sonido.

De todos modos, lo mejor del reparto son los grandiosos Michael Gambo y Claire Bloom (a la que encargan repetir con ciertos matices a su histórica Lady Marchmain de “Retorno a Brideshead”) como los reyes Jorge V y María, padres del protagonista. Su presencia llena fugazmente de clase una película que no los merece en absoluto.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Balada triste de trompeta


Por mucho Quentin Tarantino que estuviera en el jurado, me resulta imposible comprender cómo en el último festival de Venecia “Balada triste de trompeta”, de Alex de la Iglesia, fue una de las triunfadoras claras en el reparto de premios. La película es al mismo tiempo pretenciosa y superficial, frenética y reiterativa. Narrativamente no tiene guía y avanza como desesperada, por encima de cualquier cosa, pero lo hace hacia ninguna parte, aunque se invente uno de esos finales que se pretenden redondos y llenos de sentido, cuando sólo es previsible y arbitrario. No, no me gustó casi nada en esta “Balada triste de trompeta” que parece filmada por una ametralladora de planos y montada por un bulímico del corte. Que está llena de inverosimilitudes para las que la excusa de la fábula se queda muy corta, y que se repite más que el ajo a lo largo de sus dos horas de metraje. Ni el trío protagonista, me gustó demasiado: Carlos Areces es un muy buen cómico, pero aquí se habría agradecido un registro algo menos ligero. Antonio de la Torre, como casi siempre, está pasadísimo. Y Carolina Bang es un desastre: actriz más que limitada, es incapaz de aportar fascinación o al menos tridimensionalidad a su personaje, y el falso soniquete de algunas de sus réplicas da lástima. El resto de los actores están normalitos. La excepción que confirma la regla habría que buscarla en una Terele Pávez que debe de aparecer en total durante dos minutos, pero a la que esto le sirvió para procurarme las únicas carcajadas de la función.

Hay homenajes sonoros por un tubo, destacando los que se rinde a Marisol (adorable cuando cantaba “Tengo el corazón contento”) y a Raphael (absurdo e improbable sosias doblado con la voz real del cantante). También hay dos homenajes cinematográficos importantes, uno a “Los santos inocentes”, de Mario Camus (pues mira qué bien) y otro a “Vértigo” de Hitchcock (menos lobos, caperucita), cuyo tema musical, de Bernard Herrmann, es plagiado por el músico Roque Baños. Y otras referencias, como "El bosque del lobo" de Pedro Olea, y "La bella y la bestia"de Cocteau (¿o es "El Fantasma de la Ópera"?).

Personalmente, no creo que Alex de la Iglesia sea un autor particularmente importante, aunque haya un par de entre sus películas que me parezcan aceptables. Opino que era mejor cuando su estilo parecía imitar a Stanley Kubrick o al propio Hitchcock, y no estaba poseído por la fiebre salvaje que convierte a “Balada triste de trompeta” en el confuso e inane torbellino que en última instancia es. Por fin, y para abundar en lo que ya es un tópico, me sumo también a la legión de quienes alaban los títulos de crédito de la película: el único momento en que el espectador tiene la inequívoca sensación de que le están contando algo.

Navidad


La Navidad es difícil, pero también es inevitable, así que no queda otro remedio que afrontarla. No se trata de un periodo que me guste especialmente, aunque tampoco sienta por ella aversión, que es lo que más se lleva. Eso sí, no puedo con las masas humanas tomando el centro de Madrid, con las luces a todo trapo, las aglomeraciones y el rollo de las pelucas.

¿Pelucas? Quizá a quien no viva en Madrid esto le suene a chino. Pero, por increíble que parezca, a partir de principios de diciembre, sobre todo si es fin de semana (pero no necesariamente) las calles se llenan de adultos que portan postizos capitales de pésima calidad y colores chillones. No hablo de gente que esté de juerga, despedidas de soltero/a y tal. No. Hablo de matrimonios con niños, jubilados, empleados de banca, limpiadores y transportistas. Gente que va por la calle haciendo su vida normal, paseando, discutiendo, caminando con muletas, corriendo porque llega tarde al cine o haciendo la compra, pero llevando su peluca fucsia o amarillo canario como si tal cosa. Lo más chocante es cuando ves a una pareja que está peleando, los dos muy serios y enfadados, a veces directamente gritándose, pero con los pelucones a juego. Algo verdaderamente inaudito, que no he visto en ningún otro lugar del mundo: ni siquiera en Italia.

Como digo, esta visión me repele profundamente, no porque tenga nada en contra de los postizos, de la fantasía indumentaria o (menos aún) del travestismo, sino porque me espanta la idea de que se aproveche las fechas navideñas para dar rienda suelta a este tipo de necesidades. ¿Qué carencias sociales se ocultan detrás de que sea justamente el mes de diciembre, y sólo este mes, cuando pasearse con una peluca es algo permitido y aceptado por todos, mientras que el resto del año está vedado? Y, sobre todo, ¿es de verdad necesario añadir kitsch al kitsch navideño general? Como si uno no se quedara ya ciego simplemente tratando de caminar por la calle en horario de tarde o noche, frente a todo el derroche lumínico de rigor. De las mencionadas aglomeraciones, mejor no hablaré más: pero por momentos llegar el punto A al punto B, distando ambos 500 metros, puede convertirse en un auténtico infierno.

En fin, dejaré de quejarme tanto, porque alguien pensará que copio a Javier Marías.

Felices fiestas a todos.

Un grande de verdad


Crítica de una expo, que publiqué hace unas semanas. Por motivos de espacio, la crítica que se publicó hubo que recortarla. He aquí la versión íntegra.


Akira Kurosawa. La Mirada del Samurai
Alhóndiga. Bilbo
Del 16 de noviembre de 2010 al 30 de enero de 2011

La bilbaína Alhóndiga dedica una exposición a la obra de Akira Kurosawa, en el año del centenario del nacimiento del cineasta japonés. En cartel, story boards, piezas de vestuario, instalaciones audiovisuales, ciclos de cine y conferencias. Se trata de una buena excusa para revisitar la figura de un autor con mayúsculas, de un auténtico revolucionario del lenguaje cinematográfico.

Kurosawa en Bilbo: Un grande de verdad

Aunque durante los últimos tiempos su figura ha sido objeto de un ligero descuido, no puede negarse que Akira Kurosawa es uno de los mayores y más originales autores que el cine ha dado en su breve historia. De personalidad compleja e intimidatoria, hizo avanzar la sintaxis y la morfología misma del lenguaje cinematográfico hasta extremos no siempre reconocidos. Lo cierto es que, gracias a la difusión indirecta de su legado a través de una serie de autroproclamados herederos afincados en Hollywood (Coppola, Scorsese y Lucas en particular), el cine tal y como hoy lo concemos, tanto en su vertiente etiquetada de comercial como en la de autor, está firmemente cimentado en su estilo único, lleno de ruido y de furia.

Kurosawa nació en 1910 en Tokyo, en el seno de una familia relativamente acomodada. Interesado por las bellas artes, comenzó una prometedora carrera como dibujante y pintor, hasta que, tras varias desgracias familiares (su hermano Heigo, influencia decisiva para él, se suicidó dejándole un considerable y reconocido trauma), comenzó a trabajar como asistente de dirección en prácticas. Su primera película en solitario, Sensuro Sugata (1943), basada en un best seller de artes marciales, fue un gran éxito a pesar de ser considerado por las autoridades niponas “demasiado occidental”. A partir de entonces dirigiría con regularidad, sufriendo altibajos de aceptación popular, hasta que en 1951, siendo ya un cineasta consagrado en su país, participó en la selección oficial del festival de Venecia con una película llamada “Rashômon”. Hay que aclarar al respecto que en aquella época que un filme japonés se incluyera en una de las grandes manifestaciones cinematográficas mundiales era una excentricidad mayúscula. Contra todo pronóstico, “Rashômon” fue un bombazo, ganando el León de Oro en medio del aplauso general: después vendría un oscar especial como mejor película extranjera (la categoría oficial aún no existía), que inauguraría una auténtica fiebre mundial por el cine japonés, hasta entonces completamente ignoto fuera de sus fronteras. Vista hoy, “Rahômon” sigue siendo una obra maestra indiscutible. Tanto por su parti pris narrativo, magníficamente llevado a buen puerto (una misma acción es narrada en varias ocasiones, desde diferentes puntos de vista) como por la increíble fuerza que destilan sus imágenes. Sus obras posteriores a lo largo de década y media, incluyendo “Vivir”, “Los siete samurais”, “Trono de sangre” (quizá, junto con “Campanadas a medianoche” de Orwon Welles, la mejor adaptación cinematográfica de Shakespeare de todos los tiempos), “La fortaleza escondida” (obra menor cuya historia sería después calcada por George Lucas en “Star Wars”) o “Barbarroja” seguirían cosechando premios y profundizando en el peculiar y paroxístico estilo de puesta en escena de Kurosawa, en el que la violencia parece tomar un papel creciente, hasta llegar a límites por aquel entonces rayanos en lo insportable. Con la experimental “Dodes’ka-den” (1970) llegó el gran fracaso que lo llevó a una tentativa de suicidio y una depresión de la que se recuperaría gracias al éxito de “Dersu Uzala” (1975): considerado ya un gran maestro maduro, triunfaría como obras tan portentosas como “Kagemusha” (Palma de Oro en Cannes en 1980) o “Ran” (1985). Sus últimas películas, como “Rapsodia en agosto” (1991) o “Madadayo” (1993), en cambio, fueron recibidas con absoluta frialdad y no supusieron un colofón a la altura de las circunstancias.

De los tres grandes maestros japoneses (los otros dos serían Mizoguchi y Ozu), Kurosawa era sin duda el más occidental, lo que para él supuso un arma de doble filo: sus audiencias fueron más amplias que las de sus compañeros de podio, pero también recibió múltiples críticas no sólo dentro de su país, sino también fuera. El mismísimo Jacques Rivette anteponía en sus preferencias al para él más auténtico Mizoguchi, cuya delicada poesía era en general más del gusto de los chicos de la Nouvelle Vague (en realidad, las historias de fantasmas y familias desmembradas de Mizoguchi estaban tan influidas por la cultura y los directores occidentales como los samurais de Kurosawa), mientras que por ejemplo Andreï Tarkovski citó “Los siete samurais” entre sus diez películas favoritas, y se refirió públicamente al japonés como uno de los artistas más grandes de su tiempo.

Perfeccionista hasta la médula, el proceso de creación de sus películas incluía siempre la definición de estrictos y detallados story boards, que conforman la parte del león de la exposición de la Alhóndiga. Obras con completa entidad artística por sí mismas, los bocetos poseen una notable belleza. Un aspecto curioso es, sin embargo, que las películas de Kurosawa, como las de todos los grandes directores (Godard dixit) son antipictóricas, porque sus imágenes poseen una cualidad de una naturaleza completamente distinta a la pintura, un tipo de energía de la que hasta ahora solamente el cine (y en contadas ocasiones) ha sido capaz.

Como complemento a la exposición, la Alhóndiga ofrece talleres para niños y jóvenes, una mesa redonda, una conferencia a cargo de la inefable Isabel Coixet y un extraño e inconexo ciclo de cine que no sólo incluye un par de obras del maestro, sino también películas de otros directores, se supone que con el fin de rastrear sus influencias. Proponemos, como alternativa después de acercarse al antiguo almacén de vinos para ver esta “La mirada del samurai”, correr al vídeoclub más cercano y alquilar, por ejemplo, “Rashômon”. Bastará tener los ojos bien abiertos para comprobar que los cineastas más modernos de hoy en día deben todo lo que son al gran Kurosawa, aunque muchos de ellos ni siquiera lo sepan.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Poesía


Parece que la mayor parte de los estrenos de lo que se vio en el último festival de Cannes se concentra en el finald el año. De todo el lote, quizá la que más desapercibida ha pasado es “Poesía”, dirigida por el surcoreano Chang Dong-lee, que en el certamen de la Costa Azul obtuvo el premio al mejor guión y era una de las favoritas de la crítica.

“Poesía” está dirigida con gusto y aplomo, aunque precisamente sea su guión lo que a mi entender presenta ciertas debilidades. Así, es cierto que los lugares comunes se visitan de vez en cuando en esta historia de una anciana de clase trabajadora enfrentada a unas circunstancias terribles mientras trata de hacerse con las claves del prisma poético de la existencia. Sin embargo, el aburrimiento o la irritación no hacen acto de presencia gracias al limpio trabajo de Chang Dong-lee, excelente narrador que además posee un estilo visual más que decente y es capaz de hacer que la película sobrevuele las minas mortales integradas en el texto, haciéndola llegar ilesa hasta un final redondo.

Pero, sobre todo, recomendaría el visionado de “Poesía” por una razón de peso. Se trata de su protagonista, una mujer bellísima y una actriz fantástica llamada Jeong-hee Yoon, fascinante y conmovedora en cada plano de la cinta.

Todo un personaje


Crítica de arte que publiqué el mes pasado:

El Museo Reina Sofía (MNCARS) de Madrid dedica una exposición al cineasta e inventor granadino José Val del Omar, rara avis de la creación cinematográfica española generalmente asociado a las vanguardias. Su obra, tan exigua como inclasificable, comparte espacio con la bella sorpresa de una sala dedicada al estudio del artista que ofrece una ventana a los vericuetos del proceso creativo.

Todo un personaje

José Val del Omar (Loja, Granada, 1904-Madrid, 1982) fue probablemente el ovni más extravagante que ha surcado jamás el grisáceo firmamento del cine ibérico. Olvidada durante mucho tiempo y después periódicamente reivindicada por estudiosos, historiadores y admiradores varios, su figura posee como mínimo la magnética aura del corredor solitario. Se lo ha llamado genio incomprendido y se ha subrayado una y otra vez lo indignante del ostracismo al que se condenaron sus logros. Y, sin embargo, hay que decirlo todo: cuando uno accede a su obra, de entre las múltiples sensaciones e ideas que este reducido corpus genera puede destacarse la sospecha de que, por decirlo de algún modo, él mismo fue determinante en la configuración de su propia suerte. Parece difícil pensar que los esfuerzos de Val del Omar estuvieran dirigidos a la gloria y la fama internacional, y cabe en cambio imaginarlo feliz sumido en el trabajo arduo y minucioso de su estudio doméstico. Fusión perfecta –e insólita- entre el místico y el técnico, irremediablemente individualista por tanto, su propia naturaleza lo abocaba a la sombra. Pero conviene que vayamos por partes.

Val del Omar estuvo siempre interesado en la luz y la imagen: se cuenta que ya de niño realizaba proyecciones del reflejo de cristales sobre pantallas planas, ayudado por linternas y otras pequeñas fuentes de luz. Al igual que Luis Buñuel, realizó en el París de los años 20 y 30 sus primeros intentos cinematográficos, con resultados bastante poco satisfactorios. Haciendo un inciso, se ha comparado –erróneamente, en opinión de quien esto escribe- a ambos cineastas, e incluso se ha inscrito a Val del Omar en el grupo de los surrealistas. En realidad hay poco del espíritu iconoclasta, de la violencia expresiva del surrealismo en la obra del granadino, a pesar del leve aliento romántico y la exaltación e la irracionalidad que pueda detectarse en ella. En todo caso, la fascinación por la imagen fue una constante en su carrera, y se vio acompañada por un afán proselitista: en su periodo como artífice y participante en la misiones pedagógicas del gobierno de la República, proyectaba a los campesinos películas de Chaplin, como recoge la exposición del MNCARS. De esta época datan sus documentales sobre los distintos territorios a los que lo llevaba la actividad misionaria, de los cuales gran parte se ha perdido. Tras la guerra civil sería cuando emprendió la porción más conocida de su obra, tres cortometrajes no narrativos, realizados de manera muy espaciada a lo largo del tiempo: Aguaspejo granadino (1953-1955), quizá el más interesante, pone en escena una sucesión de pequeños experimentos audiovisuales en el escenario de la magnífica ciudad andaluza, donde la Alhambra despliega su misterioso encanto. Fuego en Castilla (1958-1960) es un extravagante y algo esteticista ensayo sobre las posibilidades de la luz proyectada sobre las estatuas religiosas de madera policromada de Juan de Juni y Berruguete, que representó la ocasión en que durante su vida el creador estuvo más cerca del reconocimiento a gran escala: el trabajo participó en la sección de cortometrajes del festival de Cannes de 1961, logrando el premio de la Comisión Superior Técnica, lo que no deja de ser meritorio (e irónico) teniendo en cuenta que se había realizado con una vetusta cámara de la época del cine mudo. Por fin, Acariño galaico (de barro) -iniciada en 1961 y no completada hasta los años 90, una vez fallecido el director- presenta las formas arquitectónicas bajo ángulos que resaltan su monumentalidad, en una experiencia de voluntad tridimensional. Entre los rasgos de estilo identificables en todos estos trabajos destaca un minucioso y prolijo diseño de sonido, junto con un tratamiento visual cercano al expresionismo. El autor los reuniría más tarde bajo la etiqueta común de Tríptico elemental de España, con el hilo conductor de los tres elementos, agua, fuego y tierra respectivamente. Haciendo un esfuerzo para establecer nexos, podría concluirse que el perfil artístico de Val del Omar no estaría muy lejos de otros cineastas poéticos con tendencias místicas como un Tarkovski o un Paradjanov, o incluso, estirando la goma de las referencias, de un Mizoguchi. Sin embargo, desgraciadamente, todos estos autores alcanzaron un mayor ajuste entre la ambición de sus propuestas y los resultados materiales en celuloide.

La exposición del Reina Sofía incluye, como era de esperar, proyecciones de todas estas obras, recreándose el recurso del “desbordamiento” (que da título a la muestra) ideado por Val del Omar mediante varios proyectores concurrentes, junto con otros de sus experimentos sinestésicos; digamos que, hoy en día, estos efectos impresionan más bien poco. También comparecen piezas menos conocidas como unas interesantes tomas de los años 60 en 35mm donde grupos de turistas llegan a la Alhambra, notables como curiosidad de indudable valor documental. Pero la principal aportación del evento, donde contra todo pronóstico aparece concentrada la mayor parte de su poesía, es el mismísimo estudio de trabajo de Val del Omar, traído pieza por pieza desde la antigua casa del artista. Es imposible evitar el asombro más gozoso ante esta colección de cámaras, fotogramas, bobinas y otros instrumentos de trabajo, ante esta heterogénea batería audiovisual cuidadosamente almacenada en funcionales mesas y estanterías. El espectador olvida de inmediato su naturaleza de recreación, como la olvida cuando llega a las ruinas prehispánicas de Teotihuacán. De pronto, se comprende mucho más de lo que la obra final lograba revelar, y el carácter complejo, fascinante y acaso algo huraño de Val del Omar se presenta ante el visitante con plena nitidez, como una revelación. Se agradece, por infrecuente, una aproximación tan emocionante al verdadero misterio de la creación y la personalidad humanas.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Biutiful


No nos engañemos. El motivo de que “Biutiful”, de Alejandro González Iñárritu, sea una mala película –una película horrenda, en realidad-, no tiene nada que ver con el hecho de que su registro melodramático llegue a revolcarse por el fango de lo ridículo y lo previsible durante toda su segunda mitad, tras una larga y tediosa exposición del conflicto central y los periféricos. A fin de cuentas, lo mismo ocurre con casi todas las películas de Lars Von Trier, y eso no evita ni por asomo que a menudo se trate de grandes obras. Yo tampoco cargaría las tintas con su miserabilismo de postal, su conciencia social de salón y su cursilería esotérica. Hasta el sustrato ideológico más débil es capaz de producir una pieza artística decente.

El problema de “Biutiful” es el mismo que tiene todas las malas películas, sin excepción: que está muy mal dirigida. La puesta en escena de Iñárritu es de una torpeza tal que se regodea en su propia inanidad, y llega a hundir incluso las buenas ideas del guión (que las tiene, como el encuentro entre el protagonista y el cuerpo embalsamado de su padre, masacrado por unas atroces planificación y utilización de la música).

Por lo demás, muy poco se puede decir de este engendro, salvo que por momentos su visionado se me hizo literalmente insoportable. Bueno, sí, hay algo que se puede decir de ella, algo que habría que tener muy mala idea para no mencionar: que Javier Bardem es un actor enorme, que sería capaz de salir indemne de la caída de Constantinopla. Lo suyo en esta película roza el heroísmo: es una lástima que no tenga a mano una causa mejor.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Realismo


Cuando, en 1950, Luis Buñuel dirigió “Los olvidados”, se encontraba en una situación delicada. Veinte años después de hacerse un nombre en la escena vanguardista francesa gracias a dos películas surrealistas escritas en colaboración con Dalí, se lo respetaba como una especie de antigualla de otro tiempo; había tenido que exiliarse tras la guerra civil española, para recalar en México, donde un encargo alimenticio protagonizado por Jorge Negrete y Libertad Lamarque había funcionado mediocremente a nivel comercial y artístico. Nadie esperaba gran cosa de él: de hecho, “Los olvidados” apenas duró unos días en las pantallas mexicanas, y el director recibió todo tipo de insultos por ella. Hasta que se estrenó en el festival de Cannes, donde constituyó un bombazo: Buñuel no sólo ganó con ella el premio al mejor director, sino que fue de nuevo catapultado al primer plano de los autores mundiales. El escándalo también ayudó.

Sesenta años después de todo esto, la Filmoteca programó “Los olvidados”, y el pase se produjo a sala repleta. Al terminar, como muchos otros de los presentes, aplaudí con ganas.

Muchos han dicho que “Los olvidados” es la mejor película de Buñuel. Es difícil sostener racionalmente una afirmación tan subjetiva; en cualquier caso, aunque hay quizá películas suyas que me gustan aún más (bueno, al menos una: “Viridiana”), sí es cierto que se trata de su película más redonda. Todos sus elementos funcionan a la perfección, y de un modo canónico. El guión es un ejemplo de progresión dramática, de narración y construcción de personajes. Los actores están muy bien, lo que no siempre era el caso de las películas mexicanas de Buñuel. La fotografía de Gabriel Figueroa es una obra de arte, sobre todo porque el director aragonés se ocupó a fondo en controlar la empalagosa tendencia esteticista del imaginero mexicano. Pero, evidentemente, lo mejor de todo es la puesta en escena, de una garra asombrosa, que deja al espectador pegado al asiento. En el cine mundial, sólo se me ocurre otro caso comparable en cuanto a la energía algo crispada del plano, y es Akira Kurosawa.

He leído en Wikipedia que “Los olvidados” se adscribe al neorrealismo italiano. Menuda sandez. Buñuel no tenía apenas que ver con los neorrealistas, ni siquiera con los mejores de entre ellos (Rossellini, por ejemplo, cuya “Roma, ciudad abierta” detestaba). El no pretendía retratar un determinado contexto socioeconómico, aunque por supuesto este retrato resulte de una acerada precisión. Su lupa estaba orientada hacia los recovecos más oscuros de la mente, y son otros conflictos –el impulso sexual y la muerte, los mecanismos edípicos- los que se sitúan en primer plano. Ocurren en “Los olvidados” cosas tremendas, que incluso hoy en día resultan por momentos inasumibles; es de esperar que hace seis décadas resultaran aún más impactantes. Cuanto más alucinada resulta la historia, más lo atrapa a uno. El sueño de Pedro, todas las escenas que éste comparte con la madre que no lo quiere, el encadenado final del rostro de Jaibo con el perro sarnoso que avanza por el arroyo, son momentos de una fuerza subliminal extraordinaria, jamás repetida. Todo este material está empastado por un realismo descarnado que no tiene nada que ver con ese pequeño arte miope y mezquino que ha marcado toda una tendencia de la que, tras Italia, el Reino Unido tomó un relevo que aún hoy aferra con orgullo.

Sesenta años después, “Los olvidados” sigue llevando intacto su mensaje sobre la vida y la muerte, sobre todo lo terrible y auténtico que hay en el mundo. ¿Eso es realismo? Pues sea.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Rara poesía


Hay que decirlo ya: “Uncle Bonmee, que recuerda sus vidas pasadas”, de Apichatpong Weerasethakul, es la película más marciana que se ha integrado en el circuito mainstream en mucho tiempo. Hay que verla para creerla: reencarnaciones, muertos que se aparecen, hombres-mono a los que les brillan los ojos, sexo entre princesas desfiguradas y siluros, desdoblamiento del espacio-tiempo, eutanasia sobrenatural… Todo esto y mucho más convive en esta película cuyo inmoderado lirismo le valió una Palma de Oro en Cannes a la que, digan lo que digan algunos empeñados en desinformar, era una de las máximas favoritas desde su misma presentación en el festival (y aún antes). Por lo que a mí respecta, admito que, mientras la veía, la fascinación se alternaba con el desconcierto más absoluto. Pero tampoco en ese último caso la película dejaba de intrigarme: ni un segundo de aburrimiento, me hizo pasar este “Tio Boonmee”.

De todas las bellísimas escenas que contiene, sin duda destacaría una que sucede hacia el principio, una cena familiar durante la que se suceden dos apariciones sublimes. Primero está la muerta que se materializa mediante un sencillo fundido (recurso que hace décadas que cayó en desuso para representar las apariciones espectrales), provocando un instante de pánico previo a la natural aceptación del evento, y después el hijo perdido transformado en hombre mono, cuyo outfit recuerda a las caracterizaciones de Paul Naschy allá por los años 70, lo que, en contraste con la serenidad de su voz y el tratamiento plástico dispensado por la puesta en escena (encuadres, iluminación), genera una forma de poesía tan inesperada como intensa.

Recomiendo ver “Uncle Boonmee, que recuerda sus vidas pasadas” a todo aquel interesado en contemplar algo distinto, que presenta todos los signos de lo nuevo, lo nunca visto, pero en realidad basa su triunfo final en algo tan viejo como el cine mismo: la aplicación de un auténtico sentido de la puesta en escena al material manejado.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Placer culpable invernal


No sabría decir por qué, pero, desde que vi por primera vez "Las canciones de amor", película dirigida por Christophe Honoré en 2007, me acuerdo de esta película en cuanto llega el invierno. Lo que de verdad me apetece es verla en casa, en la pantalla televisiva (¡yo! ¡que por lo general no tengo ningún interés en ver películas fuera de la sala oscura!), tumbado en el sofá y con una taza de algo en la mano. En plan tópico total, vamos.

Lo mejor de todo es que la película en cuestión es de una calidad más bien discretita: ni siquiera es lo mejor que ha hecho Honoré, un director mediano cuyo mejor trabajo es su valiente versión de La princesa de Clèves llamada "La belle personne".

Está claro que "Les chansons d'amour" me interesa y me atrapa por causas totalmente extracinematográficas. Quizá sea porque se trata de uno de los últimos musicales decentes que se han producido, y que el musical es el género más apropiado para estas fechas. Quizá sea por la amable melancolía que hay en él. Quizá por lo guapo que es todo el mundo que sale en ella. O quizá por lo bonita que sale París, que en invierno es una ciudad maravillosa se mire por donde se la mire. El caso es que me viene de inmediato el recuerdo de un invierno en el que trabajé en la capital francesa, y cuando salía a la calle en el barrio residencial de Neully-sur-Seine me maravillaba al sentir cómo el olor a leña de las chimeneas perfumaba el aire de la ciudad. Imagen bastante cursi, lo admito, pero completamente real.

Pero, vamos, se me ocurren placeres culpables mucho peores que una película de Christophe Honoré. Y que canciones como ésta:

http://www.youtube.com/watch?v=h_d3fqMH58s

jueves, 25 de noviembre de 2010

Pasión


No todos los días se tiene acceso a una obra maestra. Ojalá.

El Círculo de Bellas Artes –que es, por cierto, uno de mis lugares favoritos de Madrid: creo que es imposible sentirse angustiado o verdaderamente deprimido en su interior- ha programado, con la excusa de un homenaje a Walter Benjamin, un ciclo compuesto de un puñado de piezas magistrales del cine mudo. La más publicitada es la última versión de “Metropolis” de Fritz Lang, quizá la película silente más conocida y apreciada por el mainstream desde que en los 80 se estrenara una criminal versión coloreada, con música de Giorgio Moroder y Freddie Mercury. Pero la gran joya del ciclo era, para mí, “La pasión de Juana de Arco”, de Dreyer.

Ver esta “Juana de Arco” en 2010, en una sala de cine decente, es un lujo al que nadie debería renunciar. Cada plano de esta película podría ser considerado en sí mismo una obra de arte, y la sucesión de todos ellos deja al espectador aún más mudo que la propia cinta. Aquí se cumple perfectamente la aspiración que en mi opinión debería tener toda película que vea la luz, y es la de hipnotizar al espectador mediante el empleo único y exclusivo de las imágenes. El arte de Dreyer es, en efecto, una derivación de la hipnosis, y aquí la depliega con una seguridad pasmosa. Por otra parte, hoy en día, cuando el cine resulta casi siempre un modo de expresión prematuramente maduro, en el que la experimentación casi parece haber perdido toda apreciación del público en general y los expertos, en el que todos tenemos muy clarito qué puede y no puede hacerse cabalmente, la radical apuesta dreyeriana resulta –es de esperar- infinitamente más revolucionaria de lo que fue en su mismísima fecha de estreno. Para quienes no la hayan visto o no sepan gran cosa de ella, diré que toda ella está formalmente basada en los primeros planos, que hay escasísimos planos de conjunto o tomados con cierta distancia, casi todos ellos breves pero muy expresivos travellings laterales. El rostro humano casi siempre ocupa toda la pantalla (a menudo desde unos ángulos y en unos encuadres inimaginables por cualquier director sensato), y detrás de él no hay otra cosa que una blancura deslumbrante, que remite tanto a la luz divina como a la propia pantalla de cine, vacía de imágenes. Por otra parte, el guión sigue paso por paso la transcripción oficial del proceso seguido contra la doncella de Orléans, un tema sobre el papel más bien árido, pero que por obra y gracia de Dreyer se convierte en el más apasionante del mundo.

La interpretación de la actriz protagonista, Renée (Maria) Falconetti –a la que después no se volvió a ver en una pantalla- sólo puede calificarse de alucinante, porque se presenta ante el espectador con la cualidad al mismo tiempo patente y movediza de una alucinación. Cada vez que una lágrima rueda por su mejilla, cada vez que sus labios se contraen ligeramente o que sus ojos se elevan reproduciendo los signos típicos de la iluminada, el espectador queda arrollado por la emoción. Al menos, este expectador.

Quien no ha visto “La pasión de Juana de Arco” en una sala oscura no sabe lo que de verdad puede ser el cine. O, mejor aún, lo que de hecho es.

lunes, 22 de noviembre de 2010

¡Francisco Regueiro está vivo!


Hablábamos hace poco de herederos berlanguianos, y allí salía el nombre de Francisco Regueiro, uno de los directores de cine españoles más insólitos y personales. El otro día fui a la Filmoteca en teoría para ver una de sus películas, “Amador” (1966), y una vez allí me encontré con que en realidad aquello era la clausura de un festival de cine llamado Madridimagen, con lo que tuve que tragarme el consiguiente coñazo de ceremonia de entrega de premios tipo “segunda mención honorífica a la mejor dirección de fotografía novel en una película dirigida por un estudiante de tercer año de una escuela de cine nacional”. Todo ello amenizado por una muchacha que cantaba tanto estándares de jazz como boleros, no se sabía muy bien por qué.

Bueno, el caso es que en un momento dado entregaron un premio nada menos que al mencionado Francisco Regueiro, de quien yo pensaba –admito mi lamentable error- que estaba muerto, ya que hace década y media que no dirige una película. De muerto nada, ya que se presentó a recoger su premio con apariencia de poseer una salud impecable, e incluso proporcionó al evento su preceptivo momento de elevada carga emocional. En cuanto a los motivos por los cuales este señor no está en activo, pues ni idea. En realidad, se trata de un muy buen cineasta, autor de películas tan meritorias como “Padre nuestro”, “Diario de invierno”, “Madregilda”, “Las bodas de Blanca” o la hilarante “Duerme, duerme mi amor”, que contiene un sencillo gag visual que en su momento me provocó una carcajada feroz e irreprimible, como si acabaran de pulsar algún tipo de resorte en mi interior (en ese gag, una anciana enseña una fotografía suya encaramada en la copa de un árbol).

Regueiro es uno de los poquísimos directores españoles de toda la historia con algo que decir y una manera personal de decirlo. Prácticamente el único que ha sabido llevar con dignidad al medio cinematográfico un género exclusivamente español, el esperpento, que Valle-Inclán convirtió en una obra maestra literaria que después ha servido de pasto para todo tipo de mediocridades. Las películas de Regueiro son imperfectas y a menudo presentan serias descompensaciones, pero también seducen y fascinan. Su Gran Tema, el asesinato del padre (o de la madre), aparece desarrollado a lo largo de su carrera como un prisma, que muestra cada vez una o varias de sus facetas. Creo, además, que es uno de los pocos autores que de verdad quedan por descubrir.

En cuanto a “Amador”, me temo que no se encuentra entre sus mejores trabajos, aunque también presenta sus puntos fuertes. Sobre todo está su rareza en el cine español de la época. En ella, un pobre psicópata asesino de mujeres, patológicamemente inmaduro y dominado por su tía (gran María Luisa Ponte), con la que mantiene una relación semiincestuosa, viaja a Torremolinos con la idea de hacerse con una americana vieja y rica y se enamora de una chica liberada (para los cánones españoles de la época), con catastróficas consecuencias. El protagonista, Maurice Ronet, era uno de los galanes franceses de la época, que lo mismo hacía una película de Louis Malle que se dejaba ver al lado de Sara Montiel en una de sus entregas de musical kitsch. Aportaba a la película su dosis de cosmopolitismo, haciéndola más rara aún.

Como conclusión, me alegré por el premio a Regueiro, y por comprobar además que estaba vivito y coleando. Ahora sólo hace falta que dirija alguna película para que la felicidad sea completa.

Toro salvaje y Scorsese


El domingo pasado, la Filmoteca programaba nada menos que “Toro salvaje” (1980), de Martin Scorsese. La cola para entrar salía a la calle y daba la vuelta a la manzana. Sala llena, por supuesto.

Ver “Toro salvaje” hoy en día es sobre todo un acto doloroso. Verla duele tanto no porque uno empatice con las tremendas hostias que le dan al protagonista cuando sube al ring (que también), sino porque el alma se cae a los pies al admitir que el director de esta película es el mismo que décadas más tarde firmaría las mortuorias imágenes de “El aviador” o “Shutter Island”.

En su momento, Robert de Niro recopiló un Oscar al mejor actor y toda clase de ojos en blanco por su labor en esta “Toro salvaje”, convirtiendo su tuneada nariz de boxeador y la proeza física de engordar y adelgazar como cuarenta kilos para meterse en la piel del púgil protagonista casi en un emblema, un símbolo de la Gran Interpretación Naturalista Americana. Su trabajo es bueno, pero tampoco me parece para tanto. Lo mejor de la película está en la labor de puesta en escena, un trabajo muy poco convencional de Scorsese que renuncia a lo novelesco y casi a lo narrativo, a todo énfasis sentimental dirigido a la captación empática del espectador. Por momentos, “Toro salvaje” parece casi una película de Maurice Pialat: incluso la interpretación de Cathy Moriarty, en el polo opuesto de la intensidad de De Niro y Joe Pesci, estaría en la misma frecuencia de onda de las heroínas pialatianas. Lo que es curioso, porque si ahora sabemos que Moriarty tiene un vozarrón tremendo, en la película (que fue la primera que protagonizó, con veinte años) habla siempre con una vocecita de adolescente. En todo caso, su trabajo es otro de los principales atractivos de la película.

Hablaba de la renuncia al énfasis de Scorsese. Que no se me entienda mal: el estilo de dirección del autor de “Taxi driver” es, del primer al último plano, puro énfasis, con toda su batería de ralentís, planos-secuencia, ángulos rebuscados y efectos de iluminación. Pero todo ello está dirigido a crear una determinada atmósfera, a servir casi como metodología de hipnosis, no a la lamentable tarea de informar al espectador cuáles son los momentos cumbre en la vida del protagonista, a qué referencias emocionales y narrativas debe atenerse como un náufrago a su balsa. Manetener esa apuesta siempre al límite no es nada sencillo, y en “Toro salvaje” Scorsese lo hizo, y por supuesto ganó. Es una lástima que a partir de cierto momento renunciara a seguir de lleno en este apasionante doble o nada. Sus películas posteriores, sin excepción, serían mucho más convencionales, aunque aún sería capaz de, dentro de estos nuevos parámetros, hacer grandes cosas como “Jo, qué noche”, “Uno de los nuestros”, “La edad de la inocencia”. Eso sí, después de “Casino” no reconozco en él nada de lo que me gustaba en su estilo, que se ha convertido en una autocaricatura, una fórmula que genera productos perfectamente estandarizados y sin ningún sabor ni aroma. Es decir, justo lo contrario de “Toro salvaje”.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Copia certificada: Kiarostami a medio cocer


El nombre de Abbas Kiarostami, uno de los grandes directores de cine surgidos en el mundo en los últimos treinta años, debería ser motivo suficiente para llevarnos a las salas. Incluso cuando, como ocurre esta vez, presenta una propuesta a medio cocer.

Copia certificada” empieza muy bien, continúa con altibajos y termina generando un cierto sentimiento de frustración en el espectador. La reflexión sobre la diferencia entre el original y su copia, sobre las cualidades intrínsecas de la reproducción, en el arte y en la vida, resulta a veces demasiado discursiva, a pesar de que algunos recursos dramáticos puestos en acción consiguen evitar casi siempre el tedio. Por otro lado, su salto narrativo y de tono, que divide la película en dos mitades como ocurría por ejemplo con “Mulholland drive” de David Lynch o “Tropical malady” de Apichatpong Weersaethakul, y que como ellas obliga al espectador a replantearse lo visto hasta el momento para enfrentarlo a cuanto ha de presenciar a continuación, no carece de atractivo aunque también presente ciertos signos de convención que le restan efectividad. Sin embargo, la capacidad de Kiarostami para componer el plano, para ofrecer momentos que combinan la verosimilitud naturalista con una cualidad digamos espiritual, se mantiene intacta y brilla en momentos como las conversaciones entre los protagonistas en la mesa de un restaurante, en un pequeño café, en un coche en movimiento. Luego están, claro, los primeros planos dispensados a Juliette Binoche, que recibe ni más ni menos que el tratamiento que merece, es decir, el de una estrella dotada de una fotogenia arrolladora. Binoche está fantástica en cada minuto de la cinta: haría falta ser de piedra –o bien llamarse Gérard Depardieu- para no sucumbir a su encanto. Se comprende el premio de interpretación recibido en Cannes por esta película imperfecta pero a menudo cargada de vida, y sobre todo de una notable sofisticación.

NOTA: El sencillo pero muy bonito (y muy francés) vestuario que Bioche viste en pantalla es obra de Albert Elbaz para Lanvin. No está mal para un director de cine iraní que a menudo ha sido tratado con cierta displicencia como supuesto representante de una forma de arte y una estética intrínsecamente tercermundistas.

lunes, 15 de noviembre de 2010

De Berlanga


Por si hay alguien que no se ha enterado todavía (cosa que dudo), acaba de morir Luis García Berlanga, director español de cine con muchísimo predicamento dentro de nuestras fronteras y prácticamente ninguno fuera de ellas. Entre las cosas que se han dicho, destacaría la afirmación de Alex de la Iglesia, según la cual Berlanga era más grande que John Ford o que Dreyer (pues vale), y la de Juan Cruz, que hablaba en una columna del El País de “ese hallazgo suyo del plano secuencia”, como si los planos secuencia no llevaran utilizándose desde los tiempos del cine mudo. Berlanga ni siquiera fue el primer director que hizo del plano secuencia su sello de fábrica. Dejémoslo en que sabía hacer un buen empleo de este recurso.

En realidad, Berlanga dirigió dos grandes películas "Plácido” y “El verdugo”), una muy buena (“La escopeta nacional”), unas cuantas bastante agradables de ver, alguna más aburridilla y también otras más bien lamentables. Coincido con Carlos Boyero (hecho increíble) en que sólo por las dos primeras ya merece cierta gloria, pero sería bueno no sacar las cosas de quicio al respecto. Lo que sí es cierto es que Berlanga es el director español que más ha influido en los cineastas de su propio país (a los de fuera no les ha influido en absoluto, porque no lo conocen), pero, con la excepción de Almodóvar, ninguno de sus muchos discípulos ha llegado a hacer gran cosa con la herencia recibida, lo que es una lástima. Quizá Fernán-Gómez en sus mejores momentos. O Francisco Regueiro, que dirigió a finales de los 70 alguna cosa berlanguiana bastante interesante, como la insólita “Duerme, duerme, mi amor”. Y, siendo generosos, el Fernando Trueba de “Opera prima”, “El año de las luces” y “Belle époque”. Poco más hay de rescatable.

El pasado domingo, La 2 de TVE emitió un pesadísimo y complaciente documental llamado “Por la gracia de Luis”, donde lo que se hacía básicamente era entrevistar a gente que decía una y otra vez lo genial que era el director valenciano, sin que nunca quedara demasiado claro en qué se materializaba esta supuesta genialidad. Bastante más sustancioso se prevé el homenaje que se le rendirá esta noche en el mismo canal, que dedica su prime time a la magnífica “Plácido”. Disfrutar de la que posiblemente sea la pieza más redonda de Berlanga me parece el mejor homenaje que se le puede rendir al difunto. Al menos yo no pienso perdérmela.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Pionero audiovisual


Crítica que publiqué hace unas semanas.

El gasteiztarra Artium dedica una exposición al artista audiovisual Jaime Davidovich, que irrumpió en la escena artística neoyorquina de los 70 y 80 con The Live! Show, un apasionante experimento televisivo que se apropiaba de las constantes formales habituales en los mass media con un enfoque de distancia irónica, mientras ofrecía contenidos de cierta enjundia temática acerca del medio artístico. El resultado abría el camino de una curiosa fusión entre underground y mainstream que, lamentablemente, no muchos han transitado después.

Pionero audiovisual

Aunque no puede decirse de él que se haya una celebridad como otros de sus compañeros de generación y experiencias underground, el artista argentino Jaime Davidovich (Buenos Aires, 1936) es sin duda un personaje “importante”, en el sentido de que ha alcanzado un lugar indiscutible en la historia de la construcción de la imagen en los medios audiovisuales. Fuertemente influido por el icono pop avant la lettre de Eva Duarte de Perón, figura omnipresente en la Argentina de los años 40 (periodo clave que coincidió con la infancia del artista), Davidovich sería después capaz de destilar del mito viviente toda su esencia teatral, sobre la que erigir un lenguaje audiovisual dirigido tanto a las masas como a las elites.

Tras formarse como artista en su país natal y en Uruguay, se asentaría en Nueva York, donde completó su formación y desarrolló su carrera profesional. Inicialmente interesado por la pintura (e influido por el expresionismo abstracto, sobre todo), pronto se aproximó a las vías iniciadas por el surcoreano Nam June Paik con el uso de la cámara de vídeo portátil con finalidades expresivas, y se sumó al reducido grupo de los pioneros del vídeoarte a principios de los años 70, primero a través de obras en formato monocanal, para después progresar hacia el campo de la vídeoinstalación, estructuralmente más compleja. Estos trabajos, junto con sus tape projects -cuadros e intervenciones en espacios diversos realizados mediante el empleo de la cinta adhesiva- lo convertirían en un creador relativamente reconocido en la época.

Pero Davidovich debe la mayor parte de su significación al paso decisivo que dio al abrazar con entusiasmo el medio de la televisión por cable, en la que intuyó todo tipo de posibilidades para la difusión del arte contemporáneo. Así, fundó una institución llamada Artists Television Network, desde la que produjo, bajo el epígrafe SoHo Television, una programación que representaba un rico y variado compendio de vídeoarte, música, performances y encuentros con artistas, y que operó entre la segunda mitad de los 70 y la primera de los 80, en plena efervescencia de la escena artística neoyorquina. En este contexto tuvo particular repercusión su The Live! Show, que bajo su convencional formato cercano al magazine ofrecía un contenido vanguardista e incluso políticamente corrosivo, si se terciaba. El propio Davidovich aparecía ente los espectadores tras la personalidad de un alter ego llamado Dr. Videovich, supuesto estudioso de los efectos adictivos de la televisión. Ocasionalmente, ofrecía a los telespectadores sus lecciones de arte, en las que se explicaba cómo emplear las técnicas tradicionales (y también algunas más modernas) en el dibujo u otras disciplinas artísticas. Con su curioso acento porteño al hablar en inglés y su tópica indumentaria de artista de manual, armado de tanto sarcasmo como jovialidad, el Dr. Videovich encarnaba al perfecto presentador posmoderno, un animal televisivo de primer orden en el que la ironía nunca rozaba el territorio del cinismo.

El principal valor de la idea de Davidovich consiste en no rechazar, sino en asumir sin complejos la naturaleza kitsch del medio televisivo, las claves de su codificación perfectamente cerrada y definida, para deslizar unos contenidos más libres y sofisticados de lo habitual. La palabra precursor se le podría aplicar sin alzar la voz, si no fuera porque, por desgracia, sus seguidores no han sido demasiados, una vez superada cierta contaminación del mainstream televisivo por la creatividad underground en los años 80 del pasado siglo. En todo caso, vista hoy, la obra televisiva de Davidovich presenta un atractivo perfil de rareza, y sobre todo despierta la añoranza ante lo que la televisión podía haber sido pero que sabemos bien que nunca llegó a ser.

La exposición dedicada a Davidovich por el Artium consigue ilustrar todo esto con su habitual competencia. Así, asistimos en esta “Morder la mano que te da de comer” a una selección representativa de mejores momentos de The Live! Show entre 1978 y 1984, que se complementan con objetos ilustrativos. Particular interés poseen el fragmento “Videokitsch Commercial” (1982) del microespacio “Video Shop”, que ofrece un delirante muestrario de objetos relacionados con la cultura televisiva, que además son expuestos junto al propio monitor de televisión. Por su carácter de documento sobre el medio artístico en la época, también destaca “Outreach: The Changing Role of the Art Museum”, parodia en la que varios tertulianos discuten sobre el papel de los museos arte. Por fin, las entrevistas con artistas de primera línea como Vito Acconci, Laurie Anderson o John Cage se distinguen por la peculiaridad de su formato. También se reserva un amplio espacio para las intervenciones con cinta adhesiva de los tape projects, incluidos varios sobre monitores de televisión que anticipan lo que está por venir en el universo de Davidovich.

Como recordatorio de las vastísimas posibilidades de la televisión en un momento en que –como predijo el propio Davidovich- proliferan los canales pero los contenidos lucen con orgullo su lamentable inanidad, la exposición del Artium merece que se le preste toda la atención. Quizá haya alguien que tome nota y sea capaz de abrir las puertas a un mejor panorama en el futuro. La esperanza, dicen, es lo último que se pierde.

martes, 9 de noviembre de 2010

Otra fobia más


El otro día leía en “El País Semanal” una entrevista bastante poco interesamnte a la dramaturga Angelica Liddel, que últimamente disfruta de cierta fama gracias a sus obras teatrales, que han despertado un revuelo moderado, como hoy es casi todo. En la entrevista, Liddel, que al parecer es aficionada al fútbol, admitía su aversión por Josep Guardiola, el entrenador actual del FC Barcelona.

Seguro que con esto me busco montones de enemigos, porque me consta que al susodicho lo venera muchísima gente –incluso alguna a la que el fútbol no le interesa demasiado-, pero lo cierto es que yo al señor éste tampoco lo trago. Su afectada y teatral humildad, sus maneras graves y circunspectas para hablar de un puñetero partido de balompié como si estuviera desvelando la fórmula para la salida de la crisis económica mundial o la esencia del pensamiento kantiano, me ponen de los nervios. Esa parsimonia en el discurso, esa mirada intensa, esa firmeza vocal combinada con un extraño y denso soniquete, como si acabara de despertarse de una siesta, casi me hacen contemplar con cariño a los zafios habituales del mundo futbolístico, a toda esa caterva de comentaristas histéricos, jugadores iletrados y presidentes con trazas de puteros. Al menos ellos no parecen presentar la ambición de hacerse pasar por lo que no son, es decir, por intelectuales de césped y puntapié. En fin, decid lo que queráis, pero no se puede comparar la inofensiva memez de un Maradona con las atacantes maneras de aprendiz de catedrático de este Guardiola. Si la versión 2.0 del entrenador mediático es ésta, yo prefería la antigua, que si algo poseía era la virtud de la autenticidad.

Quién vive ahí


Otra de las grandes cimas del kitsch televisivo español contemporáneo: “Quién vive ahí”, programa de La Sexta en el que unos pobres incautos enseñan su casa, generalmente por dos únicos motivos que pueden presentarse individualmente o en concurrencia: a) Porque de verdad están orgullosos de ella, y quieren que todo el mundo la conozca, y b) Porque lo que quieren es deshacerse del inmueble a toda costa, y el programa les sirve de plataforma publicitaria gratuita de cara a los potenciales compradores.

El programa en sí no tendría nada de especial, si no fuera por el hecho de que la mayor parte de lo que se ve en él son unas casas espantosas, decoradas con un mal regocijante mal gusto, lo que prueba una vez más que hay por ahí mucho pan acumulado en manos de quien no tiene un solo diente. También demuestra la desvergonzada incultura de la sociedad española: es bastante habitual que en las casas exhibidas haya docenas de aparatos de televisión (hasta en el cuarto de baño, he llegado a verlos), pero que no se atisbe un solo libro. Antes –en los tiempos de mis padres, sin ir más lejos- por lo menos la gente pensaba que el libro era un elemento que imprescindiblemente debía de estar presente en un hogar que se preciara, incluso aunque ninguno de sus habitantes tuviera la menor intención de leerlos. En los años 60 y 70 se vendieron colecciones enteras de tomos por metros, y las enciclopedias (mítica Durvan de lomos de color verde-escritorio-bancario) hicieron su agosto. En los tiempos de la wikipedia, en cambio, ¿quién en su sano juicio se compraría una pesada enciclopedia?

En la vida real, he visto casas infinitamente más bonitas y especiales que las que aparecen en este programa. Y a menudo (no siempre, claro) sus propietarios eran personas sin recursos económicos particularmente elevados. No siempre contienen libros, pero lo que puedo asegurar es que al menos se aprecia en ellas un mínimo sentido de la armonía, el equilibrio y la elegancia. Cosa que rarísima vez podemos ver en “Quién vive ahí”.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Viridiana: ver para creer


El diario ABC entrega cada domingo a los lectores que estén dispuestos a desembolsar un euro extra una película española. El ciclo resulta de lo más heterogéneo, ya que mete en el mismo saco una peli de Lina Morgan, una de Ozores, una de Berlanga y una de Buñuel. Hace un par de fines de semana tocó nada menos que mi película favorita, “Viridiana”, del director aragonés. Aún no he abierto el celofán del DVD: confieso que la perspectiva del reencuentro me intimida.

No exagero cuando digo que, siendo adolescente, vi “Viridiana” más de una veintena de veces, en una copia de vídeo VHS. No sabría decir con precisión lo que me fascinaba de ella, pero desde luego algo había. Como un niño cuando su padre le lee un cuento que conoce perfectamente, disfrutaba con cada réplica de un actor, con cada encuadre de la cámara, con cada minuto de su metraje, que sucedía del modo esperado y consabido.

Aunque está considerada de manera más o menos universal como una obra maestra, que ganó la única Palma de Oro de Cannes en la historia concedida a un director español, también tiene sus detractores. La principal (quizá la única) acusación seria que se le ha dirigdo es que presenta algunos simbolismos visuales de contenido religioso algo evidente, acusación que encuentro absurda. Incluso en sus momentos de mayor tosquedad, Buñuel jamás se permitió resultar evidente; críptico tampoco, por fortuna. Una corona de espinas ardiendo, un crucifijo-navaja, un tableau-vivant de La Última Cena son imágenes de una intensa fuerza gracias tanto al modo en que se escenifican como por los resortes subliminales que despiertan, pero que difícilmente pueden asociarse a una interpretación única o banal. Por otro lado, su protagonista, la maravillosa Silvia Pinal, representa un perfecto maridaje entre la crispante estupidez y el encanto más irresistible. Pero, por encima de todo, están los actores que interpretaban a los mendigos, sin duda uno de los mejores castings de la historia del cine. Mezclando actores profesionales (como Lola Gaos o María Isbert), aficionados e indigentes de verdad, Buñuel creó un grupo humano extremo de una verosimilitud asombrosa, como creo que nunca se ha vuelto a conseguir.

Por último, me gustaría mencionar que no es casual que las películas que Buñuel rodó en España, como esta “Viridiana”, sean algunas de sus mejores obras. Buñuel era al mismo tiempo español y extranjero, y eso le aportaba una rarísima combinación de conocimiento y distancia, pasión y lucidez, naturalismo y surrealismo. Creo que hay pocas películas que representen tan bien a la propia España como “Viridiana”. Lo que nuestro país era entonces (se filmó en los años 60) y lo que, mayoritariamente, nunca ha dejado de ser. “Viridiana” es el mejor equivalente contemporáneo de algunas obras de Goya. Una de las obras maestras más ricas y peculiares en las que puedo pensar.

Diré más: hay que verla para creerla.

martes, 2 de noviembre de 2010

Ántes que todo: utopías en Móstoles


Crítica de arte que publiqué el pasado mes:

Antes que todo
Centro de Arte Dos de Mayo – CA2M (Móstoles)
Del 18 de septiembre de 2010 al 9 de enero de 2011


Los comisarios Manuela Moscoso y Aimar Arriola son los artífices de una exposición que se centra en las expectativas, lo utópico y el transcurso del tiempo para dibujar un personal panorama del estado del arte a nivel estatal. El recientemente inaugurado Centro de Arte Dos de Mayo es el marco de una propuesta que presenta algunos sesgos pero que también incluye numerosos puntos de interés.

Utopías en Móstoles
Inaugurado hace poco más de dos años, y ubicado en un emblemático edificio de la población madrileña de Móstoles, el Centro de Arte Dos de Mayo es una propuesta sin duda loable y ambiciosa. Su principal objetivo es difundir el arte contemporáneo entre un público amplio, para lo cual establece una completa programación de exposiciones individuales y colectivas de artistas consagrados o emergentes, incluyendo una muestra rotatoria de los fondos propios la Colección de Arte Contemporáneo de la Comunidad de Madrid, que comprende más de 1.500 obras. Recordemos, entre los ejemplos más afortunados, la exposición de vídeoarte “Gustos, colecciones y cintas de vídeo” (2008), “Auto. Sueño y materia” (2009) o “Fetiches críticos. Residuos de la economía general” (2010). Asimismo, “Light years”, de Cristina Lucas, que mencionábamos recientemente en estas mismas páginas con motivo de su presentación en el museo Carrillo Gil de México, pudo verse antes en Móstoles, como “Cisnes y ratas”, de los siempre interesantes catalanes Marc Vives y David Bestué. Todo esto se complementa con actividades no expositivas, incluyendo conferencias, debates, talleres o ciclos de proyecciones, que aportan lustre y dinamismo al centro. Podría alegarse que tanta actividad quizá no haya tenido el impacto deseable en la sociedad: en efecto, no puede hablarse precisamente de una afluencia masiva de público, lo que se ve favorecido por la potentísima tendencia centrípeta de la actividad cultural en la región madrileña, pero tal vez se trate únicamente de una cuestión de tiempo. Al fin y al cabo, Móstoles está perfectamente comunicada por tren y metro con el centro de Madrid, desde donde el viaje puede realizarse en poco más de media hora.

En todo caso, como señalamos, la ambición del CA2M no es poca, y esto ya es una buena noticia. Lo prueba la inauguración de “Antes que todo”, exposición comisariada por Aimar Arriola (Markina, 1976) y Manuela Moscoso (Bogotá, 1978) que ocupa las cuatro generosas plantas del espacio expositivo del centro con la obra de 56 artistas, y que pretende ofrecer un panorama amplio y carente de dogmas sobre el presente del arte en el Estado español. Más interesados –según se afirma en el folleto informativo de la muestra- por las alianzas sintéticas surgidas ad hoc entre los autores que por las naturales supuestamente preexistentes, Arriola y Moscoso articulan un completo espacio de interrelaciones. Por lo que se refiere a la nómina de creadores seleccionados, resulta difícil no advertir el sesgo derivado de la mayoritaria presencia de nombres vascos y catalanes. En todo caso –aunque sin duda no están todos los que son-, no puede decirse que falten algunos de los nombres más recurrentes en cualquier revisión de la escena contemporánea estatal: entre ellos, los mencionados Bestué / Vives junto a Jon Mikel Euba, Carles Congost, Adrià Julià, Asier Mendizabal, Itziar Okariz, Esther Ferrer, Juan Pérez Agirregoikoa, Sergio Prego, Azucena Vieites o Txomin Badiola. De éste último, se obtiene un interesante complemento respecto a la exposición actual en la galería de Soledad Lorenzo sobre la que ya tratamos en estas mismas páginas hace unos días, al mostrarse más resultados de los ejercicios planteados y desarrollados en el marco del Primer Proforma del MUSAC.

Curiosamente, los artífices de “Antes que todo” afirman que la exposición se articula en torno a la noción de “expectativa”, por lo que es de esperar que forme parte del juego el levantamiento de tales expectativas con la ambiciosa –por amplia- definición conceptual del proyecto. A la hora de la verdad, lo que aporta a la propuesta la mayor parte de su interés es el modo en que las múltiples derivaciones que el concepto de la utopía han inspirado a muchos de los artistas concurrentes. En los mejores casos, se logra transmitir ideas interesantes con cierta garra visual, como ocurre con los fotógrafos Red Caballo, cuyas imágenes en los que los cuerpos se debaten en prolijos entornos urbanos presentan, sin alzar mucho la voz, algo muy parecido a un mosaico de la globalización. A su manera, también las acuarelas de Juan Pérez Agirregoikoa que deconstruyen el personaje de Nicolas Sarkozy desde el tupé hasta las alzas de los zapatos oponiendo su figura a una serie de textos y citas de Mao, André Breton, Foucault, Claudel o Pessoa giran en torno a esta cuestión, al declinar en pavorosa encarnación individual la aspiración utópica colectiva. Los diferentes dispositivos de medición seleccionados por Ignasi Alballí y diseminados por todo el espacio expositivo parecen también aludir a la naturaleza inmaterial de las quimeras, mientras que en el audio “Mucho, poco o nada”, de Tamara Kuselman, las clásicas preguntas de un test de personalidad convierten casi en objeto kistch toda una ciencia destinada a reducir la compleja psicología humana a una serie de categorías preestablecidas. Por fin, y hablando de kitsch, habría que destacar también a Carles Congost, que aplica los códigos publicitarios corporativos al tema de las exposiciones, el mecenazgo y el papel residual del propio artista dentro del teatro del mundo del arte, en un vídeo tan perspicaz como malévolo.

La cita de Móstoles no ahorra los estímulos, incluso aunque el conjunto de su propuesta pudiera resultar algo difuso o limitado. Sería reconfortante que el público respondiera a la llamada, de manera que el Centro de Arte Dos de Mayo incrementanse el número de sus fieles.

jueves, 28 de octubre de 2010

Hay más princesas que Letizia



Ahora que todo el mundo está cargando contra la serie de Letizia y Felipe, me arrepiento un poquito de mi entrada anterior. No porque odie sumarme a la corriente general (sería un iluso o sencillamente un imbécil si no me diera cuenta de que lo hago constantemente), sino porque nunca me han gustado los linchamientos. Pero, sobre todo, porque creo que a esta teleserie no se le está aplicando el mismo rasero que a otros (sub)productos televisivos españoles de su misma ralea.

Porque, a ver, ¿no era igual de zarrapastrosa, de kitsch y de involuntariamente cómica la recientísima serie sobre Raphael, que pretendía que nos tragáramos entre otras cosas que ni el cantante ni su entorno habían notado que padecía hepatitis crónica hasta la fase terminal de la cirrosis? ¿O esa mamarrachada sobre la duquesa de Alba que la convertía en una luchadora, una adalid de la libertad individual y colectiva, prácticamente una Pasionaria de la rancia nobleza ibérica? ¿Y lo de Adolfo Suárez? ¿Y lo de Alfonso de Borbón (Carmen Martínez-Bordiu forever)? Sólo hablo de lo que he visto, por supuesto: me temo que puede haber casos aún peores. En todas las miniseries españolas basadas en personajes reales se constata la misma vergüenza ajena ante unos diálogos infectos, un cursilísimo tratamiento estético y unas interpretaciones lamentables, donde ni siquiera actores competentes que han percibido un pastizal por pringarse en el asunto están dispuestos a hacer algo mejor de lo que les dicta el piloto automático.

La semana pasada me picó la curiosidad por ver "La princesa de Éboli". Tres minutos de interpretaciones histriónicas, inverosimilitudes históricas y calcos visuales de "Los Tudor" fueron suficientes. Apagué el televisor y me fui a la cama.

Hay maneras menos crispantes de perder el tiempo: al menos, Felipe y Letizia no hablaban como en los tiempos de Cifesa.

martes, 26 de octubre de 2010

Letizia y Felipe


Que no me resisto. Imagino que a estas alturas de la película el tema estará tan sobado que será un puro tópico, pero, ¿cómo no dedicar al menos una docena de líneas a la miniserie de Tele5 sobre Felipe y Letizia, el Gran Romance Español del siglo XXI?

Con la posible excepción de las series de vecinos de José Luis Moreno, la televisión española reciente no había sido capaz de parir una comedia tan hilarante. Que todo lo cómico en ella sea involuntario es lo de menos: a fin de cuentas, lo que de verdad importa es el buen rato procurado. Cuando uno admite que la mejor interpretación de la serie corre a cargo de la ínclita Amaia Salamanca ya se está dando la medida del fenómeno. Del rey-muñegote de Juanjo Puigcorbé y el risible fantoche-príncipe Felipe de Fernando Gil mejor no hablar mucho: sería robarles todo su encanto y su secreta poesía. Y la reina Sofía de Marisa Paredes merece tres hurras y unos pasos de sirtaki. Su acento –que de ningún modo es griego, pero tampoco de otro país identificable- finalmente se parece más al chispeante soniquete que proporciona una media borrachera, aunque de ello no cabe concluir que Tele5 acuse veladamente de dipsómana a la reina de todos los españoles, puesto que como es bien sabido la soberana es abstemia y de costumbres muy frugales.

Como mis costumbres son por lo menos tan frugales como la de nuestra querida doña Sofía, me retiré a mis aposentos mucho antes de que la emisión hubiera terminado. Esto no me impidió regodearme en chispazos de genio tan sublimes como el del futuro matrimonio bailando ritmos caribeños en una piji-discoteca capitalina, el príncipe henchido de gozo al ver por televisión a su amada portando los pendientes que le ha regalado -¡ataviado con un encantador chándal como de residente suburbano en día de asueto semanal!- o a una irreconocible infanta Cristina aconsejando a Felipe la mejor manera de colar el noviazgo ante “papa y mamá”. Momentazos.

Con ese panorama, ¿cómo es posible que la batalla por el share la haya ganado finalmente la soporífera historia de Viriato y la forja de la actual España con una estética de telepeplum italiano contemporáneo? ¡Vamos, hombre!

lunes, 25 de octubre de 2010

La red social: ¡la peli de Facebook!


La última película americana con aura es “La red social”, de David Fincher. Aparenetemente arrepentido de unos inicios plagados de artificio y efectismo (“Se7en”, “The Game”, “El club de la lucha”), Fincher se ha reconvertido en la última versión del Gran Narrador Americano, esa clase de autor que despliega una batería formal tan sobria como consistente al servicio de una historia cargada de significación. Es una lástima que lo que tenga que contar en sus últimos trabajos, ya adscritos a esta modalidad (“Zodiac”, “Benjamin Button”), sea tan poca cosa. Digan lo que digan, me parece que en “La red social” vuelve a ocurrir lo mismo.

La película posee una magnífica factura, y desde luego está puesta en escena con soltura y aplomo, lo que ya es mucho. Aparte, no se puede negar el interés de asistir a los inicios de un fenómeno rabiosamente contemporáneo y omnipresente como Facebook en particular, y la web 2.0 en general. Tampoco veo nada de malo en el reciclaje de Fincher, que pretende ahora pasar por una gran contador de historias. La única pega es que para ello hace falta una gran historia: no basta con la enésima variación del patito feo despechado que ansía el éxito como compensación ante el desprecio de la mujer amada. Supongo que como medio para que el espectador se identifique con su antipático personaje protagonista (que en realidad basó su triunfo en la apropiación de ideas ajenas, así como en el engaño más rastrero a sus compañeros de proyecto), la variable de la simple codicia económica queda totalmente excluida de la ecuación (lo que resulta, admitámoslo, bastante inverosímil), para ser reemplazado por la herida incurable de un amor no correspondido. La idea no carece de interés, y proporciona un inesperado trasfondo romántico a esta historia de lobos y corderos frikis, y además evita la fastidiosa necesidad de profundización psicológica, pero también lo vuelve todo un poco banal, y sobre todo nada compatible con un estilo que parece reivindicar su propio peso específico en cada plano. Por cierto, que hay muchísimos planos en la película: el ritmo se logra a costa de saltar constantemente de un punto de vista a otro, lo que marea tanto o más que la gran masa de películas actuales dirigidas cámara en mano. Y, cuando Fincher abandona su aparente sobriedad para ponerse decorativo (secuencia de la regata de remo que pierden los gemelos Winklevoss), se le ve el plumero de un pasado de artificiero del que ahora parece renegar.

Peor para él: a la larga, no hay política menos rentable que la de la negación de uno mismo.