lunes, 31 de mayo de 2010

Respetemos a las avestruces


El pasado fin de semana se estrenó en los Estados Unidos el segundo episodio-formato cine de “Sexo en Nueva York”, con críticas demoledoras. Se habla de fracaso de taquilla, al no haber podido encaramarse al primer puesto de las recaudaciones, siendo superada por la cuarta entrega de “Shrek” en la segunda semana de ésta. La tinta impresa y las imágenes promocionales coinciden en señalar que la historia del grupo de neuróticas adictas a lo textil se ha adentrado sin reparos en el terreno de la autoparodia. En efecto, hay que reconocer que la visión de cuatro avestruces humanas forradas de gasas y brillos avanzando con paso decidio por las arenas del desierto produce horror e incredulidad. Todo resulta ligeramente pasado de moda: como señalaba el último número de “Fotogramas”, en un momento en el que la crisis mundial clama por un tímido retorno del minimalismo noventero, estos excesos bling-bling resultan “tan 2005” que cabe pensar que sus productores han errado el tiro.

Por mi parte, creo que este es justamente el momento de encariñarse con el producto, después de haberlo detestado desde que el famoso tutú rosa de Sarah Jessica Parker apareció en la pequeña pantalla por primera vez. Jamás he empatizado con el provincianismo manhatteño de “Sexo en Nueva York”, con su obsesión por aplicar valores de cuento de hadas en el mundo occidental contemporáneo, con su hortera desfile de marcas, con la construcción de una rancia fantasía visual de estilista hiperestimulado a partir de cuatro perchas perfectamente vulgares, reflejo de todo lo que detesto en la –intrínsecamente errónea- idea que hoy está extendida como significado del concepto “elegancia”. Alfombra roja, escotes palabra de honor, rasos en colores pastel y sandalias doradas. Qué aburrimiento, y que fealdad.

Sin embargo, cuando los signos externos parecen indicar que la serie ha asumido con valentía su propia naturaleza kitsch, su inefable monstruosidad, lo único que puede hacerse decentemente es sentir afecto por ella, y aún diría más: respetarla.

Porque la autenticidad, aunque sea dentro de lo falso, me merece todo el respeto del mundo.

viernes, 28 de mayo de 2010

Ropa tendida


Crítica de arte que publiqué hace unas semanas:

Txaro Arrazola. Tender / Rag dolls.
Del 16 de abril al 29 de mayo de 2010. Galería Arteko. Donostia.


Txaro Arrazola presenta su última exposición, Tender / Rag Dolls, en la galería Arteko de Donostia. El título incorpora un juego de palabras bilingüe que se atisba a través de las distintas piezas presentadas, en las que se reflexiona sobre lo femenino y su papel, particularmente en las sociedades más desfavorecidas.

Ropa tendida

La gasteiztarra Txaro Arrazola (1963), formada en la UPV y en la Universidad del Estado de Nueva York, posee un aquilatado curriculum de premios y exposiciones. En particular, ha destacado hasta ahora por su obra pictórica en gran formato, que combina una cierta exuberancia compositiva con un sobrio tratamiento cromático. Las cuestiones de orden social, los ideales de justicia y equidad, así como la perplejidad del ser pensante y con conciencia ante las desigualdades existentes entre primer y tercer mundo, clases privilegiadas y marginadas, y las nefastas consecuencias que estas tensiones generan, han sido constantes en su trabajo. Recordemos sin ir más lejos su presencia en la colectiva “La mirada iracunda” (2008), junto a otras mujeres artistas con inquietudes reivindicativas, en el Centro Cultural Montehermoso de Gasteiz.

Si hablamos de ira y de perplejidad, es más lo segundo que lo primero lo que parecen sugerir las Rag dolls que se exhiben ahora en Arteko, en un trabajo que ofrece una evidente continuidad temática con respecto a obras anteriores de Arrazola, mientras se adentra en nuevos e interesantes territorios formales. En primer lugar, el visitante a la galería donostiarra es recibido por tres grandes siluetas femeninas compuestas por retales textiles de diversas formas, colores y estampados, primorosamente cosidas, que se fijan a la pared. El empleo de la técnica del patchwork remite instantáneamente a lo doméstico y lo tradicional, sensación reforzada por las largas faldas de estas mujeres, que se extienen por el suelo en cascada. La imagen del tambor de una lavadora en movimiento se proyecta sobre el vientre de cada una de estas damas de trapo -a algunos no se les ha pasado por alto lo estratégico de tal ubicación, que permite asociaciones con la maternidad- siguiendo el patrón de toma de agua, lavado y centrifugado. La artista relaciona la estricta y programada lógica del electrodoméstico con la dinámica freudiana -formulada en “Recuerdo, repetición y elaboración”, de 1914- según la cual el individuo repite como acto aquello que en su recuerdo ha sido reprimido (se “repite en lugar de recordar”, idea en la que pueden hallarse bellas connotaciones poéticas), y es a partir de lo revelado por el propio acto desde donde han de escrutarse los orígenes de la neurosis. Las sugerencias psicoanalíticas puestas en escena no carecen de interés, aunque ha de admitirse que terminan resultando algo inconexas dentro del discurso general. En todo caso, el conjunto ofrecido por las piezas de tela cosidas, las lavadoras a pleno funcionamiento y los largos vestidos que cubren el suelo se presenta pleno de invocaciones a lo femenino, o al menos a una determinada concepción de ello, que posee múltiples ramificaciones. Aparece así la mujer-icono infinitamente laboriosa, que ha edificado su vida sobre el escrupuloso cuidado de lo doméstico, sobre la perpetua gestación de ideas y acciones –propias o ajenas, ésa es otra cuestión-, sobre la conciliación de lo dispar con fines constructivos. A partir de unos cimientos excavados en la inestable tierra del tópico, Arrazola logra sin embargo transmitir una innegable idea de dignidad y resiliencia que enlaza con la otra parte de la exposición, compuesta por cuatro fotografías impresas sobre tela tendida con pinzas. Es aquí donde reparamos en el juego de palabras que incorpora el título de la exposición: “Tender” sería tanto un adjetivo (“blando”, “suave”) asociado a su “rag dolls” (“muñecas de trapo”) como una referencia a la acción de colgar la ropa húmeda, que sucede al lavado antes expuesto. Las imágenes literalmente tendidas están tomadas en un barrio de la ciudad marroquí de Tánger en el que se acumulan las familias más desfavorecidas. La composición abigarrada y heterogénea del urbanismo autofabricado, surgido de la necesidad y de la urgencia, nos remite de nuevo al patchwork, sólo que esta vez los retales son –o pretenden ser- viviendas en las que habitan sus hacedores. Volvemos a encontrar aquí a las mujeres, artífices y puntales, auténtica amalgama de una sociedad bajo la permanente amenaza del caos y con tendencia a la crispación. Las reminiscencias del arte povera en lo formal se corresponden de manera coherente, por tanto, con el trasfondo sociopolítico que parece servir de marco conceptual a la propuesta. Y, puesto que mencionamos el marco, conviene subrayar el hecho de que Arrazola se suma a la lista de creadores que deciden cuestionar el papel del bastidor, en este caso prescindiendo de él: en otro registro, estaría el caso también reciente y notorio de Angela de la Cruz, nominada al premio Turner de este año por una obra que destaca por, entre otros aspectos, aportar una cualidad escultórica a sus pinturas mediante la ruptura literal de los bastidores, lo que da lugar a estructuras alteradas ad hoc.

Completa la exposición de Arrazola un vídeo en el que la propia artista aparece tendiendo sus muñecas textiles –lo que hace de nuevo explícito el doble significado del título-, mientras a unos dibujos sobre tela se les insufla vida mediante el sencillo sistema de agitar el tejido que les sirve de soporte, lo que vendría a constituir una especie de animación pretecnológica, o –si se prefiere- una muestra de posibilismo poético.

jueves, 27 de mayo de 2010

Io sono l'amore


Para hablar de “Io sono l’amore”, de Luca Guadagnino, no resucitaré la vieja discusión sobre el fondo y la forma. Más que nada porque pienso que –sobre todo, en los grandes autores- la forma muchas veces constituye todo el fondo que uno necesita. Así que no creo que el problema de esta película sea que en realidad nos cuente una especie de culebrón familiar de ricos al estilo “Dinastía”, ni que su trasfondo sea aproximadamente tan leve y superficial como el de la mencionada serie televisiva de los 80. Esto, que es completamente cierto, no me parece en sí nada malo. Lo que por el contrario encuentro bastante chirriante en la película es su naturaleza de reproducción, su manierismo formal que se inspira en la ampulosidad de Visconti y en el dinamismo de Ophüls con resultados que no van mucho más allá –en los mejores casos- de la imitación aplicada. Hay también un homenaje bastante superficial a Hitchcock, con una persecución urbana que incluye insistentes planos sobre un moño con forma de caracol. Todo resulta un poco pedestre, aunque hay que admitir que casi siempre se ve con agrado, porque la iluminación, el vestuario y los decorados están elaborados o elegidos con un formidable buen gusto. Por desgracia, hay en la película momentos que nada de esto puede redimir, secuencias en los que la tendencia al subrayado y la pomposidad que muestra Guadagnino se desbocan sin remedio, como cuando Tilda Swinton poco menos que orgasmea mientras se come unos carabineros, cuando se sube a los tejados del Duomo en plan “voy a reflexionar un poco”, las escenas de sexo con insertos de polinización de flores, o el tramo final completito. Me temo que ni Ophüls, ni Visconti, ni Hitchcock de habrían permitido semejante tosquedad fanfárrica: nos encontramos más bien en el terreno de la producción norteamericana de qualité, cruzada con el europudding televisivo, terrenos ambos bastante poco estimulantes. En cuanto a todo lo que tiene que ver con el personaje de Alba Rohrwacher –la hija de la familia, que ¡caro Dio!, resulta ser lesbiana y se corta el pelo para dejarlo bien clarito-, personalmente lo encuentro de auténtica vergüenza ajena.

Podría deducirse de todo lo anterior que “Io sono l’amore” es un espanto que conviene evitar. Y no es así. Como he dicho, hay en ella demasiados toques de buen gusto como para que su contemplación no merezca la pena en algún sentido. Está también Tilda Swinton, estupenda a pesar de que al principio de la película sus diálogos en italiano suenen extraños, impersonales: pronto el oído se acostumbra, y la humanidad del personaje y la actriz emergen por encima de este detalle. A ella le corresponde, además, la mejor secuencia de la película, un momento maravilloso en la que se contempla en el espejo del baño durante y después del uso del retrete. Esta breve escena, junto con los planos iniciales de un Milán nevado (¡qué bien aparece retratada la ciudad lombarda!) ya valen por el precio de la entrada.

Por lo demás, se intuye a veces que el director prentende tímidamente lanzar algunas impresiones sobre la institución familiar y sus resortes, el deseo ilusorio de mantener una tradición que está basada en mentiras, la necesidad de autoafirmación, el poder redentor del amor, e incluso el futuro de la sociedad occidental en un mundo globalizado, pero el lado folletinesco de la historia acaba devorándolo todo, y hace falta un esfuerzo demasiado intenso para apreciar todas estas sugerencias.

En este sentido, es curioso que “Io sono l’amore” coincida en nuestras carteleras con otras tres interesantes películas que de un modo u otro tratan sobre el papel represor y omnipotente de la familia, como son “La isla interior”, de Sabroso y Ayaso, “Canino”, de Giorgos Lanthimos, y “Two Lovers”, de James Gray, sobre las que ya he hablado en este blog. Esto demuestra que la cuestión está llena de posibilidades, o al menos que seguirá fascinándonos mientras exista la institución familiar. Sin abandonar este tema, me permito recomendar un par de películas que a mí me apasionan: “La reina Margot”, de Patrice Chéreau y “Rocco y sus hermanos”, de Luchino Visconti. Ambas bastante cercanas a la sensibilidad de Guadagnino, sospecho.

martes, 25 de mayo de 2010

Palmarés de Cannes 2010



A veces pienso que los periodistas realizan ciertas afirmaciones por el mero placer de hacerlo, independientemente de la verdad que contengan. Sólo así puede explicarse que muchos hayan asegurado –como ha sucedido- que la concesión de la Palma de Oro a “El tío Boonmee, que recuerda sus vidas pasadas”, del tailandés Apichatpong Weerasethakul, ha sido una sorpresa. ¡Pero si se convirtió en la favorita prácticamente desde el primer pase de prensa! Vale que las últimas obras de Mike Leigh o Abbas Kiarostami aspiraban también al premio principal, pero ocurre que ambos habían ganado la Palma con anterioridad, y eso limitaba sus posibilidades. Por cierto, que sorprende bastante que, formando Víctor Erice parte del jurado, Kiarostami no haya resultado algo más beneficiado en el reparto de premios. En cuanto al ninguneo final a Leigh, me extraña menos: sencillamente, este jurado tenía otro perfil.

Los premios de interpretación han ido a parar a Javier Bardem y Juliette Binoche, dos de las principales estrellas europeas contemporáneas, auténticos iconos de sus respectivas cinematografías (la francesa y la española), que poseen en común una cierta “intensidad” como sello de fábrica, aunque cincelada a partir de modelos muy distintos: los productos del Actors studio y sus derivados en el primer caso, el magnetismo de ciertas actrices del cine mudo (Maria Falconetti, Louise Brooks) en el segundo. A ellos se añade Elio Germano, actor también europeo, aunque mucho menos conocido que los anteriores, que serviría (sólo parcialmente) como contrapeso en una decisión que se arriesgaba a ser considerada demasiado mainstream.

Tampoco ha habido sorpresas en los galardones a las películas de Xavier Beauvois, Mathieu Amalric (que ya había ganado el premio de la crítica internacional) y, aunque en menor medida, Mahamat-Saleh Haorun y Lee Chang-dong, todas ellas consideradas en las quinielas previas. Por fortuna, nada más para el insufrible González Iñárritu, al que Carlos Boyero (¡por una vez voy a estar de acuerdo con el enviado de El País!) ha aplicado en esta ocasión el término “complacida pornografía de la sordidez”. Pero, vamos a ver, ¿qué otra cosa lleva haciendo este director mexicano desde la primera y desgraciada ocasión en que empuñó una cámara?

Por fin, parece generalizada la opinión de que este año la sección oficial ha sido la más floja en mucho, mucho tiempo. Esperemos que ello no suponga una sentencia para este 2010 que, por lo que respecta a la cartelera española, hasta el momento no se está portando demasiado bien. ¿Habrá que esperar al estreno de la peli de Weerasethakul para que mejoren las cosas?

miércoles, 19 de mayo de 2010

La música


Crítica de arte que publiqué hace unas semanas:

ARTe SONoro.
Del 23 de abril al 30 de junio de 2010.
La Casa Encendida. Madrid.

Pablo Valbuena. Quadratura.
Del 26 de marzo al 9 de mayo.
Matadero. Madrid


La madrileña Casa Encendida dedica una amplia exposición al empleo del sonido como material de partida en la creación artística. La mayor parte de las veces, los sonidos terminan constituyendo un apoyo que complementa al elemento puramente visual. Mientras tanto, no muy lejos, en el Matadero, Pablo Valbuena nos ofrece una experiencia apasionante que, sin utilizar sonido alguno, ofrece al espectador una rara y poética armonía.

La música

Hace menos de un mes, se desmontaba en el Museo Patio Herreriano una instalación llamada Transfigured Schönberg, obra de Dionisio González que tomaba como pretexto al creador del dodecafonismo para erigir una espectacular torre flotante de altavoces que emitían diversos sonidos, en un conjunto alternativamente armónico y desconcertante. El proyecto era uno más de los promovidos por el museo vallisoletano para ser exhibidos en una de sus salas estrella, la antigua Capilla de los Condes de Fuensaldaña, entorno de notable personalidad e interesantes posibilidades. Se ponía así en relación sonido y espacio, o más específicamente música y arquitectura, aunque a tal binomio se llegaba a través del método bastante primario de la encarnación de lo sonoro en los propios altavoces que lo originan -¿recurso a la metonimia?-, de manera que la toma del espacio por el sonido alcanzaba una forma bastante literal. Con todos sus atractivos, la pieza no servía por tanto –ni lo pretendía, seguramente- para resolver el misterio implícito a la bella afirmación del filósofo alemán (y reconocido melómano) Ernst Bloch, según la cual la música no llena el espacio, sino que lo crea.

Y, remontándonos aún más en el tiempo, era precisamente esta frase la que servía como punto de partida para la indagación ofrecida el año pasado por Tabakalera Soinutan, en la que el centro de arte donostiarra orquestaba una seductora experiencia que, como ya se advirtió en estas mismas páginas, poseía en realidad un carácter multisensorial, pero sobre todo conseguía situarnos mucho más cerca de la solución al enigma planteado por Bloch. El soberbio espacio de la antigua fábrica de tabacos era por momentos literalmente alterado –o, por qué no, construido- en la percepción del espectador mediante el recurso a los estímulos auditivos, visuales e incluso olfativos, lo que sugiere que el entorno en el que el ser humano se desenvuelve no deja de ser, en todo o en parte, la proyección de una subjetividad primorosamente modelada.

Bajo similares premisas se sitúa ahora ARTe SONoro, una ambiciosa exposición que organiza La Casa Encendida de Madrid, y que presenta el trabajo de autores como Llorenç Barber, Chris Watson, Angela Bulloch, Ryoji Ikeda, Minoru Sato o Carsten Nicolai, entre otros, con un enfoque pronunciadamente escorado al minimalismo. Aunque el tópico sostiene que las comparaciones son odiosas, lo esencial ha de decirse cuanto antes: el estimable espacio madrileño no puede competir con el poder sugestivo de la Tabakalera, lo que de manera inevitable –y quizá injusta- influye en el ánimo de quien maneje el precedente donostiarra antes de acudir al castizo barrio de Lavapiés, donde se ubica La Casa Encendida. Dicho lo cual, lo cierto es que, curiosamente, ambas muestras ofrecen similares virtudes y limitaciones. Entre las primeras, la ambición e inteligencia de la propuesta, así como el incontestable impacto logrado en los visitantes, que parecen abandonarse sin reservas a la pura vivencia sensorial desde su entrada en las salas de la muestra. Entre las segundas, el recurso una vez más a otros estímulos (luminosos, táctiles), que en la mayor parte de las ocasiones terminan cobrando más peso que aquel que en teoría constituía el núcleo de la propuesta, y que por momentos parece convertirse más bien en una coartada.

Ya Kandinsky –amigo, por cierto, de Schönberg- ponía en relación las artes visuales y la música, mientras aspiraba a dotar sus telas de una cualidad cercana a la armonía melódica. Pero quizá quien ha demostrado mayor exquisitez a la hora de referirse al fenómeno fuera el escritor nipón Yukio Mishima, en una de cuyas novelas menos divulgadas (titulada precisamente “La música”) se empleaba un engañoso y retorcido subterfugio narrativo –la descripción falsamente objetiva de un psiquiatra sobre un caso clínico de histeria femenina- para sugerir asociaciones más refinadas y secretas, según las cuales el orgasmo se presentaría como una melodía imparable desencadenada por el alivio catártico de los traumas infantiles, con lo que esta música bien podría ser la que dirige la coreografía mediante la cual se perpetúa la existencia misma de los seres vivos, generación tras generación.

Sin llegar tan lejos, y aún un poco más al sur de Madrid, las naves del Matadero –cuyo nombre informa del uso que en otro tiempo poseían estos edificios- albergan una muy agradable sorpresa. Basándose en el recurso barroco del trampantojo, el arquitecto y artista visual Pablo Valbuena presenta su “Quadratura”, por la que la antigua cámara frigorífica del matadero cobra una nueva dimensión mediante las proyecciones lumínicas que definen los contornos de sus pilares y los prolongan hasta el infinito de un horizonte virtual creado ad hoc, en un proceso que el espectador percibe casi como una revelación. Gracias a este trabajo que recrea una rara poesía para impregnar de ella el espacio que lo acoge, Valbuena logra dos admirables objetivos: por una parte, demostrar una vez más lo provisional de la línea que separa los espacios reales de los recreados subjetivamente. Por otro, y sin emplear para ello un solo sonido, ofrecer la inigualable sensación de que, en vivo y en directo, se está interpretando una forma personal e inédita de música.

Two lovers


Esta película se estrenó hace dos años en el festival de Cannes, pero por razones diversas ha tardado en llegar a nuestro país. En parte porque –pese a las buenas críticas- no obtuvo allí ningún premio oficial, y en parte porque su director, James Gray, no es precisamente el rey de la taquilla. A mí, sus películas anteriores no me habían interesado demasiado. “La noche es nuestra”, en concreto, me pareció un peñazo simplista y pretencioso. Sin embargo “Two lovers”, que acaba por fin de estrenarse entre nosotros, me ha resultado muy interesante.

No comparto el entusiasmo de los que la han puesto por las nubes –Cahiers du Cinéma incluidos-, reclamando incluso para ella el estatus de obra maestra. Creo que Gray sigue lejos de ser un genio. Encuentro demasiada ingenuidad y demasiado manierismo en su estilo, aunque a veces –como en esta ocasión- haya conseguido que esto pase a un segundo plano. Es cierto que lo que termina permaneciendo de la película es la sensación de que cuenta algo verdadero, de que hay en ella un alma. Volvemos a los territorios de la familia y su asfixiante carga doble de apoyo y castración –de lo que tratan todos los trabajos de James Gray-, aunque aquí además se dibuja una historia individual con la que es fácil identificarse. La historia de un hombre atrapado entre dos mujeres –la peligrosa y la formal, la desequilibrada y la estable, la que lo utiliza y la que lo ama- es tan vieja como el mundo, pero una vez más se demuestra que hasta la guía de teléfonos, si está bien contada, puede dar lugar a una obra apasionante. Y “Two lovers”, muy a menudo, logra serlo.

Al mismo tiempo romántica y realista, la película profundiza con bastante perspicacia algunos de los mecanismos habituales del enamoramiento: en particular, la cristalización de una determinada imagen alrededor del objeto amado, o el impulso de salvación dirigido hacia éste. Su plasmación del amor romántico, sus trampas y sus peligros, recuerda en sus mejores momentos al Hitchcock de “Vertigo” y al Dreyer de “Gertrud”: en este sentido destacaría algunas secuencias espléndidas, como los encuentros entre los personajes de Joaquin Phoenix y Gwyneth Paltrow en la azotea de su edificio, o el momento en que el primero se acerca a la segunda mientras ella duerme para aspirar su respiración. Precisamente, encontré perfectos a estos dos actores, muy en especial a Paltrow, que actúa contra su registro habitual (como también lo hace la explosiva Vinessa Shaw, aquí convertida en la chica buena y modosita), y consigue definir un tipo humano muy verosímil y reconocible. No es una mantis religiosa, ni una femme fatale propiamente dicha: en realidad, es sólo una estúpida de naturaleza autodestructiva que hará daño a todo aquel que se le acerque, como se hace daño a sí misma. La creación de este personaje me parece, en última instancia, uno de los mayores logros de la película. Y no creo que sea poco.

lunes, 17 de mayo de 2010

Canino


Desde los mejores días de Theo Angelopoulos, ningún director griego conseguía ni de lejos tanta repercusión internacional como Giorgos Lathimos, que acaba de estrenar su “Canino” en España. La película es intrigante y está bien contada, y además posee una indudable relevancia estilística, aunque en ocasiones la propuesta se desvirtúe un poco debido a un exceso de transparencia en su vocación de modernidad: el empalago ante el falso desmañamiento de algunos planos desenfocados, de algunos encuadres en los que a los protagonistas se les corta la cabeza, constituye una reacción razonable. A pesar de esto, la película merece la pena por diversas razones. La primera es el selecto pedigrí de las referencias invocadas: Pasolini, Buñuel o Ferreri no andan muy lejos (me pregunto si los modernillos que están alabando esta “Canino” como el paradigma de lo osé y lo radical tienen la más remota idea de lo que hace varias décadas hicieron estos tres creadores), aunque mientras veía la película no pude evitar pensar que al Carlos Saura de los 60 le habría encantado poder firmar esta historia, que en su contexto habría sido automáticamente asumida como una metáfora más sobre la situación de la sociedad española bajo la tutela despótica del franquismo. Lo que nos lleva al segundo gran valor de la cinta, y es la multiplicidad de planos interpretativos que admite, incluyendo el psicológico, el sociológico y el político. Hay un tercero, que me parece el más interesante de todos, y es el modo en que Latimos confía en una idea de la que deberían aprender todos los adictos a las mezquinas normas del Realismo Total: lo que llamamos “realidad” es una materia compleja, extremadamente maleable y volátil, así que basta con someterla a ligeras presiones –pero éstas han de ser las justas y adecuadas- para lograr su deformación en el sentido que nos interese, y es entonces cuando se obtienen de ella los resultados más apasionantes.

jueves, 13 de mayo de 2010

El culto a Dune


El otro día pasaron por televisión “Dune”, la película dirigida en 1984 por David Lynch. Basada en un best-seller de ciencia-ficción de Frank Herbert que integraba en un marco de intrigas comerciales interplanetarias una historia de mesianismo, ecología y experimentos genéticos, fue una carísima superproducción financiada por los de Laurentiis, que contrataron a Lynch después de un primer intento fallido con Alejandro Jodorowsky (que pensaba pagar un pastizal a Salvador Dalí por interpretar el breve papel del emperador Padishah Saddam IV). Cuando se estrenó en los cines, la crítica la masacró: confusa, fea, pretenciosa o cutre fueron algunos de los adjetivos que le dispensaron. Pero pronto se conviertió en un objeto de culto, que es como hoy ha pervivido.

Yo me sumé a ese culto de niño. Y renové mis votos el otro día, ante el televisor.

En efecto, la película sangra fatalmente por profundas heridas, como unas escenas de batallas y unas persecuciones en la arena rodadas de manera algo pedestre y liosa, y algunos efectos especiales que pueden cantar un poco, pero comparados con sus virtudes, estos defectos quedan completamente eclipsados. Lynch realizó una obra de ciencia-ficción grandiosa y enfermiza, un folletín galáctico metafísico, la madre de todas las space-operas. Partiendo de un material bastante dudoso –la novela de Herbert tiene muchas cosas interesantes, como el modo en que es capaz de orquestar una amalgama de religión, economía y política, pero no destaca precisamente por la calidad literaria de su prosa o la definición de personajes-, entregó una obra personal y magnética, admirablemente creativa y llena de maravillosos detalles de caracterización y escenografía. Nada que ver con el ligero y desenfadado estilo de aventuras espaciales que se llevaba en la época, ni tampoco con la fría corriente de existencialismo o distopía high-tech que también proliferó. El "Dune" de David Lynch es una obra insólita, un tesoro. Hay en ella escenas estupendamente rodadas, con la cualidad onírica e inquietante típica de su autor, en las que los protagonistas aparecen como recortados con respecto a los decorados de fondo, en ángulos de una gran capacidad expresiva. Y, como siempre en Lynch, la música está utilizada de un modo personal y fascinante, lográndose momentos de considerable impacto estético.

Es cierto que el amplio reparto a menudo desfila sin pena ni gloria (Sean Young, Max Von Sydow o Virginia Madsen: desaprovechados), pero a cambio están muy bien Kyle MacLachlan (un Paul Atreides icónico, tan joven y tan impecablemente guapo), Francesca Annis (perfecta, llena de señorío y también de erotismo velado como Lady Jessica), Siân Phillips (lo mejor que hizo nunca después de su mítica Livia de “Yo, Claudio”), Brad Dourif, José Ferrer o Linda Hunt.

Pero, sobre todo, nadie que haya visto esta película podrá olvidar a Kenneth McMillan como el Baron Harkonnen. Con su repulsivo maquillaje de bubas, su sobrepeso generosamente exhibido por el vestuario y sus suspensores gravitatorios, fue responsable de algunas de mis pesadillas infantiles, y constituye una de las mejores ideas que Lynch ha tenido nunca.

Por cierto, hace tiempo pasaron por televisión una nueva versión de la novela de Frank Herbert, en formato miniserie: apenas aguanté quince minutos de aquel espantoso rollazo.

martes, 11 de mayo de 2010

"Soy un quejica" o "Viva la gente"


Como dijo memorablemente una persona conocida –conocida por mí, quiero decir- en una reciente reunión de amigos: ¡estoy harto de tanta superficialidad!

Así que por una vez me dejaré de películas danesas, jóvenes artistas vascos y viajes por el primer mundo, y haré un hueco para las cosas importantes de la vida.

Si mi admirado Javier Marías lo ha hecho, yo puedo intentarlo. En su página semanal para el suplemento de El País, el autor de “Corazón tan blanco” –que si como novelista me aburre sobremanera, como columnista no podría resultarme más divertido- tenía el tupé de quejarse de la gente que eterniza las colas de los supermercados y las taquillas, de la gente que camina por la calle despacio y en zig-zag impidiendo el paso a quienes tienen prisa, y de la gente que habla por el móvil en los transportes públicos. La verdad es que yo albergo las mismas aversiones que el señor Marías, para qué negarlo. Pero me permito añadir otras a la colección. Así que me quejo de:

-La gente que comete faltas de ortografía. Uno de los efectos de las redes sociales consiste en el modo en que nos han enfrentado crudamente con el dramático nivel de analfabetismo en el que estamos inmersos. Propongo ejercicios del estilo de 1) ¿Cuántas de entre vuestras amistades son incapaces de utilizar correctamente las expresiones “a ver” y “haber”? 2) ¿Cuántas desconocen la diferencia entre “sino” y “si no”? 3) ¿Cuántas escriben “hostia” sin hache, “caber” con uve, “antiguo” con diéresis (¡!), “para ti” con tilde en la i? Escalofríos asegurados.

-La gente que masca chicle con la boca abierta, y/o haciendo y reventando globitos. Repugnante. Sin matices.

-La gente que en pleno siglo XXI sigue enviando e-mails masivos con chistes –casi siempre malos; a menudo sexistas y de pésimo gusto-, en particular si no utilizan la copia oculta. No puedo con eso.

-La gente que dice de sí misma que es “políticamente incorrecta” y que las convenciones le importan un pimiento. Alerta: estamos ante un reaccionario de primera división.

-La gente que sin conocerlo a uno demasiado se empeña en hacerlo partícipe de su vida sentimental (“no sé si él me quiere tanto como merezco”, “a veces creo que le quiero, pero otras de verdad que quisiera perderlo de vista”), o bien disfruta monologando sobre su infancia, su familia o sus problemillas de salud. ¿Pero qué mentalidad delirante puede concebir que esto le interese a alguien?

-En general, la gente cuyo principal tema de conversación es ella misma. Para éstos, un consejo: si es que sois capaces de juntar dos palabras seguidas (a ser posible sin faltas de ortografía), ¡escribid en un blog!

lunes, 10 de mayo de 2010

En Ginebra


Resulta increíble hasta qué punto Ginebra cumple obedientemente con todos los tópicos que le atribuyen. Aunque un fin de semana no es mucho tiempo, y es por tanto probable que me esté precipitando en mi valoración, la ciudad suiza me ha parecido tranquila, cómoda, limpia, segura, burguesa y moderadamente aburrida. Compañías de seguros, bancos, relojes, chocolates, quesos y crucecitas blancas sobre fondo rojo por doquier. Y un bonito barrio antiguo, que atestigua generaciones y generaciones de confort y abundancia económica. La parte moderna posee todo el aire decadente del “has-been” -¡qué gloriosos años 60 y 70 debieron de vivirse allí!-, pero hay que admitir que también está hecho con cierto gusto.

Al mismo tiempo cosmopolita y provinciana, Ginebra tiene como principal activo una población esencialmente desarraigada –nadie parece ser de allí, todo el mundo es italiano, o francés, o alemán, o español, o norte o sudamericano- y la interesante anormalidad de un lago donde otros (como Barcelona) tienen el mar. En suma, que la visita merece la pena, como la merece casi toda experiencia que sea insólita en algún sentido.

Y, por si hicieran falta más alicientes, está la exposición de Eduardo Sourrouille en la galería Krisal, situada en el plácido barrio ginebrino de Carouge. ¿O qué pensabais?

domingo, 9 de mayo de 2010

Entrevista a Bene Bergado


El mes pasado publiqué esta entrevista con Bene Bergado, que presenta estos días su expo "Hom@" en Espacio Mínimo (Madrid). Sobre la inaguración de la exposición ya trató una entrada anterior.

La salmantina Bene Bergado (1965), formada en la facultad de Bellas Artes de Bilbo, presenta su cuarta exposición en la madrileña galería Espacio Mínimo. Cuatro esculturas que ofrecen un testimonio sobre el irónico tinte científico con que Bergado reviste su refinada visión sobre ciertas cuestiones más bien sociales.

“El arte ha de ser sentido y vivido”

La artista Bene Bergado se mueve en registros que llevan al espectador a pensar en una sutil ironía, aunque ella misma afirme no ser consciente de contemplar el humor o el sarcasmo en su proceso creativo. En todo caso, su obra casi siempre parece dar forma a lo inefable, a lo que el lenguaje no puede explicar, e incluso a lo que la mente humana difícilmente podría concebir racionalmente. En su nueva exposición en la galería Espacio Mínimo, que podrá verse hasta el 22 de mayo, presenta varias esculturas que hacen referencia a sendos hipotéticos estados de la evolución humana, “Homo Sentimentalis”, “Homo Capitalensis” y “Homo Sostenibilis”. El formato expositivo remite inevitablemente a las versiones más arcaicas de los museos de ciencias naturales, y sus sugerencias científicas nos devuelven a paradigmas más bien decimonónicos. Evolución o mutación, lo fantástico o lo espantoso, se confunden en unos esqueletos humanoides que plantean interrogantes sobre varios de los arquetipos característicos de las sociedades actuales. Por otra parte –nada extraño en Bergado- vuelve a surgir la preocupación por lo doméstico con “Casa de fieras”, espacio falsamente neutro que adquiere nuevos significados integrado en un contexto expositivo.

El interesante –pero inevitablemente limitado- entorno de la galería madrileña se utiliza, por tanto, para conseguir este ambiente de aséptica pesadilla, que por momentos no nos situaría muy lejos de un David Cronenberg con carga adicional de mordacidad y un decidido sesgo social.

¿Cómo se integran la ciencia y lo científico en tu obra?

La mirada de la ciencia me llama la atención por la vinculación que tiene con el arte. Los dos campos se desgajaron de un tronco común en el pasado y ambos mantienen un deseo de indagación y búsqueda. Sin embargo, creo que los métodos científicos están sobrevalorados. Lo que me interesa de los métodos de clasificación museísticos es el grado de arbitrariedad y de falta de neutralidad que encierran.

¿Habría entonces en tu obra una voluntad consciente de subvertir las claves de lo científico?

Aparecen referencias a formas de clasificación y a temáticas expositivas relacionadas con museos de ciencias en mi trabajo, ya que entiendo los lugares expositivos -galerías, museos- como lugares sin función, neutros, creados para la exhibición del trabajo del artista. Por otra parte, el arte ha dejado de tener las funciones sociales que tuvo en el pasado, hoy día realizadas por sectores especializados. Lo que llamamos arte contemporáneo es un reducto de creación pura, sin función, donde los artistas canalizamos ámbitos diferentes de la vida que sirven de alimento ideológico o formal, entre otros, al resto de la sociedad a través del ámbito cultural.

Da la impresión de que el humor, al mismo tiempo tierno y mordaz, termina tiñendo el discurso.

El humor es un ingrediente con el que no cuento a la hora de trabajar. Quizás este en la mirada del espectador.

¿Y el misterio? ¿Qué lugar ocuparía aquí lo misterioso, lo inexplicable?

Creo que muchas veces desde la crítica se demanda un arte con temática clara que dé pie a desarrollar contenidos teóricos, forzando a veces al artista a dar explicaciones sobre su trabajo que no le corresponden. Hay maneras de hacer arte que sí necesitan un desarrollo teórico previo o una temática clara de punto de partida, pero no todo puede ser explicado de manera razonada. El arte ha de ser sentido y vivido.

¿Está tu mundo creativo animado entonces por la idea de la utopía?

Como escultora me enfrento en cada parte del proceso de trabajo a muchos retos de realización físicos que me hacen atarme mucho a la tierra. Sentir todo lo que toco y manipulo. Mis obras, sobre todo las de esta exposición, están hechas por puro deseo.

¿Crees que existe una belleza específica en lo monstruoso o lo inconcebible?

La estética de lo monstruoso quizás tenga algo de complejo e irreverente que lo hace especialmente atractivo a la mirada.

Eso resulta particularmente interesante en esta exposición: el modo en que se funden lo científico y lo museístico, lo prodigioso y lo sencillamente anómalo…Los títulos de tres de las obras que incluyo hacen referencia a tres tipos distintos de “homo” y son algunos de los muchos posibles a la hora de incluirlos en un hipotético panorama museístico del ser humano contemporáneo. Y está, claro, “Casa de fieras”. Esta obra es un fragmento de una habitación de una vivienda actual en la que aparecen unos restos del aseo de un pequeño ser humanoide, así como una trampilla sellada. El titulo hace referencia al nombre que en el siglo XIX se le daba a lo que hoy serían los zoos. Por otra parte, el sistema de clasificación museístico me permite dar una apariencia de orden y sentido final al conjunto.

Y sí, utilizo taxonomías museísticas, entendidas como un sistema arbitrario de convenciones de clasificación para organizar una serie de cuerpos y estructuras abiertas que van en este caso desde esqueletos a jaulas, utensilios, fragmentos de hogares, etc.

Encontramos además múltiples referencias a las relaciones de poder y dominación. ¿Los tintes sociales son deliberados?

Yo creo que todo el arte es social. Mis esculturas se expresan de la misma manera que yo. A la hora de trabajar no parto de premisas temáticas claras, las obras se van configurando paso a paso y unas con otras van tomando sentido. A veces, como los “utensilios de homo sostenibilis” [una de las piezas incluidas en la exposición, que muestra unos platos con patentes trazos de haber sido devorados a mordiscos], se van completando con el paso del tiempo. Primero eran unos platos mordidos de bronce que al ser lacados recuperaban el aspecto del plato original. En esta exposición les he incorporado los dibujos en oro de los signos de radiactividad, peligro biológico o peligro toxico, enredándose así los significados. Ahora me gustaría hacer una instalación con este tipo de platos. Los temas se entrelazan unos con otros.

¿Hay alguna intención de destapar aquello que la buena sociedad pretende mantener oculto?

Yo creo que el arte no destapa: más bien muestra, focaliza la atención sobre aspectos de la vida unas veces de manera más objetual o realista otras de manera más estructural o abstracta, pero todas parten de un mismo pastel. La mirada del artista puede partir de lo oculto pero como punto de partida, no como punto de llegada.

¿Cuál ha sido el punto de partida de esta Hom@?

Los puntos de partida de cada uno de estos trabajos son dispares. Parten de deseos, inquietudes personales y formales. Algunas de las obras tienen un proceso lento de realización en el que unas obras se contaminan de otras. Ha sido un reto importante tanto en la manera con la que han ido desarrollándose las piezas como en los procedimientos y técnicas nuevas que he empleado.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Taxis y autobuses


Voy a decir algo que va a sonar extraño: me atraen el ascetismo y la mortificación. Mi sentido común me asegura que esto es absurdo, y que lo lógico y razonable es preferir ante todo una existencia colmada de placeres y comodidades, que el sacrificio per se nada aporta, pero qué le vamos a hacer: detecto en mí una peligrosa tendencia a la renuncia. Pensaba en esto hace poco, viendo por televisión la película “Camino”, que como es bien sabido presenta varios personajes del Opus Dei, secta católica profusamente implantada en nuestro país (y en muchos otros, claro): en una secuencia que me dejó arrebatado, una joven numeraria que debe apresurarse para llegar a tiempo al hospital donde su hermana agoniza, decide no viajar en un cómodo –y sobre todo, rápido- taxi, sino en transporte público. Durante el trayecto en autobús, además, renuncia a sentarse. Minutos antes hemos visto que acostumbra a introducir piedrecitas en sus zapatos a modo de autocastigo. Esta conducta que sin duda repugna a mi raciocinio, también me fascina a un nivel irracional. Por otro lado, siempre he creído que ambas tendencias, la hedonista y la ascética, conviven en todo ser humano, y que son ciertos factores congénitos y ambientales los que terminan inclinándonos en un sentido u otro. En fin.

Todo esto para explicarme el motivo de que, en cuestiones puramente visuales, mi admiración suela dirigirse hacia algunos de los directores que han hecho del despojamiento su sello de fábrica. Si pienso aquéllos a los que considero los grandes maestros del cine de todos los tiempos, tiendo más bien a Dreyer (¡"Ordet"!), a Bresson, a Ozu, a Ford, a Kubrick incluso, autores que aplicaban un perfecto control de los elementos que aparecían en el plano y, sobre todo, un rigor absoluto en el uso de la cámara, que en ellos suele permanecer fija o, cuando se mueve, lo hace en base a movimientos perfectamente precisos y muy estructurados de grúa, panorámicas o austeros travellings. A su manera, y contra lo que pueda parecer, creo que por lo general Hitchcock también pertenece a esta escuela. Bergman y Buñuel no tanto, aunque sean mis autores favoritos: sin embargo, no hay en su cine espacio para la frivolidad o lo superfluo; su estilo es de una implacable eficacia narrativa y expresiva. Luego están los autores digamos poéticos (Mizoguchi, Tarkovski, Ophüls, Vigo, Renoir, Murnau, etc), que también me gustan mucho -me he referido a ellos en varias ocasiones en este mismo blog-, y que de banales tienen muy poco, aunque es cierto que suelen inspirarme una admiración más sosegada. Una de las pocas excepciones a la norma que admito es, curiosamente, el italiano Luchino Visconti, cuya ampulosidad en cierto sentido gratuita me subyuga casi siempre.

Supongo que Visconti encarna el lado de mi personalidad que tomaría un taxi para hacer una visita, y se quedaría tan ancho.