jueves, 28 de octubre de 2010

Hay más princesas que Letizia



Ahora que todo el mundo está cargando contra la serie de Letizia y Felipe, me arrepiento un poquito de mi entrada anterior. No porque odie sumarme a la corriente general (sería un iluso o sencillamente un imbécil si no me diera cuenta de que lo hago constantemente), sino porque nunca me han gustado los linchamientos. Pero, sobre todo, porque creo que a esta teleserie no se le está aplicando el mismo rasero que a otros (sub)productos televisivos españoles de su misma ralea.

Porque, a ver, ¿no era igual de zarrapastrosa, de kitsch y de involuntariamente cómica la recientísima serie sobre Raphael, que pretendía que nos tragáramos entre otras cosas que ni el cantante ni su entorno habían notado que padecía hepatitis crónica hasta la fase terminal de la cirrosis? ¿O esa mamarrachada sobre la duquesa de Alba que la convertía en una luchadora, una adalid de la libertad individual y colectiva, prácticamente una Pasionaria de la rancia nobleza ibérica? ¿Y lo de Adolfo Suárez? ¿Y lo de Alfonso de Borbón (Carmen Martínez-Bordiu forever)? Sólo hablo de lo que he visto, por supuesto: me temo que puede haber casos aún peores. En todas las miniseries españolas basadas en personajes reales se constata la misma vergüenza ajena ante unos diálogos infectos, un cursilísimo tratamiento estético y unas interpretaciones lamentables, donde ni siquiera actores competentes que han percibido un pastizal por pringarse en el asunto están dispuestos a hacer algo mejor de lo que les dicta el piloto automático.

La semana pasada me picó la curiosidad por ver "La princesa de Éboli". Tres minutos de interpretaciones histriónicas, inverosimilitudes históricas y calcos visuales de "Los Tudor" fueron suficientes. Apagué el televisor y me fui a la cama.

Hay maneras menos crispantes de perder el tiempo: al menos, Felipe y Letizia no hablaban como en los tiempos de Cifesa.

martes, 26 de octubre de 2010

Letizia y Felipe


Que no me resisto. Imagino que a estas alturas de la película el tema estará tan sobado que será un puro tópico, pero, ¿cómo no dedicar al menos una docena de líneas a la miniserie de Tele5 sobre Felipe y Letizia, el Gran Romance Español del siglo XXI?

Con la posible excepción de las series de vecinos de José Luis Moreno, la televisión española reciente no había sido capaz de parir una comedia tan hilarante. Que todo lo cómico en ella sea involuntario es lo de menos: a fin de cuentas, lo que de verdad importa es el buen rato procurado. Cuando uno admite que la mejor interpretación de la serie corre a cargo de la ínclita Amaia Salamanca ya se está dando la medida del fenómeno. Del rey-muñegote de Juanjo Puigcorbé y el risible fantoche-príncipe Felipe de Fernando Gil mejor no hablar mucho: sería robarles todo su encanto y su secreta poesía. Y la reina Sofía de Marisa Paredes merece tres hurras y unos pasos de sirtaki. Su acento –que de ningún modo es griego, pero tampoco de otro país identificable- finalmente se parece más al chispeante soniquete que proporciona una media borrachera, aunque de ello no cabe concluir que Tele5 acuse veladamente de dipsómana a la reina de todos los españoles, puesto que como es bien sabido la soberana es abstemia y de costumbres muy frugales.

Como mis costumbres son por lo menos tan frugales como la de nuestra querida doña Sofía, me retiré a mis aposentos mucho antes de que la emisión hubiera terminado. Esto no me impidió regodearme en chispazos de genio tan sublimes como el del futuro matrimonio bailando ritmos caribeños en una piji-discoteca capitalina, el príncipe henchido de gozo al ver por televisión a su amada portando los pendientes que le ha regalado -¡ataviado con un encantador chándal como de residente suburbano en día de asueto semanal!- o a una irreconocible infanta Cristina aconsejando a Felipe la mejor manera de colar el noviazgo ante “papa y mamá”. Momentazos.

Con ese panorama, ¿cómo es posible que la batalla por el share la haya ganado finalmente la soporífera historia de Viriato y la forja de la actual España con una estética de telepeplum italiano contemporáneo? ¡Vamos, hombre!

lunes, 25 de octubre de 2010

La red social: ¡la peli de Facebook!


La última película americana con aura es “La red social”, de David Fincher. Aparenetemente arrepentido de unos inicios plagados de artificio y efectismo (“Se7en”, “The Game”, “El club de la lucha”), Fincher se ha reconvertido en la última versión del Gran Narrador Americano, esa clase de autor que despliega una batería formal tan sobria como consistente al servicio de una historia cargada de significación. Es una lástima que lo que tenga que contar en sus últimos trabajos, ya adscritos a esta modalidad (“Zodiac”, “Benjamin Button”), sea tan poca cosa. Digan lo que digan, me parece que en “La red social” vuelve a ocurrir lo mismo.

La película posee una magnífica factura, y desde luego está puesta en escena con soltura y aplomo, lo que ya es mucho. Aparte, no se puede negar el interés de asistir a los inicios de un fenómeno rabiosamente contemporáneo y omnipresente como Facebook en particular, y la web 2.0 en general. Tampoco veo nada de malo en el reciclaje de Fincher, que pretende ahora pasar por una gran contador de historias. La única pega es que para ello hace falta una gran historia: no basta con la enésima variación del patito feo despechado que ansía el éxito como compensación ante el desprecio de la mujer amada. Supongo que como medio para que el espectador se identifique con su antipático personaje protagonista (que en realidad basó su triunfo en la apropiación de ideas ajenas, así como en el engaño más rastrero a sus compañeros de proyecto), la variable de la simple codicia económica queda totalmente excluida de la ecuación (lo que resulta, admitámoslo, bastante inverosímil), para ser reemplazado por la herida incurable de un amor no correspondido. La idea no carece de interés, y proporciona un inesperado trasfondo romántico a esta historia de lobos y corderos frikis, y además evita la fastidiosa necesidad de profundización psicológica, pero también lo vuelve todo un poco banal, y sobre todo nada compatible con un estilo que parece reivindicar su propio peso específico en cada plano. Por cierto, que hay muchísimos planos en la película: el ritmo se logra a costa de saltar constantemente de un punto de vista a otro, lo que marea tanto o más que la gran masa de películas actuales dirigidas cámara en mano. Y, cuando Fincher abandona su aparente sobriedad para ponerse decorativo (secuencia de la regata de remo que pierden los gemelos Winklevoss), se le ve el plumero de un pasado de artificiero del que ahora parece renegar.

Peor para él: a la larga, no hay política menos rentable que la de la negación de uno mismo.

jueves, 21 de octubre de 2010

Pan negro: buen mainstream a la española


Agustí Villaronga es, desde los años 80, uno de los directores de cine españoles más interesantes (en el país de los ciegos…), gracias a una obra que, si formalmente está muy lejos de ser revolucionaria o siquiera original, emplea con cierto gusto la turbiedad y la truculencia mientras presenta un acabado estético impecable. Su primera película, “Tras el cristal”, era de un tremendismo casi infantil, pero su cuidada puesta en escena le procuraba cierto poder magnético. De su obra posterior me gustó “El mar”, un arriesgado e interesante paseo por la vida, la muerte y el sexo.

Pa negre”, que tuvo muy buenas críticas en el último festival de San Sebastián, recoge algunos de los componentes temáticos de las películas anteriormente citadas (las fuerza arrasadora de las miserias humanas, el despertar de la sexualidad infantil, la corrupción de la inocencia, la homosexualidad), pero el tratamiento narrativo y formal resulta mucho más convencional, por mucho que se prescinda del trípode que hasta hace un par de décadas (¿les suena Lars Von Trier?) solía sujetar la cámara en casi todas las películas comerciales. Se emplean por contra casi todas las constantes de guión y estilo de las películas del género posguerra española, incluidos los niños protagonistas y testigos de lo que ocurre a su alrededor, los primeros planos destacando los globos oculares infantiles, las rencillas entre vencedores y vencidos, las paredes desconchadas, la música grandilocuente, los secretos que van desvelándose a medida que avanza la historia, el profesor borrachuzo, el alcalde facha, e tutti quanti. No falta de ná: el academicismo se abraza con todo entusiasmo y sin asomo de vergüenza. Lo que diferencia esta película de casi todas sus congéneres, sobre las cuales se sitúa claramente, es una mayor elegancia en el empleo de todos los elementos convocados. Puede que Villaronga no haya venido a este mundo para revolucionar el lenguaje cinematográfico, pero al menos sabe filmar con competencia y donaire a sus personajes que se desenvuelven entre bosques tan luminosos como amenazadores, casas tristes y pobres y casas tristes y ricas. Además, todos los actores están perfectos, con menciones especiales para Laia Marull y Nora Navas, que como se sabe ganó en el festival donostiarra el premio a la mejor actriz. Navas incluso insufla vida a momentos tan arriesgados como un monólogo algo teatral –un poco a la Shakespeare, en versión guerra civil- durante el cual sostiene un mendrugo del pan negro que da título a la película.

Desgraciadamente, el Villaronga guionista es menos refinado que el Villaronga director. Así, en la última escena de la película se revela verbalmente un secreto que cualquier espectador atento conocía desde hacía bastante tiempo, generando una incómoda sensación de redundancia y machaconería. Semejante torpeza hace bajar muchos enteros la película, y atenúa en gran medida la fuerza de su final, lo que es una lástima. Por lo demás, hay que decir que la película merece la pena por su raro estatus de ejemplo logrado de mainstream a la española.

martes, 19 de octubre de 2010

Fellini en Caixaforum


El CaixaForum de Madrid presenta estos días una exposición dedicada al director de cine italiano Federico Fellini, fallecido hace diecisiete años (¡ya!). La muestra no es gran cosa, y realiza una aproximación bastante superficial al universo felliniano, de manera que seguramente decepcionará a los auténticos aficionados, aunque para quien no sepa mucho sobre el personaje en cuestión resulta pasablemente didáctica. En general, no descubre nada en particular sobre Fellini, y se queda algo corta a la hora de reflejar los principales valores de su personal talento.

Fellini nunca ha sido uno de mis directores favoritos, aún reconociendo su genialidad. Sus películas no me gustan en el mismo sentido en que me gustan por ejemplo las de Buñuel, o las de Bergman, o las de Hitchcock. Mientras las veo no me siento arrebatado, repleto de esa emoción que parece originarse en la boca del estómago y extenderse a partir de ahí a todo el cuerpo, que se entrega encantado a la experiencia. Lo que a cambio sí hago es admirar el evidentísimo torrente de creatividad de quien está detrás del artefacto, que a veces me deja casi sin respiración. Hay planos y secuencias enteras en “Ocho y medio”, “La dolce vita”, “Giulietta de los espíritus”, “Roma”, “El jeque blanco”, “Amarcord”, “Satyricon” o “E la nave va” que son un auténtico tour de force de imaginación y grandeza estilística. Y, sin embargo, admito que a menudo me quedo algo frío, como si hubiera una barrera invisible e impenetrable que me franqueara el paso del mundo felliniano. Por otro lado, Fellini no prestaba en sus guiones demasiada atención a lo puramente narrativo, tendiendo demasiado a la dispersión, lo que encuentro que perjudica al resultado final al dejar al espectador con cierta sensación de deriva durante algunos tramos de sus trabajos.

En fin, no sé. Intuyo que quizá con el tiempo Fellini llegue a gustarme de verdad. Ya me ha ocurrido antes.

viernes, 15 de octubre de 2010

End of the saga


Otra de las películas que he revisado últiammente es “Patrimonio Nacional”, que se podía adquirir en cualquier kiosco junto con el ABC. La segunda parte de la trilogía “Nacional” de Luis García Berlanga no es ni de lejos una de las mejores películas del cineasta valenciano: sus trabajados, larguísimos planos-secuencia son un alarde técnico y de planificación, pero se suceden de manera algo rutinaria, convirtiendo en cliché el principal rasgo de estilo berlanguiano, mientras se sigue un guión menos mordaz y divertido que el de su predecesora, “La escopeta nacional”. Lo mejor de la película era el reparto, sobre todo los irrepetibles Luis Escobar y Mary Santpere como los ridículos y sublimes marqueses de Leguineche. La escena final de la película también es un hallazgo en sí misma: el viejo marqués y su hijo han abierto el palacio familiar al turismo como medio para financiar su carísimo mantenimiento, y reciben a un grupo de japoneses escenificando un patético besamanos familiar, mientras el guía turístico (que es, por cierto, el director de cine Jaime Chávarri) repite las frases “Marquis of Leguineche and son. End of the saga”.

En fin, que, con todos sus defectos, la película pone el dedo en la llaga de una cuestión con la que estoy completamente de acuerdo, y es que la aristocracia ha demostrado ser la institución más hipócrita y patética de todas, superando en ambas escalas incluso a la Iglesia católica. Después de haber basado su larga existencia en la idea de que ellos –los elegidos- habían nacido para servir a un soberano, mandar a su vez sobre sus súbditos y sobre todo no mancharse las manos con el vulgar trabajo, llegó un momento en que, atrapados entre la espada y la pared de una nueva realidad social, se vieron obligados a elegir entre desaparecer como clase o perpetuarse a costa de renunciar por completo a los mismos principios que llevaban siglos sosteniendo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa lo contó con admirable talento literario en su novela “El Gatopardo”, pero aún se quedó corto. La realidad es que hoy en día los aristócratas se han convertido en tenderos y relaciones públicas, y aún pretenden que se les reconozca la supuesta grandeza de un apellido, de un escudo de armas, de una dignidad patrimonializada. ¿Dignidad? Si la hubieran tenido, se habrían disuelto dignamente como estamento una vez comprobado que su mundo no tenía sentido ni lugar en el marco de una democracia con aspiraciones de justicia social. Esto no quiere decir que yo desprecie a todos los artisócratas: de hecho, he conocido varios a los que encuentro encantadores, o simplemente agradables. Lo que individualmente piense de cada uno de ellos no tiene nada que ver con el desprecio que me inspiran como clase social.

Ahí está el propio Luis Escobar, hombre de aspecto simpatiquísimo que era marqués de las Marismas. End of the saga.

jueves, 14 de octubre de 2010

Entrevista a Elssie Ansareo


Entrevista con la fotógrafa mexicana Elssie Ansareo que (en una versión un poco más reducida) publiqué hace unas semanas. Ansareo ha inaugurado una nueva exposición, titulada "The Misted Glass", en el Espacio Marzana de Bilbao.

Es usted mexicana, pero vive desde hace varios años en Bilbo. ¿Esto la convierte en outsider?
No había contemplado tal consideración, pero podría decirse así. No soy muy amiga de las etiquetas, pero sí le puedo decir que soy conciente de mi rango de acción y de mi origen.

¿Por qué decidió venir a Euskadi a estudiar Bellas Artes, y por qué se quedó para desarrollar su carrera?
Era una entusiasta de estudiar fuera algún tiempo. La elección de Euskadi estuvo supeditada a que mi padre tiene familia por aquí, aunque no fue mi opción inicial. Me quedé por darme la oportunidad de hacerlo, y ocurrió que encontré la fotografía y algunas personas maravillosas.

¿Conoce el medio artístico mexicano? ¿Aprecia diferencias entre éste y el vasco?
Sí, lo conozco. En mi último viaje a México, el mes pasado, he podido apreciar que los artistas en su gran mayoría apuntan a la globalización. Ser artistas globales significa desarrollar un determinado tipo de discurso que es coherente y funciona únicamente en ésta línea de lo global. Esto no sólo no se lleva a cabo en Euskadi, sino que ni siquiera se contempla.

¿Cree entonces que hay algo de endogámico o de ensimismado en la escena artística vasca?Puede ser. Pero con ello no quiero decir que todos tengan que ser artistas globales, pero sí es buena una mayor voluntad de mirar hacía afuera.

En todo caso, su trabajo ha combinado aspectos temáticos que de algún modo “se esperaría” de alguien que proviene de la cultura mexicana (familia, muerte) con un tratamiento estético bastante inesperado…

Absolutamente de acuerdo. Son temas que verdaderamente me apasionan. En cuanto al tratamiento estético, me resulta bastante halagador que se refiera a ello como “inesperado”…

Centrándonos en la cuestión familiar, sus imágenes presentan cierta ambigüedad. El propio individuo construye su núcleo, pero también hay una cierta rigidez y opresión por ese entorno construido.
El individuo, en un altísimo porcentaje, elige con quién quiere estar, de quién quiere rodearse. Estas decisiones vienen sujetas a afectos, amores, intereses, afinidades y todo lo imaginable, en términos positivos y negativos. La rigidez y la opresión, si es el caso, las construye el propio individuo como producto de sus decisiones.

Asumo que esa dinámica es la que le interesa retratar...

Me interesan los vínculos, el conflicto. Ejercer voluntad en el ámbito familiar es verdaderamente complejo. La familia es una estructura con una jerarquía que establece relaciones de poder cuya comunicación esta sujeta al nivel emotivo del lenguaje, por eso es también la institución del malentedido perpetuo.

La reflexión sobre lo femenino también aparece en su trabajo de manera muy natural. ¿Cómo la integra?
Ser mujer me da una determinada visión del mundo, una interpretación de éste diferenciada de manera ineludible. Me preocupa llegar a la cuestión de fondo y hablar de algo que conozco de primera mano a través de mi experiencia, mi inteligencia y mi sensibilidad.

“The Misted Glass” (El espejo empañado) es un título que parece hacer referencia a la distorsión de la propia imagen.
Efectivamente, me he planteado esta serie de fotografías cómo un autorretrato y de este modo abordar la idea de la propia representación, me han surgido cantidad de preguntas. Entre otras, cómo representarme, o cómo se me percibe. “The misted glass” es precisamente una imagen distorsionada, resultado de relacionarnos con nuestro cuerpo a partir del defecto.

Si en trabajos recientes anteriores la identidad se forjaba a través de la herencia y las relaciones familiares, ahora se dirige hacia el propio individuo.
Me he dado cuenta que el quid de la cuestión está en una misma. He tenido que acudir al espejo y preguntarme qué es lo que estaba viendo y cómo lo iba a articular. Era una fase necesaria que, creo, enlaza con todo el trabajo anterior porque en todo ello subyace el mismo proceso de identificación.

En ocasiones, llega al desdoblamiento, a la percepción de uno mismo como el Otro. ¿Le interesa la tema del doble o la dualidad?
Muchísimo, tengo auténtica obsesión con la dualidad. Por exceso o por defecto, pienso que es otra de las constantes en mi trabajo y una pieza clave tratando el tema de la identidad.


Algunas de sus fotografías resultan inquietantes precisamente por el modo en que el cuerpo humano aparece reificado, transformado en un objeto casi parte de la escenografía.
Así es. El cuerpo femenino, o más bien la idea del mismo, es relativa porque todo el mundo tiene una opinión al respecto, y estas opiniones resultan a menudo antagónicas: están por ejemplo la ministra de igualdad, los políticos, los publicistas, las feministas…. Los colectivos, que es como hablar del todo y la nada. Finalmente, esa idea de cuerpo es una moneda de cambio, mientras se refieren al cuerpo femenino haciendo esfuerzos descomunales para que parezca que no hablan de un objeto. Así que yo opté por presentar un cuerpo que no pretende ser otra cosa que un objeto inserto en la composición de diversas naturalezas muertas.

Una de sus obras formó parte de la reciente exposición Chacun à son goût en el Guggenheim Bilbao. Imagino que esto le supuso como mínimo una satisfacción…
Una gran satisfacción. Yo llegué a Bilbao el verano de 1997, año en el que se inauguró el Guggenheim: 10 años más tarde una exposición en este museo mostraba mi obra. Aparte de esto, tuve la ocasión de trabajar bajo unas condiciones no habituales para un artista joven, rodeada de un equipo técnico estupendo tanto en Bilbao como en París [ciudad en que se produjeron las piezas].


¿Cómo cree que ha evolucionado su obra desde sus inicios?
Es difícil responder a eso… Creo que he ganado en seguridad y en destreza; ahora soy capaz de ofrecer un espectro más rico de lectura de la obra, que por otra parte continúa en desarrollo.


Sus fotografías presentan pocos objetos, pero cada uno de ellos se presenta con una gran carga de significatividad. Cuchillos, vajillas, jarrones de cristal con flores, alimentos… ¿Forman parte de un sistema de signos de voluntad simbólica?
Sí, todos y cada uno de ellos son depositarios de significados muy concretos, con un papel determinado dentro de la imagen, que en conjunto forman parte de un sistema de signos de voluntad simbólica, como bien apunta. Esa podría ser una bonita definición para naturaleza muerta, se trata justamente de eso.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Adaptando a Proust


Ya he escrito antes en este blog sobre mi opinión acerca de las adaptaciones cinematográficas de obras literarias, sobre la diferencia entre un creador y un mero ilustrador, etc. También sobre mi pasión por “En busca del tiempo perdido”, la inmensa, inabarcable macronovela de Marcel Proust. Y sobre mi visión del enamoramiento como fenómeno ante el que conviene ponerse en guardia. Volveré una vez más sobre todo ello, con la excusa de “Un amor de Swann”, película dirigida en 1985 por el alemán Volker Schlöndorff a partir de una pequeña parte de la obra proustiana.

Este pasado puente de octubre me dediqué, entre otras cosas, a revisar películas vistas hace mucho tiempo y ya olvidadas. Esta “Un amor de Swann” fue una de ellas.

La película adaptaba básicamente uno de los capítulos del primero de los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido”, que es además uno de los mejores de todo el conjunto y, sobre todo, el único que constituye una especie de pieza independiente, desgajable del resto, con su principio y su final narrativos más o menos claros. En él se cuenta la historia de Charles Swann, gentleman que a pesar de su origen judío es el niño mimado de la gran nobleza parisina a finales del siglo XIX –en especial de la bella y admirada duquesa Oriane de Guermantes-, y que se enamora perdidamente de una mujer tan cursi como viciosa, una putilla de altos vuelos llamada Odette de Crécy que ni siquiera es su tipo. Proust lograba una pequeña obra maestra dentro de la gran obra maestra que es toda la “Recherche”, un implacable estudio de las pasiones humanas, del proceso y el mecanismo del enamoramiento (con toda su sintomatología, incluyendo los celos, la duda, la desesperación, la dicha arbitraria, etcétera), escrito además con su estilo inigualable, de una belleza barroca y una asombrosa precisión sensorial.

En cuanto al trabajo de Schlöndorff… Pues hombre, no me gustaría despreciarlo del todo, porque se adivina la intención de hacer algo interesante, además del respeto a Proust. Quizá demasiado respeto, hasta el punto de paralizar la acción creativa del director. Con una extraordinaria fotografía de Sven Nykvist y unos protagonistas bastante decentes –aunque ni Jeremy Irons daba físicamente el tipo de Swann, ni mucho menos Ornella Muti el de Odette, y ambos están doblados en la versión francesa-, además de algún que otro instante de inspiración (un par de escenas eróticas, y el encuentro final entre Swann y la duquesa de Guermantes en la casa de ésta), y sobre todo con un guión bien armado, la película no ofende, pero tampoco termina de interesar demasiado. Su apuesta visual parece en sus mejores momentos cercana al Visconti de "El inocente", pero casi siempre queda más cerca de un James Ivory a medio gas. Con la intención de espesar la leve anécdota argumental de partida, se invocan fragmentos de otros volúmenes de la obra, realizándose un interesante paralelismo entre el amor y la enfermedad, pero por desgracia esta idea recibe un tratamiento bastante superficial. Mientras tanto, los pasajes con más potencial cinematográficos del original –Swann vagando en carruaje por las calles de un París nocturno, buscando a Odette mientras toma consciencia de su propio enamoramiento- se desaprovechan de la peor manera.

Una década más tarde, el chileno Raúl Ruiz realizaría otra adaptación de Proust, esta vez a partir de “El tiempo recobrado”, último volumen de la saga. Esta vez los resultados obtenidos serían mucho mejores, gracias a la inventiva visual, al talento de Ruiz para sorprender en cada plano. Recomiendo vivamente su visionado.

domingo, 3 de octubre de 2010

Popea, la nueva celebrity



No voy mucho a la ópera, como ya no voy mucho al teatro, sobre todo porque me pone de los nervios asistir una y otra vez a montajes que se empeñan en boicotear una música y unos textos que me gustan. Pero, en fin, después de su muy plausible trabajo en la dirección de "Las bodas de Fígaro" para la ABAO, decidía dar una oportunidad a Emilio Sagi, que presentaba su visión sobre "La coronación de Popea" en el teatro Arriaga de Bilbao. El resultado: la enésima muestra de lo que apuntaba en la primera frase de este texto.

Desde luego que todo el mundo tiene derecho a interpretar los clásicos como le dé la gana, y a estirar si quiere su esquema argumental para sugerir enseñanzas sobre la sociedad contemporánea que obviamente no estaban en el ánimo del original. Pero no creo que esa operación conceda carta blanca para la banalidad y la demagogia. Sagi convierte la historia de la ascensión al trono de Roma de la maquiavélica Popea en algo así como la forja de una celebrity, con un tono bufo de lo más cargante. La escenografía llevaba la firma de una auténtica estrella, la arquitecta y diseñadora Patricia Urquiola, y no era lo peor del montaje, aunque por momentos hacía pensar en la pobreza estética de un plató de televisión. De hecho, había en ella algunas ideas interesantes (una curiosa celosía, unos fondos iluminados en colores fuertes y planos), pero éstas quedaban anuladas por el incesante y pedestre subir y bajar de objetos sostenidos por cuerdas. Esta coreografía de los trastos distraía a más no poder, oscilando entre lo arbitrario -figurantes moviéndose mientras sostenían en sus manos sillas y mesas- y el subrayado más burdo -momento de gloriosa obviedad cuando Séneca asume su muerte mientras desciende sobre el escenario una enorme calavera forrada de púas. Pero aún había algo mucho peor, y era el espantoso vestuario, que ni me molestaré en describir. Una cosa es exponer lo hortera, y otra muy distinta asumirlo como estandarte.

Los cantantes, eso sí, eran como media bastante buenos: me gustaron sobre todo los que interpretaban a Otón y Drusila. Popea manifestaba una tendencia al adorno de diva del soul que me sacaba un poco de quicio de vez en cuando.

De todos modos, nada es capaz de anular la maravillosa música de Monteverdi. Los minutos finales, cuando Nerón y Popea cantan una obra maestra llamada "Pur ti miro", dejaban en la nada el pesado y evidente simbolismo de una enorme corona-cárcel alrededor de la nueva emperatriz, y ponían los pelos de punta gracias a su belleza extrema, a prueba de bomba. Curiosamente, hay quien afirma que la pieza es un plagio de otro autor, y que en realidad no la compuso Monteverdi. Sea esto verdad o no, os recomiendo que no os perdáis el siguiente enlace y pinchéis aquí.