viernes, 30 de enero de 2009

Un insecto en ámbar


Kate y Leo, en plan playero


Hace ya unas semanas que comenzó oficialmente la invasión de películas candidatas a los Oscars. “Mi nombre es Harvey Milk”, de Gus Van Sant, ha sido la primera de este grupo en estrenarse entre nosotros. Poco después, la semana misma en que se daban a conocer las nominaciones, lo hacía “Revolutionary Road”, de Sam Mendes, de la que se esperaba un barrido de candidaturas que finalmente no ha tenido lugar. Ni siquiera Kate Winslet, favorita al premio entre las actrices principales, ha conseguido entrar en el quinteto final por esta película, al haber competido contra sí misma en “El lector”, de Stephen Daldry: las reglas de la Academia establecen que un mismo intérprete no puede resultar nominado mas de una vez en una misma categoría, y en caso de que esto ocurriera prevalecería la candidatura más votada, descartándose la otra. En fin, ya es seguro que en los Oscars no se repetirá el doble triunfo que Winslet obtuvo en los Globos de Oro, donde se hizo por ambas interpretaciones con los premios a la mejor actriz protagonista (“Revolutionary Road”) y secundaria (“El lector”, por la que ahora concurre como actriz protagonista).

Tras este repaso por los premios y sus particulares líos, me centro en "Revolutionary Road", la última película de Sam Mendes, adaptación de una novela escrita del autor norteamericano Richard Yates, que admito no haber leído. La historia se ubica en Norteamérica en los años 50, circunstancia imposible de olvidar en ningún momento gracias al exhibicionista trabajo de vestuario y dirección artística, en el que se apoya una puesta en escena aplicada y en ocasiones bastante enfática. Mendes contaba a su favor con una baza definitiva: sería difícil encontrar un espectador que no se identificara en mayor o menor medida con la dolorosamente universal historia narrada. Y, sin embargo, la ventaja de partida se pierde de inmediato con un descarado boicot contra la fuerza del dilema que subyace a los problemas existenciales del matrimonio protagonista, esclerotizado por el plúmbeo envoltorio de la ambientación y por una pedestre dirección de serie televisiva de qualité. Se genera la impresión de que lo que se cuenta es una historia que corresponde ineludiblemente a la época en que ésta transcurre, y así es como se contempla, como un objeto tras una vitrina o un insecto atrapado en una gota de resina que se convierte en ámbar. Un director con más talento posiblemente habría podido realizar una gran película sobre ciertas facetas de la angustia vital y los infiernos de la relaciones de pareja, rica en implicaciones existenciales, sociales y sentimentales y con un elevado poder empático, pero éste no es el caso. Por otra parte, Sam Mendes tampoco es un estilista refinado y astuto como Todd Haynes, que realizó con “Lejos del cielo”, situada en las mismas coordenadas espaciotemporales que “Revolutionary Road”, un ejercicio apasionante que reproducía el envoltorio formal de los melodramas de Douglas Sirk, consiguiendo resultar aún más elocuente e incendiario gracias a la disonancia entre los códigos estéticos empleados y la naturaleza del conflicto descrito.
Dicho todo lo cual, la película no carece por completo de interés ni ofende realmente, por lo que se sigue con moderada atención. La fuerza de la historia se las arregla de vez en cuando para emerger por encima de las mencionadas limitaciones, y cuando esto ocurre es siempre porque los rostros de los actores quedan en primer plano. Leonardo di Caprio y Kate Winslet están magníficos en sus papeles, como casi siempre, y sólo por ellos la película podría justificar sobradamente su existencia.

lunes, 26 de enero de 2009

Zoe Leonard: Poesía sin énfasis



Crítica de arte publicada el pasado 9 de enero:




Zoe Leonard. Fotografías


Del 2 de diciembre de 2008 al 16 de febrero de 2009


Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Madrid




El MNCARS dedica una exposición individual a la obra de la fotógrafa norteamericana Zoe Leonard, una artista de un talento poderoso y atrayente. Poco convencional en sus propuestas, su obra parece buscar una forma original y definitiva de pureza.




Poesía sin énfasis




Dos son las exposiciones dedicadas a artistas norteamericanas que pueden contemplarse estos días en el madrileño Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Aunque ya por poco tiempo, los más veloces aún pueden disfrutar de una estupenda retrospectiva sobre Nancy Spero titulada “Disidanzas”, que estuvo antes en el MACBA y viajará próximamente a Sevilla. La visita es altamente recomendable, pues la muestra supone un completo recorrido por una trayectoria apasionante, en la que las ocasionales concesiones a un tremendismo algo estridente no empañan en absoluto la fuerza de una obra de gran belleza y singularidad.



En cuanto a la otra, quizá algo menos publicitada, es la primera retrospectiva que tiene por objeto la obra de Zoe Leonard (Liberty, Nueva York, 1961), originalmente concebida y organizada por el Fotomuseum Winterthur de Suiza, donde ya se exhibió hace aproximadamente un año. Las opciones estéticas y las visiones que sobre el mundo poseen Spero y Leonard se yuxtaponen y complementan de un modo inesperado: mientras la primera centra su interés en cuestiones muy específicas (la guerra, la tortura, la reivindicación de lo femenino) a través de una mirada explícita y rabiosamente insurrecta, la segunda se apoya en un lirismo de ásperos contornos, en absoluto exhibicionista, al plantear cuestiones más abstractas con su óptica hipersubjetiva, dando lugar a resultados no menos turbulentos.



Zoe Leonard es una artista relativamente joven cuyas dos décadas de trayectoria, dedicadas sobre todo a la fotografía en color y blanco y negro, son ya objeto de un amplio reconocimiento, como demuestra la exposición que nos ocupa. Con anterioridad, han exhibido su obra instituciones como el Centre National de la Photographie de París (ahora el Jeu de Paume) o, más recientemente, el Wexner Center for the Arts de Columbus (Ohio) Por otra parte, su serie Analogue, incluida en la selección del MNCARS, formó parte el pasado año de la Documenta 12 de Kassel. Recordemos por último que, ya en 1992, Leonard había estado presente en Documenta 9 con unas polémicas fotografías que sirvieron para lanzarla instantáneamente en los medios artísticos.



La exposición del Reina Sofía está organizada de acuerdo con un sencillo criterio conceptual, recogiendo un centenar de instantáneas tomadas en diversas partes del mundo que se agrupan por temas e ideas. Así, hay fotografías de paisajes captados desde la ventanilla de un avión, algunos interiores domésticos, imágenes de precarios comercios urbanos o aún más precarios mercadillos al aire libre en África, árboles y bosques, inquietantes artilugios que poseen la absurda función de medir y evaluar la belleza de un rostro… La impresión que genera el conjunto es la de haber asistido a un poderoso fresco sobre las complejas redes que se entretejen a lo largo y ancho de la sociedad global, en las que el intercambio, el consumo y los elementos que son objeto del mismo (ropa, alimentos o bienes destinados al ocio) adquieren un papel preponderante. Asimismo, destaca la apariencia de esta amalgama como un archivo de imágenes en el que cada una de ellas se encuentra debidamente clasificada en una categoría, de manera que esta clasificación, perfectamente lógica y asumible bajo criterios intuitivos, ayuda a comprender mejor el significado individual último de la idea que se presenta al espectador. No hay una sola de estas fotografías que posea una apariencia banal, por mucho que pudiera pensarse que lo son aquellos elementos que en ella figuran. La fachada más vulgar, el paisaje más plano o tópico (las cataratas del Niágara, por ejemplo) aparecen en Leonard revestidos de una profunda dignidad que no tiene nada que ver con la afectación o el énfasis. Sin duda, no es ajeno a esto el modo en que las instantáneas están dispuestas para la exposición, como se ha comentado en las líneas anteriores. Pero tampoco puede dejarse de lado el efecto de la propia mirada de la artista, cuya agudeza clarividente es lo que acaba por determinar el raro poder de fascinación de la obra.



Por otra parte, debe mencionarse el hecho de que Zoe Leonard no oculta en su trabajo las imperfecciones propias de la técnica fotográfica, las mismas imperfecciones que por lo general la fotografía artística se esfuerza por erradicar en las últimas fases del proceso de producción de la obra terminada. A modo de ejemplo, en ocasiones los colores aparecen con una excesiva saturación, mientras que no se recortan los bordes negros de la instantánea, por lo general percibidos como un elemento sobrante. Consciente de que la esencia del arte descansa en gran parte precisamente en las imperfecciones que éste presenta con respecto a la vida como medio de representación de la misma, Leonard se apoya en dichas taras con el probable fin de multiplicar la carga poética. Desde luego, no se trata de una opción novedosa, pero pocas veces se ha empleado antes de una manera más pertinente y efectiva que en esta ocasión, en la que el medio fotográfico conserva intacta toda su pureza. De este modo queda patente la renuncia a toda reproducción objetiva de la realidad, una renuncia que resulta admirable por su honesta solidez.

viernes, 23 de enero de 2009

la primera gran película del año

Laurent Cantet y sus actores, en la "montée des marches" del último Cannes




Por fin ha llegado a España “La clase”, película francesa dirigida el año pasado por Laurent Cantet, y cuyo título original es “Entre les murs” (entre las paredes). La última Palma de Oro del festival de Cannes, y la primera francesa desde 1987, cuando Maurice Pialat subió al escenario entre pitadas y pronunció su mítica frase: “Si yo no os gusto a vosotros, tampoco vosotros me gustáis a mí” (ver mi reciente texto en este blog).

“La clase” llegó al festival en la última jornada del concurso, cuando la suerte parecía echada y los pronósticos sobre la Palma de Oro se dividían entre “Gomorra” de Matteo Garrone (finalmente, Gran Premio del Jurado) y “Un conte de Noël” de Arnaud Desplechin (que se iría de vacío). Al día siguiente, el jurado que presidía Sean Penn, y que también formaban entre otros Olivier Assayas, Natalie Portman, Sergio Castellito y Hou Hsiao-hsien, concedía por unanimidad el primer premio a la última en llegar. La crítica quedó algo desconcertada, pero en general no puso objeciones: parecía que el último trabajo de Cantet había gustado a todo el mundo, y que su calidad justificaba el envite. Además, el tema tratado parecía aportar un plus de respetabilidad a la película: el día a día en una escuela de las afueras de París, foco de convivencia multirracial y potencial polvorín de conflictos sociales.

Aunque no está bien que un crítico admita sus prejuicios, debo decir que acudí algo escamado a verla en los cines Verdi de Madrid: no suelo apreciar especialmente los ejercicios supuestamente hiperrealistas que se engloban en el género de “documental ficcionalizado”, género que considero en esencia falso y tramposo, y que me ha producido olvidables sesiones de aburrimiento (en el mejor de los casos) e irritación (en los peores). Por otra parte, la última película de Cantet que había visto, “Vers le sud“, historia sobre damas blancas de mediana edad que viajan por turismo sexual a la castigada Haití, no me estimuló demasiado, pese a algunos de sus méritos (magnífica dirección de actores, presencia de Charlotte Rampling en el reparto). No esperaba gran cosa de la nueva experiencia. Afortunadamente, antes de que terminase el primer plano de “La clase”, supe que las dos horas siguientes iban a merecer la pena. Esta certeza no se disolvió en ningún momento de la proyección.

De un nervio, un dinamismo y una transparencia notables, “La clase” pasa por encima de tus potenciales lastres como una apisonadora para remontar el vuelo desde su inicio, y a toda velocidad. Laurent Cantet realiza un prodigio de puesta en escena, que privilegia la claridad expositiva -lo que nada tiene que ver con la obviedad o la simpleza, aunque muchos tiendan a confundir los conceptos- y el brío formal. La energía contenida en cada plano es de máxima intensidad. La cámara se mueve constantemente, pero la sensación de mareo es nula. La mayor parte del metraje transcurre entre las cuatro paredes de un aula (en ocasiones se visitan los pasillos, las salas de profesores, el patio escolar, y poco más), pero el espectador tiene la sensación de haberse asomado a un vasto universo, lo que en realidad ocurre. Se invoca con éxito una auténtica fascinación por lo que la cámara muestra y sugiere, por los rostros de los adolescentes que se sientan en los pupitres, por cada una de las reacciones de éstos y de su profesor, por los ritos y costumbres que se desarrollan en esta escuela francesa. Los elementos narrativos, centrados en un expediente de expulsión abierto a un alumno considerado particularmente conflictivo por haber tuteado al profe (¿hablábamos de diferencias entre España y Francia?), se ensamblan para formar un esqueleto delgadísimo pero robusto, capaz de sostener los muchos kilos de carne generados por la cinta.



Me sorprende que no se haya hablado apenas del intérprete principal, François Bégaudeau, que en realidad fue profesor y escribió el libro en el que se inspiró Cantet para su guión. Pocas veces he encontrado semejante verosimilitud en un actor no profesional: cada una de sus expresiones, cada una de las frases que pronuncia, fluye como iluminada por el resplandor de lo genuino, de lo que de verdad está ocurriendo aquí y ahora. Ninguna impostación, ningún esfuerzo perceptible. Tampoco autojustificación o tendencia a idealizarse, principal riesgo cuando uno interpreta lo que se supone su propio papel: a menudo el profesor parece algo sobrepasado por los acontecimientos, patéticamente desvalido ante la doble marea creada por la furia adolescente y la inflexibilidad institucional, y reacciona con hostilidad desproporcionada o sonrojante pasmo. Parece como si, lejos de verse contaminado por la imagen que tiene de sí mismo, el actor-guionista-personaje real se hubiera vaciado por completo, como un muñeco de trapo, para volver a rellenarse con lo que Laurence Cantet ha depositado en él, un contenido que procede sin duda del relleno original, pero que ha sido cuidadosamente procesado por la mirada externa.

Me niego a definir “La clase” con tópicos como “un documento” o “radiografía social”. En mi opinión, estamos sobre todo ante un espléndido ejercicio de puesta en escena, que no consiente el aburrimiento del espectador y le depara (atención a la reunión final con Souleymane y su madre) algunas secuencias memorables. O lo que es lo mismo, una película apasionante.

jueves, 22 de enero de 2009

E. Sourrouille en Artium: la inauguración

Foto de grupo en una de las salas, por Ignacio Goitia. Las jirafas nos ayudaban a evitar el desparrame


Como prometí en un texto anterior (justo antes de que el gran Maurice Pialat se inflitrara descaradamente), vuelvo sobre la exposición que el Artium de Vitoria dedica al artista Eduardo Sourrouille hasta el 19 de abril. Realizaré en primer lugar lo que viene a ser una crónica de sociedad de las de toda la vida, con sus negritas y todo, describiendo la inauguración del pasado viernes.


Antes que nada, y a modo de resumen, diré que dudo que el Artium haya asistido a una fiesta similar en todos sus años de vida. Porque una fiesta y no otra cosa fue lo que allí se organizó. Quedó demostrado que Sourrouille (aparte de otras cosas sobre las que también hablaré próximamente) es un artista con gancho popular. No sólo asistió al evento el público local, la esperable amalgama de autoridades, entendidos en arte, modernos, curiosos sin otros planes y demás, sino también otras personas venidas de fuera. No me refiero a mí, que llegué con el tiempo justo desde Madrid. Había también un nutrido grupo que habían sufragado el alquiler de un autobús de ida y vuelta entre Bilbao y la capital alavesa. El autobús traía, además de los bilbainitos de pro, unos cuantos parisinos, e incluso algún ovni recién llegado de la comunidad gallega. Bilbao, París y Pontevedra. Todo muy cosmopolita, no me digáis.


Artistas, críticos de arte, galeristas, familiares y amigos del propio Sourrouille… Gran parte de ellos, además, comparecían por partida (al menos) doble, ya que sus retratos formaban parte de la muestra. Antes de seguir, tomo aire: allí estaban, entre muchos otros, José Antonio, Juan Antonio, Aitor, Soraya e Iñigo Sourrouille, Ignacio Goitia, Oscar Achútegui, José Luis Vicario, Richard Corpas, Manu Arregui, Miguel Angel Gaüeca, Eduardo García Nieto, Itxaso Mendiluze, Elssie Ansareo, Rita y Raquel Emperador, Carlos Basauri, Cristina Palacios, María José López de Aranaz, Carlos Rui-Wamba, Miriam Ocariz, Valentina Miguel, Ana Ocariz, Sira Cornejo Saenz de Ibarra, Juana García-Pozuelo, Ainhoa, Susana y Ana Bazterrica, Ana Marcos, Carlos y Marta Iturrigane, Julio Prieto, Fran Ugarte, Iñaki Cuesta, Montse Zabala, Ana Beascoa, Patxi Ortún, Lourdes Madow, Andrés Iglesias, Rafa Ramos, Román Padín, Alicia Fernández, Garikoitz, José Antonio Lastra, Isabel Medinabeitia, Jose Abrisketa, la gran Leti Fersal (y su chico, Ander), Edorta Apellaniz, Charo Garaicorta y los galeristas Luis Adelantado, Fernando Zamanillo y José Luis Nuble. No faltó tampoco la Mujer Gato, presencia impagable en ocasiones como ésta, empeñada en salvarnos a todos de la gente perra (qué ingenuidad, la suya). El côté París estaba representado por los interioristas Michael Coorengel y Jean-Pierre Calvagrac (hechos unos figurines, como acostumbran), junto con Carmina (propietaria de Anahí, el restaurante donde hay que estar hoy en día en la capital francesa), Ermanno Piraes (responsable de comunicación de Fendi) y Christophe (Yves Saint-Laurent).


No todos los mencionados tenían su correspondiente retrato, aunque sí la mayoría de ellos. Así que el resto del público podía entretenerse jugando a identificar la correspondencia entre la persona real que se movía entre las distintas salas que ocupaba la expo y su fotografía colgada en las primeras estancias. ¿Estarán por aquí esos tipos desnudos que empujan una silla de ruedas? ¿Y el gentleman indolentemente subido en un columpio? ¿Quién será esa mujer cardada que trepa por una escalera? ¿Cómo será el rostro del chico que se esconde detrás de una máscara decorada con bigotes, boca y ojos pintados? Quizá por eso había más concentración de gente en las salas dedicadas a la serie de personajes que en las siguientes, donde se ubicaban las fotografías con animales y los vídeos (estupendos, por cierto: pero hemos quedado que este apartado se dedicará a cuestiones frívolas, y ya habrá tiempo para profundizar en lo sustancial).



Cuando todos, retratados y no retratados, hubieron terminado de jugar, pasaron al espacio en la entrada dedicado al cóctel, que resultó ser algo pequeño para acoger a la multitud congregada. Es evidente que los organizadores no habían contado con el probado poder de convocatoria de Sourrouille. Siguiendo la moda (por decir algo) que se extiende en estos tiempos de crisis, el tal cóctel consistió realmente en una barra de bebidas frías y peladillas. Éstas, al menos, no sabían a rancio y servían para acompañar razonablemente a la cerveza y el vino. Pero, como a las 10 de la noche el hambre apretaba, el jolgorio se trasladó a la cafetería del restaurante, donde alguien había hecho correr la voz de que había pintxos Basque style. Justo antes, Ignacio Goitia consiguió que los celadores reabrieran una de las salas de la exposición y encendieran las luces para realizar una hiperpoblada foto de grupo: los que quedábamos por allí nos apiñamos como pudimos para entrar en el alcance del objetivo. No hay noticia de luxaciones ni de aplastamientos.

No nos habían mentido: había pintxos (a un módico precio) en la cafetería del Artium, y buenísimos, además. Nos abalanzamos sobre ellos como una banda de termitas sobre la madera seca. Los pobres camareros no daban abasto, y los clientes ajenos al show business nos observaban con curiosidad. Hubo vino, hubo jamón, hubo cava y refrescos. Hasta bailes de salón, hubo. A medianoche, los últimos rezagados corrían al autobús para seguir la fiesta en Bilbao, donde las informaciones que recibí hablaban de varios (esta vez omitiré los nombres) que llegaron a sus hoteles, sus casas o las de otras personas a las 10 de la mañana. Yo me quedé en Vitoria, cuya poco apasionante vida nocturna terminó llevándome a un kebap, donde degusté las habituales especialidades árabes en compañía del artista y de Luis Adelantado, un hombre incombustible del que cuenta la leyenda que jamás duerme. Qué suerte, sobre todo por la ventaja competitiva respecto al resto de la humanidad que eso supone.


Esto es lo que dio de sí la velada. En próximos textos, más información sobre la expo, que es lo importante. Pero, ¿qué hacéis, que no corréis a verla?

Más información:

http://www.artium.org/museo_exposiciones_a.php#abajo

martes, 20 de enero de 2009

Maurice Pialat: sin concesiones


Pialat recoge su premio en Cannes en 1987. "Si yo no os gusto..."


Hay un director de cine que, en mi opinión, era el mejor en activo de su país, Francia, durante los años 80 y 90 (con el permiso de Rivette y Téchiné), pero que se conoce muy poco en España. Murió hace unos cinco años, así que ya no asistiremos a ningún estreno suyo. Se trata de Maurice Pialat. Llegó al cine cuando ya habían pasado los años furiosos de la nouvelle vague, aunque sus principales miembros (Truffaut, Godard, Chabrol, etc) seguían dirigiendo películas, copando los festivales y disfrutando de fama mundial. Contrariamente a lo que cabría esperar, Pialat no reaccionó frente a ellos, sino que de alguna manera tomó su testigo para alargar la onda expansiva del fenómeno un par de décadas más. “Nosotros no envejeceremos juntos” fue en Francia casi un manifiesto generacional, y ya contenía todas las claves de su cine. Vista hoy, resulta una película bella, honesta y doliente. El cine de Pialat posee un estilo seco, sin florituras, pero al mismo tiempo hay en él algo de desmelenado. Tiende a prolongar la duración de los planos creando momentos íntimos y secretos, que alterna con explosivos arrebatos de furia. En sus cintas abundan las familias disfuncionales, los matrimonios que se devoran mutuamente, los golpes y bofetadas. Dirige a sus actores con un naturalismo extremo que lo sitúa en el confín opuesto a Robert Bresson, con quien sin embargo comparte muchos parámetros estéticos y temáticos. A veces ni siquiera se entiende muy bien lo que dicen los personajes, o si se entiende resulta absurdo, como lo son a veces las palabras en la vida real. Muchos jóvenes directores franceses de los últimos veinte años se han definido como sus herederos, pero por el momento no he visto nada en ellos que tenga la intensidad y la auténtica rareza de un buen Pialat. Con “Bajo el sol de Satán”, adaptación de la novela del escritor católico Georges Bernanos, ganó una discutidísima Palma de Oro en Cannes. Se trataba de una intensa y compleja reflexión sobre la gracia, la bondad y la tendencia al pecado, narrada con una admirable falta de concesiones, que dividió de inmediato a cuantos la vieron en el festival. Al recoger su premio y ser por ello abucheado, pronunció una frase que en Francia se ha convertido en mítica: "Si yo no os gusto, vosotros tampoco me gustáis a mí". Nada menos.


De todos modos, las películas suyas que más me gustan son otras: “Loulou”, con Isabelle Huppert y Gérard Depardieu, contaba una historia de amor loco (una mujer que abandona a su marido y su vida burguesa por su relación con un macarra hipersexuado) con un sorprendente estilo anti-novelesco. Por su parte, “Van Gogh”, en la que Jacques Dutronc interpretaba al pintor, está realizada con una aparente sencillez formal, y sin embargo la emoción que atraviesa sus imágenes proviene de una sofisticadísima puesta en escena que reclama el legado de Renoir. Junto con “Los juncos salvajes” de Téchiné, es sin duda mi película francesa favorita de los 90. Otros de sus básicos, también excelentes, son la “La boca abierta”, “Police” y “À nous amours”. De todas las películas que menciono, varias están editadas en DVD en nuestro país: merece la pena darles una oportunidad.

miércoles, 14 de enero de 2009

Arte y vida

"De la carpeta, personas que visitaron mi casa, Salón para Patricia Krug". Fotografía de Eduardo Sourrouille incluida en la exposición individual que el artista inaugura en Artium


Hoy mismo, a partir de las 20h00, se inaugura en el museo Artium de Vitoria la exposición "Villa Edur", de Eduardo Sourrouille.

La muestra ofrece un testimonio de los tres últimos años de trabajo del artista y, lo que es más importante aún, de su propia vida: la exterior y la interior. En todos los creadores ocurre que el trabajo y la vida están profundamente ligados, en una relación simbiótica irrompible. Si se me permite, diré que en este caso el fenómeno se produce con más radicalidad que nunca: no es que la obra de Eduardo Sourrouille refleje su vida, o que se alimente de ella. Ni siquiera que una y otra se entrelacen tan complejamente que resultan indistinguibles. Es que, para el ojo sensible y observador, la propia vida de Sourrouille es su verdadera obra, del mismo modo que la obra es su vida. No hay diferencia entre una y otra, porque en realidad ambas son la misma cosa. Esta afirmación, que puede parecer banal, no creo que lo sea en absoluto. Del mismo modo que algunos místicos son capaces de ver lo sagrado que anida en las labores cotidianas, Sourrouille posee la facultad de encontrar y generar belleza (que es lo más parecido a lo sagrado que un no creyente puede concebir) en cada una de sus actividades, por ordinarias que éstas sean. También, desde luego, en las que no lo son tanto. A menudo pronunciamos tópicos como "el arte de la seducción", que alguien es "un artista de la sutileza" o que hacer y conservar las amistades es "un arte complicadísimo". Pues bien, con Sourrouille todos estos lugares comunes se cumplen en su literalidad más estricta.

Las fotografías, esculturas y vídeos de E.S. son únicamente parte de su producción artística aunque, cierto es, se trata de la parte más representativa de esta producción, por contener, a través de una prolija red de símbolos y metáforas, el espíritu de todo el resto. Este resto, lo que únicamente comparecerá entre los muros del Artium mediante representaciones, lo disfrutan en toda su generosa extensión quienes cruzan ocasional o permanentemente sus órbitas con la del artista en cuestión.


Esta tarde, si todo va bien, viajaré a Vitoria para asistir al acontecimiento. Prometo detalles a mi regreso.

lunes, 12 de enero de 2009

...y estoy aquí para reclutaros

Mi nombre es Harvey Milk”, de Gus Van Sant, no es una película que me haya apasionado, aunque en realidad lo sorprendente habría sido lo contrario.


Suele gustarme el trabajo de Van Sant: en “Drugstore Cowboy”, “Mi Idaho Privado” o “Elephant” llega a fascinarme. También ha sido capaz de producirme sarpullidos, como en aquella cosa abominable titulada “El indomable Will Hunting”, pero esto ha ocurrido menos veces. Casi siempre soy sensible a su puesta en escena inteligente e hipnótica, a sus dotes de narrador y creador de atmósferas, a la nada cursi sensibilidad de su poesía. En cuanto a Sean Penn, protagonista de la película (apenas hay un plano en que el no aparezca), lo considero un actor muy dotado, pero su intensidad y su transparente ansia de lucimiento en ocasiones me han sacado de quicio.

El principal escollo para que yo pudiera disfrutar de esta “Milk” es el género mismo al que pertenece, género a cuyas claves se ajustan obedientemente el guión y la dirección de la cinta. El tema Un Gran Hombre Con Una Buena Causa me aburre horrores, sobre todo si se desarrolla en el ámbito de la política estadounidense. Detesto especialmente las secuencias de emoción colectiva que se orquestan cuando el Gran Hombre obtiene algún logro fundamental (la victoria en unas elecciones, la absolución en un juicio, etcétera), y el volumen de una música de tintes épicos se eleva por encima de los gritos de triunfo y alegría. También me pone nervioso la principal limitación de estas películas, consistente en su impotente pretensión de aportar un hilo coherente a una sucesión real y a menudo arbitraria de hechos: el resultado nunca termina de cuajar, los episodios parecen adheridos entre sí con un pegamento que jamás solidifica y persiste la frustrante sensación de truco. Todo ello, lo de las secuencias clímax llenas de énfasis, lo del cortapega narrativo, ocurre por desgracia en esta película. Sean Penn se empeña en otra de sus interpretaciones “de premio” en las que es evidente que ha copiado la gesticulación y tono de voz del personaje original, al que imagino que mimetiza asombrosamente (ya he expuesto aquí mi opinión sobre este tipo de actuaciones), aunque hay otros actores del reparto que montan el numerito más que él, o al menos lo intentan con desesperación: Diego Luna sobre todo, y también Emile Hirsch. Mientras, James Franco es muy agradable de ver, y Josh Brolin realiza en mi opinión el mejor trabajo del reparto en el papel de Dan White, oponente político de Harvey Milk y hombre torturado por terribles fantasmas que desataron su pulsión aniquiladora.

Precisamente es a este actor a quien pertenece la mejor secuencia de la película, unos breves planos magníficamente elaborados por Gus Van Sant en los que se describe el encuentro entre los personajes de Dan White y Harvey Milk en un hotel en el que éste último celebra su cumpleaños. La intensidad de este momento, la capacidad expresiva del encuadre, la perfección del trabajo de los actores, servirían en mi opinión para justificar la existencia de toda la película, aunque la mayor parte de su metraje me haya dejado más bien indiferente.

Notable selección

"Habíamos" unos cuantos en la inauguración de la expo





Crítica publicada el pasado 2 de enero:





Las recientes jornadas de Puertas Abiertas de la Fundación Bilbao Arte han peritido al público disfrutar de una interesante panorámica sobre los resultados del desarrollo creativo que promueve dicha institución.

Notable selección


Hace tan sólo diez años de la inauguración de Bilbao Arte, y este tiempo ha bastado para que la instiución se haya convertido en uno de los principales referentes de la creación artística en la capital vizcaína. En particular, las becas que cada año se conceden a creadores de distintos ámbitos y disciplinas para la producción de su obra constituyen una iniciativa ampliamente celebrada, entre otros motivos por la diligencia de los seleccionadores y, como consecuencia, por la calidad de sus resultados.


El pasado 2008 se cerró con unas jornadas de Puertas Abiertas en las que se reunió la cosecha correspondiente a dicho ejercicio. Los proyectos presentados correspondían a un total de veintidós creadores becados por el centro, procedentes de diversos ámbitos geográficos: hay que mencionar, en este sentido, el acuerdo de intercambio que Bilbao Arte ha puesto en marcha junto con sendos centros de arte noruego y austriaco. Entre todos los trabajos se abarcaba múltiples disciplinas, incluyendo la pintura, fotografía, vídeo, escultura e instalación, performance o diseño de moda.

Como mencionábamos, la selección era muy amplia, y su calidad casi siempre notable. Incluía artistas relativamente veteranos (el gallego Carlos Rodríguez-Méndez, una de las propuestas más relevantess) o muy jóvenes (las esculturas de David Martínez). Destacaban por méritos propios los cuadros de Alberto Albor, de una vitalidad compleja y eléctrica, el llamativo trabajo escultórico de Jon Almazán, o las gélidas fotografías de Iñigo Tena. La noruega Sandra Vaka presentó unas interesantes fotografías e instalaciones de abrupta voluntad poética, mientras que Aida Ulibarri jugó a la deconstrucción y la ambigüedad de géneros (es decir, nada muy nuevo en realidad) en sus correctos diseños textiles. Llamaron la atención los lienzos de la pintora Mari Ishiwata, que aportaban matices cáusticos a la imaginería que cabe esperar del arte oriental. La artista ejecutó su trabajo a la vista del público en la inauguración de la muestra.

En otro orden de cosas, algunas de las sorpresas más gratas por su concentración de dinamismo y originalidad han llegado desde el ámbito de la videocreación. Dentro de dicha disciplina, la diversidad era otra de las buenas noticias presentes. El austriaco Ruben Aubrecht y el noruego Tove Kommedal comparecían con unos trabajos de intenso espíritu conceptual, mientras que la brasileña Paula Fabiana empleaba algunas de las claves del cine documental para después subvertirlas mediante manipulaciones digitales de las imágenes de archivo.

Pero, de entre todas éstas, merece la pena destacar dos propuestas, que además de su calidad compartían algunos de sus mimbres temáticos. La primera de ellas la traía a Bilbao Arte Sra. Polaroiska en sillón de taller (nombre utilizado para firmar su trabajo conjunto por las creadoras Alaitz Arenzana y María Ibarretxe), con un original, muy bien resuelto “Sleeping over plastic”. Arenzana e Ibarretexe llevan bastante tiempo emitiendo serias señales de creatividad inequívoca, más recientemente en las colectivas de la bilbaína Sala Rekalde “Calypso” y “1, 2, 3... Vanguardias”. En el futuro cabe albergar esperanzas sólidas acerca de ellas. La otra pieza sin duda imprescindible de la muestra, que en las jornadas de puertas abiertas llamó particularmente la atención de los visitantes, era el vídeo “E&E”, concebido, realizado e interpretado por Eduardo Sourrouille y Elssie Ansareo. Pese a su juventud, ninguno de estos dos artistas es en absoluto un recién llegado a la escena artística: recordemos que Ansareo ya formó parte con sus fotografías de la reciente “Chacun à son goût” del Museo Guggenheim, mientras que de Sourrouille, objeto de múltiples muestras individuales y colectivas en lugares como Ginebra, Rotterdam o México, se inaugura este mismo mes una exposición individual en el Artium de Gasteiz a la que habrá que prestar particular atención en su debido momento. El trabajo que ambos artistas han presentado en Bilbao Arte adoptaba las claves del musical clásico hollywoodiense -versión Ginger & Fred- para reflexionar sobre los misterios y devenires de las relaciones humanas. Por fortuna, sus autores no equivocaban los conceptos y las referencias: para ellos, “musical clásico” y “vídeoclip MTV” constituyen esferas perfectamente diferenciadas. Lo que no impide que posiblemente se haya manejado sin aparentes problemas de digestión otras referencias más recientes (¿el inevitable David Lynch? ¿Antonioni? ¿Dennis Potter?). Sus imágenes tersas, su lustroso acabado técnico que no empañaba sino que, muy al contrario, conseguía reforzar la densidad del contenido de la obra, constituyeron uno de los triunfos más evidentes de la selección.

viernes, 9 de enero de 2009

Eastwood y la infancia despedazada



A sus setenta años, Clint Eastwood actúa bajo el impulso de una asombrosa hiperactividad: si en 2006 estrenaba dos películas sobre los episodios japoneses de la II Guerra Mundial de muy compleja producción y rodaje, en la temporada 2008-2009 vuelve a la carga con otras dos cintas. En “Gran Torino”, que se estrena próximamente, Eastwood interpreta además al protagonista. Por su parte, “El intercambio” llegaba a nuestros cines a finales del pasado año, tras generar bastante entusiasmo la pasada primavera en el festival de Cannes, y después reacciones mucho más frías en su estreno americano.



A mí la película no me aburrió en ningún momento, por lo que me resultaría imposible considerarla una obra fallida. Pero tampoco podría hablar de una gran película, menos aún de la obra maestra de que algunos percibieron en Cannes. Su guión, convencional y lleno de trucos narrativos bastante primarios, apenas se aparta de los estándares de la gran producción de prestigio del Hollywood actual, es decir, del artefacto con sed de Oscars del que cada año tenemos medio centenar de ejemplos, aunque después sólo sea una porción mínima de ellas (no necesariamente la mejor porción, por cierto) la que logre su propósito. Los lugares comunes son visitados con toda la desfachatez del mundo. El terror a la menor sospecha de ambigüedad moral de los personajes es palmario. En este sentido, la protagonista principal está dibujada con un solo trazo, aunque resultaría mezquino negar que este trazo es de una firmeza admirable. La esforzada interpretación de Angelina Jolie se acepta sin mayores traumas, lo que ya es mucho: su físico se opone tanto a la verosimilitud de una telefonista y madre abnegada de los años 20 que la (casi) superación de semejante escollo no puede despacharse como un mérito menor. Pero, en realidad, lo único que diferencia a “El intercambio” de la vulgaridad de sus congéneres es la puesta en escena de Eastwood, de una elegancia, un equilibrio y una precisión extremas. Cada plano roza la perfección, y su conjunto es un prodigio narrativo y visual. Eastwood vuelve a explorar temas que ya ha tratado recurrentemente con anterioridad (especialmente en “Mystic River” y la soberbia “Un mundo perfecto”), y se confirma como uno de los autores actuales más sensibles a la rasposa cuestión de la infancia despedazada.

Un apunte: el guión de “El intercambio” se basa en un hecho real, ocurrido efectivamente en el lugar y la época que describe la película. Una madre perdió a su hijo, que después fue reemplazado por otro niño del que ella afirmaba que era un impostor. La mujer fue tratada como una loca y sometida a toda clase de humillaciones por las fuerzas públicas, pero jamás cejó en su empeño de recuperar a quien consideraba su auténtico hijo. En paralelo, fue apresado y juzgado un hombre bajo la acusación de asesinar a una veintena de niños. La película obvia en todo momento que dicho asesino fue ayudado en su horrible actividad por su propia madre, que después resultó ser en realidad su abuela, destapándose un aterrador cuadro de incesto y abusos familiares. La reflexión sobre la maternidad y la familia habría podido enriquecerse enormemente (también hacerse mucho más incómoda, desde luego) empleando este dato en lugar de hurtándolo, pero eso es algo que evidentemente no interesaba a los autores de la cinta. En fin, no tiene sentido lamentarse por las películas que no se han hecho: limitémonos a disfrutar de las que llegan a hacerse, aunque, como en este caso, el disfrute no pueda ser pleno.

miércoles, 7 de enero de 2009

Criminales de romances

Los actores de Romanzo Criminale: los 70 y 80 recreados a base de ropavejero



Durante el pasado festival de Cannes hubo quien se apresuró a hablar de “resurgimiento del cine italiano” gracias a la presencia en el concurso de dos películas muy bien recibidas y después premiadas allí mismo y en otros certámenes, “Gomorra”, de Matteo Garrone, e “Il Divo”, de Paolo Sorrentino. Es cierto que, con honrosas excepciones (Nanni Moretti, y... mmm... siga buscando) Italia lleva décadas sin producir grandes películas, después de unos largos años de oro que sucedieron al neorrealismo, y que generaron las mejores obras de Visconti, Fellini,Germi, Rossellini, Antonioni, de Sica, además de un amplio puñado de directores que hicieron un maravilloso cine popular. Pero de ahí a hablar de “resurgimiento”... Como dice el refrán, una golondrina no hace primavera, ni dos tampoco.


Romanzo criminale”, de Michele Placido, es la primera película que he visto este año en el cine. Se trata de una cinta que, cuando concursó en la Berlinale de hace un par de años, fue calificada por algunos como la mejor película italiana realizada en mucho tiempo. Con su tardío estreno internacional, muchos críticos vuelven a la carga reforzando su tesis de que el cine italiano ha abandonado la UVI. Por mi parte, encuentro que si el alta se ha concedido gracias a síntomas como la película de Michele Placido, habría que retirar la titulación a los doctores.


“Romanzo Criminale”, historia de mafiosos ya mil veces (e infinitamente mejor) contada, parece por su título y por algunos de sus recursos narrativos un intento de desarrollar bajo claves novelescas la historia del lumpen romano en los setenta y ochenta. Sin embargo, los guionistas y el director confunden “novelesco” con “banal”, y un error de tal calibre se paga caro. El producto parece proceder de un intento por fusionar los guiones de “Rocco y sus hermanos” y “Erase una vez en América”, para después aplicarles un tratamiento visual de serie B de los setenta. Nada que objetar al respecto: empleadas con talento, tales bazas podrían haber dado lugar a una jugada apasionante, lo que por desgracia no es el caso. A lo largo de sus casi dos horas y media, los tópicos se emplean con una especie de desganada aplicación que desconcierta, la caracterización de los personajes resulta plana, el trabajo de los actores es más bien rutinario, y la dirección completamente nula. Por todo ello, el resultado a lo que de verdad se parece es a un capítulo doble de “Sin tetas no hay paraíso” en el que los protagonistas hubieran sido vestidos con el botín de un saqueo en las tiendas de vintage de Roma. Todo apesta a la peor naftalina en lo visual, lo estilístico y lo narrativo.


En este aspecto, resulta especialmente ofensiva la mirada sobre las mujeres, resuelta sin matices mediante la vieja dicotomía de la Santa y la Puta. A los dos personajes, ridículamente unidimensionales, se les reservan además los peores planos de la película. Las pobres actrices son vapuleadas sin compasión por la puesta en escena: Jasmine Trinca se ve obligada a componer repelentes expresiones beatíficas, mientras los movimientos de la bella Anna Mouglalis son despedazados por un montaje atroz. Finalmente, y contra lo que dicta el sentido común del espectador, que cree encontrarse ante piezas fundamentales de la trama, ambas son despachadas como elementos irrelevantes sin haberles concedido tiempo para salir del cascarón del estereotipo.


“Romazo criminale” es una película de una fealdad tal que hay que verla para creerla. Pero, como es mejor creer en el buen cine que en el malo, uno puede ahorrarse el precio de la entrada con toda tranquilidad.

martes, 6 de enero de 2009

La France (y II)

Jeanne Moreau: du vrai chic...


Por supuesto, mi amor por Francia va más allá de las visitas esporádicas, o incluso de los conocidos que allí nacieron o viven. Está, por ejemplo, el cine francés, que como conjunto constituye sin duda mi cinematografía preferida. Desde luego que en ella abundan los bodrios, los sonrojantes productos supuestamente comerciales y la pretenciosidad, como en cualquier otra, pero también contiene una insólita proporción de grandes creadores por habitante. Entre mis directores favoritos de todos los tiempos se cuentan Bresson, Renoir, Truffaut, Vigo, Cocteau, Becker, Eustache, Demy o Pialat, por citar algunos ya fallecidos. De los que siguen vivitos, coleando y en activo, me encantan Jacques Rivette, André Téchiné, Patrice Chéreau o Claude Chabrol, autores en mi opinión de algunas de las mejores películas de finales del siglo XX y principios del XXI. También he apreciado mucho algunas películas de Léos Carax (sobre todo), Olivier Assayas y Jacques Audiard. No he visto nada de Arnaud Desplechin, y lo lamento, pues intuyo que podría interesarme mucho. La nouvelle vague, tan llena de detractores últimamente, me parece uno de los mejores inventos de la cultura reciente, a tenor de sus resultados artísticos. El caso específico de Godard, sin embargo, me genera sentimientos ambivalentes: en ocasiones no lo soporto, aunque globalmente admire su trabajo. Por último, no hay que olvidar que algunos grandes directores de otros países han hecho grandes cosas trabajando en Francia y/o con capital francés: Buñuel, Kieslowski, Polanski, Zulawski, Oliveira o Iosseliani son algunos ejemplos.

Eso por no hablar de sus actores y actrices, de sus estrellas. Sin la vulgaridad de las españolas, pero sin tanto artificio como las americanas, infinitamente más sensuales y distintivas que todas ellas, las estrellas francesas nunca dejan de producirme arrobo y admiración. Mezclando todas las épocas y sexos, están Jeanne Moreau (la más grande de todas: habrá que hablar largo y tendido sobre ella en otro momento), Jean-Paul Belmondo, Catherine Deneuve, Arletty, Jean-Louis Barrault, Danielle Darrieux, Jean Gabin, Juliette Binoche, Gérard Philipe, Anouk Aimée, Jean-Luis Trintignant, Delphine Seyrig, Alain Delon, Simone Signoret, Michel Piccoli, Stéphane Audran, Gérard Depardieu (y su hijo, el recientemente fallecido, maravilloso Guillaume), Isabelle Huppert, Fanny Ardant. ¡Qué ramillete, cuánta clase, atractivo y talento! No se puede dejar de nombrar a Daniel Auteuil, de estilo un poco demasiado Actor’s studio, pero indiscutiblemente dotado. A Emmanuelle Béart la he apreciado mucho, hasta que lo que se ha hecho en la cara ha adquirido magnitudes inasumibles. Isabelle Adjani me parece una categoría aparte: sencillamente, no entiendo su registro. De todos modos, en “La Reine Margot” -obra maestra- resultaba adecuadamente marciana y bigger tan life. Entre los más jóvenes, es difícil encontrar en todo el cine mundial más magnetismo y sex-appeal que el que condensan Benoît Magimel, Louis Garrel (¡tan joven, y con tanto estilo!), Romain Duris, Eva Green o Audrey Tautou. Marion Cotillard, a pesar de su Cruz-y-rayesco y oscarizado trabajo en aquel biopic de Edith Piaf, es una buena actriz y una cálida presencia.

En cuanto a la literatura, aparte de Marcel Proust, que supuso para mí una auténtica relevación, una conmoción que me abrió las puertas de un nuevo mundo, debo agradecer a escritores como Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola, Colette o Camus algunos de los momentos más intensos y emocionantes que he vivido como lector. En la música, reservo sendos pedestales para las voces y la personalidad de Jacques Brel (belga de sabor más galo que los gitanes), Gainsbourg, Barbara, Ferré, Piaf, Trenet, Brassens, Françoise Hardy o Juliette Gréco. Y en las artes plásticas, Géricault, Corot o Monet, aparte de todos los surrealistas, son algunos de mis favoritos.

Los franceses suelen conceder a la cultura y al pensamiento una posición relevante, a veces rayando el esnobismo. Por decirlo de algún modo, si uno escoge a un español al azar y le pregunta si ha leído a Cervantes, obtendrá como respuesta un sincero “no”, mientras que si a su equivalente francés le preguntaran si ha leído a Proust lo más probable es que su respuesta sea un “bien sûr!” tan vehemente como falso. Entre las dos posibilidades, prefiero la segunda, que al menos demuestra cierta conciencia de que entre lo que uno debería tener se incluye el conocimiento de los grandes autores en la propia lengua. Pero, además, por mucho que se hable de chovinismo, Francia destaca por su curiosidad y respeto hacia aquello que ocurre fuera de sus fronteras, por su deseo de enriquecer con ello su propia cultura. He hablado antes de los muchos directores de cine extranjeros que han realizado parte de su obra en Francia: excepto los Estados Unidos, no creo que haya un solo país que se haya beneficiado tanto del talento foráneo, y que haya sido tan entusiasta a la hora de acogerlo. No es el cine el único ámbito en el que esto ha ocurrido, y para darse cuenta de ello sólo hay que pensar en las décadas en que París fue un hervidero de artistas procedentes de todo el mundo. El fenómeno llega también a la literatura, el sancta sanctorum de la cultura de un país: el irlandés Samuel Beckett escribió la mayor y más importante parte de su obra en francés, y más recientemente el norteamericano Jonathan Littell ganó el premio Goncourt con su novela “Les Bienveillantes”, en el mismo idioma. No conozco muchos casos similares en otras lenguas. Los franceses saben caminar sobre el alambre más fino mejor que cualquier funambulista: adoran la cultura extranjera sin descuidar la propia, saben disfrutar de la vida sin perder de vista el objetivo de la eficiencia, poseen una soberbia gastronomía en la que las grasas animales ocupan una posición fundamental, pero presentan unas bajísimas tasas de obesidad y enfermedad coronaria. Como resultado de todo ello, tengo a Francia por el máximo exponente de la civilización, al menos tal y como yo la entiendo.
Pensaréis que exagero, que ni siquiera al mayor fanático se le puede pasar por alto que todo tiene sus pros y sus contras, y tendréis razón. No descarto que Francia, sus habitantes, su literatura, su tradición artística, su gastronomía y su cine estén plagados de defectos estructurales, aunque yo sea incapaz de encontrarlos. Lo mismo le ocurre a mucha gente cuando se enamora, lo que nunca ha sido mi caso, pues hasta ahora he sido en cada momento bastante lúcido acerca de los defectos de la persona amada. En fin, puede que al fin y al cabo todo esto no sea más que una vulgar traslación de emociones.

A Francia le dedico mi único espacio para la irracionalidad: considero que hay destinatarios peores.

jueves, 1 de enero de 2009

La France (I)

Bollería fina: Croissants au beurre, pains aux raisins, pains au chocolat...


Como indicaba hace un par de días, doy la bienvenida al año nuevo desde la magnífica ciudad francesa de Burdeos. Imagino que no hace falta ser muy observador para darse cuenta de que soy muy francófilo: sólo el título de este blog ya resulta bastante revelador. Sé que esto está muy mal visto, no sólo en España (aunque aquí especialmente), sino en un montón de países más. Pero me da igual: cada uno tiene sus perversiones y yo estoy encantado con la mía, cuyos orígenes y desarrollo procederé a explicar en las próximas líneas.


Hasta su jubilación, mi padre desempeñó un puesto de cierta responsabilidad en una multinacional francesa. A consecuencia de ello, cuando yo era niño, él solía pasar varios días al mes en París, y nos contaba aventuras que a mí me parecían bastante suculentas, como aquélla en la que conseguía a golpe de billetazo que el acomodador del Folies Bergère (¿o del Crazy Horse?) lo situara, a él y a todo su grupo, en una mesita privilegiada de las primeras filas. En aquella época, imaginarme a mi padre sobornando a un tío para que lo colocara en primera línea de playa en un espectáculo de pilinguis emplumadas que (como todo el mundo sabía) enseñaban las tetas, me parecía lo más. En Bilbao, en cuanto a show business, mi padre a lo máximo que llegaba era a llevarnos a mi hermano y a mí a los reestrenos de Walt Disney en el ya desaparecido cine Trueba. Francia debía de ser un sitio muy guay, si provocaba en él semejante comportamiento de magnate en un saloon del Oeste. Mis sospechas fueron confirmándose cuando empezamos a realizar excursiones familiares a Biarritz un par de veces al año: a la vuelta, llevábamos las manos y los bolsillos llenos de los juguetes más exóticos que podíamos imaginar, juguetes que en España no existían, de los que mi favorito era una pasta de olor penetrante y sospechoso (seguro que era mortalmente tóxica, y que la prohibirían poco después) con la que se podían hinchar unas pompas gigantescas, parecidas a los globos de chicle, pero mucho más voluminosas y duraderas.

Un verano, ya con quince años, me compré el primer número de los Cahiers du Cinéma desde la época de Buñuel cuya portada estaba dedicada en exclusiva a un director español (adivinad cuál). Me parecía que aquella revista histórica debía tenerla sin discusión, y que yo no conociera el idioma constituía un detalle por completo irrelevante. Así que la conseguí en uno de los pocos kioscos de mi ciudad natal que vendían prensa extranjera, para leerla con la ayuda de un diccionario. Como siempre he sido muy impaciente, no pude evitar sentirme algo frustrado por la lentitud y las constantes interrupciones del proceso. Entonces decidí que aquello no volvería a ocurrir, porque iba a aprender francés justo a la vuelta de las vacaciones.


Bueno, salvando las primeras aproximaciones infantiles, aquel número de los Cahiers du Cinéma inició mi historia de amor con Francia. Tres años más tarde hablaba un francés bastante decente, los Cahiers los compraba sin falta cada mes, me había tragado casi todo Truffaut y mucho Renoir, había leído varias veces Madame Bovary, y estaba a punto de ser deslumbrado por los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” de Proust, aún hoy mi obra literaria favorita de todos los tiempos. Ya estaba rabiosamente enamorado del país que comienza en los Pirineos, y eso que apenas había estado en él: algunas visitas breves a Las Landas, o al país vasco-francés, y eso era todo. Todo el mundo se pitorreaba de mí. Los que iban de entendidos aseguraban que los franceses en general podían tener un pase, pero que, eso sí, en París la gente era una ordinaria y una borde. “Si le preguntas a alguien que encuentres por la calle por una dirección, no te harán ni caso”, afirmaban. En realidad, eso es lo que con toda probabilidad le habría ocurrido a un extranjero que en el Bilbao pre-Guggenheim hubiera tenido la pretensión de obtener cualquier información de un ciudadano local.


Ocurrió que, para continuar la tradición familiar, yo mismo tuve que viajar a París por motivos laborales en mis años como consultor (ya he prometido alguna vez que hablaré de esa época, y lo haré). Y aquello me reafirmó en mi pasión. Lo bueno comenzaba ya con el desayuno. ¡Qué maravilla, levantarme por la mañana con la expectativa de comerme uno de aquellos croissants! Pobres españoles, que se llevan a la boca un seco y pringoso pedazo de hojaldre y creen que lo que mastican es un croissant… Yo desayunaba cada día un par de piezas de bollería camino del trabajo (los pains au chocolat, o los chaussons aux pommes tampoco están nada mal), y sólo con eso era feliz. En el cliente -una caja de ahorros con una clientela de perfil patrimonial medio-alto- eran bastante amables conmigo, aunque todo el mundo tenía aquel espíritu, aquella energía un poco displicente e irónica que me fascinaba: ¡había que ser como ellos a toda costa! Me pareció que me respetaban, y casi nunca hubo problemas de comunicación entre nosotros, a pesar de que al principio mi francés no me parecía lo bastante bueno como para liderar reuniones con contenidos técnicos referidos a finanzas, riesgo de crédito y regulación normativa. Sobre todo, lo que comprobé era que si yo me dirigía a un peatón cualquiera para preguntarle cómo llegar a tal o cuál sitio, con mi evidente acento epañol, me respondían con toda normalidad. Entraba en una tienda, y lo primero que oía era un cantarín “bonjour”. Había cientos de brasseries donde se podía comer maravillosamente: confit de pato, y ensaladas de todo tipo, y ostras a tutiplén, y raya con vinagreta de frambuesas, y gigot d’agneau, y el plato de lentejas más delicioso que he probado jamás. Una cartelera cinematográfica de auténtica envidia, unas fabulosas terrazas que en el crudo invierno seguían funcionando gracias al uso de calefactores, y la soberbia arquitectura de algunos barrios hacían el resto. Desde entonces, he vuelto a París al menos una vez al año. Allí vive un gran amigo mío, una persona extraordinaria por la que siento un especial cariño, y tengo también otros amables conocidos, que llegado el caso han sido los anfitriones más generosos y acogedores del mundo. En tal sentido, debo señalar que este mismo año que está terminando lo inauguré en París, en la casa de un matrimonio franco-japonés, con una extraordinaria comida de Año Nuevo, comida que comenzó con unos simples rábanos y alcaparras crudos y terminó con (abundante) armagnac, y el conjunto de la cual resultó de una sofisticación totalmente carente de pretensiones que me dejó pasmado.


Tengo también la suerte de que otros amigos (éstos españoles) poseen una casita con jardín en la región de Béarn, a la que me han invitado varias veces. En esas ocasiones, durante todo el tiempo que transcurre desde que puedo divisar la frontera francesa hasta que tomo conciencia de que va siendo hora de regresar a casa, me siento como borracho de paz y armonía. Hay drogas que me hacen menos efecto que la expectativa de pasar un fin de semana en el sur de Francia. Este último verano había sido la última vez que he podido visitar mi país favorito, y de eso hacía ya demasiado tiempo. Se imponía el regreso aprovechando las vacaciones navideñas, de eso no había ninguna duda.