domingo, 22 de febrero de 2009

The Reader

Winslet con su Oscar recién salido del horno


Lo mejor que puede decirse de la última película de Stephen Daldry, “El lector”, es que no parece demasiado contaminada por el estilo televisivo que últimamente ahoga la mayor parte de las películas americanas y británicas de qualité. Con una fotografía cuya belleza y perfección está más allá del elogio, compuesta a base de suntuosos encuadres, posee el acabado formal de una gran pieza de lujo, lo que en realidad no está nada mal en los tiempos que corren: si en su momento el neorrealismo significó una auténtica revolución por aportar una apariencia de veracidad a la narración cinematográfica mediante un acabado austero y despojado, el actual abuso de recursos como la cámara en mano, el vídeo digital o la iluminación plana y naturalista, que han dado lugar a un nuevo tipo de academicismo, hace que sienta simpatía (o al menos curiosidad) ante este tipo de producciones formalmente impecables. Por otra parte, esta es la primera vez que una película dirigida por Daldry no me ha provocado deseos de abandonar la sala antes de que llegara la mitad de la proyección.



Repasemos: “Billy Elliot” (“¡Quiero bailaaaar!”) me produjo el mismo aburrimiento irritado que me generan casi todas las comedias británicas de los últimos tiempos. Blanda, cursilona, falsamente social, me provocó tras verla la sensación de haber perdido el tiempo. En cuanto a “Las horas”, encuentro a esta película pegas bastante más serias. De una pedantería y una pomposidad insufribles (pomposidad que, todo hay que decirlo, sólo reproducía fielmente la que ya contenía su fuente original, una novela de Michael Cunningham), y con un dudoso trasfondo sobre mujeres culpables y mártires, ofrecía a sus estelares protagonistas la oportunidad de hacer el numerito interpretativo con estupendos réditos: sin ir más lejos, la Kidman recogió un Oscar que en realidad había sido concedido a la nariz postiza que se había implantado para la ocasión.



En “The Reader” vuelve a estar presente la pedantería formal, desde luego, aunque da la impresión de haberse controlado un poco, o quizá es sólo que se ve en parte redimida por el verdadero interés de la historia, que no llega a aniquilarse del todo. Por lo demás, todo resulta terriblemente demostrativo. Como ocurría en “Las horas”, la sobreutilización de la banda sonora llega hasta extremos casi de parodia. En este sentido, aprovecho para contar que una de las consecuencias de los problemas de producción que ha habido con la película (motivados, según parece, por la extraordinaria prisa que tenían los productores por terminarla y presentarla a los Oscars 2008) ha consistido en el despido del compositor originalmente contratado, Alberto Iglesias, y su sustitución en los últimos días del proceso creativo (y en los títulos de crédito) por un jovencito de 27 años discípulo de Philip Glass, llamado Nico Muhly. La música posee en realidad el característico e inconfundible sello de los últimos trabajos de Iglesias, y resulta algo invasiva y de una impecable frialdad. El modo en que es utilizada es sólo una de las consecuencias de la fatal tendencia al subrayado de Daldry, cuya nula sutileza le impide ser un buen director. Otro ejemplo: el modo en que se explica cómo el joven protagonista, durante un momento crucial del proceso judicial, comprende una información que el espectador medianamente avispado ya dedujo hace tiempo. El recurso a la repetición de ciertos planos vistos con anterioridad, y ahora insertados pesadamente en la acción a modo de flashbacks, resulta de una vulgaridad ligeramente ingenua. Otro más: la primera comida familiar después de que el chico pierda su virginidad, que incide con sonrojante machaconería en transmitir una idea ya de por sí bastante trivial.



En cuanto a la interpretación, resulta unánimemente buena, salvo por lo que respecta a un marciano Bruno Ganz. Habiendo elegido en su mayor parte actores germanohablantes para integrar el reparto, el director obliga asimismo a Kate Winslet a pronunciar sus líneas con un ligero acento alemán. Absurda elección, por cierto: personalmente, puedo tragar con la convención de que unos personajes que se supone alemanes hablen entre sí en inglés, como lleva haciéndose en Hollywood toda la vida, a condición de que se expresen con un acento lo más neutro posible. Más aún cuando, por ejemplo, el nombre del protagonista (Michael) es en todo momento pronunciado a la inglesa (Máicol) en lugar de a la alemana (Míjel), y los títulos de los libros aparecen en sus cantos escritos en inglés. En fin, gracias al mencionado acento y a varias capas de maquillaje para las secuencias finales, Winslet acaba de conseguir un Oscar que la certifica como Sucesora Oficial De La Streep.



“The Reader” no me ofendió. Diría incluso que en algunas ocasiones, sobre todo en su primera mitad, llegó a interesarme más de lo que había previsto. Ahora bien, no sentí ninguna vinculación emocional con ella, ni siquiera en su mejor secuencia de diálogo, que es la que se concede a una espléndida Lena Olin. Ella es también, por cierto, la mejor intérprete de la cinta.

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