lunes, 22 de noviembre de 2010

Toro salvaje y Scorsese


El domingo pasado, la Filmoteca programaba nada menos que “Toro salvaje” (1980), de Martin Scorsese. La cola para entrar salía a la calle y daba la vuelta a la manzana. Sala llena, por supuesto.

Ver “Toro salvaje” hoy en día es sobre todo un acto doloroso. Verla duele tanto no porque uno empatice con las tremendas hostias que le dan al protagonista cuando sube al ring (que también), sino porque el alma se cae a los pies al admitir que el director de esta película es el mismo que décadas más tarde firmaría las mortuorias imágenes de “El aviador” o “Shutter Island”.

En su momento, Robert de Niro recopiló un Oscar al mejor actor y toda clase de ojos en blanco por su labor en esta “Toro salvaje”, convirtiendo su tuneada nariz de boxeador y la proeza física de engordar y adelgazar como cuarenta kilos para meterse en la piel del púgil protagonista casi en un emblema, un símbolo de la Gran Interpretación Naturalista Americana. Su trabajo es bueno, pero tampoco me parece para tanto. Lo mejor de la película está en la labor de puesta en escena, un trabajo muy poco convencional de Scorsese que renuncia a lo novelesco y casi a lo narrativo, a todo énfasis sentimental dirigido a la captación empática del espectador. Por momentos, “Toro salvaje” parece casi una película de Maurice Pialat: incluso la interpretación de Cathy Moriarty, en el polo opuesto de la intensidad de De Niro y Joe Pesci, estaría en la misma frecuencia de onda de las heroínas pialatianas. Lo que es curioso, porque si ahora sabemos que Moriarty tiene un vozarrón tremendo, en la película (que fue la primera que protagonizó, con veinte años) habla siempre con una vocecita de adolescente. En todo caso, su trabajo es otro de los principales atractivos de la película.

Hablaba de la renuncia al énfasis de Scorsese. Que no se me entienda mal: el estilo de dirección del autor de “Taxi driver” es, del primer al último plano, puro énfasis, con toda su batería de ralentís, planos-secuencia, ángulos rebuscados y efectos de iluminación. Pero todo ello está dirigido a crear una determinada atmósfera, a servir casi como metodología de hipnosis, no a la lamentable tarea de informar al espectador cuáles son los momentos cumbre en la vida del protagonista, a qué referencias emocionales y narrativas debe atenerse como un náufrago a su balsa. Manetener esa apuesta siempre al límite no es nada sencillo, y en “Toro salvaje” Scorsese lo hizo, y por supuesto ganó. Es una lástima que a partir de cierto momento renunciara a seguir de lleno en este apasionante doble o nada. Sus películas posteriores, sin excepción, serían mucho más convencionales, aunque aún sería capaz de, dentro de estos nuevos parámetros, hacer grandes cosas como “Jo, qué noche”, “Uno de los nuestros”, “La edad de la inocencia”. Eso sí, después de “Casino” no reconozco en él nada de lo que me gustaba en su estilo, que se ha convertido en una autocaricatura, una fórmula que genera productos perfectamente estandarizados y sin ningún sabor ni aroma. Es decir, justo lo contrario de “Toro salvaje”.

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