viernes, 22 de enero de 2010
La cinta blanca
Michael Haneke es un director que me gusta y al que admiro. Reconozco su tremendismo, y también la agresiva forma de manipulación que aplica sobre el espectador en todas sus películas (un rasgo que raya el puro y simple abuso), pero a pesar de todo he adorado películas como “Benny’s video”, “Funny Games”; “La pianista” o “Caché” por la intensidad de su puesta en escena y la astucia de su técnica narrativa. Pese a todos los premios recibidos (Palma de Oro en el último Cannes, Premio de la Academia Europea de Cine, Globo de Oro, el Oscar en ciernes) no creo, sin embargo, que “La cinta blanca” esté a la altura de las anteriores.
Hace poco leía en “Imágenes”, libro escrito por el gran Ingmar Bergman (modelo estilístico confesado y evidente de Haneke), un pasaje fascinante, en el que el genio sueco describía cómo en su infancia la perpetración de una falta era seguida por la aplicación -calculadamente postergada- del correspondiente castigo, que al mismo tiempo se temía y se deseaba, porque su advenimiento implicaba la liberación de la culpa. Tengo el convencimiento íntimo de que la lectura de este pasaje ha inspirado a Haneke el guión de su última película.
Michael Haneke cuenta su historia con una impresionante batería formal, que incluye la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Christian Berger, reminiscente del mencionado Bergman, pero también de Dreyer o Bresson, pero si el resultado empalidece al compararse con la filmografía anterior del propio Haneke, mejor no intentar la confrontación con el trabajo de estos maestros. Hay en “La cinta blanca” otros aspectos admirables (magníficas interpretaciones de todo el reparto, una perfecta dosificación del misterio y la violencia, algunos momentos de indiscutible fuerza dramática y capacidad de sugestión, una de las mejores ambientaciones vistas en los últimos tiempos), pero el conjunto me pareció que posee debilidades capitales, y por desgracia éstas revelan más que en otras ocasiones el ensañamiento sobre la psique del espectador inherente a Haneke.
Así, la tesis esgrimida, cómo una educación represiva e indiferente a la complejidad de la naturaleza humana alimenta al demonio que habita en nuestro interior, cómo la violencia se transmite de generación en generación de manera amplificada, cómo la sociedad patriarcal destruye a sus propios miembros y lleva el germen de la injusticia en su seno, cómo la religión y las diferencias de clase contribuyen a este proceso de degradación, se presenta de un modo demasiado literal, lo que acaba resultando burdo y fastidioso. Cada secuencia parece concebida y ejecutada con el único fin de abundar en esta idea poliédrica pero única, con lo que termina perdiéndose densidad dramática y capacidad de sugestión. Además, en la atmósfera pesa inevitablemente (Haneke lo sabe muy bien, y lo refuerza con toda clase de elementos subliminales) la losa del nazismo que irrumpiría poco después de los hechos ficticios que se describen en la película. Tampoco contribuye a aceptar con menos irritación la apuesta del director austriaco la desconcertante opción narrativa tomada, en virtud de la cual el maestro del pueblo es quien nos cuenta la historia, pero vemos a través de sus ojos múltiples escenas en las que él no estaba presente, y de las que de ninguna manera pudo tener conocimiento, mientras que otras, justo aquéllas cuya visión aniquilaría el misterio, obviamente se nos hurtan. Haneke, lo siento mucho, hace trampas como narrador, y en mi opinión esto termina por desvirtuar su propuesta.
De todas maneras, ni que decir tiene que “La cinta blanca” es mejor que casi todo lo que se estrena, así que sería raro que, si necesitáis ir al cine a toda costa, encontrarais una opción mejor. Por todas de las virtudes descritas, y por algunas otras que cada uno seguramente encontrará en ella, considero que es una película que debe verse.
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