viernes, 17 de diciembre de 2010

Un grande de verdad


Crítica de una expo, que publiqué hace unas semanas. Por motivos de espacio, la crítica que se publicó hubo que recortarla. He aquí la versión íntegra.


Akira Kurosawa. La Mirada del Samurai
Alhóndiga. Bilbo
Del 16 de noviembre de 2010 al 30 de enero de 2011

La bilbaína Alhóndiga dedica una exposición a la obra de Akira Kurosawa, en el año del centenario del nacimiento del cineasta japonés. En cartel, story boards, piezas de vestuario, instalaciones audiovisuales, ciclos de cine y conferencias. Se trata de una buena excusa para revisitar la figura de un autor con mayúsculas, de un auténtico revolucionario del lenguaje cinematográfico.

Kurosawa en Bilbo: Un grande de verdad

Aunque durante los últimos tiempos su figura ha sido objeto de un ligero descuido, no puede negarse que Akira Kurosawa es uno de los mayores y más originales autores que el cine ha dado en su breve historia. De personalidad compleja e intimidatoria, hizo avanzar la sintaxis y la morfología misma del lenguaje cinematográfico hasta extremos no siempre reconocidos. Lo cierto es que, gracias a la difusión indirecta de su legado a través de una serie de autroproclamados herederos afincados en Hollywood (Coppola, Scorsese y Lucas en particular), el cine tal y como hoy lo concemos, tanto en su vertiente etiquetada de comercial como en la de autor, está firmemente cimentado en su estilo único, lleno de ruido y de furia.

Kurosawa nació en 1910 en Tokyo, en el seno de una familia relativamente acomodada. Interesado por las bellas artes, comenzó una prometedora carrera como dibujante y pintor, hasta que, tras varias desgracias familiares (su hermano Heigo, influencia decisiva para él, se suicidó dejándole un considerable y reconocido trauma), comenzó a trabajar como asistente de dirección en prácticas. Su primera película en solitario, Sensuro Sugata (1943), basada en un best seller de artes marciales, fue un gran éxito a pesar de ser considerado por las autoridades niponas “demasiado occidental”. A partir de entonces dirigiría con regularidad, sufriendo altibajos de aceptación popular, hasta que en 1951, siendo ya un cineasta consagrado en su país, participó en la selección oficial del festival de Venecia con una película llamada “Rashômon”. Hay que aclarar al respecto que en aquella época que un filme japonés se incluyera en una de las grandes manifestaciones cinematográficas mundiales era una excentricidad mayúscula. Contra todo pronóstico, “Rashômon” fue un bombazo, ganando el León de Oro en medio del aplauso general: después vendría un oscar especial como mejor película extranjera (la categoría oficial aún no existía), que inauguraría una auténtica fiebre mundial por el cine japonés, hasta entonces completamente ignoto fuera de sus fronteras. Vista hoy, “Rahômon” sigue siendo una obra maestra indiscutible. Tanto por su parti pris narrativo, magníficamente llevado a buen puerto (una misma acción es narrada en varias ocasiones, desde diferentes puntos de vista) como por la increíble fuerza que destilan sus imágenes. Sus obras posteriores a lo largo de década y media, incluyendo “Vivir”, “Los siete samurais”, “Trono de sangre” (quizá, junto con “Campanadas a medianoche” de Orwon Welles, la mejor adaptación cinematográfica de Shakespeare de todos los tiempos), “La fortaleza escondida” (obra menor cuya historia sería después calcada por George Lucas en “Star Wars”) o “Barbarroja” seguirían cosechando premios y profundizando en el peculiar y paroxístico estilo de puesta en escena de Kurosawa, en el que la violencia parece tomar un papel creciente, hasta llegar a límites por aquel entonces rayanos en lo insportable. Con la experimental “Dodes’ka-den” (1970) llegó el gran fracaso que lo llevó a una tentativa de suicidio y una depresión de la que se recuperaría gracias al éxito de “Dersu Uzala” (1975): considerado ya un gran maestro maduro, triunfaría como obras tan portentosas como “Kagemusha” (Palma de Oro en Cannes en 1980) o “Ran” (1985). Sus últimas películas, como “Rapsodia en agosto” (1991) o “Madadayo” (1993), en cambio, fueron recibidas con absoluta frialdad y no supusieron un colofón a la altura de las circunstancias.

De los tres grandes maestros japoneses (los otros dos serían Mizoguchi y Ozu), Kurosawa era sin duda el más occidental, lo que para él supuso un arma de doble filo: sus audiencias fueron más amplias que las de sus compañeros de podio, pero también recibió múltiples críticas no sólo dentro de su país, sino también fuera. El mismísimo Jacques Rivette anteponía en sus preferencias al para él más auténtico Mizoguchi, cuya delicada poesía era en general más del gusto de los chicos de la Nouvelle Vague (en realidad, las historias de fantasmas y familias desmembradas de Mizoguchi estaban tan influidas por la cultura y los directores occidentales como los samurais de Kurosawa), mientras que por ejemplo Andreï Tarkovski citó “Los siete samurais” entre sus diez películas favoritas, y se refirió públicamente al japonés como uno de los artistas más grandes de su tiempo.

Perfeccionista hasta la médula, el proceso de creación de sus películas incluía siempre la definición de estrictos y detallados story boards, que conforman la parte del león de la exposición de la Alhóndiga. Obras con completa entidad artística por sí mismas, los bocetos poseen una notable belleza. Un aspecto curioso es, sin embargo, que las películas de Kurosawa, como las de todos los grandes directores (Godard dixit) son antipictóricas, porque sus imágenes poseen una cualidad de una naturaleza completamente distinta a la pintura, un tipo de energía de la que hasta ahora solamente el cine (y en contadas ocasiones) ha sido capaz.

Como complemento a la exposición, la Alhóndiga ofrece talleres para niños y jóvenes, una mesa redonda, una conferencia a cargo de la inefable Isabel Coixet y un extraño e inconexo ciclo de cine que no sólo incluye un par de obras del maestro, sino también películas de otros directores, se supone que con el fin de rastrear sus influencias. Proponemos, como alternativa después de acercarse al antiguo almacén de vinos para ver esta “La mirada del samurai”, correr al vídeoclub más cercano y alquilar, por ejemplo, “Rashômon”. Bastará tener los ojos bien abiertos para comprobar que los cineastas más modernos de hoy en día deben todo lo que son al gran Kurosawa, aunque muchos de ellos ni siquiera lo sepan.

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