viernes, 10 de diciembre de 2010
Todo un personaje
Crítica de arte que publiqué el mes pasado:
El Museo Reina Sofía (MNCARS) de Madrid dedica una exposición al cineasta e inventor granadino José Val del Omar, rara avis de la creación cinematográfica española generalmente asociado a las vanguardias. Su obra, tan exigua como inclasificable, comparte espacio con la bella sorpresa de una sala dedicada al estudio del artista que ofrece una ventana a los vericuetos del proceso creativo.
Todo un personaje
José Val del Omar (Loja, Granada, 1904-Madrid, 1982) fue probablemente el ovni más extravagante que ha surcado jamás el grisáceo firmamento del cine ibérico. Olvidada durante mucho tiempo y después periódicamente reivindicada por estudiosos, historiadores y admiradores varios, su figura posee como mínimo la magnética aura del corredor solitario. Se lo ha llamado genio incomprendido y se ha subrayado una y otra vez lo indignante del ostracismo al que se condenaron sus logros. Y, sin embargo, hay que decirlo todo: cuando uno accede a su obra, de entre las múltiples sensaciones e ideas que este reducido corpus genera puede destacarse la sospecha de que, por decirlo de algún modo, él mismo fue determinante en la configuración de su propia suerte. Parece difícil pensar que los esfuerzos de Val del Omar estuvieran dirigidos a la gloria y la fama internacional, y cabe en cambio imaginarlo feliz sumido en el trabajo arduo y minucioso de su estudio doméstico. Fusión perfecta –e insólita- entre el místico y el técnico, irremediablemente individualista por tanto, su propia naturaleza lo abocaba a la sombra. Pero conviene que vayamos por partes.
Val del Omar estuvo siempre interesado en la luz y la imagen: se cuenta que ya de niño realizaba proyecciones del reflejo de cristales sobre pantallas planas, ayudado por linternas y otras pequeñas fuentes de luz. Al igual que Luis Buñuel, realizó en el París de los años 20 y 30 sus primeros intentos cinematográficos, con resultados bastante poco satisfactorios. Haciendo un inciso, se ha comparado –erróneamente, en opinión de quien esto escribe- a ambos cineastas, e incluso se ha inscrito a Val del Omar en el grupo de los surrealistas. En realidad hay poco del espíritu iconoclasta, de la violencia expresiva del surrealismo en la obra del granadino, a pesar del leve aliento romántico y la exaltación e la irracionalidad que pueda detectarse en ella. En todo caso, la fascinación por la imagen fue una constante en su carrera, y se vio acompañada por un afán proselitista: en su periodo como artífice y participante en la misiones pedagógicas del gobierno de la República, proyectaba a los campesinos películas de Chaplin, como recoge la exposición del MNCARS. De esta época datan sus documentales sobre los distintos territorios a los que lo llevaba la actividad misionaria, de los cuales gran parte se ha perdido. Tras la guerra civil sería cuando emprendió la porción más conocida de su obra, tres cortometrajes no narrativos, realizados de manera muy espaciada a lo largo del tiempo: Aguaspejo granadino (1953-1955), quizá el más interesante, pone en escena una sucesión de pequeños experimentos audiovisuales en el escenario de la magnífica ciudad andaluza, donde la Alhambra despliega su misterioso encanto. Fuego en Castilla (1958-1960) es un extravagante y algo esteticista ensayo sobre las posibilidades de la luz proyectada sobre las estatuas religiosas de madera policromada de Juan de Juni y Berruguete, que representó la ocasión en que durante su vida el creador estuvo más cerca del reconocimiento a gran escala: el trabajo participó en la sección de cortometrajes del festival de Cannes de 1961, logrando el premio de la Comisión Superior Técnica, lo que no deja de ser meritorio (e irónico) teniendo en cuenta que se había realizado con una vetusta cámara de la época del cine mudo. Por fin, Acariño galaico (de barro) -iniciada en 1961 y no completada hasta los años 90, una vez fallecido el director- presenta las formas arquitectónicas bajo ángulos que resaltan su monumentalidad, en una experiencia de voluntad tridimensional. Entre los rasgos de estilo identificables en todos estos trabajos destaca un minucioso y prolijo diseño de sonido, junto con un tratamiento visual cercano al expresionismo. El autor los reuniría más tarde bajo la etiqueta común de Tríptico elemental de España, con el hilo conductor de los tres elementos, agua, fuego y tierra respectivamente. Haciendo un esfuerzo para establecer nexos, podría concluirse que el perfil artístico de Val del Omar no estaría muy lejos de otros cineastas poéticos con tendencias místicas como un Tarkovski o un Paradjanov, o incluso, estirando la goma de las referencias, de un Mizoguchi. Sin embargo, desgraciadamente, todos estos autores alcanzaron un mayor ajuste entre la ambición de sus propuestas y los resultados materiales en celuloide.
La exposición del Reina Sofía incluye, como era de esperar, proyecciones de todas estas obras, recreándose el recurso del “desbordamiento” (que da título a la muestra) ideado por Val del Omar mediante varios proyectores concurrentes, junto con otros de sus experimentos sinestésicos; digamos que, hoy en día, estos efectos impresionan más bien poco. También comparecen piezas menos conocidas como unas interesantes tomas de los años 60 en 35mm donde grupos de turistas llegan a la Alhambra, notables como curiosidad de indudable valor documental. Pero la principal aportación del evento, donde contra todo pronóstico aparece concentrada la mayor parte de su poesía, es el mismísimo estudio de trabajo de Val del Omar, traído pieza por pieza desde la antigua casa del artista. Es imposible evitar el asombro más gozoso ante esta colección de cámaras, fotogramas, bobinas y otros instrumentos de trabajo, ante esta heterogénea batería audiovisual cuidadosamente almacenada en funcionales mesas y estanterías. El espectador olvida de inmediato su naturaleza de recreación, como la olvida cuando llega a las ruinas prehispánicas de Teotihuacán. De pronto, se comprende mucho más de lo que la obra final lograba revelar, y el carácter complejo, fascinante y acaso algo huraño de Val del Omar se presenta ante el visitante con plena nitidez, como una revelación. Se agradece, por infrecuente, una aproximación tan emocionante al verdadero misterio de la creación y la personalidad humanas.
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