domingo, 28 de febrero de 2010

Un Profeta: dos películas en una


La película del año, con permiso de “La cinta blanca” de Michael Haneke. Galardonada en Cannes 2009 y en los premios europeos de cine, arrasando en los César, niña mimada de la crítica francesa. “Un profeta”, de Jacques Audiard, podría haberle correspondido en el cine francés el mismo papel salvador que un año antes desempeñaba “Gomorra” para el italiano si no fuera porque, el contrario de lo que ocurre en Italia, la cinematografía gala goza de una estupenda salud y no le hace falta ningún mesías.

Mientras veía esta crónica carcelaria que narra en realidad el viaje hacia la madurez de un hombre en circunstancias hostiles, no me sentí precisamente arrebatado. Su casi permanente grandilocuencia, sus maneras scorsesianas que se sumaban a las filas de un neo-acedimicismo de cámara hipermóvil, colores mortecinos y supuesta intensidad dramática, me sonaban a historia conocida y no particularmente apreciada. Posiblemente, si hubiera escrito esta breve crónica inmediatamente después de haber visto la película, sería bastante duro con ella. Y, sin embargo, un par de días después no sería honesto si no admitiera que la cinta de Audiard mantiene su lugar en los compartimentos mi mente, y que intuyo que algún poso dejará en ellos una vez se haya desvanecido.

Entre los factores que pueden explicar este hecho, supongo que uno de los principales es lo sumamente bien interpretada que está la película. Todos los actores que aparecen en ella están perfectos, por mucho que, según los casos, se acerquen peligrosamente a dos registros que no suelen gustarme demasiado, el seudo-naturalismo y el numerito del Gran Actor de Método. En el primer rango, un actor hasta ahora desconocido llamado Tahar Rahim está asombroso: prácticamente nunca abandona el plano, y carga con todo el peso de la película sin un solo momento de desfallecimiento, en un caso típico de lo que solía llamarse “enamorar a la cámara”. En el segundo, Niels Arestrup hace lo que un Al Pacino o un Robert deNiro se empeñan pero hace mucho tiempo que no está a su alcance: engendrar una auténtica figura bigger than life, un monstruo borracho de poder que con cada entrada en escena aterra a un espectador que intuye que algo horrible va a suceder en cualquier momento. El tópico e inevitable momento del “asesinato del padre”, que uno esperaba con aprensión desde que se presenta la relación entre ambos personajes, por supuesto sucede con la carga enfática también esperable, pero gracias al buen hacer de los protagonistas ni siquiera esto se sumerge del todo en el desastre.

Otra cosa que me gustó de esta “Un profeta” es el modo en que esquiva la tentación del realismo más mezquino, con las incursiones de un fantasma que, si bien posee un peso psicoanalítico cuya obviedad podría resultar algo molesta, contribuye a una sugestiva atmósfera alucinante que me parece decisiva en el triunfo final de la cinta. En última instancia, el rutinario recuento de la vida en la cárcel y el deseo freudiano de hallar la propia libertad prevaleciendo sobre la figura paterna se disuelven como sendos azucarillos en el mucho más sabroso aguardiente de una historia de espectros, demonios interiores y exteriores y horror existencial. Esa es la película que prefiero pensar que vi, la que recuerdo en ráfagas bastante intensas, y no la otra, la que en tantas ocasiones nos han contado ya (a veces bastante mejor) y que atisbé demasiado a menudo sentado en la oscuridad de la sala.

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