jueves, 18 de noviembre de 2010
Copia certificada: Kiarostami a medio cocer
El nombre de Abbas Kiarostami, uno de los grandes directores de cine surgidos en el mundo en los últimos treinta años, debería ser motivo suficiente para llevarnos a las salas. Incluso cuando, como ocurre esta vez, presenta una propuesta a medio cocer.
“Copia certificada” empieza muy bien, continúa con altibajos y termina generando un cierto sentimiento de frustración en el espectador. La reflexión sobre la diferencia entre el original y su copia, sobre las cualidades intrínsecas de la reproducción, en el arte y en la vida, resulta a veces demasiado discursiva, a pesar de que algunos recursos dramáticos puestos en acción consiguen evitar casi siempre el tedio. Por otro lado, su salto narrativo y de tono, que divide la película en dos mitades como ocurría por ejemplo con “Mulholland drive” de David Lynch o “Tropical malady” de Apichatpong Weersaethakul, y que como ellas obliga al espectador a replantearse lo visto hasta el momento para enfrentarlo a cuanto ha de presenciar a continuación, no carece de atractivo aunque también presente ciertos signos de convención que le restan efectividad. Sin embargo, la capacidad de Kiarostami para componer el plano, para ofrecer momentos que combinan la verosimilitud naturalista con una cualidad digamos espiritual, se mantiene intacta y brilla en momentos como las conversaciones entre los protagonistas en la mesa de un restaurante, en un pequeño café, en un coche en movimiento. Luego están, claro, los primeros planos dispensados a Juliette Binoche, que recibe ni más ni menos que el tratamiento que merece, es decir, el de una estrella dotada de una fotogenia arrolladora. Binoche está fantástica en cada minuto de la cinta: haría falta ser de piedra –o bien llamarse Gérard Depardieu- para no sucumbir a su encanto. Se comprende el premio de interpretación recibido en Cannes por esta película imperfecta pero a menudo cargada de vida, y sobre todo de una notable sofisticación.
NOTA: El sencillo pero muy bonito (y muy francés) vestuario que Bioche viste en pantalla es obra de Albert Elbaz para Lanvin. No está mal para un director de cine iraní que a menudo ha sido tratado con cierta displicencia como supuesto representante de una forma de arte y una estética intrínsecamente tercermundistas.
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