miércoles, 1 de diciembre de 2010

Rara poesía


Hay que decirlo ya: “Uncle Bonmee, que recuerda sus vidas pasadas”, de Apichatpong Weerasethakul, es la película más marciana que se ha integrado en el circuito mainstream en mucho tiempo. Hay que verla para creerla: reencarnaciones, muertos que se aparecen, hombres-mono a los que les brillan los ojos, sexo entre princesas desfiguradas y siluros, desdoblamiento del espacio-tiempo, eutanasia sobrenatural… Todo esto y mucho más convive en esta película cuyo inmoderado lirismo le valió una Palma de Oro en Cannes a la que, digan lo que digan algunos empeñados en desinformar, era una de las máximas favoritas desde su misma presentación en el festival (y aún antes). Por lo que a mí respecta, admito que, mientras la veía, la fascinación se alternaba con el desconcierto más absoluto. Pero tampoco en ese último caso la película dejaba de intrigarme: ni un segundo de aburrimiento, me hizo pasar este “Tio Boonmee”.

De todas las bellísimas escenas que contiene, sin duda destacaría una que sucede hacia el principio, una cena familiar durante la que se suceden dos apariciones sublimes. Primero está la muerta que se materializa mediante un sencillo fundido (recurso que hace décadas que cayó en desuso para representar las apariciones espectrales), provocando un instante de pánico previo a la natural aceptación del evento, y después el hijo perdido transformado en hombre mono, cuyo outfit recuerda a las caracterizaciones de Paul Naschy allá por los años 70, lo que, en contraste con la serenidad de su voz y el tratamiento plástico dispensado por la puesta en escena (encuadres, iluminación), genera una forma de poesía tan inesperada como intensa.

Recomiendo ver “Uncle Boonmee, que recuerda sus vidas pasadas” a todo aquel interesado en contemplar algo distinto, que presenta todos los signos de lo nuevo, lo nunca visto, pero en realidad basa su triunfo final en algo tan viejo como el cine mismo: la aplicación de un auténtico sentido de la puesta en escena al material manejado.

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