miércoles, 11 de mayo de 2011
El Cuarto Mandamiento: gran película fallida
La filmoteca ha programado un ciclo dedicado a Bernard Herrmann, uno de los mejores compositores para el cine de todos los tiempos. Autor de las bandas sonoras de algunas de las mejores películas de Hitchcock (en especial, “Vertigo” y “Psicosis”), su estilo moderno, contundente y grandioso cuando hacía falta es uno de los más copiados aún hoy en día.
Es curioso que una de las películas elegidas para el ciclo es “El cuarto mandamiento” (1942), de Orson Welles, trabajo frustrante del que el propio Herrmann abominó, pues tan sólo incorporaba una parte de la obra completa que había compuesto. Da igual: cualquier excusa es buena para volver a ver esta gran película, posiblemente el mejor ejemplo que ha habido nunca de una gran película fallida.
Se trata de la segunda película dirigida por Orson Welles, que la rodó inmediatamente después de “Ciudadano Kane”, cuando ya todo el mundo lo consideraba un superdotado. Adaptaba un novelón de principios de siglo, una típica historia-río americana sobre el esplendor y la caída de una saga familiar, y el primer montaje, de más de dos horas, no gustó al público en los tests, pero tampoco al propio Welles, ni desde luego al estudio, que procedió a meter la tijera por todas partes.
El resultado final tampoco fue satisfactorio para nadie, y es fácil entender por qué. Aunque en lo formal la película resulta deslumbrante sin matices, en lo narrativo a veces se muestra algo confusa, sin duda a consecuencia de los recortes sufridos. Hay partes vitales de la historia que resulta imposible comprender, por ejemplo los motivos de la repentina ruina financiera que al final golpea a los antes riquísimos Anderson. La naturaleza de las relaciones entre los principales protagonistas tampoco están siempre claras, y todo esto crea una inevitable sensación de extrañeza ante la sucesión de los acontecimientos.
Sin embargo, la inventiva de Welles, la modernidad y la originalidad de su puesta en escena, son de tal magnitud que cada secuencia de la película constituye una joya por sí misma, y en este contexto la pérdida de la coherencia narrativa termina importando muy poco. Más aún: de alguna manera, las lagunas argumentales contribuyen a crear una atmósfera abstracta y onírica que aproxima la película al terreno del mito antes que al consabido drama familiar burgués. Hay escenas, como una cerca del final en la que Ann Baxter y Joseph Cotten pasean por un parque, cargadas de un halo irreal, casi alucinado, que resultan maravillosas en este sentido. Es en las peores circunstancias donde se de verdad demuestra el talento, y viendo este “Cuarto mandamiento” no cabe la duda de que Orson Welles era un visionario y un genio, quizá aún más grande de lo que se ha dicho.
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