miércoles, 30 de marzo de 2011

Flesh, de Morrisey / Warhol


El Círculo de Bellas Artes está programando las películas que dirigió en los años 60 y 70 Paul Morrissey con el sello de Andy Warhol (que en realidad sólo las producía a través de su Factory), y que protagonizó un chico llamado Joe Dallessandro. El otro día fui a ver “Flesh” (1968), la primera de todas ellas.

Es curioso cómo esta película, producto inequívoco de su época, perjudicada por unas lamentables condiciones de iluminación y montaje, mantiene su vigencia, o incluso ésta se ha ampliado con el tiempo. La anécdota argumental tiende a la nada: cuenta la historia (por decir algo) de un jovencito de buen ver, padre adolescente y no especialmente dotado intelectualmente, que vende su cuerpo en las calles de Nueva York y que a lo largo de un día tiene diferentes encuentros con gente tan superficial y colgada como él mismo, lo que incluye a su bobalicona esposa, un viejo verde artista aficionado que lo hace posar desnudo mientras desbarra sobre Práxiteles y la escultura clásica griega en general, una bailarina de top-less y dos amigas travestis, más chaperos adolescentes, algún que otro cliente, un amigo con derecho a roce y, por fin, la amiga embarazada de su mujer, que termina montándoselo con ésta mientras él las contempla indolente.

Amoral y sexualmente muy explícita (el protagonista muestra sin reparos su estado de erección en la primera secuencia), la película debió resultar bastante escandalosa en su momento. Hoy quizá podrá aburrir a muchos, pero no se le puede negar una cierta belleza que va mucho más allá de lo coyuntural o del deseo de epatar al burgués. Esta belleza radica básicamente en el tratamiento al que es sometido su actor protagonista. Dallessandro es un ejemplar humano de una asombrosa hermosura física, y desde los primeros planos de la cinta, que lo muestran durmiendo desnudo, boca abajo (composición que de alguna manera recuerda al cuadro de Courbet “El origen del mundo”, inviertiendo posición y sexo), es tratado como un mero objeto sexual, lo que hasta entonces era muy habitual para las mujeres, pero no para los hombres. Subrayando esta idea, su esposa utiliza el foulard de seda que lleva en el cuello para envolver el pene de él haciendo un paquetito como de regalo: es difícil ser más explícito dentro de lo simbólico. Y, en la secuencia final, las dos chicas se acariciarán mutuamente dejándolo a él a un lado, de nuevo desnudo, pero tan inútil y decorativo como un florero. A lo largo de la cinta, varias personas le piden que se desnude, y él lo hace sin esperar a que le insistan, como si tal requerimiento fuera perfectamente natural, asumiendo (el personaje y el actor) que al fin y al cabo eso, y no otra cosa, es lo único que se espera de él.

Por cierto, que Joe Dallessandro quizá no tenía el talento interpretativo de Spencer Tracy, pero a su peculiar manera era un gran actor: en esta película al menos está magnífico, lleno de verdad y en ocasiones hasta conmovedor, como cuando expone su precaria filosofía vital ante sus colegas buscavidas o cuando retoza con el amigo que quiere darle un revolcón. La burda cámara de 16mm se enamora de su rostro –que recorre sin manierismos todo el rango expresivo que media entre la confusión y la abulia- y registra cada milímetro de su piel con el regocijo de quien exhibe un pequeño y bellísimo tesoro oculto.

A menudo consideradas desfasadas o artísticamente dudosas, opino que conviene darse un paseo por el Circulo y redescubrir estas pequeñas e imperfectas películas de Morrisey, que tienen mucha más vida que la mayor parte de lo que hoy en día la crítica considera "buen cine".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una pena que sea un ciclo pequeño y no programen "Sleep" de Warhol :)

Alex