martes, 26 de abril de 2011
Carlos: Terrorismo sexy
Tal y como ha llegado a las salas de cine, no diría que “Carlos”, de Olivier Assayas, sea una obra perfecta, e incluso le discutiría el estatus de gran película, pero sí creo de ella que es una película apasionante. La historia del terrorista de origen venezolano, nacido Ilich Ramírez Sánchez, que pasó de un farragoso idealismo a la pura ejecución mercenaria en la justificación de sus repugnantes crímenes, se nos cuenta con tanto nervio y pericia visual que resulta imposible hallar motivos para racanear el adjetivo.
Es bien sabido que el original –que por desgracia no he podido ver aún- es una miniserie televisiva de unas seis horas. En su montaje para la gran pantalla ha quedado reducido a algo más de dos horas y media que, por desgracia, se hacen algo largas en su tramo final. Hay que decir, sin embargo, que se consigue minimizar el efecto deslavazado y confuso propio de este tipo de operaciones, y que la obra se presenta al espectador del cine como un todo perfectamente compacto. Por otra parte, gracias a la habilidad de Assayas para dirigir a sus actores, los personajes quedan en su mayor parte bien caracterizados desde su primera aparición, de manera que hay pocos casos en los que se intuye que falte el desarrollo (el único caso sangrante es el de una de las compañeras de lecho y lucha del protagonista, y madre de su única hija, la activista alemana Magdalena Kopp).
Por otra parte, Assayas consigue no sólo un puñado de secuencias de una fantástica intensidad (la reunión de jóvenes izquierdistas en un pequeño apartamento parisino que acaba con un baño de sangre, el espectacular secuestro de los representantes de la OPEP en Viena, la sangrienta escaramuza y posterior detención de la terrorista Nada), sino que transmite algunas ideas tan interesantes como aterradoras sin necesidad de subrayarlas demasiado. Por ejemplo, la escandalosa cohabitación entre petróleo, terrorismo internacional, religión islámica y política. O el absoluto vacío ideológico sobre el que finalmente se asientan las raíces de todo fenómeno terrorista, por mucho barniz político con que pretenda recubrirse. Menos afortunadas son en mi opinión las sugerencias psicológico-sexuales que Assayas realiza a partir de las connotaciones fálicas de las armas, con un Carlos desnudo en la ducha y frente al espejo, entregado al ejercicio narcisista de contemplarse y acariciar sus genitales después de haber cometido uno de sus crímenes. La idea se repite en una escena (más interesante) en la que afirma que las armas son “extensiones de su cuerpo” y las emplea como adminículo erótico con una de sus jóvenes amantes, o (la peor escena de la película) en la seducción de Magdalena Kopp, con sus pedestres tópicos de mujer terrorista sexy en bragas y macho peligroso dispuesto a tomar posesión de su territorio.
En el capítulo interpretativo, hay que descubrirse ante Edgar Ramírez, un neo-Bardem que aporta al portagonista un componente de interesante suavidad discursiva y una contundente presencia física, y al que se dispensan algunos planos que hacen pensar que nos encontramos ante una estrella inminente. El resto de los actores también están muy bien, en especial Ahmad Kaabour como el líder terrorista islámico Wadie Haddad, que llega a helar la sangre con una mirada y una contracción de los labios.
Después de todo esto, lo que de verdad me gustaría es poder disfrutar de la serie completa, que es al fin y al cabo la obra original de Assayas.
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