lunes, 11 de abril de 2011
Ilustrar la poesía
Lo mejor que se puede decir de “Howl”, de Rob Epstein y Jeffrey Friedman, es que no se trata de un biopic del poeta beat Allen Ginsberg, como el material promocional sugiere. Lo peor es que su propia concepción es tan transparentemente errónea que hay muy poco salvable en ella.
Allen Ginsberg era un poeta judío norteamericano fallecido en 1997. Cuarenta años antes había pubicado “Howl” (“Aullido”), un poema que pareció dar voz a toda una generación y a un movimiento cultural (el beatnik), y que por la crudeza de su lenguaje y sus imágenes de contenido sexual provocó un juicio por obscenidad contra su editor. Evidentemente, el resultado fue no sólo que el juicio lo perdieran los acusadores, sino que el libro se convirtió en un éxito inmenso, que aún hoy perdura. Y Ginsberg pasó a ser un poeta de culto.
La película plantea cuatro planos narrativos que se van alternando: en uno de ellos, se reproduce la grabación de una larga e insustancial entrevista con el propio Ginsberg, al que interpreta un James Franco que imita aplicadamente los tics y manierismos de intelectual de su modelo y trata (en vano) de ocultar su atractivo físico tras unas gafas de pasta. En un segundo plano, el mismo Franco-Ginsberg realiza una lectura de su poema en un tugurio de San Francisco ante un público cada vez más enfervorecido. El tercero consiste en varias escenas del mencionado juicio, en el que básicamente se discute sobre las cualidades literarias del volumen en lugar de sobre si en efecto es o no osbceno, dando lugar a situaciones bastante ridículas que demuestran hastra qué punto todo el proceso era absurdo desde el principio. Y en el cuarto asistimos a la recitación en off del poema íntegro, mientras ante nuestros ojos desfilan unas imágenes de animación digital bastante horteras y de una sonrojante literalidad, que pretenden ilustrar el texto de Ginsberg. La mera idea de ilustrar la poesía resulta lo bastante pedestre como para que el proyecto estuviera condenado desde el principio, pero hay que decir que el modo en que lo hace esta película supera todas las expectativas en cuanto a lo ramplón y lo cursi. El resultado me recordó vagamente por momentos a “The Wall” de Alan Parker, aquel largo vídeoclip ochentero con música de Pink Floyd, sólo que en esta ocasión de lo que hablamos, por favor, es de poesía, no de música pop.
Por lo demás, los gestos impostados y las vacilaciones vocales de James Franco no le bastan para componer un personaje creíble, pero lo cierto es que al menos el actor mantiene intacto su encanto característico. Y, digámoslo todo, las gafas de pasta le sientan admirablemente.
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