domingo, 20 de marzo de 2011
Raúl Ruiz: Misterios y maravillas
Del mismo modo que todavía hay clases, aún hay maneras y maneras de pasarse al mainstream. Y la que ha elegido el cineasta chileno Raúl Ruiz al adaptar el folletín de Camilo Castelo Branco “Misterios de Lisboa” en formato de miniserie televisiva es, sin duda, una de las mejores posibles.
De manera global y algo simplista, podríamos ubicar a Ruiz (autor inverosímilmente prolífico, lo que hace muy complicado reunir su filmografía completa) en un punto equidistante entre Orson Welles y Luis Buñuel, a lo que se añaden múltiples influencias literarias que van desde Borges hasta Robert Louis Stevenson, la novela gótica británica y los surrealistas franceses. A él se debe la mejor (y, sobre todo, la más fiel en espíritu) adaptación de Proust de la que hay noticia (“El tiempo recobrado”, de 1999), así como una serie de películas basadas en guiones originales llenas de ironía, complejidad narrativa y una barroca y enormemente inventiva panoplia visual (desde “Las tres coronas del marinero” hasta “Genealogías de un crimen”).
Con “Misterios de Lisboa” se mantiene este barroquismo formal -aunque algo atenuado-, que proviene directamente de la influencia de Orson Welles, mientras que el componente buñueliano se abandona casi por completo, en beneficio de una aproximación a lo decorativo cercana a la de un Visconti, lo que tampoco está nada mal.
Con sus cuatro horas y media de duración, resultado de un montaje para salas de cine de la miniserie original de seis, “Misterios de Lisboa” es una de esas raras y gozosas películas tras cuya finalización el espectador se siente como si hubiera sido transportado en un viaje intenso y lleno de vicisitudes. Respetando la estructura original del folletín decimonónico, en la que las anécdotas sobre secretos familiares, diferencias de clase, hijos bastardos, dobles y triples personalidades, enriquecimientos y empobrecimientos fortuitos, duelos a espada o a pistola, seducciones, pasiones y venganzas, se ensamblan en un sistema narrativo de historias dentro de las historias (dentro de las historias, dentro de…), Ruiz consigue ser al mismo tiempo un verdadero clásico y un completo innovador. Como ocurría en el modelo literario original que se adapta, curiosamente el espectador no se pierde entre la compleja telaraña de relaciones, generaciones y niveles narrativos, por cortesía de un excelente guión. Y Ruiz, a años luz de todo academicismo, despliega un imaginativo recurso a los fuera de campo, a los efectos visuales más sencillos, pero que conservan toda la poesía de un cine que parecía ya en desuso. Es cierto que sus trabajos de los ochenta y los noventa eran mucho más osados en lo formal, pero esta “entrada en razón” para adaptarse a los requerimientos de un formato algo más convencional no tiene ninguna traza de concesión oportunista. El comedimiento estilístico algo por encima de lo habitual en él sólo sirve para reforzar el intenso amor por la narración que habita en su película, que nos recuerda lo hermoso de imaginar y contar historias, y el enorme placer de escucharlas (o leerlas, o verlas).
Quisiera destacar otro aspecto que nos devuelve la referencia a Visconti que hacía al inicio, y es que en esta “Misterios de Lisboa” los aspectos decorativos están inusualmente bien tratados. En la mayor parte de las películas de época, los lujosos decorados y vestuario constituyen para el director un simple marco, del que sólo interesa que sea lo más espectacular y vistoso posible, o que resulte medianamente verosímil. Para Ruiz (como para Visconti) el decorado y los ropajes están llenos de valores expresivos, y se presentan ante el espectador cargados de una energía que procede de la mirada que sobre ellos posa un director con un gusto exquisito y un auténtico sentido del ambiente. Ruiz, para entendernos, sería en este sentido el anti-Amenábar: ver “Agora”, y la incapacidad del director español para aportar una mínima densidad atmosférica, una mínima fascinación por el entorno histórico-geográfico retratado. Por otro lado, la fantástica música de Jaime Arriagada envuelve “Misterios de Lisboa” como el más primoroso papel de seda.
Qué maravilla que aún sigan haciéndose películas como ésta.
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