lunes, 7 de marzo de 2011

Amantes


El sábado pasado volví de un agotador y estupendo viaje, y sólo me apetecía pasar la noche tranquilamente en casa. Encendí la televisión, y me encontré con el habitual basurero televisivo español: sólo se salvaba, en la primera de Televisión Española, un “Versión española” dedicado a Maribel Verdú. Buena actriz que en ocasiones ha alcanzado la excelencia (“La buena estrella” y “Tetro” son los trabajos suyos que más me gustan), Verdú resulta casi siempre una presencia agradable: otra cosa era su temible tête-à-tête con la intensa Cayetana Guillén-Cuervo, del que convenía huir. Pero eso no llegaba hasta después de la película.

Y la película era “Amantes”, dirigida en 1991 por Vicente Aranda. La peli la vi en su momento, y lo cierto es que me gustó, aunque entonces yo era un adolescente con el criterio quizá algo sesgado por el exceso hormonal. Y Vicente Aranda no es precisamente santo de mi devoción. Así que me enfrenté a este nuevo visionado con bastante escepticismo, pensando que en cualquier momento apagaría la tele para hacer algo más interesante, como por ejemplo irme a dormir.

Curiosamente, me la tragué enterita, e incluso se me hizo corta. “Amantes” no es sólo (de largo) la mejor película que Aranda ha rodado nunca, sino una de las mejores del cine español de los años 90. Entre sus principales valores, los más evidentes son los trabajos de Verdú y una descomunal Victoria Abril, que consiguió en esta época sus mejores prestaciones interpretativas. Luego está la fotografía de José Luis Alcaine, de una falsa frialdad, que contribuye enormemente al denso clima de la película. Y un guión muy preciso, en cuyos diálogos se filtra un admirable conocimiento de la naturaleza humana, así como un sentido del humor bastante corrosivo. Pero, de verdad, creo que lo mejor es el trabajo de puesta en escena de Vicente Aranda: siendo malvado diré que es tan bueno que hace que “Amantes” no parezca una película suya.

En fin, esto último es una “boutade” y además una verdad sólo a medias, porque lo cierto es que en la película están presentes muchos de los rasgos de estilo habituales en el director catalán (que se resumen en la combinación entre un cierto sensacionalismo visual y una innegable aptitud narrativa), sólo que aquí no chirrían en absoluto, cumpliendo perfectamente su cometido. En especial, destaca el nítido retrato, apuntado en pinceladas muy breves y nada enfáticas, de la sociedad española de los años cincuenta, de un mundo triste y más bien putrefacto que es caldo de cultivo de todo tipo de mezquindades. Los personajes de Abril y Sanz no son retratados como monstruos, sino como productos de las circunstancias que los rodean, que son bastante adversas. Así que, en la magnífica escena final de la estación de trenes, Aranda consigue transmitir una rara y perturbadora emoción.

Por supuesto, la película tiene sus fallos: Jorge Sanz no está a la altura de sus partenaires femeninas, y su propio personaje es el más tenuemente dibujado de los tres. Pero se trata de una pega menor para esta buenísima película que hay que reivindicar.

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