jueves, 30 de abril de 2009

Literatura y best-sellers


Por lo general, detesto los best sellers literarios. No es que tenga ningún prejuicio contra ellos: la primera frase de este texto expresa una constatación a posteriori. Todos mis intentos por sumergirme en ese mundo, desde John Grisham hasta Arturo Pérez-Reverte, me han resultado frustrantes. No soporto la simplicidad del lenguaje que busca ante todo una supuesta eficiencia narrativa, la lógica implacable de la gradación de momentos cumbre, los baratos recursos novelescos que pervierten el arte de un Víctor Hugo o un Dickens.

Hace poco terminaba "The golden bowl" de Henry James con sensaciones contradictorias. Esta novela, maravillosamente escrita en el ampuloso estilo típico del autor (que me encanta), plagada de misterio y sugerencias, me generaba cierto estupor, y cierta sensación de que había en ella algo descompensado. El excesivo peso de algún personaje fastidioso (Fanny Assingham, vamos), la obviedad simbólica de la copa que da título al libro, la tendencia a dar vueltas alrededor de situaciones que se repiten... En fin, que no pude evitar la tristeza por mi propia reacción tibia ante la lectura del libro, lo más opuesto que uno pueda imaginarse a uno de estos best sellers de los que hablaba. Porque nunca antes, desde que siendo niño me deslumbró "Otra vuelta de tuerca", había sentido ante James otra cosa que entusiasmo y placer sin matices.

Decidí por tanto que lo siguiente debía ser lo más distinto a Henry James que hubiera en mi lista de libros pendientes. Y la solución me la trajo uno de los regalos de mi último cumpleaños, un volumen llamado "La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina". Llevo meses viendo (en el metro, en los aeropuertos, en el cine, etc) a gente que transporta los dos libros de Stieg Larsson publicados en España, y me consta que, aparte de ser unos brutales éxitos de ventas, han sido llevados al cine despertando no menos furor entre los espectadores nórdicos, que ya han visto la primera película que se estrenará aquí en breve. Tomé, pues, "La chica..." con una mezcla de desconfianza y curiosidad. Aún sigo leyéndolo, y la mezcla de sensaciones persiste.

Por un lado, no puedo evitar el rechazo instintivo, visceral, por el estilo con que está escrito. Estilo, por llamarlo de algún modo. El tocho parece casi un telegrama de setecientas cincuenta páginas. O una parodia del best seller americano de toda la vida, llevada a cabo por alguien particularmente malicioso. Sólo que Larsson tenía toda la pinta de ir en serio. La supuesta ambigüedad moral de los personajes, la encuentro también de pacotilla: yo hablaría más bien de simplicidad o de totum revolutum. En cuanto a las costumbres sexuales de los protagonistas, bastante más relajadas que las que se encuentra en los héroes de la literatura yanqui, tampoco me genera demasiado interés: en la Europa de 2009, que la gente sea bisexual o que se monte tríos con su esposo/a no me parece motivo de escándalo. Menos aún viniendo de Suecia: de los ciudadanos escandinavos, lo menos que uno espera es que se pasen el santo día de folleteo. ¿O no? Por otro lado, la intriga resulta más bien risible, a lo que contribuye la constante aparición de nuevos personajes que van "enriqueciéndola", hasta conformar algo bastante parecido al camarote de los hermanos Marx en la famosa escena de los huevos duros.

Y, sin embargo, no puedo negar que estoy moderadamente enganchado al libro. Hay algo relacionado con la creación de tipos humanos (en concreto, el de la tal Lisbeth Salander) que me atrapa. No es que detecte en Larsson un particular talento para la construcción del personaje, ni tampoco una profunda y certera visión psicológica. Es precisamente lo externo, la mera conducta de Salander, descrita con la asepsia de un informe policial, lo que encuentro fascinante. ¿Qué pasos daría una persona con una absoluta carencia de gusto y sensibilidad estética, que roza la sociopatía, pero con una superdotación de inteligencia y un demencial sentido de la practicidad, y que repentinamente, por circunstancias de la vida, se ha visto poseedora de un fabuloso patrimonio económico? Los ritos de sus viajes, sus hackeos informáticos y violentas visitas a sus enemigos, sus comparecencias en clínicas de cirugía estética, su acopio de ropa en H&M y similares, su método para comprar a toda prisa un carísimo inmueble que después amuebla con cuatro chucherías de Ikea, presentan el ritmo de la hipnosis. Cada vez que estoy a punto de echarme a reír ante una frase de novela negra de baratillo, o ante una nueva escena sexual, hay algún detalle sorprendente en la descripción del comportamiento de la Salander que me congela el rictus. Sin este fantástico hallazgo, seguramente la obra de Larsson no valdría ni el precio del papel en que va impresa; pero con ella sola se justifica su presencia en los lugares privilegiados que ocupa en cualquier cadena de librerías. De hecho, cuando durante un buen tramo perdemos de vista al personaje y la intriga se centra en los intentos de los demás por localizarlo, el texto perdió para mí todo interés, y si engullía los párrafos a toda prisa no era porque estuviera disfrutando febrilmente de su lectura, sino que pretendía llegar cuanto antes al ansiado reencuentro con la misteriosa genio-psicópata de metro y medio.

Volviendo un segundo al inicio del párrafo anterior, cuando defino someramente a Lisbeth Salander: ¿Ausencia de gusto y sensibilidad estética? ¿Demencial sentido práctico? Flaubert dijo que Madame Bovary era él. Tengo la sospecha de que ni el propio Stieg Larsson tenía conciencia de hasta qué punto él era, es, su personaje principal.

Clint Eastwood o la consagración del tótem



Fui a ver “Gran Torino”, la última película estrenada de Clint Eastwood (la última que ha rodado, “The Human Factor”, ambientada en la Sudáfrica inmediatamente posterior al apartheid, llegará a las salas estadounidenses a lo largo de este año), con cierto retraso. Desde hace bastante tiempo, acudo sistemáticamente a la llamada de todas las obras de este director, uno de los pocos americanos actuales que no suele defraudarme. Incluso en sus películas menos logradas está presente el latido rotundo de la puesta en escena, hay una mirada sobre el mundo, un dominio en la duración del plano, un espléndido clasicismo que reclama con dignidad el legado de Ford y de Hawks, entre otros. Esto ocurre, como digo, hasta en sus películas menos logradas: y repito esto último porque en efecto encuentro que en su filmografía, junto con un puñado de obras que adoro (no soy muy original al señalar aquí “Bird”, “Cazador blanco, corazón negro”, “Sin perdón”, “Un mundo perfecto”, “Medianoche en el jardín del bien y del mal” o “Million dollar baby”) hay otras que encuentro mucho menos interesantes (de las que sólo nombraré “Mystic River”, y lo hago porque en esto sí que disiento de la mayor parte de la crítica). Sobre la reciente “El intercambio” ya escribí en una entrada anterior de este blog, así que podéis comprobar mi opinión pinchando aquí.



Lo que en esta ocasión retrasó mi comparecencia ante la cita con Eastwood era el argumento mismo de la película, centrado en un solitario y crepuscular misántropo que tiene sus más y sus menos con su vecindad asiática, y que alcanza la redención por sus antiguos pecados gracias precisamente al cruce en su vida de una familia de dicho origen. Detesto este tipo de historias o, siendo más preciso, detesto cómo suelen ser contadas. El guión de “Gran Torino” no se aparta demasiado de los espeluznantes lugares comunes del género (pasado bélico del protagonista, jovencito tentado y después agredido por los chicos malos armados, familia antipática que despierta la ira del patriarca proponiendo su internamiento en una residencia, innecesaria revelación última del pecado original, sacrificio redentor; hay incluso un cura de por medio, que me temo resulta aún más repelente de lo que los autores pretenden), pero gracias a la doble prestación de Eastwood como director y actor protagonista la cinta no me disgustó del todo. Sobre su labor como director, me remito a lo explicado en el primer párrafo de este texto: en particular, encuentro admirable la maestría de Eastwood para crear una atmósfera, lograda a través de la composición de unos planos a los que se deja respirar y ofrecer la máxima capacidad expresiva.



En cuanto al Eastwood intérprete, debo decir que en esta ocasión se convierte en el factor determinante del interés de la película. Sus hiperbólicos gruñidos de perro guardián, sus mímicas faciales que más que del western parecen salidas de una novela gráfica (léase cómic) de Frank Miller, sus escupitajos al suelo, nada tienen que ver con la escuela minimalista a la que asociábamos al protagonista de “Por un puñado de dólares”, y en esta sorpresa radica toda la felicidad proporcionada. La caricatura del héroe totémico que se lleva a cabo ante nuestros ojos constituye una operación delicada y audaz, no al alcance de cualquiera: pocos como Eastwood podían salir de ella con su imagen no ya intacta, sino incluso reforzada. Después de la prueba de fuego, sabemos que su personaje del justiciero solitario, esculpido película tras película para ser duramente cuestionado en esta última, pertenece a la limitada galería de los tótems sagrados del cine.



Una nota obligada sobre la voz del héroe: la dicción suave y ronca de Clint Eastwood no puede ser más distinta de la de su doblador habitual en castellano, Constantino Romero, con la que en España se lo suele asociar. Más incluso que en otras ocasiones, resulta obligado disfrutar de su trabajo en versión original: de lo contrario, se perderá irremisiblemente gran parte del encanto de esta interpretación rara y seductora, única en su género.

Dos textos sobre arte


Mambrú (2008), cuadro de Juan Uslé


Estos dos textos se escribieron para publicarse en una revista este mismo mes. Por causas de tipo comercial y de negocio ajenas a mí, no ha podido ser. Así que allá van:


Juan Uslé en la Galería Soledad Lorenzo

Del 23 de abril al 11 de junio de 2009-03-03

Galería Soledad Lorenzo (Madrid)


El pintor cántabro Juan Uslé (Santander, 1954) es uno de los artistas más respetados y reconocidos de su generación. Tanto en España como fuera de nuestras fronteras, posee un prestigio que descansa, entre otros factores, en el hecho de que su trabajo fuera en su momento definitivo a la hora de devolver la pintura abstracta a la primera línea. No olvidemos que, allá por los 80, la abstracción había caído en desgracia dentro de ciertos ámbitos, y que fue gracias a una pujante renovación de sus autores como recobró el espacio que le pertenecía. El trabajo de Uslé, al mismo tiempo sobrio y poético, físico y conceptual, basa toda su grandeza en el dificilísimo equilibrio de los opuestos.


La galerista Soledad Lorenzo, por su parte, atraviesa un año inmejorable: al éxito de las exposiciones dedicadas a Tàpies, Sergio Prego y Erik Schmidt, se suma el premio a la mejor galería concedido por la crítica en la última edición de Arco. En su caso, la notoriedad también es una cuestión de opuestos, la que procede de combinar con sabiduría nombres consagrados y artistas más o menos jóvenes. En todo caso, el requisito de la calidad es innegociable.


En la nueva exposición encontraremos gran parte de lo que puede esperarse de Uslé, y quizá también algo de lo que no. Abstracción radical, poderoso colorido, intenso dinamismo, y misteriosas sugerencias orgánicas. Si algo caracteriza a los grandes artistas es que son capaces de sorprendernos una y otra vez sin renunciar por ello a la esencia de su carácter.


Minimalismo en Segovia: “Nueva York. El papel de las últimas vanguardias”

Del 27 de enero al 24 de mayo de 2009.

Museo Esteban Vicente (Segovia)


Pese a ser uno de los artífices del expresionismo abstracto, el pintor y diplomático segoviano Esteban Vicente (1904-2001), exiliado a Estados Unidos tras la guerra civil, no pudo exponer su obra en España durante todo el periodo franquista. No fue hasta finales del siglo XX cuando al fin logró el reconocimiento oficial en su país de origen, abriendo un museo de arte contemporáneo que es hoy por hoy uno de los hitos imprescindibles de la capital segoviana. Entre sus amigos americanos, destaca el coleccionista y mecenas Wynn Kramarsky, que a lo largo de medio siglo de actividad ha recopilado más de 3000 dibujos, en su mayor parte realizados por artistas del minimalismo y el post-minimalismo estadounidense. La exposición que aún puede verse en Segovia reúne un centenar de las piezas más representativas de esta impresionante colección, en la que destaca el propio Esteban Vicente, además de otros creadores tan populares e influyentes como John Cage, Ed Ruscha, Jasper Johns, Cy Twombly, Frank Stella, Sol LeWitt o Barnett Newman.


Pese a sus limitaciones -únicamente se exhibe obra sobre papel-, se trata de una muestra extremadamente didáctica acerca del Minimal, que reinó en los Estados Unidos (y por ende, en todo el mundo) durante los años 60 y 70 del pasado siglo. Así, los precursores y discípulos tardíos del movimiento aparecen debidamente representados junto con los célebres nombres ya mencionados. Tratándose de la primera vez que la colección de Kramarsky se muestra en nuestro país tras haberse contemplado en varias capitales europeas y norteamericanas, no debería desperdiciarse la ocasión de visitar la ciudad del acueducto.

lunes, 27 de abril de 2009

Más sobre España en Cannes 2009


Como ocurre tradicionalmente, un día después de darse a conocer el contenido de las secciones oficiales (dentro y fuera de concurso) del festival de Cannes, los organizadores de la paralela Quincena de Realizadores hacían público su programa.


Esta vez, sin grandes sorpresas, la presencia española es escasa. "Tetro", el último Coppola coproducido con Argentina y protagonizado por Vincent Gallo, Alden Ehrenreich, Maribel Verdú y Carmen Maura, inaugura la Quinzaine. Al parecer, la película es una crónica familiar en la que vuelve a estar presente el padre-coloso que devora a sus propios hijos (no voy a nombrar una vez más otra reciente película en el que aparecía este mismo tema, y que estará a concurso en Cannes), rodada en blanco y negro con algunas secuencias (flash-backs), en color. Existe una comprensible curiosidad por este trabajo, engendrado por uno de los mejores directores de cine mundiales surgidos en la segunda mitad del siglo XX, y cuyo anterior largo ("Youth without youth", no estrenada en España) tuvo la virtud de desconcertar a todo el mundo.


Pero no es ésta la única (y magra) presencia española de la Quinzaine. Dos curiosidades que a muchos les han pasado desapercibidas, ya que apenas se les ha dedicado espacio en prensa:


a) En el poético cartel del evento, que he incluído en esta entrada, aparecen dos personas. Una de ellas es una tal Lolita Chammah, aspirante a actriz... e hija de Isabelle Huppert. Y la otra es el director catalán Albert Serra, ya adorado en Francia por sus dos películas, ambas presentadas en ediciones anteriores de Cannes, "Honor de cavalleria" y "El cant dels ocells". A Serra, la crítica española lo pone verde (lo acusan de pedante, aburrido, feísta y mal director), mientras la francesa levita con sus cintas. Los Cahiers du Cinéma le dedicaban hace poco unas cuantas páginas, en las que calificaban "El cant dels ocells" de obra maestra.


b) Entre los cortometrajes seleccionados, una rareza llamada "El ataque de los robots de Nebulosa 5", de Chema García Ibarra, ya distinguido con una mención especial en el último festival de Sundance. Se trata de un interesante trabajo de sugestivo tratamiento visual que, sorpresa, puede verse ya en youtube, pinchando aquí.

jueves, 23 de abril de 2009

Vampiros en Suecia



Sexualidad infantil y sangrienta en "Déjame entrar" de Thomas Alfredson



Ya que estamos, voy a mencionar otra de mis filias, a la que ya me referí de refilón en mi texto anterior: las historias de vampiros. Desde que de niño me fascinó y me aterró “Dracula”, la novela epistolar de Bram Stoker (después de leerla, hube de esconderla en un cajón de mi dormitorio, porque sólo ver durante la noche el lomo del volumen tenuemente iluminado por la luz que venía del pasillo me producía un terror insoportable), he adorado la ficción que se centrara en los no-muertos, necesitados de sangre humana para proseguir su fantasmagórica existencia. “Carmilla”, breve novela de Sheridan Le Fanu, y la película “Nosferatu”, de Murnau son mis favoritos del género. Más recientemente, no me disgustó “Entrevista con el vampiro”, la película de Neil Jordan (la novela no la leí). Me han irritado en cambio horrores como “Van Helsing”, aburridísimo largometraje de un pésimo gusto visual y ridículo argumento. En cualquier caso, el hecho de que una película trate sobre vampiros provoca inmediatamente que me interese por ella, de manera que no podía perderme “Déjame entrar”, de Thomas Alfredson.


La verdad es que ante la premisa de partida a uno ha de gustarle “Déjame entrar” antes incluso de haberla visto: “una película sueca de vampiros” es un leit-motiv que bastaba para hacerla irresistible.Al salir del cine, aún con el estómago un poco revuelto (los planos finales no son aptos para constituciones sensibles), domina la satisfacción ante el cumplimiento de las expectativas: la opera prima de Alfredson es, sin duda, una buena película. Modélico ejemplo de cine de género honesto y bien resuelto, suple con su buen oficio, pulso narrativo y talento visual algunas serias limitaciones de las que adolece, entre las cuales la menos relevante no es una peligrosa y ocasional tendencia al lirismo de pacotilla. A lo largo de su metraje, esta historia nunca produce más pánico que en aquellos momentos en los que se ubica dentro de unas coordenadas estilísticas cercanas a dos de las referencias que encuentro más horripilantes en el cine actual: el rollo independiente americano label Sundance, y las sacarinosas postales de Isabel Coixet. Dejando de lado estos fugaces y chirriantes resbalones, la película se disfruta de principio a fin, por su sencillo planteamiento, su perfecta (quizá demasiado transparentemente perfecta, dicho sea de paso) dosificación de las claves de la intriga, su lograda reconstrucción de un determinado clima y la originalidad de su aproximación al tema vampírico, que afortunadamente no deja de atraer a cineastas con talento que logran renovarlo de vez en cuando sin renunciar a su mejor esencia.


Pero, sin duda, lo mejor de la película radica en cómo la sexualidad de infiltra en la historia, y el tratamiento que recibe. Que el sexo es un reclamo empleado por los vampiros para atraer a sus víctimas es algo bien sabido desde que existe el género: en este caso, la edad de los protagonistas y la contaminación del elemento sexual con ciertos elementos de psicosis y una dependencia emocional de la abusada víctima hacia su posible salvadora (que sustituye a la represión sexual de las historias victorianas de vampiros) añaden interés a la historia. Ello, junto con el elemento turbio de rigor, que cristaliza en un espléndido y brevísimo plano de una cicatriz sobre un sexo femenino.


También tengo que destacar, y lo hago con particular satisfacción, el magnífico empleo de los efectos digitales, que dan lugar a otro plano absolutamente memorable: aquel que registra los primeros segundos de una herida que se abre en una blanca mejilla infantil.

Rarezas en competición

El futbolista y el director de cine social, encantados de conocerse


Algunas curiosidades que se pueden encontrar en un rápido vistazo por la restringida veintena de películas a concurso en el próximo Cannes:


-Lo último de Ang Lee, "Taking Woodstock", está ambientado en los preparativos del mítico concierto de rock de 1969, y lo protagoniza un cómico televisivo llamado Demetri Martin. Lee nunca ha sido un director que me entusiasme (detesté, por ejemplo, su adaptación de "Sentido y Sensibilidad" y la reaccionaria "La tormenta de hielo"), pero admito que sus dos últimas películas, "Brokeback Mountain" y sobre todo "Deseo, peligro", me parecieron obras bellas, importantes.

-Gaspard Noé, que dirigió entre otras "Irréversible", aquella cinta contada de manera cronológicamente inversa y que fue muy comentada en su momento por la insoportable secuencia de la violación a Monica Bellucci, presenta este año algo llamado "Enter The Void", que protagoniza la actriz de origen español (aún poco conocida aquí, pero auténtica musa indie en USA) Paz de la Huerta. La película da bastante miedito, dados los precedentes y la información disponible, según la cual se cuentan las alucionaciones sufridas por un individuo que agoniza, mortalmente herido de bala.


-El incansable (y cada vez más plano) Ken Loach comparece con "Looking for Eric", que cuenta entre sus protagonistas con el jugador francés de fútbol Eric Cantona, que al parecer se interpreta a sí mismo en una historia de coaching. ¿Comedia británica social? Uf...


-"Vincere", de Marco Bellocchio, trata sobre una amante de Mussolini (desconocía que el Duce hubiera tenido una amante adicional a Claretta Petacci, fusilada y después colgada boca abajo junto al dictador) llamada Ida Dalser, a la que interpreta la bella Giovanna Mezzogiorno ("El amor en los tiempos del cólera").


-Mucho ha llovido desde que la relamida "El Piano" ganara la Palma de Oro, y una Jane Campion ya bastante devaluada vuelve a intentarlo con "Bright Star", sobre la relación entre el poeta John Keats y Fanny Brawne. Tragedia (Keats murió a los 25 años) y romanticismo: imagino que Campion se habrá sentido a sus anchas en este contexto.


-Park Chan-wook, que entre otros premios ya consiguió el Especial del Jurado con la violenta "Oldboy" en 2003, acude con una historia de vampiros gráficamente llamada "Sed". ¿He dicho alguna vez que me encantan las historias de vampiros?


-El "durito" Tsai Ming-Liang llega a la competición con "Rostros", una película de producción francesa cuyo reparto incluye nada menos que a Jeanne Moreau, Mathieu Amalric, Fanny Ardant y Laetitia Casta.


-La sección oficial la cerrará, fuera de concurso, una marcianada absoluta: Jan Kounen, conocido por sus hiperviolentas películas con estética de comic ("Dobermann") presentará "Coco Chanel et Igor Straviski", sobre la relación entre la modista y el compositor. Ella es la bella Anna Mouglalis, de la que hablé brevemente en este blog, con motivo de una entrada sobre la infame película "Romanzo criminale". Y él, el danés Mads Mikkelsen, que interpretaba al villano Le Chiffre en la última versión de "Casino Royale", con Daniel Graig como 007-James Bond.


-Junto a lo último de Amenábar, fuera de concurso estará "The Imaginarium of Doctor Parnassus", de Terry Gilliam, aquella película cuyo rodaje fue interrumpido por el fallecimiento de su actor principal, el después oscarizado Heath Ledger. A Ledger lo sustituyó no uno, sino tres actores de primera fila (Johnny Depp, Colin Farrell y Jude Law), copiándose la operación patentada por Buñuel en 1977, cuando al quedarse sin Maria Schneider para "Ese oscuro objeto del deseo" la reemplazó por Carole Bouquet y Angela Molina en la piel de un mismo personaje. Se nos promete surrealismo e imaginación a raudales. Gilliam no es precisamente uno de mis directores favoritos, así que prefiero no esperar gran cosa.


-Al película de Isabel Coixet está rodada en Tokio, y protagonizada por el catalán Sergi López junto a la japonesa Rinko Kikuchi, que fuera nominada al oscar por la horrenda "Babel". Se da el curioso caso de que Coixet va a competir por la Palma de Oro con una producción de "El Deseo" ("Los abrazos rotos", obviamente), que ha producido también varias de las películas de la directora catalana (¿en qué estabais pensando, Pedro y Agustín?).


Y ya se me ocurrirán más cosas...

España en Cannes 2009

Acaba de darse a conocer la lista de películas en las secciones oficiales del festival de Cannes de este año, que tendrá lugar del 13 al 24 de mayo. Y, por una vez, el festival de cine más importante del mundo cuenta con dos películas españolas a concurso, además de que una tercera cinta nacional esté presente como evento fuera de competición. Nada, en cambio, en la muy prestigiosa "Un certain regard", sección en teoría dedicada a películas particularmente personales o innovadoras, pero que desde hace ya bastante tiempo no se cierra al cine más clásico. Aún no se ha revelado el contenido de la gran sección no oficial, la Quincena de Realizadores, que en la práctica funciona como un festival paralelo.
Las películas españolas seleccionadas son "Los abrazos rotos" de Pedro Almodóvar y "Mapa de los sonidos de Tokyo" de Isabel Coixet. De la primera los lectores habituales saben de sobra lo que pienso, y la segunda aún no he podido verla (pero la temo bastante). En cuanto a la película-evento fuera de competición, se trata de "Agora" de Alejandro Amenábar, cuyo grandilocuente tráiler ya hemos podido ver sobradamente. En primer lugar, hay que dar la enhorabuena a estos tres directores, y que sorprenderse (en mi caso, positivamente) por la rareza. Y también en mi caso, diré que espero que a Almodóvar le concedan de una vez una Palma de Oro que se le ha escapado ya dos veces.
A su favor, hay que decir que de algunos de los miembros del Jurado internacional (la presidente Isabelle Huppert, las actrices Asia Argento y Robin Wright-Penn, el escritor Hanif Kureishi) podemos esperar cierta simpatía por la obra almodovariana. Claro que esto ocurrió también en las dos ocasiones anteriroes en que Almodóvar competía en Cannes (con "Todo sobre mi madre" en 1999, y "Volver" en 2006), donde en efecto fue galardonado pero nunca con el primer premio.
Entre las otras películas seleccionadas a concurso, destacan lo último de Lars Von Trier (una historia de terror llamada "Antichrist" protagonizada por Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg), Michael Haneke ("La cinta blanca", que estoy deseando ver), Marco Bellocchio, Jane Campion, Alain Resnais, Tsai Ming-Liang, Ang Lee, Ken Loach o Jacques Audiard. Nombres habituales del circuito de festivales, pesos pesados todos ellos. Nada menos que cinco han ganado ya en anteriores ocasiones la Palma de Oro. Y, por supuesto, está el "Inglorious Basterds" de Quentin Tarantino (uno de los ya "palmeados"), cuya poderosa maquinaria promocional lleva arrasando desde hace meses.
Veremos qué ocurre finalmente. No puedo esperar a mayo...

lunes, 20 de abril de 2009

Invierno glacial

Una Emmanuelle Béart pre-colágeno sostiene su violín con decisión en "Un corazón de invierno"


La Filmoteca Española prosigue con su excelente ciclo dedicado al cine y la melancolía. Una lástima que la mayor parte de las películas seleccionadas la haya visto ya: estoy, como casi siempre por otro lado, ansioso de descubrimientos. Por eso fui la semana pasada a ver “Un corazón en invierno”, película dirigida en 1992 por Claude Sautet y protagonizada por el lujoso trío Daniel Auteuil / Emmanuelle Béart / André Dussolier.


Hace ya unos cuantos años (¿hace falta que vuelva a mencionar que hubo un tiempo dorado en que La 2 programaba todo tipo de películas, de esas que algunos llaman “de autor”?) que tuve acceso al cine de Sautet, lección de la que no guardaba un recuerdo memorable. Historias ambientadas en el medio burgués de la Francia de los años 70, conflictos existenciales y sentimentales un poco flous, y Romy Schneider en la cumbre de su talento y su belleza. Mucho después, presencié un pase también televisivo de “Nelly y el señor Arnaud”, su última película, que me dejó más bien frío: encontré en sus imágenes algo de irritantemente relamido, estatuario, y además Schneider había sido sustituida por una Emmanuelle Béart que había iniciado ya su escalada de cirugía. Digresión: no soy capaz de comprender el caso de esta mujer, inamoviblemente empeñada en enmascarar a base de colágeno y quién sabe qué otros aditivos químico-quirúrgicos una belleza tan extrema y original y unas dotes interpretativas no menores.


Volviendo a “Un corazón en invierno”, la película, ganadora en el año de su producción de múltiples premios internacionales (entre ellos, un León de Plata en Venecia… compartido con “Jamón, jamón”, de Bigas Luna) me dejó un sabor agridulce. Dulce, por el exquisito gusto de Sautet al escoger los elementos de partida: unos personajes perfectamente dibujados, inmersos en batallas con las que resulta muy sencillo identificarse; un guión trazado con tiralíneas, perfectamente estructurado y medido; unos encuadres maravillosamente compuestos, donde queda patente el sello del director de fotografía Yves Angelo, que ilumina los escenarios del París contemporáneo como si fueran auténticos cuadros decimonónicos; un excelente ramillete de actores, en el que los secundarios no quedan por debajo del espléndido trío protagonista. Y agrio, porque todo esto queda arruinado por una puesta en escena carente de nervio y personalidad.


Viendo esta película de Sautet comprendí lo que debieron de sentir en su momento los directores y teóricos de la nouvelle vague al contemplar los trabajos de sus detestados Delannoy o Autant-Lara, a los que acusaron con furia de ejecutar un trabajo académico e inane. Cada plano de esta película desprende un aroma dulzón a cadáver, porque no contiene otra cosa que cuerpos sin vida, incluso aunque esos cuerpos pertenezcan a unos (estupendos) actores de carne y hueso. Todo el magnetismo, la magia y la energía quedan neutralizados por una especie de principio de clasicismo que en realidad no me pareció otra cosa que mojigatería visual. El resultado es un trabajo indiscutiblemente mono, una cosita decorativa que puede encontrarse incluso encantadora, pero en modo alguno una buena película. Con todo y con eso, no puedo decir que ver “Un corazón en invierno” me pareciera una experiencia completamente desgraciada o inútil: aunque sólo sea como inmejorable registro de lo que Mademoiselle Béart fue un día, encuentro que la película justifica sobradamente su existencia.

viernes, 17 de abril de 2009

Tinieblas



Suele decirse de los grandes directores de cine (como de los grandes artistas en general), que todo su mundo, la esencia de la obra que se desarrollará a posteri, ya está contenido en sus primeros trabajos, por balbuceantes o precarios que en ocasiones puedan éstos resultar. En el caso de Almodóvar, ciertamente en “Pepi, Luci, Bom” y “Laberinto de pasiones” ya aparece todo: la tendencia al melodrama que en ocasiones roza la fotonovela, la originalidad y la potencia de la puesta en escena, el argumento que se dispersa en mil direcciones, el placer de la narración, la hiperestilización de las claves costumbristas, los hombres débiles y maltratadores, las mujeres que ansían cambiar su vida, la puntillosa dirección de actores, la entronización del amour fou, los juegos de dobles, el deseo como motor existencial, las tensiones entre lo rural y lo urbano, lo moderno y lo arcaico, lo particular y lo universal… Nada esencial hay, pongamos por caso, en “Los abrazos rotos” que no hubiera sido ya apuntado en las aventuras de las tres chicas del montón o de la procaz Sexilia, aunque en el camino se haya avanzado (y de qué manera) en la aptitud para ensamblar estos elementos y proporcionarles una forma cohesionada, sinérgica.



En esto último constituyó un paso de gigante la tercera película del director, “Entre tinieblas” (1983), que, provechando las vacaciones de semana santa, he podido revisitar en formato DVD. Antes de adentrarme en cuestiones más profundas, no me resisto a dejar de lado el puro cotilleo. Me limitaré a exponer una serie de datos que sonarán a quie´nes hayan visto la mencionada “Los abrazos rotos” y tengan por tanto presente su argumento. Resulta que, tras haber obtenido un gran éxito en los circuitos underground (y no tan underground) españoles con sus dos primeras y originales largometrajes, Almodóvar comenzó a pergeñar una historia que debía protagonizar una mujer fatal, una supermujer infinitamente tentadora, deseable y destructiva construida a imagen y semejanza de las vampiresas que interpretó Marlene Dietrich a las órdenes de Josef Von Sternberg. La financiación del proyecto llegó de la mano de un millonario llamado Hachuel, que ofreció los medios económicos necesarios a cambio de que la película estuviera protagonizada por su propia novia, una actriz prácticamente novata y desde luego desconocida llamada Cristina Sánchez Pascual, que hasta entonces no había hecho más que unos pocos papelitos irrelevantes, y que después ya sólo volvería a trabajar en una olvidada película más. Cuentan las crónicas que el trabajo de dirigir a la actriz resultó para Almodóvar todo un calvario, hasta el punto de que hubo que cambiar sobre la marcha el enfoque de la película, que otorgó mayor peso a unas monjas que originalmente debían desempeñar un papel secundario. Insisto: ¿a nadie le suena esta historia?



Cubierto el cupo de lo anecdótico, vayamos a lo sustancial. Si temática y estilísticamente los anteriores trabajos de Almodóvar ya apuntaban todo el rango de sus posibilidades, con esta película demostró por primera vez que era capaz de crear una gran obra que, aún basándose en innumerables y variadísimas referencias preexistentes (Fassbinder, Douglas Sirk, Warhol, los melodramas de Sara Montiel, entre ellas) presentaba todos los síntomas de una pieza única, completamente original y restallante de vida y talento. La historia de las monjas en apuros económicos, regidas por una superiora lesbiana, drogadicta y melómana que acogen en un convento a una cabaretera de cuarta buscada por la policía por su implicación en la muerte de su novio por sobredosis, presenta sus descompensaciones y titubeos, pero se las arregla para alzarse por encima de todos ellos a pleno vuelo. Rara vez se había visto antes en el cine español semejante originalidad expresiva, tal acopio de recursos visuales que no tenían ningún prejuicio a la hora de tomar prestado de elementos asociados a la subcultura de la mencionada fotonovela o al kitsch religioso sansulpiciano y empastarlos con otros considerados más dignos como el arte pop, Dreyer o Bresson. Y rara vez se ha visto después, claro, como no sea en el propio Almodóvar.



La dirección de actores era uno de los triunfos de la película. Situándose en un punto indefinido entre el naturalismo y la escuela declamativa, a veces alternando entre ambos registros, a veces mezclándolos para dar lugar a una combinación inaudita, destacaban los trabajos, muy dispares, de una desgarrada Julieta Serrano y unas irresistibles Chus Lampreave y Carmen Maura, ambas soberbias de ternura y vis cómica. La idea almodovariana de emparejarlas inmediatamente después como suegra y nuera debió de imponerse de manera automática. Marisa Paredes, Lina Canalejas, Manuel Zarzo o una descacharrante Mari Carrillo, junto con las colaboraciones de Cecilia Roth y Marisa Tejada, resultan también excelentes. Indudablemente, la habilidad de Almodóvar para obtener lo mejor de sus actores había alcanzado una madurez inmediata y fulminante, que ya nunca lo abandonó.



En cuanto a Cristina Sánchez Pascual como la protagonista Yolanda Bel, la frustrada mujer fatal, debo decir que, vista hoy, me cuesta calificar de malo su trabajo en la película. Desde luego resulta de algún modo chirriante, y es por ello comprensible el viraje que hubo de darse a ésta respecto a la idea inicial: el tipo Dietrich no lo da ni por un momento, ni por físico ni por presencia ante la cámara. Pero no se trata únicamente de eso, ni de que su interpretación se desarrolle en un registro diferente a las del resto del elenco. En realidad, casi todas las actrices de la cinta se mueven en registros distintos, y sin embargo el reparto posee una rara e indiscutible coherencia, basada en el aparente convencimiento de que lo que hacían poseía un perfecto sentido como parte integrante del conjunto. Sánchez Pascual es la única que parece creerse en otra película, y el espectador se contagia de esta creencia. Y, sin embargo, hay en su labor una cierta autenticidad, una belleza extraña que resulta conmovedora. El modo en que dice sus frases no tiene nada de falso o de impostado: al contrario, lo encontré de un impecable naturalismo, que habría cuadrado magníficamente en una película de Alain Tanner , o en un Colomo o un Trueba. Una de las virtudes del primer Almodóvar radica precisamente en no ser ni Tanner, ni Colomo ni Trueba, es decir, en hacer algo que no tenía nada que ver con lo que otros estaban haciendo en aquel momento. Tiendo a pensar que en esa intrusión de un elemento no deseado es de donde procedían los problemas entre director y actriz, y por tanto la extrañeza del espectador ante el resultado obtenido.



En cuanto a la puesta en escena, hay que decir que la magnitud del talento (a veces, talento en bruto) del director se hace evidente en cada plano de la cinta. La precisión y fuerza expresiva de los encuadres, la originalidad de los diálogos, la sabiduría en la alternancia de lo cómico, lo dramático y lo grotesco, aparecen ya en todo su esplendor. La película se estrenó con éxito en el festival de Venecia (con el pequeño escándalo que provocó allí ya se contaba de antemano), y esto debió de suponer para Almodóvar un considerable baño de autoconfianza del que sacó inmejorable partido: sólo un año más tarde, se estrenaba su primera obra maestra, “¿Qué he hecho yo para merecer esto!”.

martes, 14 de abril de 2009

Una filia

La gran Louise Brooks


Revisando mis escritos en este blog, me he dado cuenta de que he dedicado bastante espacio a exponer mis fobias, pero muy poco a mis filias, aparte de algún que otro director de cine. Como concesión a la ley de la compensación, allá va un texto acerca de una de mis filias menos divulgadas, el que experimento hacia las actrices de cine mudo.


Me fascinan en primer lugar esos rasgos correspondientes a un canon de belleza por completo marciano. Las caras redondeadas o en forma de corazón, los ojos grandes y febriles, a veces redondos como pozos, a veces alargados como peces de estanque, las diminutas bocas repintadas que se contraen hasta formar un punto que parece una llaga plantada unos dedos por encima de la barbilla. Me gusta también lo deliciosamente limitado de sus registros gestuales, que por lo general se encuadraban en dos modalidades, la ingenua y la vampiresa, con la variante (admitida en ambos casos) de la coqueta. Las pupilas que miran hacia un punto indeterminado que se encuentra muy por encima del objetivo de la cámara, las sonrisas de pitiminí, las maximalistas expresiones de perversidad y deseo, el indecible sufrimiento de la pobre santa, todo eso me cautiva como sólo puede hacerlo lo sobrehumano y misterioso.


La escuela interpretativa del cine mudo fue efímera, porque pronto llegó el sonoro y todas las claves antes descritas se consideraron pasadas de moda en un santiamén. Los intérpretes fueron presionados para reciclarse a la velocidad del rayo: la mayor parte no lo consiguió. A menudo sus voces resultaban demasiado aflautadas, o demasiado roncas, o tenían demasiado acento extranjero como para resultar creíbles. Su estilo fue acusado de rebuscado e inverosímil. Sin embargo, desde la perspectiva actual me parece que los conceptos de lo auténtico y lo falso pierden validez a la hora de calificar este arte insólito y fugaz. Estas personas engendraron y dieron forma a una verdad propia, específica, que me parece por ello mil veces más genuina que tantos artificios que hoy en día son consideradas el colmo de la autenticidad (¿Cate Blanchett? ¿Meryl Streep?).


De entre todas las interpretaciones femeninas de la historia del cine, mi favorita pertenece precisamente a la época muda: se trata de la que llevó a cabo Renée Falconetti en una obra maestra de Dreyer llamada “La pasión de Juana de Arco”. Su contemplación (rostro sin maquillaje, lágrimas rodando por sus mejillas, labios resquebrajados) me ha llevado a plantearme la por lo demás inconcebible posibilidad de que exista eso que los creyentes llaman un Alma, que nada tiene que ver con la materia corpórea, pero que habita en el cuerpo como un inquilino de éste, del que además ejerce como motor y guía. Pero el trabajo de Falconetti es una rareza absoluta que tiene muy poco que ver con cualquier otra actuación que haya quedado registrada en celuloide (o en soporte digital), lo que por supuesto incluye a cualquiera de sus coetáneas.


Entre las silent divas que aprecio especialmente, citaría a Clara Bow, Lillian Gish, Theda Bara, Gloria Swanson, Mary Pickford, Janet Gaynor, Lya Lys o Musidora. También adoro a Betty Boop, que no era realmente una actriz sino un personaje de animación (y que además tampoco pertenece en puridad al cine mudo), pero que recogió la esencia de varias de sus compañeras de carne y hueso con sublime encanto. Las grandes Garbo y Dietrich atravesaron también una gloriosa época silente. Pero, por encima de todas, está la simpar Louise Brooks, una de las grandes bellezas de todos los tiempos. Alternativamente mordaz, enigmática, juguetona, sensual, altiva, dinámica, soñadora, malévola, etérea, carnal y luminosa, Brooks era de una modernidad insuperable, y su imagen trasciende por completo unos códigos estéticos dentro de los cuales en su momento encajó aparentemente, pero que en realidad le venían algo pequeños. Verla actuar, por ejemplo en “La caja de Pandora” de Pabst, es una experiencia sin parangón, lo más cerca que el cine ha estado jamás de la hipnosis.

lunes, 13 de abril de 2009

Supervivientes


Crítica que publiqué el pasado mes de marzo


Walker Evans.
Del 15 de enero al 22 de marzo de 2009
Fundación Mapfre. Madrid



Walker Evans no sólo fue uno de los fotógrafos con más talento de su generación, sino también un referente sobre cierta concepción de la disciplina fotográfica. Sus poderosas imágenes de la Gran Depresión americana permiten establecer vínculos con la actual coyuntura socioeconómia, pero sobre todo ofrecen un impresionante fresco de la supervivencia humana.

Supervivientes


El fotógrafo americano Walker Evans (St. Louis, Missouri, 1903 - New Haven, Connecticut, 1975) era uno de esos artistas que experimentan, al menos de cara al exterior, cierto rechazo por el propio término Arte. Sus coordenadas estéticas, irreductiblemente realistas, le hicieron abominar por ejemplo del trabajo de otra gran figura como su colega de origen europeo Steichen, cuyas imágenes filtraban la realidad a través del tamiz de una sofisticada estilización. Sin embargo, hay en todo esto algo de engañoso, pues negar que el trabajo de Evans un carácter subjetivo y estilizado es un ejercicio que sólo puede llevar a cabo un ingenuo o un miope.

La exposición que ahora atraviesa sus últimos días en la sala madrileña de la Fundación Mapfre lo prueba con creces. Las fotografías expuestas, todas ellas de pequeño formato, son muchas cosas, y dicen muchas cosas también. Entre ellas, que a veces la distancia que separa un reportaje fotoperiodístico testimonial y una pieza puramente artística puede ser imperceptible: el matiz descansa, en el fondo, en la excepcionalidad el talento del autor en cuestión. Otra enseñanza que se extrae es que el ser humano, como el resto de las especies, está programado desde su nacimiento para sobrevivir incluso en las condiciones más adversas.

La muestra resulta bastante completa, aunque una gran parte de la obra expuesta corresponde a la década de gloria de Evans, los años 30 del pasado siglo. Hay instantáneas en blanco y negro del paisaje urbano neoyorquino, y también de otras ciudades estadounidenses. Delicados autorretratos, a modo de miniaturas, tomados en Francia. Unas cuantas muestras del reportaje realizado en La Habana, donde el fotógrafo fue contratado para retratar la miseria de un país bajo la dictadura de Gerardo Machado. Escenas sencillas y emocionantes, de una conmovedora cotidianeidad, en las cafeterías de Brooklyn y las playas de Coney Island. Interiores domésticos en los que se presta particular atención al recio mobiliario. Apuntes de esculturas africanas. Testimonios de la decadencia de las viejas plantaciones del sur. Reveladores y sutiles estampas de carteles publicitarios. Instantes más reveladores y sutiles aún, en una barbería de y para negros, en los destartalados exteriores de un barrio afroamericano. Retratos de los hombres y mujeres rurales que Evans encontró en Alabama, donde convivió tres semanas junto a una familia de aparceros. Retratos de gente corriente en el metro, en la calle, en pleno ejercicio de supervivencia.

La supervivencia del hombre bajo unas determinadas condiciones sociales llega a marcar, de hecho, toda la obra de Walker Evans, y no resulta extraño que quien nos ocupa haya pasado a la posteridad como el fotógrafo de la Gran Depresión norteamericana, la que siguió al crack bursátil de 1929. Parece difícil representar con más veracidad y talento todo un estado general de ánimo, un espíritu comunitario que prevaleció prácticamente durante una década y que, en días como los que ahora atravesamos, quizá resulte oportuno rememorar. Aún abierto a la experimentación, Evans mantuvo sus firmes códigos estéticos hasta el final, pero jamás quedó desfasado: tales códigos resultaban sencillamente perfectos como vehículo para reproducir una determinada coyuntura socioeconómica, pero su vigencia se mantiene en innumerables imágenes de la degradación urbana mucho después, ya en los años sesenta. Y aún una década más tarde, una serie de polaroids en color sobre carteles y señales de tráfico, extrañamente abstractas, trascienden el pop para reproducir algo de atemporal, inmanente.

Del humanismo y la elegancia de Evans dan buena muestra todas las instantáneas seleccionadas, muy especialmente las de la serie cubana. Aunque el propósito original tendía a lo propagandístico, lo que en realidad vemos en ellas es el vívido retrato de una sociedad llena de nervio y dinamismo, donde de nuevo la supervivencia es posible a pesar de las lacras y las limitaciones. Sólo en una ocasión parece jugarse la baza miserabilista (niños semidesnudos recostados en las calles), pero incluso en ese caso no hay ofensa posible, ni lo obvio llega a presidir la función.

Estilizadas o no, las fotografías de Walker Evans están tocadas por una gracia inefable, y si conmueven es precisamente por el enorme pudor del ojo que se ubica detrás de la cámara. Su confianza en los recursos del ser humano para sobreponerse a la catástrofe es una buena noticia en los tiempos que corren.

viernes, 10 de abril de 2009

La duquesa de Devonshire juega a rugby


Georgiana Cavendish y su amante. "El me hace sentir mujer"

De entre los restos de serie de los Oscars, aquellas películas claramente producidas con el propósito de resultar afortunadas en la pedrea de premios pero que fueron recompensadas con nominaciones o galardones menores, llegaba hace unas semanas a nuestra cartelera “La Duquesa”, de Saul Dibb. Centrada en la figura de Georgiana Cavendish, duquesa de Devonshire, la película es una muestra como tantas de cine de época, que se supone que los británicos hacen “taaaaan bien”, o lo que en Francia llaman “film en costumes”. La expresión francesa no es gratuita, ni proviene únicamente de mi reconocida francofilia, sino que resulta especialmente descriptiva del producto en cuestión, que ganó precisamente el Oscar al mejor diseño de vestuario. El director contempla con notorio deleite los lazos, plumas, sombreros, pelucas y joyas de la protagonista, lo que no evita que a) Los verdaderos ropajes de la época resultaran aún más llamativos y originales, como puede comprobar cualquiera que eche un vistazo a los retratos de la susodicha ejecutados por pintores como Gainsborough o Reynolds, y b) que, dado el limitado talento visual del tal Sauld Dibb, incluso lo meramente decorativo (que constituye el principal objetivo de su esfuerzo) esté en el fondo muy mal aprovechado.

De las interpretaciones de los actores tengo poco que decir, ya que por desgracia vi la película doblada. Eso sí, ni siquiera una perfecta dicción podría evitar que resulte imposible creerse a la protagonista, Keira Knightley, en el papel de una belleza del siglo XVIII, no sólo por una escualidez física que se da de bofetadas con los cánones de la época, sino sobre todo por su manera de moverse, que incluye unos andares equidistantes entre la modelo de pasarela italiana y el jugador de rugby (si tal cosa es posible) y unas reverencias ejecutadas con la abulia desgarbada de una adolescente de instituto. Ralph Fiennes, Hayley Atwell e incluso Charlotte Rampling sí resultan al menos verosímiles en sus atuendos.

Lo mejor que se puede decir de la película es que, en este caso, lo ornamental no ahoga la historia narrada ni la emoción de los conflictos expuestos, en primer lugar porque éstos no poseen relevancia alguna tal y como se nos presentan, y en segundo porque los soberbios decorados, los auténticos palacios de la época, los grandes salones llenos de volutas y candelabros, ni siquiera son explotados como merecerían (¿Ophüls? ¿Visconti? ¿Le suenan a usted, Mr. Dibb?). La puesta en escena, de una pereza inaudita, se limita a confiar en las posibilidades de la fotografía, que no es más que una copia pervertida de las iluminaciones naturales de un John Alcott para “Barry Lyndon” o un Néstor Almendros para “La Marquise d’O” (películas que, por cierto, a uno le entran ganas de revisitar inmediatamente después de abandonar la sala), resultando en unos exteriores simplemente correctos y unos interiores filmados con una espantosa luz como de acuario.

Por lo que respecta a la cuestión narrativa, lo pedestre del guión no revestiría demasiada gravedad si no fuera porque éste resulta especialmente ofensivo en su manera de pretender presentar a la tal duquesa como una protofeminista, que lo más revolucionario que dice son cosas como “la ropa es el modo que tenemos las mujeres de expresarnos”, hasta que, mujer al fin y al cabo, renuncia a una vida libre y feliz para quedarse al lado de sus hijos, misión suprema y tendencia natural de toda hembra humana (el hecho de que ello la obligue además a abandonar a otro de sus vástagos, “casualmente” la niña habida en su relación extramatrimonial, no inspira reflexión alguna a los escritores). El colmo de lo libertario y de la lucha por los derechos de la mujer, vamos. Por supuesto que lo profundamente reaccionario de la película no convierte a ésta en mala (el síntoma de esto último es que aburra, y sus causas las he indicado en los párrafos anteriores), pero sí explica parte de la irritación que por momentos experimenté al verla.


Hay, sin embargo, dos aspectos de la película que me parecen de cierto interés. Uno de ellos es la relación entre la protaginista y la amante de su marido, poco explotada, pero que es el aspecto más original y poderoso de la cinta e insinúa de manera bastante efectiva cómo, a lo largo de la historia y en situaciones adversas, las mujeres se han aliado para conspirar y sobrevivir con una mínima dignidad. El otro es el enfoque descaradamente sensacionalista de la historia original, que aporta los únicos momentos en los que la película parece algo vivo, incluso aunque ese algo no sea de la mejor estofa. Cuando el guión obliga a Knigthley a pronunciar la frase (referida a su enamorado) “Me hace sentir mujer y ser feliz”, se nos remite a lo que “La Duquesa” debió haber sido: una miniserie en dos capítulos, rodada hace veinte años para la televisión y protagonizada por Joan Collins.

martes, 7 de abril de 2009

Un cuento de Navidad

Imperial Deneuve, en "Un cuento de Navidad"

Por fin se ha estrenado en España “Un cuento de navidad”, película de Arnaud Desplechin que, pese a su título, nada tiene que ver con la novela breve de Charles Dickens que ha sido llevada al cine montones de veces: ya sabéis, Mr. Scrooge, “soy el espíritu de las navidades pasadas”, y demás.


Este cuento de navidad se centra en una familia francesa de hoy en día, y transcurre casi íntegramente entre los muros de una bonita casa situada en la localidad norteña de Roubaix (Nord-Pas-de-Calais), donde no sólo nació el propio Arnaud Desplechin, sino, también uno de los más extraordinarios compositores cinematográficos de todos los tiempos, el gran Georges Delerue, así como el magnate de Louis Vuitton, Bernard Arnault.


No quisiera destripar la trama de la película, pero en ella intervienen entre otros una madre enferma (Catherine Deneuve), su adorable y anciano esposo (Jean-Paul Roussillon), tres hijos corroídos por las rencillas (Anne Consigny, Mathieu Amalric y Melvil Poupaud), las no menos problemáticas parejas de éstos últimos (Hippolyte Girardot, Emmanuelle Devos y Chiara Mastroianni), un sobrino artista atormentado por un amor imposible (Laurent Capelluto) y un nieto esquizofrénico (Emile Berling). Siguiendo un patrón bastante más viejo que el cine mismo, la familia se reúne por navidad, lo que, junto con un par de circunstancias más bien dramáticas que acaban de sobrevenir, provoca la eclosión de los conflictos larvados. Hay peleas a puñetazos, hay una obra teatral infantil, hay enfermedades incurables, tests genéticos, cálculo de esperanzas matemáticas, alcoholismo, destierros, deudas económicas y sentimentales, duelo por los antiguos muertos, madres desnaturalizadas, abuelas lesbianas, y hasta una misa del gallo. El contenido es en lo anecdótico más bien denso, ensayando una trama novelesca a menudo sometida a códigos estéticos que corresponden alternativamente al thriller (sobre todo, por el uso de la banda sonora) o a la comedia burguesa, mientras que el trasfondo emocional y existencial resulta lo de menos, por poseer una carga limitada. El guión hace trampa del modo más flagrante: la fullería consiste en anunciar a bombo y platillo la (frecuente) irrupción de los tópicos inmediatamente después de ésta, para disculparlos y evitar al espectador la irritación derivada de su descubrimiento. Por ejemplo, cuando Elisabeth dice que el luto indeterminado que carga a sus espaldas debe de ser la metáfora de algo, sólo que no sabe de qué. Otro caso significativo: el personaje de Ivan admite en voz alta que se ha propuesto salvar a su sobrino, en quien se ve reflejado, como medio para en realidad salvarse a sí mismo.

Poco importa, porque la película está puesta en escena con maravillosa e infrecuente suntuosidad. Desplechin puede llevar ases en la manga al comparecer a la mesa del guión, pero cuando juega la partida como director desempeña su labor con total transparencia, y su dominio del oficio le evita la dependencia de cualquier truco. Gracias a la mencionada disonancia entre un fondo dramático a más no poder y una forma que salta constantemente del noir a la comedia, se consigue una intensa sensación de película-evento, de pieza única a pesar de los lugares comunes sobre los que se erige.

Y también porque los actores están magníficos. Como siempre, resulta un placer impagable ver a la Deneuve en cada fotograma que la contiene (y son muchos, ¡gracias, Desplechin!). Perfecta en la ejecución de una Junon Vuillard a la que llena de gracia y de tonalidades, imperial como mera presencia, la actriz de “Belle de Jour” merece (por lo menos) una entrada en este blog para ella sola que ya está tardando en llegar. Cada una de las frases que salen de su boca, sus miradas, su gestualidad contenida, su infinita sabiduría para el ritmo y el matiz, hacen creíbles hasta los momentos más arriesgados, en los que aquí su personaje se lleva la palma. Roussillon fue galardonado con el César al mejor actor secundario por esta película, y su cálido trabajo no merecía otra cosa. Consigny, Amalric, Capelluto y Mastroianni están por momentos conmovedores y jamás rozan la espantosa intensidad tipo Actor’s Studio que habría podido temerse. La participación de Emmanuelle Devos, cálida y misteriosa, es otro regalo. Y hablando de regalos, está Melvil Poupaud: a riesgo de parecer banal (o rijoso), diré que cualquier película en la que él aparezca merece la pena ser vista, así estuviera dirigida por el mismísimo José Luis Garci.

miércoles, 1 de abril de 2009

Los Borgia

Homar y Valverde como Alejandro y Lucrecia Borgia. "Lucrecia, xiqueta, tienes que vocalizar mejor".





El otro día, en pleno ejercicio de zapping nocturno, me topé con un producto casi lisérgico en Antena3. Se trata de "Los Borgia", miniserie televisiva que antes fue estrenada comercialmente en salas con un montaje abreviado, dirigida por Antonio Hernández (la ridícula "En la ciudad sin límites" es su trabajo más premiado y divulgado), y que obviamente trata sobre la familia ítalo-valenciana así llamada.






Todo en ella era un esperpento que ni Valle-Inclán podría haber imaginado. Sus diálogos naftalinosos. Su fotografía cegadora que de vez en cuando ensaya claroscuros de saldo. Su vestuario made in Menkes de lujo. Sus pretensiones estéticas y dramatúrgicas a lo "La reina Margot" (por soñar...). Y, sobre todo, sus intérpretes, algunos de los cuales (el ex-top model bilbaíno Sergio Muñiz, y las actrices buenorras extranjeras) están doblados. A la pobre María Valverde, que hace de Lucrecia Borgia, la hacen recitar sus diálogos como una adolescente de hoy en día, versión autista rozando lo borderline. Alguno de los desnudos cortesía de la casa es puro trash: mención especial para el personaje de Sancha de Aragón, interpretado por una brasileña mulata (¡en serio!), que lleva un par de notorios balones de silicona implantados justo debajo del cuello. La guinda la pone nada menos que Paz Vega, maliciosamente llamada en algunos ámbitos la Emperatriz De Todas Las Chonis (aka Penélope Cruz cheap), interpretando un personaje episódico completamente absurdo.






En medio de toda esta locura nos encontramos a Lluís Homar, cuya interpretación como el papa Alejandro Borgia es lo más chirriante de la función. No por mala, sino por todo lo contrario. El actor de "Los abrazos rotos" está tan increíblemente bien que parece escapado de otro guión, de otra película, e incluso guiado por otro director (¿por él mismo?). No se entiende en absoluto qué pinta ahí. Jamás en mi vida había visto un caso similar: no es raro que los buenos actores se embarquen en proyectos insalvables, pero sí resulta más insólito que logren desarrollar un trabajo de primer orden en tales contextos. Por lo general, en el cine rara vez funciona el principio del contraste: cuando el barco naufraga, no se salvan ni las ratas. Que Lluís Homar, él solito, haya sido capaz de desafiar esta ley universal debería bastar para acercar al intérprete catalán al estatus de mito viviente. Sólo por ser testigo de esta anormalidad y poder disfrutarla de vez en cuando como se disfruta de una perversión cualquiera, recomendaría la compra de la serie completa en DVD.





¡Ah! Angela Molina también pasa por ahí, y hay que admitir que ella tampoco pierde la dignidad en la empresa, lo que ya es mucho.