jueves, 30 de abril de 2009
Literatura y best-sellers
Clint Eastwood o la consagración del tótem
Lo que en esta ocasión retrasó mi comparecencia ante la cita con Eastwood era el argumento mismo de la película, centrado en un solitario y crepuscular misántropo que tiene sus más y sus menos con su vecindad asiática, y que alcanza la redención por sus antiguos pecados gracias precisamente al cruce en su vida de una familia de dicho origen. Detesto este tipo de historias o, siendo más preciso, detesto cómo suelen ser contadas. El guión de “Gran Torino” no se aparta demasiado de los espeluznantes lugares comunes del género (pasado bélico del protagonista, jovencito tentado y después agredido por los chicos malos armados, familia antipática que despierta la ira del patriarca proponiendo su internamiento en una residencia, innecesaria revelación última del pecado original, sacrificio redentor; hay incluso un cura de por medio, que me temo resulta aún más repelente de lo que los autores pretenden), pero gracias a la doble prestación de Eastwood como director y actor protagonista la cinta no me disgustó del todo. Sobre su labor como director, me remito a lo explicado en el primer párrafo de este texto: en particular, encuentro admirable la maestría de Eastwood para crear una atmósfera, lograda a través de la composición de unos planos a los que se deja respirar y ofrecer la máxima capacidad expresiva.
En cuanto al Eastwood intérprete, debo decir que en esta ocasión se convierte en el factor determinante del interés de la película. Sus hiperbólicos gruñidos de perro guardián, sus mímicas faciales que más que del western parecen salidas de una novela gráfica (léase cómic) de Frank Miller, sus escupitajos al suelo, nada tienen que ver con la escuela minimalista a la que asociábamos al protagonista de “Por un puñado de dólares”, y en esta sorpresa radica toda la felicidad proporcionada. La caricatura del héroe totémico que se lleva a cabo ante nuestros ojos constituye una operación delicada y audaz, no al alcance de cualquiera: pocos como Eastwood podían salir de ella con su imagen no ya intacta, sino incluso reforzada. Después de la prueba de fuego, sabemos que su personaje del justiciero solitario, esculpido película tras película para ser duramente cuestionado en esta última, pertenece a la limitada galería de los tótems sagrados del cine.
Una nota obligada sobre la voz del héroe: la dicción suave y ronca de Clint Eastwood no puede ser más distinta de la de su doblador habitual en castellano, Constantino Romero, con la que en España se lo suele asociar. Más incluso que en otras ocasiones, resulta obligado disfrutar de su trabajo en versión original: de lo contrario, se perderá irremisiblemente gran parte del encanto de esta interpretación rara y seductora, única en su género.
Dos textos sobre arte
Estos dos textos se escribieron para publicarse en una revista este mismo mes. Por causas de tipo comercial y de negocio ajenas a mí, no ha podido ser. Así que allá van:
Juan Uslé en la Galería Soledad Lorenzo
La galerista Soledad Lorenzo, por su parte, atraviesa un año inmejorable: al éxito de las exposiciones dedicadas a Tàpies, Sergio Prego y Erik Schmidt, se suma el premio a la mejor galería concedido por la crítica en la última edición de Arco. En su caso, la notoriedad también es una cuestión de opuestos, la que procede de combinar con sabiduría nombres consagrados y artistas más o menos jóvenes. En todo caso, el requisito de la calidad es innegociable.
En la nueva exposición encontraremos gran parte de lo que puede esperarse de Uslé, y quizá también algo de lo que no. Abstracción radical, poderoso colorido, intenso dinamismo, y misteriosas sugerencias orgánicas. Si algo caracteriza a los grandes artistas es que son capaces de sorprendernos una y otra vez sin renunciar por ello a la esencia de su carácter.
Pese a sus limitaciones -únicamente se exhibe obra sobre papel-, se trata de una muestra extremadamente didáctica acerca del Minimal, que reinó en los Estados Unidos (y por ende, en todo el mundo) durante los años 60 y 70 del pasado siglo. Así, los precursores y discípulos tardíos del movimiento aparecen debidamente representados junto con los célebres nombres ya mencionados. Tratándose de la primera vez que la colección de Kramarsky se muestra en nuestro país tras haberse contemplado en varias capitales europeas y norteamericanas, no debería desperdiciarse la ocasión de visitar la ciudad del acueducto.
lunes, 27 de abril de 2009
Más sobre España en Cannes 2009
jueves, 23 de abril de 2009
Vampiros en Suecia
Ya que estamos, voy a mencionar otra de mis filias, a la que ya me referí de refilón en mi texto anterior: las historias de vampiros. Desde que de niño me fascinó y me aterró “Dracula”, la novela epistolar de Bram Stoker (después de leerla, hube de esconderla en un cajón de mi dormitorio, porque sólo ver durante la noche el lomo del volumen tenuemente iluminado por la luz que venía del pasillo me producía un terror insoportable), he adorado la ficción que se centrara en los no-muertos, necesitados de sangre humana para proseguir su fantasmagórica existencia. “Carmilla”, breve novela de Sheridan Le Fanu, y la película “Nosferatu”, de Murnau son mis favoritos del género. Más recientemente, no me disgustó “Entrevista con el vampiro”, la película de Neil Jordan (la novela no la leí). Me han irritado en cambio horrores como “Van Helsing”, aburridísimo largometraje de un pésimo gusto visual y ridículo argumento. En cualquier caso, el hecho de que una película trate sobre vampiros provoca inmediatamente que me interese por ella, de manera que no podía perderme “Déjame entrar”, de Thomas Alfredson.
La verdad es que ante la premisa de partida a uno ha de gustarle “Déjame entrar” antes incluso de haberla visto: “una película sueca de vampiros” es un leit-motiv que bastaba para hacerla irresistible.Al salir del cine, aún con el estómago un poco revuelto (los planos finales no son aptos para constituciones sensibles), domina la satisfacción ante el cumplimiento de las expectativas: la opera prima de Alfredson es, sin duda, una buena película. Modélico ejemplo de cine de género honesto y bien resuelto, suple con su buen oficio, pulso narrativo y talento visual algunas serias limitaciones de las que adolece, entre las cuales la menos relevante no es una peligrosa y ocasional tendencia al lirismo de pacotilla. A lo largo de su metraje, esta historia nunca produce más pánico que en aquellos momentos en los que se ubica dentro de unas coordenadas estilísticas cercanas a dos de las referencias que encuentro más horripilantes en el cine actual: el rollo independiente americano label Sundance, y las sacarinosas postales de Isabel Coixet. Dejando de lado estos fugaces y chirriantes resbalones, la película se disfruta de principio a fin, por su sencillo planteamiento, su perfecta (quizá demasiado transparentemente perfecta, dicho sea de paso) dosificación de las claves de la intriga, su lograda reconstrucción de un determinado clima y la originalidad de su aproximación al tema vampírico, que afortunadamente no deja de atraer a cineastas con talento que logran renovarlo de vez en cuando sin renunciar a su mejor esencia.
También tengo que destacar, y lo hago con particular satisfacción, el magnífico empleo de los efectos digitales, que dan lugar a otro plano absolutamente memorable: aquel que registra los primeros segundos de una herida que se abre en una blanca mejilla infantil.
Rarezas en competición
-Lo último de Ang Lee, "Taking Woodstock", está ambientado en los preparativos del mítico concierto de rock de 1969, y lo protagoniza un cómico televisivo llamado Demetri Martin. Lee nunca ha sido un director que me entusiasme (detesté, por ejemplo, su adaptación de "Sentido y Sensibilidad" y la reaccionaria "La tormenta de hielo"), pero admito que sus dos últimas películas, "Brokeback Mountain" y sobre todo "Deseo, peligro", me parecieron obras bellas, importantes.
-Gaspard Noé, que dirigió entre otras "Irréversible", aquella cinta contada de manera cronológicamente inversa y que fue muy comentada en su momento por la insoportable secuencia de la violación a Monica Bellucci, presenta este año algo llamado "Enter The Void", que protagoniza la actriz de origen español (aún poco conocida aquí, pero auténtica musa indie en USA) Paz de la Huerta. La película da bastante miedito, dados los precedentes y la información disponible, según la cual se cuentan las alucionaciones sufridas por un individuo que agoniza, mortalmente herido de bala.
España en Cannes 2009
lunes, 20 de abril de 2009
Invierno glacial
La Filmoteca Española prosigue con su excelente ciclo dedicado al cine y la melancolía. Una lástima que la mayor parte de las películas seleccionadas la haya visto ya: estoy, como casi siempre por otro lado, ansioso de descubrimientos. Por eso fui la semana pasada a ver “Un corazón en invierno”, película dirigida en 1992 por Claude Sautet y protagonizada por el lujoso trío Daniel Auteuil / Emmanuelle Béart / André Dussolier.
Hace ya unos cuantos años (¿hace falta que vuelva a mencionar que hubo un tiempo dorado en que La 2 programaba todo tipo de películas, de esas que algunos llaman “de autor”?) que tuve acceso al cine de Sautet, lección de la que no guardaba un recuerdo memorable. Historias ambientadas en el medio burgués de la Francia de los años 70, conflictos existenciales y sentimentales un poco flous, y Romy Schneider en la cumbre de su talento y su belleza. Mucho después, presencié un pase también televisivo de “Nelly y el señor Arnaud”, su última película, que me dejó más bien frío: encontré en sus imágenes algo de irritantemente relamido, estatuario, y además Schneider había sido sustituida por una Emmanuelle Béart que había iniciado ya su escalada de cirugía. Digresión: no soy capaz de comprender el caso de esta mujer, inamoviblemente empeñada en enmascarar a base de colágeno y quién sabe qué otros aditivos químico-quirúrgicos una belleza tan extrema y original y unas dotes interpretativas no menores.
Volviendo a “Un corazón en invierno”, la película, ganadora en el año de su producción de múltiples premios internacionales (entre ellos, un León de Plata en Venecia… compartido con “Jamón, jamón”, de Bigas Luna) me dejó un sabor agridulce. Dulce, por el exquisito gusto de Sautet al escoger los elementos de partida: unos personajes perfectamente dibujados, inmersos en batallas con las que resulta muy sencillo identificarse; un guión trazado con tiralíneas, perfectamente estructurado y medido; unos encuadres maravillosamente compuestos, donde queda patente el sello del director de fotografía Yves Angelo, que ilumina los escenarios del París contemporáneo como si fueran auténticos cuadros decimonónicos; un excelente ramillete de actores, en el que los secundarios no quedan por debajo del espléndido trío protagonista. Y agrio, porque todo esto queda arruinado por una puesta en escena carente de nervio y personalidad.
Viendo esta película de Sautet comprendí lo que debieron de sentir en su momento los directores y teóricos de la nouvelle vague al contemplar los trabajos de sus detestados Delannoy o Autant-Lara, a los que acusaron con furia de ejecutar un trabajo académico e inane. Cada plano de esta película desprende un aroma dulzón a cadáver, porque no contiene otra cosa que cuerpos sin vida, incluso aunque esos cuerpos pertenezcan a unos (estupendos) actores de carne y hueso. Todo el magnetismo, la magia y la energía quedan neutralizados por una especie de principio de clasicismo que en realidad no me pareció otra cosa que mojigatería visual. El resultado es un trabajo indiscutiblemente mono, una cosita decorativa que puede encontrarse incluso encantadora, pero en modo alguno una buena película. Con todo y con eso, no puedo decir que ver “Un corazón en invierno” me pareciera una experiencia completamente desgraciada o inútil: aunque sólo sea como inmejorable registro de lo que Mademoiselle Béart fue un día, encuentro que la película justifica sobradamente su existencia.
viernes, 17 de abril de 2009
Tinieblas
En esto último constituyó un paso de gigante la tercera película del director, “Entre tinieblas” (1983), que, provechando las vacaciones de semana santa, he podido revisitar en formato DVD. Antes de adentrarme en cuestiones más profundas, no me resisto a dejar de lado el puro cotilleo. Me limitaré a exponer una serie de datos que sonarán a quie´nes hayan visto la mencionada “Los abrazos rotos” y tengan por tanto presente su argumento. Resulta que, tras haber obtenido un gran éxito en los circuitos underground (y no tan underground) españoles con sus dos primeras y originales largometrajes, Almodóvar comenzó a pergeñar una historia que debía protagonizar una mujer fatal, una supermujer infinitamente tentadora, deseable y destructiva construida a imagen y semejanza de las vampiresas que interpretó Marlene Dietrich a las órdenes de Josef Von Sternberg. La financiación del proyecto llegó de la mano de un millonario llamado Hachuel, que ofreció los medios económicos necesarios a cambio de que la película estuviera protagonizada por su propia novia, una actriz prácticamente novata y desde luego desconocida llamada Cristina Sánchez Pascual, que hasta entonces no había hecho más que unos pocos papelitos irrelevantes, y que después ya sólo volvería a trabajar en una olvidada película más. Cuentan las crónicas que el trabajo de dirigir a la actriz resultó para Almodóvar todo un calvario, hasta el punto de que hubo que cambiar sobre la marcha el enfoque de la película, que otorgó mayor peso a unas monjas que originalmente debían desempeñar un papel secundario. Insisto: ¿a nadie le suena esta historia?
Cubierto el cupo de lo anecdótico, vayamos a lo sustancial. Si temática y estilísticamente los anteriores trabajos de Almodóvar ya apuntaban todo el rango de sus posibilidades, con esta película demostró por primera vez que era capaz de crear una gran obra que, aún basándose en innumerables y variadísimas referencias preexistentes (Fassbinder, Douglas Sirk, Warhol, los melodramas de Sara Montiel, entre ellas) presentaba todos los síntomas de una pieza única, completamente original y restallante de vida y talento. La historia de las monjas en apuros económicos, regidas por una superiora lesbiana, drogadicta y melómana que acogen en un convento a una cabaretera de cuarta buscada por la policía por su implicación en la muerte de su novio por sobredosis, presenta sus descompensaciones y titubeos, pero se las arregla para alzarse por encima de todos ellos a pleno vuelo. Rara vez se había visto antes en el cine español semejante originalidad expresiva, tal acopio de recursos visuales que no tenían ningún prejuicio a la hora de tomar prestado de elementos asociados a la subcultura de la mencionada fotonovela o al kitsch religioso sansulpiciano y empastarlos con otros considerados más dignos como el arte pop, Dreyer o Bresson. Y rara vez se ha visto después, claro, como no sea en el propio Almodóvar.
La dirección de actores era uno de los triunfos de la película. Situándose en un punto indefinido entre el naturalismo y la escuela declamativa, a veces alternando entre ambos registros, a veces mezclándolos para dar lugar a una combinación inaudita, destacaban los trabajos, muy dispares, de una desgarrada Julieta Serrano y unas irresistibles Chus Lampreave y Carmen Maura, ambas soberbias de ternura y vis cómica. La idea almodovariana de emparejarlas inmediatamente después como suegra y nuera debió de imponerse de manera automática. Marisa Paredes, Lina Canalejas, Manuel Zarzo o una descacharrante Mari Carrillo, junto con las colaboraciones de Cecilia Roth y Marisa Tejada, resultan también excelentes. Indudablemente, la habilidad de Almodóvar para obtener lo mejor de sus actores había alcanzado una madurez inmediata y fulminante, que ya nunca lo abandonó.
En cuanto a Cristina Sánchez Pascual como la protagonista Yolanda Bel, la frustrada mujer fatal, debo decir que, vista hoy, me cuesta calificar de malo su trabajo en la película. Desde luego resulta de algún modo chirriante, y es por ello comprensible el viraje que hubo de darse a ésta respecto a la idea inicial: el tipo Dietrich no lo da ni por un momento, ni por físico ni por presencia ante la cámara. Pero no se trata únicamente de eso, ni de que su interpretación se desarrolle en un registro diferente a las del resto del elenco. En realidad, casi todas las actrices de la cinta se mueven en registros distintos, y sin embargo el reparto posee una rara e indiscutible coherencia, basada en el aparente convencimiento de que lo que hacían poseía un perfecto sentido como parte integrante del conjunto. Sánchez Pascual es la única que parece creerse en otra película, y el espectador se contagia de esta creencia. Y, sin embargo, hay en su labor una cierta autenticidad, una belleza extraña que resulta conmovedora. El modo en que dice sus frases no tiene nada de falso o de impostado: al contrario, lo encontré de un impecable naturalismo, que habría cuadrado magníficamente en una película de Alain Tanner , o en un Colomo o un Trueba. Una de las virtudes del primer Almodóvar radica precisamente en no ser ni Tanner, ni Colomo ni Trueba, es decir, en hacer algo que no tenía nada que ver con lo que otros estaban haciendo en aquel momento. Tiendo a pensar que en esa intrusión de un elemento no deseado es de donde procedían los problemas entre director y actriz, y por tanto la extrañeza del espectador ante el resultado obtenido.
En cuanto a la puesta en escena, hay que decir que la magnitud del talento (a veces, talento en bruto) del director se hace evidente en cada plano de la cinta. La precisión y fuerza expresiva de los encuadres, la originalidad de los diálogos, la sabiduría en la alternancia de lo cómico, lo dramático y lo grotesco, aparecen ya en todo su esplendor. La película se estrenó con éxito en el festival de Venecia (con el pequeño escándalo que provocó allí ya se contaba de antemano), y esto debió de suponer para Almodóvar un considerable baño de autoconfianza del que sacó inmejorable partido: sólo un año más tarde, se estrenaba su primera obra maestra, “¿Qué he hecho yo para merecer esto!”.
martes, 14 de abril de 2009
Una filia
Me fascinan en primer lugar esos rasgos correspondientes a un canon de belleza por completo marciano. Las caras redondeadas o en forma de corazón, los ojos grandes y febriles, a veces redondos como pozos, a veces alargados como peces de estanque, las diminutas bocas repintadas que se contraen hasta formar un punto que parece una llaga plantada unos dedos por encima de la barbilla. Me gusta también lo deliciosamente limitado de sus registros gestuales, que por lo general se encuadraban en dos modalidades, la ingenua y la vampiresa, con la variante (admitida en ambos casos) de la coqueta. Las pupilas que miran hacia un punto indeterminado que se encuentra muy por encima del objetivo de la cámara, las sonrisas de pitiminí, las maximalistas expresiones de perversidad y deseo, el indecible sufrimiento de la pobre santa, todo eso me cautiva como sólo puede hacerlo lo sobrehumano y misterioso.
De entre todas las interpretaciones femeninas de la historia del cine, mi favorita pertenece precisamente a la época muda: se trata de la que llevó a cabo Renée Falconetti en una obra maestra de Dreyer llamada “La pasión de Juana de Arco”. Su contemplación (rostro sin maquillaje, lágrimas rodando por sus mejillas, labios resquebrajados) me ha llevado a plantearme la por lo demás inconcebible posibilidad de que exista eso que los creyentes llaman un Alma, que nada tiene que ver con la materia corpórea, pero que habita en el cuerpo como un inquilino de éste, del que además ejerce como motor y guía. Pero el trabajo de Falconetti es una rareza absoluta que tiene muy poco que ver con cualquier otra actuación que haya quedado registrada en celuloide (o en soporte digital), lo que por supuesto incluye a cualquiera de sus coetáneas.
lunes, 13 de abril de 2009
Supervivientes
Del 15 de enero al 22 de marzo de 2009
Fundación Mapfre. Madrid
Walker Evans no sólo fue uno de los fotógrafos con más talento de su generación, sino también un referente sobre cierta concepción de la disciplina fotográfica. Sus poderosas imágenes de la Gran Depresión americana permiten establecer vínculos con la actual coyuntura socioeconómia, pero sobre todo ofrecen un impresionante fresco de la supervivencia humana.
Supervivientes
El fotógrafo americano Walker Evans (St. Louis, Missouri, 1903 - New Haven, Connecticut, 1975) era uno de esos artistas que experimentan, al menos de cara al exterior, cierto rechazo por el propio término Arte. Sus coordenadas estéticas, irreductiblemente realistas, le hicieron abominar por ejemplo del trabajo de otra gran figura como su colega de origen europeo Steichen, cuyas imágenes filtraban la realidad a través del tamiz de una sofisticada estilización. Sin embargo, hay en todo esto algo de engañoso, pues negar que el trabajo de Evans un carácter subjetivo y estilizado es un ejercicio que sólo puede llevar a cabo un ingenuo o un miope.
La exposición que ahora atraviesa sus últimos días en la sala madrileña de la Fundación Mapfre lo prueba con creces. Las fotografías expuestas, todas ellas de pequeño formato, son muchas cosas, y dicen muchas cosas también. Entre ellas, que a veces la distancia que separa un reportaje fotoperiodístico testimonial y una pieza puramente artística puede ser imperceptible: el matiz descansa, en el fondo, en la excepcionalidad el talento del autor en cuestión. Otra enseñanza que se extrae es que el ser humano, como el resto de las especies, está programado desde su nacimiento para sobrevivir incluso en las condiciones más adversas.
La muestra resulta bastante completa, aunque una gran parte de la obra expuesta corresponde a la década de gloria de Evans, los años 30 del pasado siglo. Hay instantáneas en blanco y negro del paisaje urbano neoyorquino, y también de otras ciudades estadounidenses. Delicados autorretratos, a modo de miniaturas, tomados en Francia. Unas cuantas muestras del reportaje realizado en La Habana, donde el fotógrafo fue contratado para retratar la miseria de un país bajo la dictadura de Gerardo Machado. Escenas sencillas y emocionantes, de una conmovedora cotidianeidad, en las cafeterías de Brooklyn y las playas de Coney Island. Interiores domésticos en los que se presta particular atención al recio mobiliario. Apuntes de esculturas africanas. Testimonios de la decadencia de las viejas plantaciones del sur. Reveladores y sutiles estampas de carteles publicitarios. Instantes más reveladores y sutiles aún, en una barbería de y para negros, en los destartalados exteriores de un barrio afroamericano. Retratos de los hombres y mujeres rurales que Evans encontró en Alabama, donde convivió tres semanas junto a una familia de aparceros. Retratos de gente corriente en el metro, en la calle, en pleno ejercicio de supervivencia.
La supervivencia del hombre bajo unas determinadas condiciones sociales llega a marcar, de hecho, toda la obra de Walker Evans, y no resulta extraño que quien nos ocupa haya pasado a la posteridad como el fotógrafo de la Gran Depresión norteamericana, la que siguió al crack bursátil de 1929. Parece difícil representar con más veracidad y talento todo un estado general de ánimo, un espíritu comunitario que prevaleció prácticamente durante una década y que, en días como los que ahora atravesamos, quizá resulte oportuno rememorar. Aún abierto a la experimentación, Evans mantuvo sus firmes códigos estéticos hasta el final, pero jamás quedó desfasado: tales códigos resultaban sencillamente perfectos como vehículo para reproducir una determinada coyuntura socioeconómica, pero su vigencia se mantiene en innumerables imágenes de la degradación urbana mucho después, ya en los años sesenta. Y aún una década más tarde, una serie de polaroids en color sobre carteles y señales de tráfico, extrañamente abstractas, trascienden el pop para reproducir algo de atemporal, inmanente.
Del humanismo y la elegancia de Evans dan buena muestra todas las instantáneas seleccionadas, muy especialmente las de la serie cubana. Aunque el propósito original tendía a lo propagandístico, lo que en realidad vemos en ellas es el vívido retrato de una sociedad llena de nervio y dinamismo, donde de nuevo la supervivencia es posible a pesar de las lacras y las limitaciones. Sólo en una ocasión parece jugarse la baza miserabilista (niños semidesnudos recostados en las calles), pero incluso en ese caso no hay ofensa posible, ni lo obvio llega a presidir la función.
Estilizadas o no, las fotografías de Walker Evans están tocadas por una gracia inefable, y si conmueven es precisamente por el enorme pudor del ojo que se ubica detrás de la cámara. Su confianza en los recursos del ser humano para sobreponerse a la catástrofe es una buena noticia en los tiempos que corren.
viernes, 10 de abril de 2009
La duquesa de Devonshire juega a rugby
De entre los restos de serie de los Oscars, aquellas películas claramente producidas con el propósito de resultar afortunadas en la pedrea de premios pero que fueron recompensadas con nominaciones o galardones menores, llegaba hace unas semanas a nuestra cartelera “La Duquesa”, de Saul Dibb. Centrada en la figura de Georgiana Cavendish, duquesa de Devonshire, la película es una muestra como tantas de cine de época, que se supone que los británicos hacen “taaaaan bien”, o lo que en Francia llaman “film en costumes”. La expresión francesa no es gratuita, ni proviene únicamente de mi reconocida francofilia, sino que resulta especialmente descriptiva del producto en cuestión, que ganó precisamente el Oscar al mejor diseño de vestuario. El director contempla con notorio deleite los lazos, plumas, sombreros, pelucas y joyas de la protagonista, lo que no evita que a) Los verdaderos ropajes de la época resultaran aún más llamativos y originales, como puede comprobar cualquiera que eche un vistazo a los retratos de la susodicha ejecutados por pintores como Gainsborough o Reynolds, y b) que, dado el limitado talento visual del tal Sauld Dibb, incluso lo meramente decorativo (que constituye el principal objetivo de su esfuerzo) esté en el fondo muy mal aprovechado.
De las interpretaciones de los actores tengo poco que decir, ya que por desgracia vi la película doblada. Eso sí, ni siquiera una perfecta dicción podría evitar que resulte imposible creerse a la protagonista, Keira Knightley, en el papel de una belleza del siglo XVIII, no sólo por una escualidez física que se da de bofetadas con los cánones de la época, sino sobre todo por su manera de moverse, que incluye unos andares equidistantes entre la modelo de pasarela italiana y el jugador de rugby (si tal cosa es posible) y unas reverencias ejecutadas con la abulia desgarbada de una adolescente de instituto. Ralph Fiennes, Hayley Atwell e incluso Charlotte Rampling sí resultan al menos verosímiles en sus atuendos.
Lo mejor que se puede decir de la película es que, en este caso, lo ornamental no ahoga la historia narrada ni la emoción de los conflictos expuestos, en primer lugar porque éstos no poseen relevancia alguna tal y como se nos presentan, y en segundo porque los soberbios decorados, los auténticos palacios de la época, los grandes salones llenos de volutas y candelabros, ni siquiera son explotados como merecerían (¿Ophüls? ¿Visconti? ¿Le suenan a usted, Mr. Dibb?). La puesta en escena, de una pereza inaudita, se limita a confiar en las posibilidades de la fotografía, que no es más que una copia pervertida de las iluminaciones naturales de un John Alcott para “Barry Lyndon” o un Néstor Almendros para “La Marquise d’O” (películas que, por cierto, a uno le entran ganas de revisitar inmediatamente después de abandonar la sala), resultando en unos exteriores simplemente correctos y unos interiores filmados con una espantosa luz como de acuario.
Por lo que respecta a la cuestión narrativa, lo pedestre del guión no revestiría demasiada gravedad si no fuera porque éste resulta especialmente ofensivo en su manera de pretender presentar a la tal duquesa como una protofeminista, que lo más revolucionario que dice son cosas como “la ropa es el modo que tenemos las mujeres de expresarnos”, hasta que, mujer al fin y al cabo, renuncia a una vida libre y feliz para quedarse al lado de sus hijos, misión suprema y tendencia natural de toda hembra humana (el hecho de que ello la obligue además a abandonar a otro de sus vástagos, “casualmente” la niña habida en su relación extramatrimonial, no inspira reflexión alguna a los escritores). El colmo de lo libertario y de la lucha por los derechos de la mujer, vamos. Por supuesto que lo profundamente reaccionario de la película no convierte a ésta en mala (el síntoma de esto último es que aburra, y sus causas las he indicado en los párrafos anteriores), pero sí explica parte de la irritación que por momentos experimenté al verla.
Hay, sin embargo, dos aspectos de la película que me parecen de cierto interés. Uno de ellos es la relación entre la protaginista y la amante de su marido, poco explotada, pero que es el aspecto más original y poderoso de la cinta e insinúa de manera bastante efectiva cómo, a lo largo de la historia y en situaciones adversas, las mujeres se han aliado para conspirar y sobrevivir con una mínima dignidad. El otro es el enfoque descaradamente sensacionalista de la historia original, que aporta los únicos momentos en los que la película parece algo vivo, incluso aunque ese algo no sea de la mejor estofa. Cuando el guión obliga a Knigthley a pronunciar la frase (referida a su enamorado) “Me hace sentir mujer y ser feliz”, se nos remite a lo que “La Duquesa” debió haber sido: una miniserie en dos capítulos, rodada hace veinte años para la televisión y protagonizada por Joan Collins.
martes, 7 de abril de 2009
Un cuento de Navidad
Por fin se ha estrenado en España “Un cuento de navidad”, película de Arnaud Desplechin que, pese a su título, nada tiene que ver con la novela breve de Charles Dickens que ha sido llevada al cine montones de veces: ya sabéis, Mr. Scrooge, “soy el espíritu de las navidades pasadas”, y demás.
Este cuento de navidad se centra en una familia francesa de hoy en día, y transcurre casi íntegramente entre los muros de una bonita casa situada en la localidad norteña de Roubaix (Nord-Pas-de-Calais), donde no sólo nació el propio Arnaud Desplechin, sino, también uno de los más extraordinarios compositores cinematográficos de todos los tiempos, el gran Georges Delerue, así como el magnate de Louis Vuitton, Bernard Arnault.
No quisiera destripar la trama de la película, pero en ella intervienen entre otros una madre enferma (Catherine Deneuve), su adorable y anciano esposo (Jean-Paul Roussillon), tres hijos corroídos por las rencillas (Anne Consigny, Mathieu Amalric y Melvil Poupaud), las no menos problemáticas parejas de éstos últimos (Hippolyte Girardot, Emmanuelle Devos y Chiara Mastroianni), un sobrino artista atormentado por un amor imposible (Laurent Capelluto) y un nieto esquizofrénico (Emile Berling). Siguiendo un patrón bastante más viejo que el cine mismo, la familia se reúne por navidad, lo que, junto con un par de circunstancias más bien dramáticas que acaban de sobrevenir, provoca la eclosión de los conflictos larvados. Hay peleas a puñetazos, hay una obra teatral infantil, hay enfermedades incurables, tests genéticos, cálculo de esperanzas matemáticas, alcoholismo, destierros, deudas económicas y sentimentales, duelo por los antiguos muertos, madres desnaturalizadas, abuelas lesbianas, y hasta una misa del gallo. El contenido es en lo anecdótico más bien denso, ensayando una trama novelesca a menudo sometida a códigos estéticos que corresponden alternativamente al thriller (sobre todo, por el uso de la banda sonora) o a la comedia burguesa, mientras que el trasfondo emocional y existencial resulta lo de menos, por poseer una carga limitada. El guión hace trampa del modo más flagrante: la fullería consiste en anunciar a bombo y platillo la (frecuente) irrupción de los tópicos inmediatamente después de ésta, para disculparlos y evitar al espectador la irritación derivada de su descubrimiento. Por ejemplo, cuando Elisabeth dice que el luto indeterminado que carga a sus espaldas debe de ser la metáfora de algo, sólo que no sabe de qué. Otro caso significativo: el personaje de Ivan admite en voz alta que se ha propuesto salvar a su sobrino, en quien se ve reflejado, como medio para en realidad salvarse a sí mismo.
Poco importa, porque la película está puesta en escena con maravillosa e infrecuente suntuosidad. Desplechin puede llevar ases en la manga al comparecer a la mesa del guión, pero cuando juega la partida como director desempeña su labor con total transparencia, y su dominio del oficio le evita la dependencia de cualquier truco. Gracias a la mencionada disonancia entre un fondo dramático a más no poder y una forma que salta constantemente del noir a la comedia, se consigue una intensa sensación de película-evento, de pieza única a pesar de los lugares comunes sobre los que se erige.
Y también porque los actores están magníficos. Como siempre, resulta un placer impagable ver a la Deneuve en cada fotograma que la contiene (y son muchos, ¡gracias, Desplechin!). Perfecta en la ejecución de una Junon Vuillard a la que llena de gracia y de tonalidades, imperial como mera presencia, la actriz de “Belle de Jour” merece (por lo menos) una entrada en este blog para ella sola que ya está tardando en llegar. Cada una de las frases que salen de su boca, sus miradas, su gestualidad contenida, su infinita sabiduría para el ritmo y el matiz, hacen creíbles hasta los momentos más arriesgados, en los que aquí su personaje se lleva la palma. Roussillon fue galardonado con el César al mejor actor secundario por esta película, y su cálido trabajo no merecía otra cosa. Consigny, Amalric, Capelluto y Mastroianni están por momentos conmovedores y jamás rozan la espantosa intensidad tipo Actor’s Studio que habría podido temerse. La participación de Emmanuelle Devos, cálida y misteriosa, es otro regalo. Y hablando de regalos, está Melvil Poupaud: a riesgo de parecer banal (o rijoso), diré que cualquier película en la que él aparezca merece la pena ser vista, así estuviera dirigida por el mismísimo José Luis Garci.