jueves, 30 de abril de 2009

Literatura y best-sellers


Por lo general, detesto los best sellers literarios. No es que tenga ningún prejuicio contra ellos: la primera frase de este texto expresa una constatación a posteriori. Todos mis intentos por sumergirme en ese mundo, desde John Grisham hasta Arturo Pérez-Reverte, me han resultado frustrantes. No soporto la simplicidad del lenguaje que busca ante todo una supuesta eficiencia narrativa, la lógica implacable de la gradación de momentos cumbre, los baratos recursos novelescos que pervierten el arte de un Víctor Hugo o un Dickens.

Hace poco terminaba "The golden bowl" de Henry James con sensaciones contradictorias. Esta novela, maravillosamente escrita en el ampuloso estilo típico del autor (que me encanta), plagada de misterio y sugerencias, me generaba cierto estupor, y cierta sensación de que había en ella algo descompensado. El excesivo peso de algún personaje fastidioso (Fanny Assingham, vamos), la obviedad simbólica de la copa que da título al libro, la tendencia a dar vueltas alrededor de situaciones que se repiten... En fin, que no pude evitar la tristeza por mi propia reacción tibia ante la lectura del libro, lo más opuesto que uno pueda imaginarse a uno de estos best sellers de los que hablaba. Porque nunca antes, desde que siendo niño me deslumbró "Otra vuelta de tuerca", había sentido ante James otra cosa que entusiasmo y placer sin matices.

Decidí por tanto que lo siguiente debía ser lo más distinto a Henry James que hubiera en mi lista de libros pendientes. Y la solución me la trajo uno de los regalos de mi último cumpleaños, un volumen llamado "La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina". Llevo meses viendo (en el metro, en los aeropuertos, en el cine, etc) a gente que transporta los dos libros de Stieg Larsson publicados en España, y me consta que, aparte de ser unos brutales éxitos de ventas, han sido llevados al cine despertando no menos furor entre los espectadores nórdicos, que ya han visto la primera película que se estrenará aquí en breve. Tomé, pues, "La chica..." con una mezcla de desconfianza y curiosidad. Aún sigo leyéndolo, y la mezcla de sensaciones persiste.

Por un lado, no puedo evitar el rechazo instintivo, visceral, por el estilo con que está escrito. Estilo, por llamarlo de algún modo. El tocho parece casi un telegrama de setecientas cincuenta páginas. O una parodia del best seller americano de toda la vida, llevada a cabo por alguien particularmente malicioso. Sólo que Larsson tenía toda la pinta de ir en serio. La supuesta ambigüedad moral de los personajes, la encuentro también de pacotilla: yo hablaría más bien de simplicidad o de totum revolutum. En cuanto a las costumbres sexuales de los protagonistas, bastante más relajadas que las que se encuentra en los héroes de la literatura yanqui, tampoco me genera demasiado interés: en la Europa de 2009, que la gente sea bisexual o que se monte tríos con su esposo/a no me parece motivo de escándalo. Menos aún viniendo de Suecia: de los ciudadanos escandinavos, lo menos que uno espera es que se pasen el santo día de folleteo. ¿O no? Por otro lado, la intriga resulta más bien risible, a lo que contribuye la constante aparición de nuevos personajes que van "enriqueciéndola", hasta conformar algo bastante parecido al camarote de los hermanos Marx en la famosa escena de los huevos duros.

Y, sin embargo, no puedo negar que estoy moderadamente enganchado al libro. Hay algo relacionado con la creación de tipos humanos (en concreto, el de la tal Lisbeth Salander) que me atrapa. No es que detecte en Larsson un particular talento para la construcción del personaje, ni tampoco una profunda y certera visión psicológica. Es precisamente lo externo, la mera conducta de Salander, descrita con la asepsia de un informe policial, lo que encuentro fascinante. ¿Qué pasos daría una persona con una absoluta carencia de gusto y sensibilidad estética, que roza la sociopatía, pero con una superdotación de inteligencia y un demencial sentido de la practicidad, y que repentinamente, por circunstancias de la vida, se ha visto poseedora de un fabuloso patrimonio económico? Los ritos de sus viajes, sus hackeos informáticos y violentas visitas a sus enemigos, sus comparecencias en clínicas de cirugía estética, su acopio de ropa en H&M y similares, su método para comprar a toda prisa un carísimo inmueble que después amuebla con cuatro chucherías de Ikea, presentan el ritmo de la hipnosis. Cada vez que estoy a punto de echarme a reír ante una frase de novela negra de baratillo, o ante una nueva escena sexual, hay algún detalle sorprendente en la descripción del comportamiento de la Salander que me congela el rictus. Sin este fantástico hallazgo, seguramente la obra de Larsson no valdría ni el precio del papel en que va impresa; pero con ella sola se justifica su presencia en los lugares privilegiados que ocupa en cualquier cadena de librerías. De hecho, cuando durante un buen tramo perdemos de vista al personaje y la intriga se centra en los intentos de los demás por localizarlo, el texto perdió para mí todo interés, y si engullía los párrafos a toda prisa no era porque estuviera disfrutando febrilmente de su lectura, sino que pretendía llegar cuanto antes al ansiado reencuentro con la misteriosa genio-psicópata de metro y medio.

Volviendo un segundo al inicio del párrafo anterior, cuando defino someramente a Lisbeth Salander: ¿Ausencia de gusto y sensibilidad estética? ¿Demencial sentido práctico? Flaubert dijo que Madame Bovary era él. Tengo la sospecha de que ni el propio Stieg Larsson tenía conciencia de hasta qué punto él era, es, su personaje principal.

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