viernes, 17 de abril de 2009

Tinieblas



Suele decirse de los grandes directores de cine (como de los grandes artistas en general), que todo su mundo, la esencia de la obra que se desarrollará a posteri, ya está contenido en sus primeros trabajos, por balbuceantes o precarios que en ocasiones puedan éstos resultar. En el caso de Almodóvar, ciertamente en “Pepi, Luci, Bom” y “Laberinto de pasiones” ya aparece todo: la tendencia al melodrama que en ocasiones roza la fotonovela, la originalidad y la potencia de la puesta en escena, el argumento que se dispersa en mil direcciones, el placer de la narración, la hiperestilización de las claves costumbristas, los hombres débiles y maltratadores, las mujeres que ansían cambiar su vida, la puntillosa dirección de actores, la entronización del amour fou, los juegos de dobles, el deseo como motor existencial, las tensiones entre lo rural y lo urbano, lo moderno y lo arcaico, lo particular y lo universal… Nada esencial hay, pongamos por caso, en “Los abrazos rotos” que no hubiera sido ya apuntado en las aventuras de las tres chicas del montón o de la procaz Sexilia, aunque en el camino se haya avanzado (y de qué manera) en la aptitud para ensamblar estos elementos y proporcionarles una forma cohesionada, sinérgica.



En esto último constituyó un paso de gigante la tercera película del director, “Entre tinieblas” (1983), que, provechando las vacaciones de semana santa, he podido revisitar en formato DVD. Antes de adentrarme en cuestiones más profundas, no me resisto a dejar de lado el puro cotilleo. Me limitaré a exponer una serie de datos que sonarán a quie´nes hayan visto la mencionada “Los abrazos rotos” y tengan por tanto presente su argumento. Resulta que, tras haber obtenido un gran éxito en los circuitos underground (y no tan underground) españoles con sus dos primeras y originales largometrajes, Almodóvar comenzó a pergeñar una historia que debía protagonizar una mujer fatal, una supermujer infinitamente tentadora, deseable y destructiva construida a imagen y semejanza de las vampiresas que interpretó Marlene Dietrich a las órdenes de Josef Von Sternberg. La financiación del proyecto llegó de la mano de un millonario llamado Hachuel, que ofreció los medios económicos necesarios a cambio de que la película estuviera protagonizada por su propia novia, una actriz prácticamente novata y desde luego desconocida llamada Cristina Sánchez Pascual, que hasta entonces no había hecho más que unos pocos papelitos irrelevantes, y que después ya sólo volvería a trabajar en una olvidada película más. Cuentan las crónicas que el trabajo de dirigir a la actriz resultó para Almodóvar todo un calvario, hasta el punto de que hubo que cambiar sobre la marcha el enfoque de la película, que otorgó mayor peso a unas monjas que originalmente debían desempeñar un papel secundario. Insisto: ¿a nadie le suena esta historia?



Cubierto el cupo de lo anecdótico, vayamos a lo sustancial. Si temática y estilísticamente los anteriores trabajos de Almodóvar ya apuntaban todo el rango de sus posibilidades, con esta película demostró por primera vez que era capaz de crear una gran obra que, aún basándose en innumerables y variadísimas referencias preexistentes (Fassbinder, Douglas Sirk, Warhol, los melodramas de Sara Montiel, entre ellas) presentaba todos los síntomas de una pieza única, completamente original y restallante de vida y talento. La historia de las monjas en apuros económicos, regidas por una superiora lesbiana, drogadicta y melómana que acogen en un convento a una cabaretera de cuarta buscada por la policía por su implicación en la muerte de su novio por sobredosis, presenta sus descompensaciones y titubeos, pero se las arregla para alzarse por encima de todos ellos a pleno vuelo. Rara vez se había visto antes en el cine español semejante originalidad expresiva, tal acopio de recursos visuales que no tenían ningún prejuicio a la hora de tomar prestado de elementos asociados a la subcultura de la mencionada fotonovela o al kitsch religioso sansulpiciano y empastarlos con otros considerados más dignos como el arte pop, Dreyer o Bresson. Y rara vez se ha visto después, claro, como no sea en el propio Almodóvar.



La dirección de actores era uno de los triunfos de la película. Situándose en un punto indefinido entre el naturalismo y la escuela declamativa, a veces alternando entre ambos registros, a veces mezclándolos para dar lugar a una combinación inaudita, destacaban los trabajos, muy dispares, de una desgarrada Julieta Serrano y unas irresistibles Chus Lampreave y Carmen Maura, ambas soberbias de ternura y vis cómica. La idea almodovariana de emparejarlas inmediatamente después como suegra y nuera debió de imponerse de manera automática. Marisa Paredes, Lina Canalejas, Manuel Zarzo o una descacharrante Mari Carrillo, junto con las colaboraciones de Cecilia Roth y Marisa Tejada, resultan también excelentes. Indudablemente, la habilidad de Almodóvar para obtener lo mejor de sus actores había alcanzado una madurez inmediata y fulminante, que ya nunca lo abandonó.



En cuanto a Cristina Sánchez Pascual como la protagonista Yolanda Bel, la frustrada mujer fatal, debo decir que, vista hoy, me cuesta calificar de malo su trabajo en la película. Desde luego resulta de algún modo chirriante, y es por ello comprensible el viraje que hubo de darse a ésta respecto a la idea inicial: el tipo Dietrich no lo da ni por un momento, ni por físico ni por presencia ante la cámara. Pero no se trata únicamente de eso, ni de que su interpretación se desarrolle en un registro diferente a las del resto del elenco. En realidad, casi todas las actrices de la cinta se mueven en registros distintos, y sin embargo el reparto posee una rara e indiscutible coherencia, basada en el aparente convencimiento de que lo que hacían poseía un perfecto sentido como parte integrante del conjunto. Sánchez Pascual es la única que parece creerse en otra película, y el espectador se contagia de esta creencia. Y, sin embargo, hay en su labor una cierta autenticidad, una belleza extraña que resulta conmovedora. El modo en que dice sus frases no tiene nada de falso o de impostado: al contrario, lo encontré de un impecable naturalismo, que habría cuadrado magníficamente en una película de Alain Tanner , o en un Colomo o un Trueba. Una de las virtudes del primer Almodóvar radica precisamente en no ser ni Tanner, ni Colomo ni Trueba, es decir, en hacer algo que no tenía nada que ver con lo que otros estaban haciendo en aquel momento. Tiendo a pensar que en esa intrusión de un elemento no deseado es de donde procedían los problemas entre director y actriz, y por tanto la extrañeza del espectador ante el resultado obtenido.



En cuanto a la puesta en escena, hay que decir que la magnitud del talento (a veces, talento en bruto) del director se hace evidente en cada plano de la cinta. La precisión y fuerza expresiva de los encuadres, la originalidad de los diálogos, la sabiduría en la alternancia de lo cómico, lo dramático y lo grotesco, aparecen ya en todo su esplendor. La película se estrenó con éxito en el festival de Venecia (con el pequeño escándalo que provocó allí ya se contaba de antemano), y esto debió de suponer para Almodóvar un considerable baño de autoconfianza del que sacó inmejorable partido: sólo un año más tarde, se estrenaba su primera obra maestra, “¿Qué he hecho yo para merecer esto!”.

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