La mayor parte de los directores de cine estelares tiene sus enemigos, que detestarán automáticamente cualquier película por ellos dirigida: esto le ocurre a Tarantino, a Wong kar-Wai o a Lars Von Trier, por ejemplo. Frente a todos ellos, Pedro Almodóvar debe cargar con una desventaja adicional, y es que él, además, tiene unos fans no menos agresivos que sus detractores. Estos fans exigen de él que vuelva a sus orígenes, que dirija de nuevo su venerada “Mujeres al borde de un ataque de nervios”, o en su defecto “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, y como esto obviamente no ocurre ni puede ocurrir jamás, saludan cada estreno del director manchego no tanto con decepción (en el fondo son conscientes de lo absurdo de tal esperanza) como con un infinito rencor. Algunos le perdonaron la vida con su anterior película, “Volver”, quizá por el reencuentro con Carmen Maura, quizá por el mayoritario tono de comedia, quién sabe. Pero ante el estreno de “Los abrazos rotos” se constata que los colmillos están afilados, y las dagas listas para el ataque.
Yo no soy fan de Almodóvar, ni de nadie más, creo. Precisamente por ello lo reconozco no como el profeta de los años 80, o como un educador sentimental, sino pura y simplemente como uno de los mejores directores de cine mundiales en activo. Por supuesto, no estoy ciego ante el hecho de que la irrupción de su talento raro y gozoso como un ovni en los años grises del inicio de la democracia española fue un evento de enorme importancia social y cultural, pero no me maravillan menos sus últimas películas (amo especialmente “Hable con ella” y “La mala educación”), obras de una intensidad, una originalidad y una perfección en la puesta en escena que muy pocos directores en el mundo (en España, no digamos) son capaces siquiera de soñar.
“Los abrazos rotos” es, desde “Todo sobre mi madre”, quizá la película suya con cuya historia y personajes he conectado en mayor medida desde un punto de vista puramente humano. Aquélla en la que la admiración por los recursos de dirección, por el empleo de los actores, la complejidad del guión o la composición de los planos me han impedido menos identificar y reconocerme en la experiencia sentimental que se narraba. Y ello a pesar de que ésta se asentaba en emociones de una naturaleza más bien abstracta. El tipo de amor que se describe en la película, el amor loco (amour fou, dicen los franceses) es sumemente fotogénico, y un maravilloso recurso novelesco, pero su naturaleza extrema e irracional dificultan la auténtica empatía. Por otra parte, como mencionaba antes, la hiperestilización del estilo almodovariano (¡y pensar que todavía hay quienes consideran a Almodóvar un director naturalista, y que juzgan su obra en consecuencia!) tampoco ayuda a creerse lo que ocurre en pantalla como uno se cree, por ejemplo, una película de Ken Loach o incluso, por elevar el listón, una de Clint Eastwood. Lo que no quiere decir, por supuesto, que la experiencia emocional no resulte de primer orden. En este sentido, el amor loco es una constante en el cine de Almodóvar (últimamente, de manera más notoria en las mencionadas “La mala educación” y “Hable con ella”); diría de hecho que, junto a Buñuel, Almodóvar es el director que ha tratado el tema de un modo más bello y directo.
Pero volvamos a “Los abrazos rotos”. Narrativamente muy compleja, pero al mismo tiempo de una absoluta transparencia, se trata de un espléndido trabajo de guionista y director que pone todos sus recursos al servicio de la intensidad emocional, con una generosidad y una energía inauditas. No hay en ella un segundo de respiro, ni siquiera con el fin de anticipar o proporcionar mayor relieve a los supuestos momentos cumbre. Porque cada secuencia, cada plano de ella, es en sí un momento cumbre. Posiblemente nos encontremos ante la primera película que pasa ante nuestros ojos a veinticuatro momentos cumbre por segundo. El resultado es de algún modo agotador, no apto para pusilánimes. Pero, para quien acepte el reto, la recompensa es incalculable. Si tuviera que identificar los momentos a lo largo de sus dos horas durante los cuales me sentí eufórico de emoción cinéfila necesitaría al menos diez folios, así que me limitaré a los primeros que me vienen a la cabeza: por favor, cuando vayáis a verla, permaneced particularmente atentos al extracto final con la película dentro de la película, o a varias secuencias en las que curiosamente coinciden Penélope Cruz y José Luis Gómez (en una clínica privada, en una soleada casa ibicenca, en una sala de proyecciones, en la gran escalera de la mansión).
En las entrevistas, Almodóvar se refiere a su última película como una combinación de melodrama y cine negro, lo que es bastante exacto. El director repite la operación ensayada en la película de su filmografía que encuentro menos lograda, “Tacones lejanos”, sólo que esta vez su dardo da en el centro de la diana. Se produce así un inesperado paralelismo entre este hecho y parte del argumento de la película, centrado en la fantasía del artista de rehacer un viejo trabajo poco satisfactorio. Yendo aún más lejos, como ocurría en “Expiación” (magnífica novela de Ian McEwan, objeto de una adaptación al cine ya no tan magnífica), se habla aquí de la capacidad de la ficción para enmendar no otra ficción, sino la realidad misma: más aún, para redimirla. El amor y la fe en el cine terminan imponiéndose en el argumento y el corazón de la película sobre el amor de Mateo Blanco por la pobre Lena, que a su vez esperaba que este segundo amor iba a redimirla de un tercero, el más fatal (y fou) de todos, el que hacia ella dirige Ernesto Martel.
Todo esto aparece contado con la desnudez y la admirable ausencia de cinismo habituales en Almodóvar, que en lugar de interponer coartadas intelectuales u otros recursos distanciadores entre él y el inflamable material que utiliza (que podría derivar hacia el culebrón al menor descuido), emplea recursos bastante más meritorios. El trasfondo de los personajes, la naturaleza de sus relaciones, algunos detalles de la trama (como la ceguera del personaje de Lluís Homar), los recurrentes juegos de dobles y espejos que salpican ésta, contribuyen a dotar de densidad al rico tejido con el que se urde la historia, que evita así cualquier cercanía con el folletín.
Algunas otras bazas con las que cuenta Almodóvar para redondear la jugada: la música original de Alberto Iglesias en mi opinión su mejor trabajo en mucho tiempo. Los actores, en especial Gómez y Homar. Y Penélope Cruz, cuyo recital esta vez es quizá menos evidente que los que la cubrieron de premios en “Volver” y “Vicky Christina Barcelona”, pero que supera a éstos en complejidad y precisión. Con una inteligencia asombrosa, Almodóvar utiliza los recursos naturales de la actriz, su cierto toque de indefensión y vulgaridad no carente de encanto, para disfrazarla con modelazos de nueva rica (algo similar a lo que ocurre en la vida real) y multiplicar así la verdad y la vida del personaje. Más despojada, más veraz que las últimas creaciones de la actriz de Alcobendas, esta Lena representa en cierto sentido lo mejor de su estilo único, que confirma que es capaz de enfrentarse a cualquier fiera que le echen encima, en particular si cuenta con un director que le proporcione las armas necesarias para ello.
Yo no soy fan de Almodóvar, ni de nadie más, creo. Precisamente por ello lo reconozco no como el profeta de los años 80, o como un educador sentimental, sino pura y simplemente como uno de los mejores directores de cine mundiales en activo. Por supuesto, no estoy ciego ante el hecho de que la irrupción de su talento raro y gozoso como un ovni en los años grises del inicio de la democracia española fue un evento de enorme importancia social y cultural, pero no me maravillan menos sus últimas películas (amo especialmente “Hable con ella” y “La mala educación”), obras de una intensidad, una originalidad y una perfección en la puesta en escena que muy pocos directores en el mundo (en España, no digamos) son capaces siquiera de soñar.
“Los abrazos rotos” es, desde “Todo sobre mi madre”, quizá la película suya con cuya historia y personajes he conectado en mayor medida desde un punto de vista puramente humano. Aquélla en la que la admiración por los recursos de dirección, por el empleo de los actores, la complejidad del guión o la composición de los planos me han impedido menos identificar y reconocerme en la experiencia sentimental que se narraba. Y ello a pesar de que ésta se asentaba en emociones de una naturaleza más bien abstracta. El tipo de amor que se describe en la película, el amor loco (amour fou, dicen los franceses) es sumemente fotogénico, y un maravilloso recurso novelesco, pero su naturaleza extrema e irracional dificultan la auténtica empatía. Por otra parte, como mencionaba antes, la hiperestilización del estilo almodovariano (¡y pensar que todavía hay quienes consideran a Almodóvar un director naturalista, y que juzgan su obra en consecuencia!) tampoco ayuda a creerse lo que ocurre en pantalla como uno se cree, por ejemplo, una película de Ken Loach o incluso, por elevar el listón, una de Clint Eastwood. Lo que no quiere decir, por supuesto, que la experiencia emocional no resulte de primer orden. En este sentido, el amor loco es una constante en el cine de Almodóvar (últimamente, de manera más notoria en las mencionadas “La mala educación” y “Hable con ella”); diría de hecho que, junto a Buñuel, Almodóvar es el director que ha tratado el tema de un modo más bello y directo.
Pero volvamos a “Los abrazos rotos”. Narrativamente muy compleja, pero al mismo tiempo de una absoluta transparencia, se trata de un espléndido trabajo de guionista y director que pone todos sus recursos al servicio de la intensidad emocional, con una generosidad y una energía inauditas. No hay en ella un segundo de respiro, ni siquiera con el fin de anticipar o proporcionar mayor relieve a los supuestos momentos cumbre. Porque cada secuencia, cada plano de ella, es en sí un momento cumbre. Posiblemente nos encontremos ante la primera película que pasa ante nuestros ojos a veinticuatro momentos cumbre por segundo. El resultado es de algún modo agotador, no apto para pusilánimes. Pero, para quien acepte el reto, la recompensa es incalculable. Si tuviera que identificar los momentos a lo largo de sus dos horas durante los cuales me sentí eufórico de emoción cinéfila necesitaría al menos diez folios, así que me limitaré a los primeros que me vienen a la cabeza: por favor, cuando vayáis a verla, permaneced particularmente atentos al extracto final con la película dentro de la película, o a varias secuencias en las que curiosamente coinciden Penélope Cruz y José Luis Gómez (en una clínica privada, en una soleada casa ibicenca, en una sala de proyecciones, en la gran escalera de la mansión).
En las entrevistas, Almodóvar se refiere a su última película como una combinación de melodrama y cine negro, lo que es bastante exacto. El director repite la operación ensayada en la película de su filmografía que encuentro menos lograda, “Tacones lejanos”, sólo que esta vez su dardo da en el centro de la diana. Se produce así un inesperado paralelismo entre este hecho y parte del argumento de la película, centrado en la fantasía del artista de rehacer un viejo trabajo poco satisfactorio. Yendo aún más lejos, como ocurría en “Expiación” (magnífica novela de Ian McEwan, objeto de una adaptación al cine ya no tan magnífica), se habla aquí de la capacidad de la ficción para enmendar no otra ficción, sino la realidad misma: más aún, para redimirla. El amor y la fe en el cine terminan imponiéndose en el argumento y el corazón de la película sobre el amor de Mateo Blanco por la pobre Lena, que a su vez esperaba que este segundo amor iba a redimirla de un tercero, el más fatal (y fou) de todos, el que hacia ella dirige Ernesto Martel.
Todo esto aparece contado con la desnudez y la admirable ausencia de cinismo habituales en Almodóvar, que en lugar de interponer coartadas intelectuales u otros recursos distanciadores entre él y el inflamable material que utiliza (que podría derivar hacia el culebrón al menor descuido), emplea recursos bastante más meritorios. El trasfondo de los personajes, la naturaleza de sus relaciones, algunos detalles de la trama (como la ceguera del personaje de Lluís Homar), los recurrentes juegos de dobles y espejos que salpican ésta, contribuyen a dotar de densidad al rico tejido con el que se urde la historia, que evita así cualquier cercanía con el folletín.
Algunas otras bazas con las que cuenta Almodóvar para redondear la jugada: la música original de Alberto Iglesias en mi opinión su mejor trabajo en mucho tiempo. Los actores, en especial Gómez y Homar. Y Penélope Cruz, cuyo recital esta vez es quizá menos evidente que los que la cubrieron de premios en “Volver” y “Vicky Christina Barcelona”, pero que supera a éstos en complejidad y precisión. Con una inteligencia asombrosa, Almodóvar utiliza los recursos naturales de la actriz, su cierto toque de indefensión y vulgaridad no carente de encanto, para disfrazarla con modelazos de nueva rica (algo similar a lo que ocurre en la vida real) y multiplicar así la verdad y la vida del personaje. Más despojada, más veraz que las últimas creaciones de la actriz de Alcobendas, esta Lena representa en cierto sentido lo mejor de su estilo único, que confirma que es capaz de enfrentarse a cualquier fiera que le echen encima, en particular si cuenta con un director que le proporcione las armas necesarias para ello.
Desde ya lo advierto: quienes esperen reecontrar con “Los abrazos rotos” al Almodóvar de los ochenta, o de principios de los noventa, pueden ir olvidándose de salir satisfechos de la experiencia. Por el contrario, los que simplemente deseen ver una buena película y acudan al cine sin expectativas desquiciadas, obtendrán ración extra de felicidad.
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