Georgiana Cavendish y su amante. "El me hace sentir mujer"
De entre los restos de serie de los Oscars, aquellas películas claramente producidas con el propósito de resultar afortunadas en la pedrea de premios pero que fueron recompensadas con nominaciones o galardones menores, llegaba hace unas semanas a nuestra cartelera “La Duquesa”, de Saul Dibb. Centrada en la figura de Georgiana Cavendish, duquesa de Devonshire, la película es una muestra como tantas de cine de época, que se supone que los británicos hacen “taaaaan bien”, o lo que en Francia llaman “film en costumes”. La expresión francesa no es gratuita, ni proviene únicamente de mi reconocida francofilia, sino que resulta especialmente descriptiva del producto en cuestión, que ganó precisamente el Oscar al mejor diseño de vestuario. El director contempla con notorio deleite los lazos, plumas, sombreros, pelucas y joyas de la protagonista, lo que no evita que a) Los verdaderos ropajes de la época resultaran aún más llamativos y originales, como puede comprobar cualquiera que eche un vistazo a los retratos de la susodicha ejecutados por pintores como Gainsborough o Reynolds, y b) que, dado el limitado talento visual del tal Sauld Dibb, incluso lo meramente decorativo (que constituye el principal objetivo de su esfuerzo) esté en el fondo muy mal aprovechado.
De las interpretaciones de los actores tengo poco que decir, ya que por desgracia vi la película doblada. Eso sí, ni siquiera una perfecta dicción podría evitar que resulte imposible creerse a la protagonista, Keira Knightley, en el papel de una belleza del siglo XVIII, no sólo por una escualidez física que se da de bofetadas con los cánones de la época, sino sobre todo por su manera de moverse, que incluye unos andares equidistantes entre la modelo de pasarela italiana y el jugador de rugby (si tal cosa es posible) y unas reverencias ejecutadas con la abulia desgarbada de una adolescente de instituto. Ralph Fiennes, Hayley Atwell e incluso Charlotte Rampling sí resultan al menos verosímiles en sus atuendos.
Lo mejor que se puede decir de la película es que, en este caso, lo ornamental no ahoga la historia narrada ni la emoción de los conflictos expuestos, en primer lugar porque éstos no poseen relevancia alguna tal y como se nos presentan, y en segundo porque los soberbios decorados, los auténticos palacios de la época, los grandes salones llenos de volutas y candelabros, ni siquiera son explotados como merecerían (¿Ophüls? ¿Visconti? ¿Le suenan a usted, Mr. Dibb?). La puesta en escena, de una pereza inaudita, se limita a confiar en las posibilidades de la fotografía, que no es más que una copia pervertida de las iluminaciones naturales de un John Alcott para “Barry Lyndon” o un Néstor Almendros para “La Marquise d’O” (películas que, por cierto, a uno le entran ganas de revisitar inmediatamente después de abandonar la sala), resultando en unos exteriores simplemente correctos y unos interiores filmados con una espantosa luz como de acuario.
Por lo que respecta a la cuestión narrativa, lo pedestre del guión no revestiría demasiada gravedad si no fuera porque éste resulta especialmente ofensivo en su manera de pretender presentar a la tal duquesa como una protofeminista, que lo más revolucionario que dice son cosas como “la ropa es el modo que tenemos las mujeres de expresarnos”, hasta que, mujer al fin y al cabo, renuncia a una vida libre y feliz para quedarse al lado de sus hijos, misión suprema y tendencia natural de toda hembra humana (el hecho de que ello la obligue además a abandonar a otro de sus vástagos, “casualmente” la niña habida en su relación extramatrimonial, no inspira reflexión alguna a los escritores). El colmo de lo libertario y de la lucha por los derechos de la mujer, vamos. Por supuesto que lo profundamente reaccionario de la película no convierte a ésta en mala (el síntoma de esto último es que aburra, y sus causas las he indicado en los párrafos anteriores), pero sí explica parte de la irritación que por momentos experimenté al verla.
Hay, sin embargo, dos aspectos de la película que me parecen de cierto interés. Uno de ellos es la relación entre la protaginista y la amante de su marido, poco explotada, pero que es el aspecto más original y poderoso de la cinta e insinúa de manera bastante efectiva cómo, a lo largo de la historia y en situaciones adversas, las mujeres se han aliado para conspirar y sobrevivir con una mínima dignidad. El otro es el enfoque descaradamente sensacionalista de la historia original, que aporta los únicos momentos en los que la película parece algo vivo, incluso aunque ese algo no sea de la mejor estofa. Cuando el guión obliga a Knigthley a pronunciar la frase (referida a su enamorado) “Me hace sentir mujer y ser feliz”, se nos remite a lo que “La Duquesa” debió haber sido: una miniserie en dos capítulos, rodada hace veinte años para la televisión y protagonizada por Joan Collins.
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