Revisando mis escritos en este blog, me he dado cuenta de que he dedicado bastante espacio a exponer mis fobias, pero muy poco a mis filias, aparte de algún que otro director de cine. Como concesión a la ley de la compensación, allá va un texto acerca de una de mis filias menos divulgadas, el que experimento hacia las actrices de cine mudo.
Me fascinan en primer lugar esos rasgos correspondientes a un canon de belleza por completo marciano. Las caras redondeadas o en forma de corazón, los ojos grandes y febriles, a veces redondos como pozos, a veces alargados como peces de estanque, las diminutas bocas repintadas que se contraen hasta formar un punto que parece una llaga plantada unos dedos por encima de la barbilla. Me gusta también lo deliciosamente limitado de sus registros gestuales, que por lo general se encuadraban en dos modalidades, la ingenua y la vampiresa, con la variante (admitida en ambos casos) de la coqueta. Las pupilas que miran hacia un punto indeterminado que se encuentra muy por encima del objetivo de la cámara, las sonrisas de pitiminí, las maximalistas expresiones de perversidad y deseo, el indecible sufrimiento de la pobre santa, todo eso me cautiva como sólo puede hacerlo lo sobrehumano y misterioso.
La escuela interpretativa del cine mudo fue efímera, porque pronto llegó el sonoro y todas las claves antes descritas se consideraron pasadas de moda en un santiamén. Los intérpretes fueron presionados para reciclarse a la velocidad del rayo: la mayor parte no lo consiguió. A menudo sus voces resultaban demasiado aflautadas, o demasiado roncas, o tenían demasiado acento extranjero como para resultar creíbles. Su estilo fue acusado de rebuscado e inverosímil. Sin embargo, desde la perspectiva actual me parece que los conceptos de lo auténtico y lo falso pierden validez a la hora de calificar este arte insólito y fugaz. Estas personas engendraron y dieron forma a una verdad propia, específica, que me parece por ello mil veces más genuina que tantos artificios que hoy en día son consideradas el colmo de la autenticidad (¿Cate Blanchett? ¿Meryl Streep?).
De entre todas las interpretaciones femeninas de la historia del cine, mi favorita pertenece precisamente a la época muda: se trata de la que llevó a cabo Renée Falconetti en una obra maestra de Dreyer llamada “La pasión de Juana de Arco”. Su contemplación (rostro sin maquillaje, lágrimas rodando por sus mejillas, labios resquebrajados) me ha llevado a plantearme la por lo demás inconcebible posibilidad de que exista eso que los creyentes llaman un Alma, que nada tiene que ver con la materia corpórea, pero que habita en el cuerpo como un inquilino de éste, del que además ejerce como motor y guía. Pero el trabajo de Falconetti es una rareza absoluta que tiene muy poco que ver con cualquier otra actuación que haya quedado registrada en celuloide (o en soporte digital), lo que por supuesto incluye a cualquiera de sus coetáneas.
Entre las silent divas que aprecio especialmente, citaría a Clara Bow, Lillian Gish, Theda Bara, Gloria Swanson, Mary Pickford, Janet Gaynor, Lya Lys o Musidora. También adoro a Betty Boop, que no era realmente una actriz sino un personaje de animación (y que además tampoco pertenece en puridad al cine mudo), pero que recogió la esencia de varias de sus compañeras de carne y hueso con sublime encanto. Las grandes Garbo y Dietrich atravesaron también una gloriosa época silente. Pero, por encima de todas, está la simpar Louise Brooks, una de las grandes bellezas de todos los tiempos. Alternativamente mordaz, enigmática, juguetona, sensual, altiva, dinámica, soñadora, malévola, etérea, carnal y luminosa, Brooks era de una modernidad insuperable, y su imagen trasciende por completo unos códigos estéticos dentro de los cuales en su momento encajó aparentemente, pero que en realidad le venían algo pequeños. Verla actuar, por ejemplo en “La caja de Pandora” de Pabst, es una experiencia sin parangón, lo más cerca que el cine ha estado jamás de la hipnosis.
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