viernes, 9 de enero de 2009

Eastwood y la infancia despedazada



A sus setenta años, Clint Eastwood actúa bajo el impulso de una asombrosa hiperactividad: si en 2006 estrenaba dos películas sobre los episodios japoneses de la II Guerra Mundial de muy compleja producción y rodaje, en la temporada 2008-2009 vuelve a la carga con otras dos cintas. En “Gran Torino”, que se estrena próximamente, Eastwood interpreta además al protagonista. Por su parte, “El intercambio” llegaba a nuestros cines a finales del pasado año, tras generar bastante entusiasmo la pasada primavera en el festival de Cannes, y después reacciones mucho más frías en su estreno americano.



A mí la película no me aburrió en ningún momento, por lo que me resultaría imposible considerarla una obra fallida. Pero tampoco podría hablar de una gran película, menos aún de la obra maestra de que algunos percibieron en Cannes. Su guión, convencional y lleno de trucos narrativos bastante primarios, apenas se aparta de los estándares de la gran producción de prestigio del Hollywood actual, es decir, del artefacto con sed de Oscars del que cada año tenemos medio centenar de ejemplos, aunque después sólo sea una porción mínima de ellas (no necesariamente la mejor porción, por cierto) la que logre su propósito. Los lugares comunes son visitados con toda la desfachatez del mundo. El terror a la menor sospecha de ambigüedad moral de los personajes es palmario. En este sentido, la protagonista principal está dibujada con un solo trazo, aunque resultaría mezquino negar que este trazo es de una firmeza admirable. La esforzada interpretación de Angelina Jolie se acepta sin mayores traumas, lo que ya es mucho: su físico se opone tanto a la verosimilitud de una telefonista y madre abnegada de los años 20 que la (casi) superación de semejante escollo no puede despacharse como un mérito menor. Pero, en realidad, lo único que diferencia a “El intercambio” de la vulgaridad de sus congéneres es la puesta en escena de Eastwood, de una elegancia, un equilibrio y una precisión extremas. Cada plano roza la perfección, y su conjunto es un prodigio narrativo y visual. Eastwood vuelve a explorar temas que ya ha tratado recurrentemente con anterioridad (especialmente en “Mystic River” y la soberbia “Un mundo perfecto”), y se confirma como uno de los autores actuales más sensibles a la rasposa cuestión de la infancia despedazada.

Un apunte: el guión de “El intercambio” se basa en un hecho real, ocurrido efectivamente en el lugar y la época que describe la película. Una madre perdió a su hijo, que después fue reemplazado por otro niño del que ella afirmaba que era un impostor. La mujer fue tratada como una loca y sometida a toda clase de humillaciones por las fuerzas públicas, pero jamás cejó en su empeño de recuperar a quien consideraba su auténtico hijo. En paralelo, fue apresado y juzgado un hombre bajo la acusación de asesinar a una veintena de niños. La película obvia en todo momento que dicho asesino fue ayudado en su horrible actividad por su propia madre, que después resultó ser en realidad su abuela, destapándose un aterrador cuadro de incesto y abusos familiares. La reflexión sobre la maternidad y la familia habría podido enriquecerse enormemente (también hacerse mucho más incómoda, desde luego) empleando este dato en lugar de hurtándolo, pero eso es algo que evidentemente no interesaba a los autores de la cinta. En fin, no tiene sentido lamentarse por las películas que no se han hecho: limitémonos a disfrutar de las que llegan a hacerse, aunque, como en este caso, el disfrute no pueda ser pleno.

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