jueves, 23 de abril de 2009

Vampiros en Suecia



Sexualidad infantil y sangrienta en "Déjame entrar" de Thomas Alfredson



Ya que estamos, voy a mencionar otra de mis filias, a la que ya me referí de refilón en mi texto anterior: las historias de vampiros. Desde que de niño me fascinó y me aterró “Dracula”, la novela epistolar de Bram Stoker (después de leerla, hube de esconderla en un cajón de mi dormitorio, porque sólo ver durante la noche el lomo del volumen tenuemente iluminado por la luz que venía del pasillo me producía un terror insoportable), he adorado la ficción que se centrara en los no-muertos, necesitados de sangre humana para proseguir su fantasmagórica existencia. “Carmilla”, breve novela de Sheridan Le Fanu, y la película “Nosferatu”, de Murnau son mis favoritos del género. Más recientemente, no me disgustó “Entrevista con el vampiro”, la película de Neil Jordan (la novela no la leí). Me han irritado en cambio horrores como “Van Helsing”, aburridísimo largometraje de un pésimo gusto visual y ridículo argumento. En cualquier caso, el hecho de que una película trate sobre vampiros provoca inmediatamente que me interese por ella, de manera que no podía perderme “Déjame entrar”, de Thomas Alfredson.


La verdad es que ante la premisa de partida a uno ha de gustarle “Déjame entrar” antes incluso de haberla visto: “una película sueca de vampiros” es un leit-motiv que bastaba para hacerla irresistible.Al salir del cine, aún con el estómago un poco revuelto (los planos finales no son aptos para constituciones sensibles), domina la satisfacción ante el cumplimiento de las expectativas: la opera prima de Alfredson es, sin duda, una buena película. Modélico ejemplo de cine de género honesto y bien resuelto, suple con su buen oficio, pulso narrativo y talento visual algunas serias limitaciones de las que adolece, entre las cuales la menos relevante no es una peligrosa y ocasional tendencia al lirismo de pacotilla. A lo largo de su metraje, esta historia nunca produce más pánico que en aquellos momentos en los que se ubica dentro de unas coordenadas estilísticas cercanas a dos de las referencias que encuentro más horripilantes en el cine actual: el rollo independiente americano label Sundance, y las sacarinosas postales de Isabel Coixet. Dejando de lado estos fugaces y chirriantes resbalones, la película se disfruta de principio a fin, por su sencillo planteamiento, su perfecta (quizá demasiado transparentemente perfecta, dicho sea de paso) dosificación de las claves de la intriga, su lograda reconstrucción de un determinado clima y la originalidad de su aproximación al tema vampírico, que afortunadamente no deja de atraer a cineastas con talento que logran renovarlo de vez en cuando sin renunciar a su mejor esencia.


Pero, sin duda, lo mejor de la película radica en cómo la sexualidad de infiltra en la historia, y el tratamiento que recibe. Que el sexo es un reclamo empleado por los vampiros para atraer a sus víctimas es algo bien sabido desde que existe el género: en este caso, la edad de los protagonistas y la contaminación del elemento sexual con ciertos elementos de psicosis y una dependencia emocional de la abusada víctima hacia su posible salvadora (que sustituye a la represión sexual de las historias victorianas de vampiros) añaden interés a la historia. Ello, junto con el elemento turbio de rigor, que cristaliza en un espléndido y brevísimo plano de una cicatriz sobre un sexo femenino.


También tengo que destacar, y lo hago con particular satisfacción, el magnífico empleo de los efectos digitales, que dan lugar a otro plano absolutamente memorable: aquel que registra los primeros segundos de una herida que se abre en una blanca mejilla infantil.

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