jueves, 5 de marzo de 2009

El misterio

La máscara de "Abre los ojos", de A. Amenábar. Una película aniquilada por su propio terror al misterio

En varias entradas de mi blog (me vienen a la cabeza las dedicadas a “Retorno a Brideshead”, al pintor Ignacio Goitia, o a Luis Buñuel) me he referido al “misterio”, y a la importancia que a éste concedo en el arte. En realidad, no creo que el misterio sea simplemente importante: lo considero esencial. Sin misterio no hay arte, pura y llanamente.



Desde la infancia he experimentado hacia lo misterioso sentimientos de atracción y repulsión. Recuerdo noches enteras de insomnio, aterrado ante la posibilidad de que en mi vida irrumpiera lo irracional, lo inexplicable, en la forma de un fantasma, de una presencia extraterrestre o una tragedia descomunal. Y, sin embargo, me sentía automáticamente seducido por cualquier libro o película que contuviera elementos fantásticos o esotéricos. En el fondo, aunque matizada por el tiempo, aún permanece en mí esta contradicción, aunque ya no la vivo como tal. He conseguido realizar el ejercicio racional de separar perfectamente la necesidad que tengo de conocer las causas de todo lo que se produce en la vida real, mientras reservo en el arte y la ficción un espacio privilegiado para la ambigüedad. Hay quien esta dicotomía la resuelve en forma de fe religiosa: no es mi caso.


Hace más de una década, viendo la segunda película de Alejandro Amenábar, “Abre los ojos”, experimenté una identificación absoluta con lo que allí se estaba contando. Amenábar daba forma a un terror infantil que los dos debíamos de haber compartido allá por los primeros años ochenta, el terror a que la vida de uno se vea contaminada por elementos irracionales que escapan a nuestro control. Por desgracia, mi entusiasmo se convirtió pronto en enojo, pues la última media hora de la película destrozaba tan prometedoras premisas para instalar una barata lógica en la que todos los cabos quedaban atados y se nos indicaba incluso el momento preciso de la narración a partir del cual no debíamos creernos nada de lo que había sucedido. Semejante traición sólo podía explicarse porque Amenábar aún conservaba sus vergonzosos temblores nocturnos, y pretendía exorcizarlos amañando explicaciones racionales al aparente delirio que él mismo había creado con el único fin de derribarlo después. Este lamentable juego tenía algo de nadar y guardar la ropa, y se mantuvo en su siguiente trabajo, aquella “Los otros” que a mí me encantó, a pesar de esto y de plagiar descaradamente a “The Innocents” de Jack Clayton (hay secuencias enteras calcadas). Lo que en esta ocasión redimía la película era que el lado “explicativo” se limitaba a unos últimos cinco minutos tan forzados y presurosos que no podían esconder su condición de pegote (de excrecencia) desgajado del resto.


Del mismo modo, una historia policiaca deja de interesarme en el momento en que se procede a detallar aplicadamente quién, cuándo, cómo y en qué circunstancias cometió el crimen. Detesto en la ficción las explicaciones, los porqués, la infantilización del espectador al que se trata como a un estúpido o un niño asustadizo. Cuidado: no defiendo la arbitrariedad, ni digo en absoluto que lo que se cuente o plasme no haya de tener explicación. Lo que no me gusta es que esa explicación se formule de manera explícita. Ya que hablábamos de crímenes, considero que quien roba el misterio a una película, a un libro, a un cuadro, está cometiendo el peor de los crímenes que en el arte existen. Ese crimen lo cometen cada día muchísimos artistas de pacotilla, pero jamás lo hicieron genios como Erice, Kubrick, Bergman, Tarkovski, Balzac, Henry James, Leonardo da Vinci, Goya, Velázquez, Durero o los surrealistas todos. El respeto que estos y otros autores muestran ante el misterio es absoluto, lo que contribuye de manera decisiva a la grandeza de su obra.

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