Hay muchas cosas en ella que me gustan: la estructura narrativa, que remite a la mencionada novela picaresca, pero también a “El manuscrito encontrado en Zaragoza”, hermosa novela de Jan Potocki. La elegancia con que está rodada, elegancia nada exhibicionista que genera una irresistible apariencia de ligereza. Su sentido del humor, cercano al dadaísmo. Su asombrosa erudición, que en ocasiones adquiere un espíritu didáctico en absoluto irritante. Y, sobre todo, su enorme creatividad, y la libertad que irradia. Contiene hallazgos extraordinarios que operan como joyitas incrustadas en el armazón general, representadas casi siempre por detalles nimios: después de una secuencia imaginada en la que fusilan al Papa (instante cuya escenificación hoy no impacta tanto como debió de hacerlo hace cuarenta años), uno de los asistentes al festival católico al aire libre afirma haber escuchado un ruido como de disparo. A su lado, alguien reconoce que estaba imaginando cómo el Santo Padre era fusilado. Es decir, que la ensoñación traspasa sus propios contornos para contaminar la realidad a través del sonido. Idea excéntrica y prodigiosa que el espectador, sin embargo, acepta como algo natural en el contexto en que se produce.
En otro momento se pronuncia una de las líneas de diálogo más geniales del cine de Buñuel, frase que sin duda procede del pensamiento mismo del director. Cito de memoria y podría por tanto equivocarme, pero es algo así como “Mi odio por la ciencia y la tecnología me acabarán llevando a esa absurda creencia en Dios”. Esta frase portentosa contiene de algún modo la verdadera idea central no sólo de esta película, sino de todo el cine de Buñuel, y quizá sea la verdadera razón de mi absoluta adoración por él. Se trata del respeto ante todo, y por encima de cualquier otro valor, al Misterio.
El misterio de la religión es constantemente cuestionado a lo largo de la película a través de las preguntas que suscitan dogmas tan inexplicables como la Santísima Trinidad, la virginidad de María, la doble naturaleza humana y divina de Cristo o la relación entre Dios y el mal del mundo. Todas las polémicas al respecto acaban resolviéndose mediante afirmaciones del estilo de la clásica “los caminos del Señor son inescrutables”. Ya está, a partir de ahí no hay nada más que añadir. Es inútil cualquier discusión: inútil, pero sobre todo inconveniente. En uno de los momentos más divertidos de la película, un razonamiento particularmente absurdo formulado a partir de dogmas reales del cristianismo es saludado por los personajes con un “sí, sí, eso es muy convincente”, sin rastro de ironía. En eso consiste la fe, a fin de cuentas, en creer algo a pies juntillas, por inadmisible que pudiera resultar para la razón. Desde luego, Buñuel se burla abiertamente de esta ausencia de sentido crítico de los creyentes, pero también admira lo que de verdad hay de admirable en todo ello, que es el Misterio. El Misterio es esencial en la vida, y aún más en el arte: ya sea en el cine, como en el resto de la actividad creativa humana. Cualquier acto que persiga deliberadamente su destrucción es, para mí, el despropósito más imperdonable que puede cometer alguien que se llama a sí mismo artista; sin embargo, aseguro que se comete muy a menudo por razones tan peregrinas y engañosas como la pretensión de hacer más “transparente” el mensaje transmitido o la historia contada espectador. Con ello, lo que se consigue es, por supuesto, infravalorar a este espectador al que en el fondo se desprecia un poco, y aniquilar cualquier rastro de poesía que pudiera haber existido en la obra.
Buñuel amaba y respetaba a su público porque amaba y respetaba el Misterio, y viceversa. Y “La vía láctea” es una obra maestra luminosa y conmovedora que ilustra a la perfección esta verdad.
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