martes, 10 de febrero de 2009

Un altar para el misterio

Fusilamiento del Papa, en "La Vía Láctea" de Buñuel


Como comentaba en mi anterior texto, “La vía láctea” (1969) era mi siguiente hito en el ciclo dedicado a Buñuel por el Círculo de Bellas Artes. La película, de producción francesa, utiliza una estructura y claves similares a la novela picaresca española para reunir un compendio de las principales herejías de la religión católica: dos pobres diablos recorren en peregrinación el camino de Santiago, y en su aventura se encuentran con diversas situaciones y personajes de fuerte carga simbólica, desde un niño aquejado por los estigmas de Cristo hasta un demoniaco ángel de la muerte, una agrupación religiosa que escenifica un festival infantil en el que se solicita la excomunión de todos los herejes, o un cura enajenado que acaba convencido de que el cuerpo de Cristo se encuentra contenido en la hostia como la liebre en un paté. En paralelo, la Virgen María, los apóstoles y el propio Jesús (¡e incluso un joven hermano de éste último!) aparecen captados en situaciones cotidianas, algunas incluidas en el Nuevo Testamento, otras no tanto: las bodas de Caná, la curación milagrosa de un ciego, María aconsejando a Jesús que no se afeite porque “la barba le sienta muy bien”. En el reparto, entre otros, Paul Frankeur y Laurent Terzieff como los peregrinos, Edith Scob como la Virgen María, Michel Piccoli como el marqués de Sade, o Delphine Seyrig como la puta a la que los protagonistas terminan encontrando a su llegada a Santiago de Compostela.


Una maravilla de principio a fin, la película fue la primera (y quizá la mejor) de la última etapa de Buñuel, caracterizada por una libertad de estructura que no excluía un evidente placer por la narración, la tendencia al sketch, el pulcro acabado formal y el contraste entre unas situaciones de un intenso surrealismo y su tratamiento bajo la más perfecta sobriedad realista. Si la burguesía, sus ritos, anhelos y pasiones se situarían en primer plano con las posteriores “El discreto encanto de la burguesía”, “El espíritu de la libertad” y “Ese oscuro objeto del deseo” (que aún pueden verse en los últimos días del ciclo del CBA), en “La vía láctea” la religión católica es en apariencia el tema principal. Tema que no me entusiasma especialmente, pese a lo cual seguí la película con una pasión y un regocijo que no decayó en ningún momento. Trato de analizar por qué.

Hay muchas cosas en ella que me gustan: la estructura narrativa, que remite a la mencionada novela picaresca, pero también a “El manuscrito encontrado en Zaragoza”, hermosa novela de Jan Potocki. La elegancia con que está rodada, elegancia nada exhibicionista que genera una irresistible apariencia de ligereza. Su sentido del humor, cercano al dadaísmo. Su asombrosa erudición, que en ocasiones adquiere un espíritu didáctico en absoluto irritante. Y, sobre todo, su enorme creatividad, y la libertad que irradia. Contiene hallazgos extraordinarios que operan como joyitas incrustadas en el armazón general, representadas casi siempre por detalles nimios: después de una secuencia imaginada en la que fusilan al Papa (instante cuya escenificación hoy no impacta tanto como debió de hacerlo hace cuarenta años), uno de los asistentes al festival católico al aire libre afirma haber escuchado un ruido como de disparo. A su lado, alguien reconoce que estaba imaginando cómo el Santo Padre era fusilado. Es decir, que la ensoñación traspasa sus propios contornos para contaminar la realidad a través del sonido. Idea excéntrica y prodigiosa que el espectador, sin embargo, acepta como algo natural en el contexto en que se produce.


En otro momento se pronuncia una de las líneas de diálogo más geniales del cine de Buñuel, frase que sin duda procede del pensamiento mismo del director. Cito de memoria y podría por tanto equivocarme, pero es algo así como “Mi odio por la ciencia y la tecnología me acabarán llevando a esa absurda creencia en Dios”. Esta frase portentosa contiene de algún modo la verdadera idea central no sólo de esta película, sino de todo el cine de Buñuel, y quizá sea la verdadera razón de mi absoluta adoración por él. Se trata del respeto ante todo, y por encima de cualquier otro valor, al Misterio.

El misterio de la religión es constantemente cuestionado a lo largo de la película a través de las preguntas que suscitan dogmas tan inexplicables como la Santísima Trinidad, la virginidad de María, la doble naturaleza humana y divina de Cristo o la relación entre Dios y el mal del mundo. Todas las polémicas al respecto acaban resolviéndose mediante afirmaciones del estilo de la clásica “los caminos del Señor son inescrutables”. Ya está, a partir de ahí no hay nada más que añadir. Es inútil cualquier discusión: inútil, pero sobre todo inconveniente. En uno de los momentos más divertidos de la película, un razonamiento particularmente absurdo formulado a partir de dogmas reales del cristianismo es saludado por los personajes con un “sí, sí, eso es muy convincente”, sin rastro de ironía. En eso consiste la fe, a fin de cuentas, en creer algo a pies juntillas, por inadmisible que pudiera resultar para la razón. Desde luego, Buñuel se burla abiertamente de esta ausencia de sentido crítico de los creyentes, pero también admira lo que de verdad hay de admirable en todo ello, que es el Misterio. El Misterio es esencial en la vida, y aún más en el arte: ya sea en el cine, como en el resto de la actividad creativa humana. Cualquier acto que persiga deliberadamente su destrucción es, para mí, el despropósito más imperdonable que puede cometer alguien que se llama a sí mismo artista; sin embargo, aseguro que se comete muy a menudo por razones tan peregrinas y engañosas como la pretensión de hacer más “transparente” el mensaje transmitido o la historia contada espectador. Con ello, lo que se consigue es, por supuesto, infravalorar a este espectador al que en el fondo se desprecia un poco, y aniquilar cualquier rastro de poesía que pudiera haber existido en la obra.

Buñuel amaba y respetaba a su público porque amaba y respetaba el Misterio, y viceversa. Y “La vía láctea” es una obra maestra luminosa y conmovedora que ilustra a la perfección esta verdad.

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